NICK DUNNE
La noche de
Boney y Gilpin trasladaron nuestra entrevista a la comisaría, que tiene el mismo aspecto que una caja de ahorros en declive. Me dejaron cuarenta minutos a solas en una pequeña sala, durante los que me obligué a no moverme. Fingir que estás tranquilo es, en cierto modo, estarlo. Me encorvé sobre la mesa, apoyé la barbilla sobre el brazo. Esperé.
—¿No quiere llamar a los padres de Amy? —había preguntado Boney.
—No quiero asustarles —dije—. Si no sabemos nada de ella en una hora, llamaré.
Habíamos repetido aquella conversación en tres ocasiones.
Finalmente, la pareja de inspectores entró y se sentó a la mesa, delante de mí. Tuve que contener las ganas de reír por lo mucho que se parecía aquello a una escena de cualquier serie. Era la misma sala que llevaba diez años viendo en la televisión nocturna por cable mientras zapeaba, y los dos policías —fatigados, intensos— se comportaban igual que los protagonistas. Resultaban completamente falsos. La comisaría de Epcot. Boney incluso sostenía un vaso de cartón con café y una carpeta que parecía una pieza de atrezo. Atrezo policial. Me noté entusiasmado, por un momento sentí que todos estábamos fingiendo: «¡Vamos a jugar al juego de la Esposa Desaparecida!».
—¿Todo bien, Nick? —preguntó Boney.
—Sí, ¿por qué?
—Está sonriendo.
Mi entusiasmo se estampó de golpe contra el suelo de azulejos.
—Lo siento, todo esto es…
—Lo sé —dijo Boney, dedicándome una mirada que bien podría haber sido una palmadita en la espalda—. Es demasiado extraño, lo sé. —Se aclaró la garganta—. En primer lugar, queremos asegurarnos de que está cómodo aquí. Si necesita cualquier cosa, solo tiene que hacérnoslo saber. Cuanta más información pueda aportarnos ahora mismo, mejor, pero puede marcharse en cualquier momento, eso tampoco es un problema.
—Cualquier cosa que necesiten.
—Bien, estupendo, gracias —dijo ella—. Mmm… vale. Primero queremos quitarnos de en medio todo lo más molesto. Lo desagradable. Si su esposa ha sido realmente secuestrada, algo que todavía no podemos asegurar, pero por si llegara a darse el caso, queremos detener al culpable. Y cuando lo detengamos queremos que sea condenado, punto. Sin posibilidad de escape. Sin dejarle un solo resquicio.
—Bien.
—Para poder conseguirlo, necesitamos antes que nada descartarle a usted, con toda rapidez, con toda facilidad. Para que el tipo no pueda aferrarse al argumento de que no le hemos descartado a usted, ¿entiende lo que le quiero decir?
Asentí mecánicamente. En realidad no sabía lo que quería decir, pero quería que pareciese que estaba cooperando todo lo posible.
—Cualquier cosa que necesiten.
—No queremos inquietarle —añadió Gilpin—. Solo queremos cubrir todas las bases.
—Por mí, bien.
«Siempre es el marido —pensé—. Todo el mundo sabe que siempre es el marido, así que ¿por qué no pueden limitarse a decirlo? Sospechamos de usted porque es el marido y el culpable siempre es el marido, como bien sabe cualquiera que haya visto un episodio de Dateline».
—De acuerdo, estupendo, Nick —dijo Boney—. Primero vamos a pasarle un bastoncillo por la parte interior de la mejilla para poder diferenciar otras muestras de ADN en la casa que no sean suyas. ¿Le parece bien?
—Claro.
—También me gustaría hacerle una rápida prueba de residuos de pólvora en las manos. Una vez más, solo por si acaso…
—Esperen, esperen, esperen. ¿Han encontrado algo que les haga suponer que mi esposa haya podido ser…?
—Nonono, Nick —interrumpió Gilpin, acercando una silla a la mesa y sentándose en ella del revés.
Me pregunté si los policías harían aquello de verdad. O si fue idea de algún actor avispado y después los policías comenzaron a hacerlo porque se lo habían visto a los actores que hacen de policías y les había parecido molón.
—Solo es un protocolo bien establecido —continuó Gilpin—. Intentamos cubrir todas las bases: analizar sus manos, tomar una muestra de ADN, y si pudiéramos también registrar su coche…
—Por supuesto. Como ya he dicho, lo que necesiten.
