NICK DUNNE

Ocho días ausente

Tan pronto como terminé de hablar con Tommy, telefoneé a Hilary Handy. Si mi «asesinato» de Amy era mentira y la «violación» de Amy a manos de Tommy O’Hara era mentira, ¿por qué no iba a serlo el «acoso» de Hilary Handy? Una sociópata debe dar sus primeros pasos en algún sitio, como por ejemplo los austeros pasillos de mármol de la academia Wickshire.

Cuando descolgó, dije abruptamente:

—Soy Nick Dunne, el marido de Amy Elliott, de verdad que necesito hablar con usted.

—¿Por qué?

—Necesito urgentemente más información. Acerca de su…

—No diga amistad. —Capté una sonrisa furiosa en su tono.

—No. No era eso lo que iba a decir. Solo necesito oír su versión de los hechos. No la llamo porque piense que tiene algo, absolutamente nada que ver con mi esposa, con su situación actual. Pero agradecería mucho oír lo que sucedió entre ustedes dos. La verdad. Porque creo que podría arrojar cierta luz sobre… cierto patrón de comportamiento de Amy.

—¿Qué tipo de patrón?

—Cuando cosas malas comienzan a sucederles a aquellos que la han molestado.

Hilary respiró pesadamente sobre el auricular.

—Hace dos días no habría hablado con usted —empezó—. Pero después estuve tomando unas copas con unas amigas y había un televisor encendido, salía usted en pantalla y no hacían más que hablar del embarazo de Amy. Todas las personas con las que estaba se mostraron cabreadísimas con usted. Lo odiaban. Y pensé: «Sé cómo se siente». Porque Amy no ha muerto, ¿verdad? Quiero decir, que sigue únicamente desaparecida. ¿No han encontrado el cuerpo?

—Eso es.

—Entonces permita que le hable. De Amy. Y del instituto. Y de lo que sucedió. Espere.

Oí dibujos animados al otro extremo de la línea, música de calíope y voces aflautadas que se cortaron en seco. Después, voces quejumbrosas. «Id a verlos abajo. Abajo, por favor».

—Vale, primer año. Soy la chica de Memphis. Todas las demás son de la Costa Este, lo juro. Me sentía rara, diferente, ¿sabe? A las chicas de Wickshire… era como si las hubieran criado en la misma comuna: la jerga, las ropas, el pelo. Y tampoco es que me marginaran, simplemente me sentía… insegura, eso desde luego. Amy ya era la reina. Recuerdo que todo el mundo la conocía prácticamente desde el primer día, todo el mundo hablaba de ella. Era la Asombrosa Amy. Todas habíamos leído aquellos libros de pequeñas. Además, era simplemente deslumbrante. Quiero decir, que era…

—Sí, lo sé.

—Eso. Y muy pronto comenzó a mostrar interés por mí, a cobijarme bajo su ala o como quiera llamarlo. Bromeaba diciendo que ella era la Asombrosa Amy y yo su escudera Suzy. Empezó a llamarme Suzy y pronto todas las demás lo hicieron también. Lo cual me parecía bien. En el fondo era una pequeña esbirra: llevarle algo de beber a Amy si tenía sed, llevar su colada a la lavandería si necesitaba ropa interior limpia. Espere.

Una vez más, pude oír el roce de sus cabellos contra el auricular. Marybeth había traído todos y cada uno de los álbumes de fotos de los Elliott, por si acaso necesitábamos más imágenes. Me había enseñado una instantánea de Amy con Hilary, sonriendo mejilla con mejilla. De modo que pude visualizar cómo sería Hilary ahora, el mismo pelo rubio claro que mi esposa, enmarcando un rostro no tan agraciado, con turbios ojos de color avellana.

«Jason, estoy al teléfono. Dales un par de polos y punto, no es tan difícil, porras».

