NICK DUNNE

Seis días ausente

Go me empujó al interior del coche y salimos zumbando del parque. Pasamos a toda velocidad junto a Noelle, que se dirigía escoltada por Boney y Gilpin hacia su familiar, con los trillizos pulcramente vestidos oscilando tras ella como lazos en una cometa. Nuestras ruedas rechinaron al dejar atrás a la muchedumbre: cientos de caras, un mar de dedos acusadores y furiosos que apuntaban hacia mí. Básicamente, nos dimos a la fuga. Técnicamente.

—Guau, menuda emboscada —musitó Go.

—¿Emboscada? —repetí, conmocionado.

—¿Crees que ha sido un accidente, Nick? Esa tri-puta ya había hecho su declaración a la policía. Y no les dijo nada sobre el embarazo.

—O eso o están espaciando el bombardeo para golpearme progresivamente.

Boney y Gilpin se habían enterado de que mi esposa estaba embarazada y habían decidido convertirlo en parte de su estrategia. Era evidente que estaban convencidos de que yo la había matado.

—La semana que viene Noelle aparecerá en todas las cadenas de cable diciendo que eres un asesino y se presentará como la mejor amiga de Amy, empeñada en buscar justicia. Puta ansiosa de notoriedad. Maldita puta ansiosa de notoriedad.

Presioné el rostro contra la ventanilla y me hundí en mi asiento. Varias furgonetas de noticieros nos seguían. Condujimos en silencio y la respiración de Go se fue tranquilizando. Miré el río, una rama de árbol flotaba corriente abajo.

—¿Nick? —dijo Go finalmente—. ¿Es…? ¿Tú…?

—No lo sé, Go. Amy no me dijo nada. Si estaba embarazada, ¿por qué iba a contárselo a Noelle pero no a mí?

—¿Por qué intentar comprar una pistola y no decírtelo? —dijo Go—. Nada de todo esto tiene el más mínimo sentido.

Nos retiramos a casa de Go —los equipos televisivos habrían caído como un enjambre sobre la mía— y, tan pronto como cruzamos la puerta, sonó mi móvil, el de verdad. Eran los Elliott. Sorbí aire entre dientes, me refugié en mi antiguo dormitorio y descolgué.

—Tengo que preguntarte esto, Nick. —Era Rand, con el borboteo de un televisor en segundo término—. Necesito que me lo digas. ¿Sabías que Amy estaba embarazada?

Hice una pausa, intentando encontrar el modo adecuado de expresar lo improbable de un embarazo.

—¡Responde, maldita sea!

El volumen de Rand me hizo encoger la voz. Hablé en un tono suave y conciliador, una voz vestida con un cárdigan.

—No es algo que estuviéramos buscando. Amy no quería quedarse embarazada, Rand, no sé si en el futuro habría llegado a cambiar de opinión. Ni siquiera… ni siquiera estábamos manteniendo relaciones demasiado a menudo. Me… sorprendería mucho que hubiera estado embarazada.

—Noelle dice que Amy visitó al médico para confirmar el embarazo. La policía ha enviado una orden solicitando los expedientes. Lo sabremos esta misma noche.

Encontré a Go en el salón, sentada a la mesa camilla de mi madre con una taza de café frío. Se volvió hacia mí lo justo para demostrar que era consciente de mi presencia, pero no tanto como para dejarme verle la cara.

—¿Por qué sigues mintiendo, Nick? —preguntó—. Los Elliott no son tu enemigo. ¿No deberías decirles al menos que eras tú quien no quería tener hijos? ¿Por qué poner a Amy en el papel de mala?

Volví a tragarme la rabia. Mi estómago bullía con ella.

—Estoy exhausto, Go. Maldita sea. ¿Tenemos que hacer esto ahora?

—¿Acaso vamos a encontrar un momento que sea mejor?

—Yo sí quería hijos. Lo intentamos durante una temporada, sin suerte. Incluso empezamos a mirar tratamientos de fertilidad. Pero luego Amy decidió que no quería saber nada de críos.

—Tú me dijiste que eras quien no quería.

—Solo estaba intentando poner al mal tiempo buena cara.