—Gracias, Nick. Se lo agradezco de veras. En ocasiones, hay personas que nos ponen las cosas difíciles solo porque pueden.
Yo era exactamente del tipo opuesto, mi padre me había infundido durante la infancia una culpabilidad tácita. Era el tipo de individuo que acecha por la casa en busca de excusas para enfurecerse. Aquello había convertido a Go en una persona siempre a la defensiva y muy poco dada a aceptar mierdas injustificadas de nadie. A mí me había convertido en un bobalicón postrado ante la autoridad. Mamá, papá, profesoras: «Lo que sea que facilite su trabajo, señora o caballero». Tenía un ansia constante de aprobación. «Literalmente mentirías, engañarías y robarías —joder, hasta matarías— para convencer a la gente de que eres un buen tío», me dijo Go en una ocasión. Estábamos haciendo cola para comprar un knish en el horno Yonah Schimmel, no muy lejos del antiguo apartamento de Go en Nueva York —así de bien recuerdo el momento—, y perdí el apetito porque era completamente cierto y nunca me había percatado de ello, e incluso mientras me lo estaba diciendo, pensé: «Nunca olvidaré esto, este es uno de esos momentos que quedarán grabados para siempre en mi cerebro».
Mientras me analizaban las manos en busca de residuos de pólvora y me introducían un bastoncillo de algodón en la boca, los policías y yo charlamos sobre naderías, los fuegos artificiales del 4 de Julio y el tiempo. Pretendiendo que era normal, una visita al dentista.
Cuando terminaron, Boney dejó otro vaso de café delante de mí y me dio un apretón en el hombro.
—Siento todo esto. Es la peor parte del trabajo. Y ahora, ¿se ve con ánimos de contestar un par de preguntas? Nos ayudaría de verdad.
—Sí, por supuesto, disparen.
Boney colocó una pequeña grabadora digital sobre la mesa, delante de mí.
—¿Le importa? Así no tendrá que responder a las mismas preguntas una y otra y otra vez.
Lo que quería era grabarme para que me viese atado a una sola historia. «Debería llamar a un abogado —pensé—, pero solo los culpables necesitan abogados», de modo que asentí: «No hay problema».
—Entonces: Amy —dijo Boney—. Llevan ustedes viviendo aquí… ¿cuánto?
—Unos dos años.
—Y ella es originaria de Nueva York. Ciudad.
—Sí.
—¿Trabaja, tiene algún empleo? —dijo Gilpin.
—No. Antes se dedicaba a escribir tests de personalidad.
Los detectives intercambiaron una mirada: «¿Tests?».
—En revistas femeninas, para adolescentes —dije—. Ya saben: «¿Eres celosa? ¡Completa nuestro test y averígualo!». «¿Intimidas demasiado a los hombres? ¡Completa nuestro test y averígualo!».
—Qué bien, me encantan esos tests —dijo Boney—. No sabía que fuera un trabajo. Escribirlos. Quiero decir, como profesión.
—Bueno, no lo es. Ya no. Internet está lleno de tests gratuitos. Los de Amy eran más perspicaces. Tenía un máster en psicología. Tiene un máster en psicología. —Reí, incómodo ante mi lapsus—. Pero perspicaz no puede competir con gratuito.
—Y luego, ¿qué?
Me encogí de hombros.
—Luego nos mudamos aquí. Ahora mismo simplemente se encarga de la casa.
—¡Oh! Entonces, ¿tienen hijos? —gorjeó Boney, como si acabara de recibir buenas noticias.
—No.
—Oh. Entonces, ¿a qué dedica los días?
Era la misma pregunta que me hacía yo. Amy había sido en otro tiempo una mujer que hacía un poco de todo, continuamente. Cuando empezamos a vivir juntos, le dio por estudiar a fondo la cocina francesa, desarrollando una habilidad ultrasónica con el cuchillo y un inspirado boeuf bourguignon. Para celebrar su treinta y cuatro cumpleaños, volamos a Barcelona y me dejó patitieso encadenando una frase tras otra de español, idioma que había aprendido durante meses de lecciones en secreto. Mi esposa tenía una mente brillante y chispeante, una curiosidad avariciosa. Pero sus obsesiones tendían a verse impulsadas por la competitividad: necesitaba deslumbrar a los hombres y poner celosas a las mujeres: «Por supuesto que Amy es capaz de cocinar platos franceses y hablar un español fluido y cuidar del jardín y bordar y correr maratones e invertir en la bolsa y pilotar un avión y lucir como una modelo de pasarela mientras hace cualquiera de esas cosas». Necesitaba ser la Asombrosa Amy, todo el rato. Aquí, en Missouri, las mujeres compran en Target, preparan platos sustanciosos de los de toda la vida, se ríen de lo poco que recuerdan el español que aprendieron en el instituto. No les interesa competir. Los incesantes logros de Amy son recibidos con una palmadita y quizás un poco de lástima. Era el peor destino posible para mi competitiva esposa: un pueblo lleno de medianías satisfechas.