—Lo siento. Nuestros hijos hoy no tienen clase y mi marido nunca se ocupa de ellos, así que no parece saber qué hacer ni siquiera durante los diez minutos que voy a estar al teléfono con usted. Lo siento. Bueno… ah, sí, jugábamos a que yo era la pequeña Suzy y durante un par de meses, agosto, septiembre, octubre, fue maravilloso. Una amistad muy intensa, estábamos juntas a todas horas. Y después sucedieron un par de cosas raras seguidas que sé que la molestaron.

—¿Qué cosas?

—Un tipo de nuestra academia gemela nos conoce a las dos en el baile de otoño y al día siguiente me llama a mí en vez de a Amy. Algo que, estoy segura, hizo porque se sentía demasiado intimidado por Amy, pero qué más da… Y luego, un par de días más tarde, salen las notas del primer trimestre y las mías son ligeramente mejores, hablamos de cuatro coma uno contra cuatro coma cero. Y no mucho después, una de nuestras amigas me invita a pasar Acción de Gracias con su familia. A mí, pero no a Amy. Una vez más, estoy segura de que el motivo fue que Amy intimidaba a la gente. No era fácil estar a su alrededor, continuamente tenías la sensación de que debías impresionarla. Pero noté que las cosas cambiaban ligeramente. Noté que Amy estaba muy irritada, a pesar de que ella no quisiera reconocerlo.

»En cambio, empieza a convencerme para que haga cosas. En aquel momento no me di cuenta, pero había comenzado a enredarme. Me pregunta si me puedo teñir el pelo igual que el suyo, porque el mío es de un rubio más oscuro y estaré mucho más guapa con un matiz algo más claro. Y empieza a quejarse de sus padres. Es decir, siempre se había quejado de ellos, pero ahora la cosa va a más: que solo la quieren como una idea y no como a la persona que es en realidad, y me dice que quiere devolverles la pelota. Me convence para que les haga algunas bromas telefónicas, llamando a su casa y diciéndoles que soy la nueva Asombrosa Amy. Algunos fines de semana tomábamos el tren a Nueva York y Amy hacía que me quedara esperando delante de su casa. Una vez me hizo acercarme corriendo a su madre para decirle que iba a librarme de Amy y a ser su nueva Amy o alguna gilipollez semejante.

—¿Y lo hizo?

—No eran más que tonterías de adolescentes. Antes de que existieran los móviles y el ciberacoso. Una manera de matar el rato. Hacíamos gamberradas similares todo el tiempo, simplemente estupideces. Intentando superarnos continuamente, demostrar cuál podía llegar a ser más atrevida y extravagante.

—Y entonces, ¿qué?

—Entonces Amy empieza a distanciarse. Se vuelve fría. Y me da la impresión… me da la impresión de que he dejado de caerle bien. Las chicas del instituto empiezan a mirarme raro. Me veo desplazada del círculo de las populares. Vale. Pero entonces un día me llaman al despacho de la directora. Amy ha sufrido un terrible accidente: tiene un tobillo torcido, el brazo fracturado, un par de costillas rotas. Resulta que se ha caído por las escaleras y dice que he sido yo quien la ha empujado. Espere.

«Baja ahora mismo. Abajo. Ahora mismo. He dicho que bajes».

—Lo siento, ya estoy aquí otra vez. Nunca tenga hijos.

—Entonces, ¿Amy dijo que usted la había empujado? —pregunté.

—Sí, porque según ella estaba loooooca. Estaba obsesionada con ella y quería ser Suzy. Pero luego Suzy dejó de parecerme suficiente: tenía que ser Amy. Y contaba con todas aquellas pruebas que me había hecho crear durante los anteriores dos meses. Evidentemente, sus padres me habían visto acechar junto a su casa. En teoría había acosado a su madre. Me había teñido el pelo de rubio y había comprado prendas a juego con las de Amy, prendas que compré yendo de tiendas con ella, pero no tenía manera alguna de demostrarlo. Todas sus amigas intervinieron para contar lo asustada que había estado Amy aquellos últimos meses por mi culpa. Toda esa mierda. Me hizo parecer una loca de remate. De remate. Sus padres solicitaron una orden de alejamiento. Y yo no hacía más que jurar que no había sido yo, pero para entonces era tan desgraciada que de todas formas quería abandonar la academia. Así que no recurrimos la expulsión. Lo único que quería era alejarme de Amy. O sea, se rompió las costillas ella sola. Me daba miedo una chica de quince años capaz de orquestar todo aquello, de engañar a sus amigas, a sus padres, a sus maestras.

