NICK DUNNE

Diez días ausente

Pasamos el día de la entrevista apretujados en el dormitorio libre de la suite de Tanner, preparando mis frases, arreglando mi aspecto. Betsy se quejó de mi ropa, después Go me recortó el pelo por encima de las orejas con unas tijeras de uñas mientras Betsy intentaba convencerme de que usara maquillaje —polvos— para reducir el brillo. Todos hablábamos en voz baja porque el equipo de Sharon estaba preparándose al lado; la entrevista se grabaría en el salón de la suite, con vistas al Arco de Saint Louis. La puerta del Oeste. No estoy seguro de cuál era el sentido del monumento salvo servir como vago símbolo del centro del país. «Usted está aquí».

—Necesitas al menos unos polvos, Nick —dijo Betsy finalmente, acercándose a mí con el algodón—. Te suda la nariz cuando te pones nervioso. Nixon perdió unas elecciones porque le sudaba la nariz.

Tanner lo supervisaba todo como un director.

—No tanto por ese lado, Go —decía—. Bets, ve con cuidado con los polvos, mejor que falte que no que sobre.

—Deberíamos haberle metido una inyección de Botox —dijo ella.

Al parecer, el Botox combate el sudor además de las arrugas. Algunos de sus clientes se lo inyectaban bajo el brazo antes de los juicios y ya me lo estaban sugiriendo a mí también. Con amabilidad y sutileza, en caso de que fuésemos a juicio.

—Sí, justo lo que necesito: que la prensa se entere de que me estaba tratando con Botox mientras mi mujer estaba desaparecida —dije—. Está desaparecida.

Sabía que Amy no estaba muerta, pero también sabía que estaba tan lejos de mi alcance que bien podría estarlo. Era una esposa en tiempo pretérito.

—Bien hecho —dijo Tanner—. La próxima vez, corríjase antes de que salga de su boca.

A las cinco de la tarde, sonó el teléfono de Tanner.

—Boney —dijo mirando la pantalla. Dejó que saltara el contestador—. Ya la llamaré luego.

No quería que ninguna nueva información, interrogación o rumor nos obligase a reformular nuestro mensaje. Estaba de acuerdo: no quería tener a Boney metida en la cabeza en aquel momento.

Todos cambiamos de postura, una muestra de refuerzo en grupo para convencernos de que la llamada no era motivo de preocupación. La habitación permaneció en silencio durante medio minuto.

—Debo decir que me emociona curiosamente la perspectiva de conocer a Sharon Schieber —dijo Go finalmente—. Una mujer con mucha clase. No como esa Connie Chung.

Me reí, que era la intención. A nuestra madre le encantaba Sharon Schieber y odiaba a Connie Chung. Nunca le había perdonado que avergonzase públicamente a la madre de Newt Gingrich después de que este hubiera llamado «z-o-r-r-a» a Hillary Clinton. No recuerdo la entrevista en sí, solo lo injuriada que se sintió nuestra madre por ella.

A las seis entramos en el salón, donde habían dispuesto dos sillas una frente a la otra, con el Arco de fondo, a una hora pensada específicamente para que el Arco brillara pero no hubiera reflejos del atardecer en las ventanas. Uno de los momentos más importantes de mi vida, pensé, dictado por el ángulo del sol. Una productora cuyo nombre no iba a recordar se acercó repiqueteando peligrosamente sobre altos tacones y me explicó lo que podía esperar. Las preguntas podían llegar a repetirse varias veces, para conseguir que la entrevista pareciera lo más fluida posible y para poder grabar planos de reacción de Sharon. No podía hablar con mi abogado antes de responder. Podía expresar de distintas maneras la respuesta, pero no cambiar la sustancia de la misma. «Aquí tiene un poco de agua, vamos a colocarle el micro».

Empezamos a desplazarnos hacia la silla y Betsy me dio un codazo en el brazo. Cuando bajé la mirada, me enseñó un bolsillo lleno de gominolas.

—Recuerda… —dijo, sacudiendo un dedo amonestador.

De repente, la puerta de la suite se abrió de par en par y entró Sharon Schieber, con tanta elegancia como si llegara tirada por una cuadrilla de cisnes. Era una mujer hermosa, una mujer que probablemente nunca había parecido infantil. Una mujer cuya nariz probablemente nunca sudara. Tenía el pelo oscuro y espeso y enormes ojos marrones que podían parecer inocentes como los de un cervatillo o perversos.

—¡Es Sharon! —dijo Go, con un susurro excitado para imitar a nuestra madre.

Sharon se volvió hacia Go y asintió majestuosamente, se acercó para saludarnos.

—Soy Sharon —dijo con voz grave y calurosa, agarrando a Go de ambas manos.

—Nuestra madre la adoraba —dijo Go.

—Me alegro mucho —dijo Sharon, consiguiendo sonar cordial.

Se volvió hacia mí y estaba a punto de decir algo cuando su productora llegó haciendo sonar los tacones y le susurró algo al oído. Después esperó la reacción de Sharon, después volvió a susurrar.

—Oh. Oh, Dios mío —dijo Sharon.

Cuando se volvió nuevamente hacia mí, no sonreía en absoluto.