—Tiene muchas aficiones —dije.
—¿Alguna que le preocupe? —preguntó Boney, con expresión preocupada a su vez—. ¿No sospechará que tenga problemas con la bebida o las drogas? No pretendo hablar mal de su esposa. Muchas amas de casa, más de las que pueda imaginar, pasan así las horas. El día se hace largo cuando estás sola en casa. Y si la bebida da paso a las drogas, y no estoy hablando de heroína, sino, por ejemplo, los analgésicos, en fin… últimamente tenemos unos personajes de lo más desagradable vendiendo por la zona.
—El tráfico de drogas ha ido a peor —dijo Gilpin—. Se han producido muchos despidos en la policía, una quinta parte del cuerpo, y eso que ya íbamos justos para empezar. Quiero decir, que la situación es peliaguda, estamos desbordados.
—El mes pasado tuvimos un ama de casa, una mujer agradable, a la que le habían saltado un diente en una discusión por un poco de OxyContina —apuntó Boney.
—No, puede que Amy se tome una copa de vino o algo así, pero nada de drogas.
Boney me miró disgustada; evidentemente no era la respuesta que estaba deseando.
—¿Tiene buenos amigos aquí? Nos gustaría llamar a algunos, solo para asegurarnos. No se ofenda. A veces el cónyuge es el último en enterarse cuando hay drogas de por medio. La gente se avergüenza, especialmente las mujeres.
Amigos. En Nueva York, Amy coleccionaba y se desprendía de amigos todas las semanas; eran como sus proyectos. Se emocionaba intensamente con ellos: Paula, que le daba clases de canto y tenía una voz condenadamente buena (Amy estudió en un internado de Massachusetts; me encantaban las raras ocasiones en las que le salía esa vena Nueva Inglaterra: «condenadamente buena»). O Jessie, del curso de diseño de moda. Pero un mes más tarde le preguntaba por Jessie o por Paula y Amy me miraba como si me estuviera inventando palabras.
Después estaban los hombres que siempre andaban arrastrándose tras Amy, ávidos por hacer todas las cosas maritales que su maridito nunca hacía. Arreglar la pata de una silla, buscar su té asiático de importación favorito. Hombres que juraban que eran sus amigos, solo buenos amigos. Amy los mantenía exactamente a la distancia de un brazo; justo lo suficiente para que yo no me molestase demasiado, pero lo suficientemente cerca como para que cumplieran sus deseos de inmediato solo con chasquear los dedos.
En Missouri… por el amor de Dios, no tenía ni idea. Me di cuenta justo en aquel momento. «Realmente eres un capullo», pensé. Dos años llevábamos allí, y tras el ajetreo inicial de darnos a conocer como recién llegados durante aquellos frenéticos primeros meses, Amy no tenía a nadie con quien verse regularmente. Tenía a mi madre, que ahora estaba muerta, y me tenía a mí, pero nuestro modo básico de conversación era uno de ataque y refutación. Cuando llevábamos un año allí, le pregunté en un tono falsamente galante: «¿Qué le está pareciendo North Carthage, señora Dunne?». «¿Nueva Cartago, quieres decir?», respondió ella. Me negué a preguntarle la referencia, pero supe que era un insulto.
—Tiene un par de buenas amigas, pero principalmente en la Costa Este.
—¿Sus padres?
—Viven en Nueva York. Ciudad.
—¿Y todavía no ha llamado usted a ninguna de esas personas? —preguntó Boney, con una sonrisa divertida en el rostro.
—He estado haciendo todas las demás cosas que me han pedido ustedes. No he tenido oportunidad.