—¿Y todo aquello por un chico, un par de notas y una invitación de Acción de Gracias?

—Un mes después de haber regresado a Memphis, recibí una carta. Sin firmar, escrita a máquina, pero evidentemente era de Amy. Era una lista de todas aquellas cosas en las que le había decepcionado. Locuras todas ellas. «Te olvidaste de esperarme a la salida de inglés, dos veces. Te olvidaste de que soy alérgica a las fresas, dos veces».

—Joder.

—Pero siempre he pensado que el verdadero motivo no estaba en la lista.

—¿Cuál fue el verdadero motivo?

—Mi impresión es que Amy quería que la gente creyera que realmente era perfecta. Y a medida que nos fuimos haciendo amigas, fui conociéndola mejor. Y no era perfecta, ¿sabe? Era brillante, encantadora y todo lo demás, pero también controladora y obsesiva compulsiva y una melodramática, también un poco mentirosa. Y tampoco es que a mí me molestaran aquellas cosas. Pero a ella sí. Se libró de mí porque sabía que no era perfecta. Es lo que me hizo pensar en usted.

—¿En mí? ¿Por qué?

—Los amigos ven la mayoría de sus defectos mutuos. Los matrimonios ven hasta el último espantoso detalle. Si fue capaz de arrojarse por unas escaleras para castigar a una amiga de un par de meses, ¿qué le podría llegar a hacer a un hombre lo suficientemente tonto para casarse con ella?

Colgué en el momento en que uno de los hijos de Hilary descolgó un auxiliar para cantarme una nana. Llamé de inmediato a Tanner y le describí mis conversaciones con Hilary y Tommy.

—Así que tenemos un par de anécdotas, estupendo —dijo Tanner—. ¡Nos vendrán muy bien! —añadió en un tono que me indicó que tampoco iban a servir de mucho—. ¿Ha sabido algo de Andie?

No había sabido nada.

—He apostado a uno de mis chicos delante de su edificio de apartamentos —dijo Tanner—. Discretamente.

—No sabía que tuviera «chicos».

—Lo que de verdad necesitamos es encontrar a Amy —dijo Tanner, ignorándome—. Me cuesta imaginar que una chica como esa sea capaz de mantenerse en el anonimato mucho tiempo. ¿Tiene alguna idea?

No hacía más que imaginarla en la balconada de un elegante hotel con vistas al océano, envuelta en una bata blanca gruesa como una alfombra, sorbiendo un Montrachet de primera mientras seguía mi ruina a través de internet, la televisión por cable, la prensa amarilla. Mientras disfrutaba de la exaltación constante de Amy Elliott Dunne. Presenciando su propio funeral. Me pregunté si era lo suficientemente reflexiva como para darse cuenta de que estaba plagiando una página de Mark Twain.

—La imagino cerca del mar —dije. Después me interrumpí en seco, sintiéndome como un adivino de paseo marítimo—. No. No tengo ni idea. Podría estar literalmente en cualquier parte. No creo que vayamos a verla a menos que decida regresar.

—Eso parece poco probable —suspiró Tanner, irritado—. Bueno, intentemos encontrar a Andie entonces y a ver dónde tiene la cabeza. Nos estamos quedando sin margen para maniobrar.

Después llegó la hora de la cena, después se puso el sol y volvía a estar solo en mi casa embrujada. Estaba repasando todas las mentiras de Amy y pensando si el embarazo sería una de ellas. Había hecho los cálculos. Amy y yo nos habíamos acostado juntos de manera lo suficientemente esporádica para que fuese posible. Pero por otra parte ella sabía que yo haría los cálculos.

¿Verdad o mentira? Si era una mentira, estaba pensada para abrirme las entrañas.