—Oh, estupendo, otra mentira —dijo Go—. Nunca me había dado cuenta de que fueras tan… Lo que estás diciendo, Nick, no tiene ningún sentido. Yo estaba allí, la noche de la cena para celebrar lo de El Bar, cuando mamá os malinterpretó y pensó que ibais a anunciar que os habíais quedado embarazados y Amy se echó a llorar.

—Bueno, no puedo explicar todas y cada una de las cosas que hacía Amy, Go. No sé por qué, hace un puto año, se echó a llorar de aquella manera. ¿De acuerdo?

Go permaneció sentada en silencio. El brillo anaranjado de una farola creaba un halo de estrella de rock alrededor de su perfil.

—Esto va a ser una verdadera prueba para ti, Nick —murmuró sin mirarme—. Siempre has tenido problemas con la verdad. Siempre contabas alguna mentirijilla si pensabas que con eso te evitarías una discusión. Siempre recurrías al camino más fácil. Decirle a mamá que ibas al entrenamiento de béisbol cuando en realidad habías dejado el equipo; decirle que ibas a la iglesia cuando en realidad ibas al cine. Es una especie de extraña compulsión.

—Esto es distinto a lo del béisbol, Go.

—Es muy distinto. Pero sigues contando mentirijillas como si fueras un niño pequeño. Sigues desesperado por hacerle creer a todo el mundo que eres perfecto. Nunca has querido ser el malo de la película. De modo que les cuentas a los padres de Amy que era ella la que no quería hijos. A mí no me dices que le estás poniendo los cuernos a tu mujer. Juras que las tarjetas de crédito a tu nombre no son tuyas, juras que estabas paseando por la playa cuando odias la playa, juras que tenías un matrimonio feliz. Simplemente ya no sé qué creer ahora mismo.

—Estás de broma, ¿verdad?

—Desde que Amy desapareció, no has hecho otra cosa que mentir. Haces que me preocupe. Por lo que pueda estar pasando.

Silencio absoluto por un momento.

—Go, ¿estás diciendo lo que creo que estás diciendo? Porque si es así… joder, algo ha muerto entre nosotros.

—¿Recuerdas aquel juego al que jugabas siempre con mamá cuando éramos pequeños? ¿«Seguirías queriéndome si»? ¿Seguirías queriéndome si le diese una colleja a Go? ¿Seguirías queriéndome si robase un banco? ¿Seguirías queriéndome si hubiese matado a alguien?

No dije nada. Estaba respirando demasiado rápido.

—Seguiría queriéndote —dijo Go.

—Go, ¿de verdad necesitas que te lo diga?

Go guardó silencio.

—No he matado a Amy.

Go guardó silencio.

—¿No me crees? —pregunté.

—Te quiero.

Me puso una mano en el hombro, se recogió a su habitación y cerró la puerta. Esperé a ver encenderse la luz, pero permaneció a oscuras.

Dos segundos más tarde, sonó mi móvil. Esta vez era el desechable del que debía librarme pero no podía, porque siempre, siempre, siempre tenía que estar disponible para Andie. «Una vez al día, Nick. Tenemos que hablar una vez al día».

Me di cuenta de que estaba rechinando los dientes.

Respiré hondo.

Lejos, en los lindes del pueblo, se conservaban los restos de un antiguo fuerte del Viejo Oeste que ahora era otro parque al que nadie iba nunca. Lo único que quedaba era la torre de vigilancia de madera de dos pisos, rodeada por un balancín y unos columpios oxidados. Andie y yo nos habíamos reunido allí una vez, manoseándonos mutuamente a la sombra de la torre.

Di tres largos rodeos alrededor del pueblo en el viejo coche de mi madre para asegurarme de que nadie me seguía. Acudir era una locura —ni siquiera eran las diez en punto— pero había dejado de tener voz y voto en nuestros encuentros. «Necesito verte, Nick, esta noche, ahora mismo, o te juro que voy a perder la cabeza». Mientras aparcaba junto al fuerte, fui consciente de su naturaleza aislada y remota y de todo lo que aquello implicaba: Andie seguía estando dispuesta a verse conmigo en un lugar solitario y sin iluminar; conmigo, el asesino de esposas embarazadas. Mientras caminaba hacia la torre a través de la hierba espesa y rasposa, pude intuir su contorno frente a la diminuta ventana de la torre de madera.