Había firmado una autorización para rastrear las tarjetas de crédito de Amy y su teléfono móvil, les había pasado el número de Go y el nombre de Sue, la viuda de El Bar, las cuales podrían, presumiblemente, atestiguar a qué hora había llegado yo al local.
—El benjamín de la familia —dijo Boney, meneando la cabeza—. De verdad que me recuerda a mi hermano pequeño. —Una pausa—. Es un cumplido, lo juro.
—Lo tiene mimadísimo —dijo Gilpin, anotando en una libreta—. De acuerdo, así que salió de casa a eso de las siete y media de la mañana y se presentó en El Bar a mediodía, entre medias estuvo en la playa.
Hay una ribera a unos dieciséis kilómetros al norte de nuestra casa, una colección no demasiado agradable de arena y gravilla y cristales de botellas de cerveza. Cubos de basura a rebosar de vasos de plástico y pañales sucios. Pero hay una mesa de picnic a contraviento sobre la que cae un sol placentero y si miras directamente al río puedes ignorar todo lo demás.
—A veces me llevo un café y el periódico y me siento un rato. Hay que aprovechar el verano en la medida de lo posible.
No, no había hablado con nadie en la playa. No, nadie me había visto.
—Es un lugar tranquilo entre semana —reconoció Gilpin.
Si la policía hablaba con cualquiera que me conociese, rápidamente descubrirían que raras veces iba a la playa y que nunca me llevaba un café para disfrutar de la mañana. Tengo la piel blanca típica de un irlandés y poca tolerancia para perder el tiempo mirándome el ombligo: playero no soy. Si se lo dije a la policía fue porque había sido la propia Amy quien me había sugerido aquel lugar en el que podría estar a solas y admirar el río que tanto amaba y ponderar nuestra vida en común. Me lo había dicho aquella misma mañana, después de comernos sus crepes. Se inclinó sobre la mesa y dijo: «Sé que estamos pasando un bache. Todavía te quiero mucho, Nick, y sé que tengo que mejorar en muchas cosas. Quiero ser una buena esposa para ti y quiero que seas mi marido y que seas feliz. Pero tú debes decidir qué es lo que deseas».
Evidentemente había estado practicando el discurso; sonreía orgullosamente al hablar. Pero incluso mientras mi esposa me estaba demostrando aquella deferencia, yo pensaba: «Por supuesto que tiene que organizarlo todo como si fuese un teatrillo. Quiere tener esa imagen de mí frente al río libre y salvaje, el pelo ondeando bajo la brisa mientras miro el horizonte y reflexiono sobre nuestra vida juntos. No puedo ir simplemente al Dunkin’ Donuts».
«Debes decidir qué es lo que deseas». Desgraciadamente para Amy, ya lo había decidido.
Boney alzó animadamente la mirada de sus notas:
—¿Puede decirme cuál es el grupo sanguíneo de su esposa? —preguntó.
—Uh, no, no lo sé.
—¿No sabe cuál es el grupo sanguíneo de su esposa?
—¿A lo mejor O? —dije al tuntún.
Boney frunció el ceño, después profirió un prolongado sonido como de hacer yoga.
—De acuerdo, Nick, estas son las cosas que estamos haciendo para ayudar.
Me leyó la lista: el móvil de Amy estaba siendo monitorizado, sus tarjetas de crédito rastreadas, su foto había sido puesta en circulación. Los agresores sexuales conocidos de la zona estaban siendo entrevistados y nuestro reducido barrio peinado. Nuestro teléfono de casa estaba intervenido, por si acaso recibía alguna llamada solicitando rescate.
No estaba seguro de qué más decir. Busqué en mi memoria las frases: ¿qué dice el esposo llegado este punto en las películas? Depende de si es culpable o inocente.
—No puedo decir que eso me tranquilice. ¿Están…? ¿Hablamos de un rapto, un caso de persona desaparecida o qué es lo que está pasando exactamente? —Conocía las estadísticas, las conocía gracias a la misma serie de televisión que ahora estaba protagonizando: si durante las primeras cuarenta y ocho horas no se producía ningún avance en el caso, lo más probable era que quedase sin resolver. Las primeras cuarenta y ocho horas eran cruciales—. Quiero decir que mi esposa no está. ¡Mi esposa no está!