Siempre había asumido que Amy y yo tendríamos hijos. Era uno de los motivos por los que supe que me casaría con Amy, porque nos veía teniendo hijos juntos. Recuerdo la primera vez que lo imaginé, cuando aún no llevábamos ni dos meses saliendo: iba paseando desde mi apartamento en Kips Bay a mi parquecito favorito junto al East River, un camino que me hacía pasar por delante del gigantesco bloque de LEGO que es el edificio de las Naciones Unidas, donde las banderas de una miríada de países ondean al viento. «A un crío le gustaría esto», pensé. Todos los diferentes colores, el afanoso juego mental de unir cada bandera con su país. «Ahí está Finlandia y ahí Nueva Zelanda». La sonrisa con un solo ojo de Mauritania. Y entonces me di cuenta de que no era a un crío a quien le gustaría aquello, sino a nuestro crío, mío y de Amy. Nuestro crío, tumbado en el suelo con una vieja enciclopedia, tal como había hecho yo de niño, pero nuestro hijo no estaría solo, yo estaría echado junto a él. Ayudándole con sus incipientes estudios de vexilología, palabra que se diría más apropiada para el estudio de la irritación[3] que para el estudio de las banderas, algo que habría encajado con la actitud de mi padre hacia mí. Pero no con la mía hacia mi hijo. Me imaginé a Amy uniéndose a nosotros en el suelo, echada sobre el estómago, alzando los pies, señalando Palaos, el punto amarillo ligeramente descentrado hacia la izquierda en mitad de un brillante fondo azul, pues estaba seguro de que sería su favorita.

A partir de entonces, el muchacho pasó a ser real para mí (y en ocasiones una chica, pero sobre todo un chico). Era algo inevitable. Padecía anhelos paternales regulares e insistentes. Meses después de la boda, tuve un extraño momento frente al botiquín del cuarto de baño, con el hilo dental entre los dientes, cavilando: «Amy quiere hijos, ¿verdad? Debería preguntárselo. Por supuesto que debería preguntárselo». Cuando le planteé la cuestión —de manera vaga, con rodeos—, ella dijo: «Claro, claro que sí, algún día», pero cada mañana seguía apoyándose en el lavabo para engullir su píldora. Durante tres años siguió haciendo aquello cada mañana, mientras yo aludía con circunloquios sin atreverme a decir literalmente las palabras: «Quiero que tengamos un hijo».

Tras los despidos, pareció que podría suceder. De repente había un vacío incontestable en nuestras vidas, y un día, mientras desayunábamos, Amy alzó la mirada de su tostada y dijo: «He dejado de tomar la pastilla». Así, a bote pronto. Estuvo tres meses sin tomar la píldora, sin resultado, y no mucho después de habernos mudado a Missouri nos pidió hora para comenzar tratamiento médico. Cuando Amy se decidía a acometer un proyecto, no le gustaba perder el tiempo. «Les diremos que llevamos un año intentándolo», dijo. Estúpidamente, me mostré de acuerdo. Para entonces apenas nos tocábamos, pero todavía pensábamos que tener un hijo tenía sentido. Claro.

—Tú también tendrás que hacer tu parte, ¿sabes? —me dijo durante el trayecto a Saint Louis—. Tendrás que donar semen.

—Lo sé. ¿Por qué lo dices así?

—Pensaba que serías demasiado orgulloso. Orgulloso y cohibido.

Yo era un combinado bastante desagradable de ambos rasgos, pero una vez en el centro de fertilidad entré sin rechistar en el extraño cubículo dedicado al solitario placer: un lugar en el que cientos de hombres habían entrado sin otro propósito que el de darle al manubrio, cargar el fusil, limpiar la cañería, sacudir la sardina, tocar la zambomba, pulir el casco, echar un cinco contra el calvo, encalar con Tom y Huck.

(En ocasiones utilizo el humor como autodefensa).