«Esto va a acabar contigo, Nick». Aceleré el paso.

Una hora más tarde volvía a estar acurrucado en mi casa infectada de paparazzi, esperando. Rand había dicho que antes de medianoche sabrían si mi mujer había estado embarazada o no. Cuando sonó el teléfono, descolgué de inmediato solo para descubrir que era la condenada Comfort Hill. Mi padre había vuelto a escaparse. La policía había sido notificada. Como siempre, utilizaron un tonito como dando a entender que el imbécil era yo. «Si esto vuelve a suceder, tendremos que dar por finalizada la estancia de su padre con nosotros». Experimenté un nauseabundo escalofrío: mi padre mudándose a vivir conmigo, dos bastardos patéticos y malhumorados; ciertamente serviría como punto de partida para la peor comedia de colegas del mundo. El final sería un asesinato-suicidio. ¡Ba-dum-dum! Que suenen las risas enlatadas.

Estaba colgando el teléfono, mirando por la ventana trasera hacia el río —«Conserva la calma, Nick»—, cuando vi una figura encorvada junto al embarcadero. Pensé que debía de tratarse de un reportero perdido, pero entonces reconocí algo en aquellos puños cerrados, en los hombros tensos. Comfort Hill estaba a unos treinta minutos de distancia caminando en línea recta por River Road. Por algún motivo recordaba dónde estaba nuestra casa aunque no fuese capaz de acordarse de mí.

Salí a la oscuridad para verle balancear un pie sobre la orilla mientras contemplaba el río. Menos desharrapado que la última vez, aunque desprendía un acre aroma a sudor.

—¿Papá? ¿Qué haces aquí? Todo el mundo está preocupado.

Me miró con ojos marrones y despiertos, nada que ver con el color lechoso que adquieren los de algunos ancianos. Habría resultado menos desconcertante si hubieran sido lechosos.

—Me dijo que viniera —dijo bruscamente—. Me dijo que viniera. Esta es mi casa, puedo venir cuando me dé la gana.

—¿Has venido andando todo el camino hasta aquí?

—Puedo venir cuando quiera. Tú podrás odiarme, pero ella me quiere.

Casi me reí. Incluso mi padre estaba reinventando su relación con Amy.

Un par de fotógrafos comenzaron a tomar fotos desde mi jardín delantero. Tenía que meter a mi padre en la casa. Pude imaginar el artículo que tendrían que inventarse para acompañar aquellas instantáneas exclusivas: ¿qué clase de padre era Bill Dunne, a qué tipo de hombre había criado? Por el amor de Dios, si mi padre se lanzaba a una de sus diatribas contra las zorras… Marqué el número de Comfort Hill y tras unos cuantos requiebros conseguí que enviaran a un ordenanza a buscarlo. Monté todo un número acompañándolo cariñosamente hasta el sedán, murmurando palabras de ánimo mientras los fotógrafos tomaban instantáneas.

Mi padre. Sonreí mientras se marchaba. Intenté que pareciera la sonrisa propia de un hijo orgulloso. Los periodistas me preguntaron si había matado a mi mujer. Me estaba retirando al interior cuando un coche patrulla se detuvo frente a mi casa.

Era Boney, que afrontando valerosamente a los paparazzi había acudido para decírmelo cara a cara. Lo hizo con tacto, en un tono de voz suave como el roce de la punta de un dedo.

Amy estaba embarazada.

Mi esposa había desaparecido con mi hijo en su interior. Boney me observó, aguardando mi reacción —para incluirla en el informe policial—, así que me dije: «Compórtate de la manera correcta, no la cagues, compórtate como se comportaría un hombre al que acaban de darle tal noticia». Enterré la cabeza entre las manos y musité: «Oh, Dios, oh, Dios», y mientras lo hacía vi a mi esposa en el suelo de la cocina, las manos alrededor del vientre, la cabeza hundida.