Me di cuenta de que era la primera vez que lo decía tal como debería haberlo dicho: asustado y furioso. Mi padre era un hombre con infinitas variedades de amargura, ira, desagrado. Tras toda una vida empeñado en evitar convertirme en él, había acabado desarrollando una incapacidad para mostrar emociones negativas. Era otra de las cosas que me hacían parecer un capullo; mi estómago podía ser un nudo de anguilas engrasadas y nadie habría podido adivinarlo a partir de mi cara ni mucho menos mis palabras. Era un problema constante: demasiado control o ningún control en absoluto.
—Nick, nos estamos tomando esto extremadamente en serio —dijo Boney—. Los chicos del laboratorio están en su casa mientras hablamos, lo cual nos aportará más información para seguir. Ahora mismo, cuanto más nos pueda contar sobre su mujer, mejor. ¿Cómo es?
A la mente me vinieron las frases habituales de cualquier esposo: «Es dulce, es maravillosa, es agradable, me apoya mucho».
—Cómo es ¿en qué sentido? —pregunté.
—Denos una idea de su personalidad —apuntó Boney—. Como, por ejemplo, ¿qué le ha comprado por su aniversario? ¿Joyas?
—Aún no le había comprado nada —dije—. Pensaba hacerlo esta tarde.
Esperé a que ella se riera y dijese «benjamín de la familia» otra vez, pero no lo hizo.
—De acuerdo. Bueno, entonces hábleme de ella. ¿Es extrovertida? ¿Es… no sé cómo decir esto, es típicamente neoyorquina? ¿Del tipo que algunos podrían considerar grosera? ¿Puede que irritase a alguien?
—No lo sé. No es del tipo de persona dispuesta a abrirle las puertas a cualquiera, pero tampoco es… no es lo suficientemente áspera como para motivar que alguien quisiera… hacerle daño.
Aquella era mi undécima mentira. La Amy de hoy día era lo suficientemente áspera como para querer hacerle daño, a veces. Hablo específicamente de la Amy de hoy día, que solo se parecía remotamente a la mujer de la que me enamoré. Había sido una terrible transformación de cuento de hadas, pero a la inversa. En apenas un par de años, la vieja Amy, la muchacha de risa bulliciosa y costumbres sencillas, se había desprendido literalmente de sí misma, dejando un montón de alma y piel en el suelo. De su interior había surgido aquella nueva Amy, frágil y amargada. Mi esposa ya no era mi esposa, sino un nudo de navajas que me desafiaba a que lo desenredara, pero yo no estaba a la altura de la tarea con mis dedos gruesos, nerviosos y adormecidos. Dedos de campesino. Dedos contrahechos y en absoluto entrenados para la intricada y peligrosa labor de descifrar a Amy. Cuando le mostraba mis muñones ensangrentados, ella suspiraba y regresaba a su libreta mental secreta en la que llevaba la lista de todas mis deficiencias, eternamente anotando decepciones, flaquezas, defectos. La antigua Amy… joder, era amena. Era divertida. Me hacía reír. Había olvidado aquello. Y ella también se reía. Desde lo más profundo de la garganta, desde detrás de esa pequeña hendidura en forma de dedo, que es el mejor lugar desde el que reír. Se libraba de sus cuitas como si fueran puñados de alpiste: tal como han aparecido, se van.
No era la cosa en la que se había convertido, la cosa que yo más temía: una mujer enfadada. No se me daban bien las mujeres enfadadas. Sacaban de mí algo desagradable.
—¿Es mandona? —preguntó Gilpin—. ¿Le gusta hacerse cargo?
Pensé en el calendario de Amy, ese que abarcaba los siguientes tres años, y si alguien fuera a consultar las hojas a un año vista, encontraría citas ya establecidas: dermatólogo, dentista, veterinario.
—Le gusta tenerlo todo bien planeado. No… no deja nada al azar. Le gusta redactar listas e ir tachando. Hacer cosas. Por eso todo esto no tiene ningún sentido…
—Eso podría volver loco a cualquiera que no sea igual —dijo Boney con simpatía—. Usted parece muy personalidad B.
—Soy un poco más relajado, supongo —dije. Después añadí la parte que se suponía que debía añadir—: Nos complementamos.
Miré el reloj de la pared y Boney me tocó la mano.
—Eh, ¿por qué no hace una llamada a los padres de Amy? Estoy segura de que se lo agradecerían.