El cubículo contenía una butaca de vinilo, un televisor y una mesa sobre la que descansaban una pila de pornografía y una caja de pañuelos. El porno era de primeros de los noventa, a juzgar por los peinados de las chicas (sí, tanto los superiores como los inferiores) y las imágenes quedaban a medio camino entre lo duro y lo blando. (Otro buen ensayo: ¿quién selecciona el porno para los centros de fertilidad? ¿Quién juzga qué material es susceptible de resultar estimulante para los hombres sin resultar excesivamente degradante para las mujeres que aguardan fuera de la sala de masturbación, las enfermeras, las doctoras y las esperanzadas y hormonadas esposas?).

Visité la sala en tres ocasiones distintas —les gusta tener abundantes reservas— mientras Amy escurría el bulto. Se suponía que debía comenzar un tratamiento de pastillas, pero no lo hizo y siguió sin hacerlo. Era ella quien iba a quedarse embarazada, la que iba a entregarle su cuerpo al bebé, de modo que dejé pasar un par de meses sin apremiarla, vigilando el frasco de las pastillas para ver si descendía el nivel. Finalmente, una noche de invierno, tras un par de cervezas, subí los crujientes escalones de entrada de nuestra casa, me despojé de mis ropas cubiertas de nieve y me acurruqué junto a ella en la cama, pegando el rostro a su hombro, aspirando su aroma, calentándome la punta de la nariz en su piel. Susurré las palabras («Vamos a hacerlo, Amy, vamos a tener un hijo») y ella dijo que no. Había esperado nervios, precaución, preocupación («Nick, ¿crees que seré una buena madre?»), pero lo que obtuve fue un seco y tajante no. Un no sin derecho a réplica. Nada dramático, nada excesivamente importante, simplemente era algo en lo que había dejado de estar interesada. «Porque me he dado cuenta de que me dejarías todo el trabajo duro a mí —razonó—. Todos los pañales, las visitas al médico y la disciplina, mientras que tú te limitarías a pasar por ahí y a ser el papá divertido. Yo haría todo el trabajo para convertirlos en buenas personas y luego tú lo desharías, y encima ellos te querrían y a mí me odiarían».

Le dije a Amy que no era cierto, pero no me quiso creer. Le dije que no solo deseaba un hijo, sino que lo necesitaba. Debía saber que era capaz de amar a una persona incondicionalmente, que era capaz de conseguir que una criaturita se sintiese continuamente bienvenida y deseada pasase lo que pasase. Que podía ser un padre distinto del que había sido mi padre. Que podía criar a un muchacho que no fuese como yo.

Se lo rogué. Amy se mantuvo inconmovible.

Un año más tarde, recibí un comunicado por correo: la clínica iba a destruir mi semen a menos que tuviera noticias de nosotros. Dejé la carta sobre la mesa del comedor, a modo de reprimenda. Tres días más tarde, la vi en el cubo de la basura. Aquella fue nuestra última comunicación sobre aquel asunto.

Para entonces ya llevaba meses viéndome en secreto con Andie, así que no tenía derecho a sentirme molesto. Pero aquello no me impidió seguir anhelando ni me impidió seguir soñando despierto con nuestro chico, mío y de Amy. Había acabado por cogerle cariño. El hecho es que Amy y yo habríamos tenido un niño maravilloso.

Las marionetas me observaban con ojos negros y alarmados. Miré por la ventana, vi que las furgonetas de los noticiarios se habían marchado y salí a la cálida noche. Una buena hora para dar un paseo. A lo mejor un solitario reportero de la prensa amarilla me estaba siguiendo; si así era, no me importaba. Salí de nuestro complejo y caminé durante cuarenta y cinco minutos siguiendo River Road, después la carretera que atravesaba todo Carthage. Treinta minutos de ruido y tubos de escape, superando concesionarios que exhibían sugestivamente camionetas como si fueran postres, cadenas de comida rápida y licorerías, minimercados y gasolineras, hasta que alcancé el desvío hacia el centro. No me había cruzado con ninguna persona a pie en todo el trayecto, solo borrones sin rostro que pasaban zumbando a mi lado en coches.

Era cerca de medianoche. Pasé frente a El Bar, tentado de entrar pero ahuyentado por la multitud. Como poco habría uno o dos periodistas apostados allí dentro. Es lo que habría hecho yo. Pero me apetecía estar en un bar. Quería verme rodeado de gente, divirtiéndose, ventilando sus neuras. Caminé durante otros quince minutos hacia el otro extremo del centro, hasta llegar a un bar más hortera, jaranero y joven cuyos cuartos de baño acababan alfombrados con vómitos cada sábado por la noche. Era el bar al que solía ir la pandilla de Andie y hasta el que, quizá, la hubieran arrastrado. Verla allí sería un golpe de suerte. Al menos podría calibrar su humor desde el otro extremo del local. Y si no estaba allí, al menos me tomaría una jodida copa.

Me adentré en el bar hasta el fondo, pero no había ni rastro de Andie. Llevaba el rostro parcialmente cubierto por una gorra de béisbol. Aun así, noté un par de movimientos bruscos al pasar entre la multitud de bebedores: cabezas que se volvían abruptamente hacia mí, ensanchando los ojos al identificarme. «¡Es el tío ese! ¿Verdad?».

Mediados de julio. Me pregunté si llegado octubre me habría convertido en un personaje nefando. Puede que fuese el disfraz de Halloween de algún universitario con mal gusto: peluca de pelo rubio, un libro de La Asombrosa Amy debajo del brazo. Go decía que ya había recibido media docena de llamadas preguntando si El Bar tenía a la venta algún tipo de camiseta oficial. (Gracias a Dios, no la teníamos).

Me senté a la barra y le pedí un escocés al camarero, un tipo aproximadamente de mi edad que se me quedó mirando un momento de más, decidiendo si servirme o no. Finalmente, a regañadientes, puso un vaso de chupito delante de mí, ensanchando las fosas nasales. Cuando saqué la cartera, alzó una palma alarmada.

—No quiero tu dinero, tío. Ni hablar.

De todos modos dejé un billete. Gilipollas.

Cuando intenté pedirle otro, me miró de reojo, negó con la cabeza y se pegó más a la mujer con la que estaba charlando. Un par de segundos más tarde, ella miró discretamente hacia mí, fingiendo que se estaba estirando. Frunció la boca y asintió. «Es él. Nick Dunne». El camarero no volvió a acercarse.

No puedes gritar, no puedes exigir: «Eh, imbécil, ¿quieres ponerme una maldita copa o qué?». No puedes ser el gilipollas que creen que eres. Tienes que limitarte a quedarte sentado y aguantarte. Pero no pensaba marcharme. Seguí sentado con el vaso vacío delante de mí y fingí estar pensando en mis cosas. Comprobé el móvil desechable, por si acaso Andie había llamado. No. Después saqué el teléfono de verdad y jugué al solitario, fingiendo estar absorto. Mi esposa me había hecho aquello, me había convertido en un hombre incapaz de conseguir que le sirvieran una copa en su propio pueblo. Dios, la odiaba.

—¿Era escocés?

Delante de mí tenía a una muchacha aproximadamente de la edad de Andie. Asiática, pelo negro a la altura de los hombros, guapa de oficina.

—¿Disculpa?

—¿Qué estabas bebiendo? ¿Escocés?

—Sí. Pero no consigo que me…

La muchacha había desaparecido. Estaba al otro extremo de la barra, insinuándose en el campo de visión del camarero con una gran sonrisa de «Ayúdame», una chica acostumbrada a hacerse notar. En apenas un instante había regresado con un escocés en un vaso de whisky de verdad.

—Toma —dijo, dándole un empujoncito sobre la barra—. Salud.

Alzó su combinado burbujeante y transparente. Entrechocamos nuestros vasos.

—¿Puedo sentarme?

—La verdad, no voy a quedarme mucho —dije mirando a mi alrededor, asegurándome de que nadie nos estuviera apuntando con la cámara de su móvil.

—Bueno, mira —dijo, con una sonrisa de circunstancias—. Podría fingir que no sé que eres Nick Dunne, pero no te voy a insultar. Estoy de tu parte, por cierto. Me parece que se están ensañando contigo cosa mala.

—Gracias. Está siendo… uh… un momento raro.