Pasaba de la medianoche. Los padres de Amy se iban a dormir a las nueve en punto; tenían la extraña tendencia de jactarse de su costumbre de acostarse temprano. Estarían profundamente dormidos, de modo que para ellos sería una llamada urgente en plena noche. Siempre desconectaban los móviles a las 20.45, por lo que Rand Elliott se vería obligado a levantarse de la cama y recorrer el pasillo hasta el otro extremo de la casa para descolgar su viejo y pesado teléfono; se pondría torpemente las gafas, palparía en busca del interruptor de la lámpara de mesa. Enumerando para sí todos los motivos por los que no debería alarmarse ante una llamada tan tardía, todos los motivos inocuos por los que podría estar sonando el teléfono.
Marqué dos veces y colgué antes de que empezaran a sonar los tonos de llamada. Cuando por fin me decidí, fue Marybeth, no Rand, quien respondió. Su voz grave retumbó en mis oídos. Solo había llegado a decir: «Marybeth, soy Nick», cuando perdí el norte.
—¿Qué pasa, Nick?
Respiré hondo.
—¿Se trata de Amy? Dímelo.
—Yo… uh… lo siento, debería haber llamado…
—¡Dímelo, maldita sea!
—No c-c-conseguimos encontrar a Amy —tartamudeé.
—¿Cómo que no consigues encontrar a Amy?
—No sé qué…
—¿Amy ha desaparecido?
—No lo sabemos con seguridad, todavía estamos…
—¿Desde cuándo?
—No estamos seguros. Salí esta mañana, un poco después de las siete…
—¿Y has esperado hasta ahora para avisarnos?
—Lo siento, no quería que…
—Por el amor de Dios. Hemos estado jugando al tenis. Al tenis, cuando podríamos haber estado… Dios mío. ¿Está la policía en ello? ¿Les has avisado?
—Te llamo desde la comisaría.
—Ponme con quienquiera que esté al cargo, Nick. Por favor.
Como un crío, fui a buscar a Gilpin. «Mi suegra quiere hablar con usted».
Telefonear a los Elliott lo hizo oficial. La emergencia —«Amy ha desaparecido»— se estaba transmitiendo al exterior.
Me dirigía de regreso a la sala de entrevistas cuando oí la voz de mi padre. En ocasiones, en momentos particularmente vergonzosos, oía su voz en mi cabeza. Pero aquella era la voz de mi padre, allí. Sus palabras emergieron en un húmedo burbujeo, como algo salido de una marisma maloliente. «Zorra zorra zorra». Mi padre, completamente senil, había adoptado la costumbre de espetarle aquella palabra a cualquier mujer que le irritase incluso remotamente: «Zorra zorra zorra». Miré hacia el interior de una sala de reuniones y allí estaba, sentado en un banco con la espalda apoyada contra la pared. En otro tiempo había sido un hombre atractivo, intenso y de barbilla hendida. «Discordantemente de ensueño», era como lo había descrito mi tía. Ahora estaba sentado mascullando en dirección al suelo, tenía el pelo rubio enmarañado y apelmazado, los pantalones sucios de barro y los brazos arañados, como si hubiera atravesado una rosaleda, y sobre su mentón brillaba un hilillo de baba, como el reguero de un caracol. Se dedicaba a tensar y destensar los músculos del brazo, aún sin atrofiar. Junto a él se sentaba una agente de expresión tensa, con los labios apretados en un airado mohín, intentando ignorarle: «Zorra zorra zorra te lo dije zorra».
—¿Qué está pasando aquí? —le pregunté—. Ese es mi padre.
—¿Ha recibido nuestro aviso?
—¿Qué aviso?
—Para que viniese a recoger a su padre —dijo ella, recalcando exageradamente las palabras, como si estuviera hablando con un crío de diez años corto de luces.
—Yo… Mi esposa ha desaparecido. Llevo aquí casi toda la noche.
La agente me miró en silencio, sin conectar en lo más mínimo. Pude percibir que estaba debatiendo consigo misma si sacrificar la distancia y disculparse, preguntar. En aquel momento mi padre empezó de nuevo, «Zorra zorra zorra», y ella se decantó por mantener la distancia.
—Caballero, Comfort Hill lleva todo el día intentando contactar con usted. Su padre se escapó esta mañana temprano por una salida de incendios. Tiene un par de arañazos y de golpes, como puede ver, pero no ha sufrido daños mayores. Lo hemos recogido hace un par de horas, caminando por River Road, desorientado. Hemos intentado localizarle.
—Pues estaba aquí —dije—. A una maldita puerta de distancia. ¿Cómo es que nadie ha sido capaz de sumar dos y dos?
—Zorra zorra zorra —dijo mi padre.
—Caballero, por favor, no me hable en ese tono.
«Zorra zorra zorra».
Boney encargó a otro agente —un hombre— que condujese a mi padre de vuelta a la residencia para que pudiera terminar de hablar con ellos. Permanecimos de pie sobre las escaleras de entrada de la comisaría y observamos cómo lo acomodaban en el coche, todavía murmurando. Durante todo aquel rato no registró en ningún momento mi presencia. Cuando se marcharon, ni siquiera miró hacia atrás.
—¿No mantienen una relación estrecha? —preguntó Boney.
—Somos la definición de relación nada estrecha.
La policía terminó su interrogatorio y me metió en un coche patrulla a eso de las dos de la madrugada, con el consejo de que durmiera bien aquella noche y regresara para una rueda de prensa a las doce del mediodía.
No pregunté si podía volver a casa. Hice que me llevaran a la de Go, porque sabía que se habría quedado despierta y se tomaría una copa conmigo, me prepararía un sándwich. Era, patéticamente, lo único que deseaba en aquel momento: una mujer que me preparase un sándwich y no hiciera preguntas.
—¿No quieres que salgamos a buscarla? —se ofreció Go mientras yo comía—. Podemos dar una vuelta con el coche.
—Qué sentido tendría —dije sin entusiasmo—. ¿Dónde mirar?
—Nick, esto es serio, joder.
—Lo sé, Go.
—Entonces compórtate como tal, ¿de acuerdo, Lance? No me jodas con el niuniuniu.
Era un ruido lingual, el ruido que profería ella siempre para expresar mi indecisión, acompañado por una mueca de aturdimiento y el desempolvado de mi nombre de pila. Nadie con una cara como la mía necesita llamarse Lance. Me tendió un vasito de escocés.
—Y bébete esto, pero solo esto. No querrás tener resaca mañana. ¿Dónde coño puede haberse metido? Dios, siento náuseas.
Go se sirvió también un vaso, le dio un trago, después intentó limitarse a darle sorbitos, recorriendo la cocina de un extremo a otro.
—¿No estás preocupado, Nick? ¿No te da miedo que algún tipo, yo qué sé, la haya visto en la calle y simplemente… haya decidido llevársela? Golpearla en la cabeza y…
Di un salto.
—¿Por qué dices «golpearla en la cabeza», a qué coño viene eso?
—Lo siento, no quería pintar una escena, es solo que… no sé, no puedo parar de pensar. En algún loco. —Se echó un poco más de escocés en el vaso.
—Hablando de locos —dije—, papá ha vuelto a escaparse, lo han encontrado vagando por River Road. Ahora está ya de vuelta en Comfort.
Go se encogió de hombros: «Vale». Era la tercera vez en seis meses que nuestro padre se escabullía. Después encendió un cigarrillo, todavía pensando en Amy.
—Quiero decir, ¿no hay ninguna persona con la que podamos hablar? —preguntó—. ¿Algo que podamos hacer?
—¡Jesús, Go! ¿De verdad tienes la necesidad de hacerme sentir más jodidamente inútil de lo que ya me siento? —repliqué bruscamente—. No tengo la menor idea de lo que se supone que debería estar haciendo. No hay ningún manual de instrucciones que explique qué hacer cuando tu esposa ha desaparecido. La policía me ha dicho que podía marcharme. Me he marchado. Solo estoy haciendo lo que me dicen que haga.
—Por supuesto que sí —murmuró Go, que desde hacía tiempo se había impuesto como misión convertirme en un rebelde.
Jamás lo conseguiría. Yo era el chaval que en el instituto cumplía los horarios; era el escritor que siempre acataba la fecha de entrega, incluso las falsas. Respeto las reglas, porque si sigues las reglas, las cosas fluyen con suavidad, por lo general.
—Joder, Go, dentro de un par de horas tengo que volver a la comisaría, ¿vale? ¿Puedes, por favor, ser amable conmigo solo un segundo? Estoy que me cago de miedo.
Mantuvimos una competición de miradas durante cinco segundos, después Go me rellenó el vaso; una disculpa. Se sentó a mi lado, me puso una mano en el hombro.
—Pobre Amy —dijo.