—Lo digo en serio. ¿Sabes cuando en los tribunales hablan del efecto CSI? ¿Cuándo los miembros del jurado han visto tanto CSI que creen que la ciencia puede demostrar cualquier cosa?

—Sí.

—Bueno, pues yo creo que también hay un efecto Marido Malvado. Todo el mundo ha visto tantos programas de crímenes reales en los que el marido es siempre, siempre el asesino que la gente asume automáticamente que el marido ha de ser el malo.

—¡Eso es, exactamente! —dije—. Gracias. Es exactamente eso. Y Ellen Abbott…

—A Ellen Abbott que le den por el culo —dijo mi nueva amiga—. Es la perversión andante, parlante y aberrante del sistema judicial en forma de mujer. —Volvió a alzar su vaso.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—¿Otro escocés?

—Un nombre precioso.

Su nombre resultó ser Rebecca. Tenía tarjeta de crédito y un estómago sin fondo. («¿Otro?», «¿Otro?», «¿Otro?»). Era de Muscatine, Iowa (otra ciudad del río Mississippi), y se había mudado a Nueva York nada más terminar la carrera para ser escritora (también como yo). Había sido adjunta del editor en tres revistas distintas —una para novias, una para madres trabajadoras, una para adolescentes—, todas las cuales habían cerrado en el último par de años, de modo que ahora trabajaba para un blog sobre crímenes llamado Quienlohizo, y estaba (risita) en el pueblo para intentar conseguir una entrevista conmigo. Diablos, no me quedaba más remedio que adorar su arrojo de joven con ganas de comerse el mundo. «¡Vosotros enviadme a Carthage, las cadenas principales no han llegado hasta él, pero yo seguro que lo consigo!».

—He estado apostada frente a tu casa junto a todos los demás y después en la comisaría de policía. Después he decidido que necesitaba una copa. Y hete aquí que por la puerta entras tú. Es demasiado perfecto. Demasiado raro, ¿verdad? —dijo.

Llevaba pequeños pendientes de aro dorados con los que jugueteaba continuamente y el pelo recogido por detrás de las orejas.

—Debería marcharme —dije.

Mis palabras sonaban pegajosas por los extremos, como si estuviera a punto de empezar a arrastrarlas.

—Pero no me has dicho qué haces aquí —dijo Rebecca—. Debo reconocer que hace falta valor, me parece a mí, para salir de casa sin un amigo o algún tipo de respaldo. Apuesto a que te dirigen cantidad de miradas malintencionadas.

Me encogí de hombros: «No pasa nada».

—Gente juzgando todo lo que haces sin ni siquiera conocerte. Como lo de la foto con el móvil en el parque. Quiero decir, que probablemente fueses como yo: te educaron para ser educado. Pero nadie quiere la verdadera historia. Solo quieren… pillarte. ¿Sabes?

—Simplemente estoy cansado de que la gente me juzgue porque encajo en cierto molde.

Rebecca alzó las cejas; sus pendientes tintinearon.

Pensé en Amy sentada en su misterioso centro de control, donde coño estuviera, juzgándome desde todos los ángulos, encontrándome carencias incluso en la distancia. ¿Había algo que pudiera ver que la hiciera desistir de toda aquella locura?

Continué:

—Quiero decir, la gente piensa que nuestro matrimonio iba mal, pero lo cierto es que, justo antes de desaparecer, Amy me organizó una caza del tesoro.

Amy querría una de dos cosas: que aprendiese la lección y me achicharraran como al chico malo que era o que aprendiese la lección y la amara tal como ella se merecía, como un buen, obediente, escaldado y capado niño pequeño.

—Una caza del tesoro maravillosa. —Sonreí. Rebecca negó con la cabeza y su entrecejo formó una pequeña V—. Mi esposa, todos los años me organizaba una caza del tesoro por nuestro aniversario. La primera pista conduce hasta un lugar especial donde encontrar la siguiente, etcétera. Amy… —Intenté anegar mis ojos con lágrimas, me conformé con enjugármelos. El reloj sobre la puerta anunciaba las 00.37—. Antes de desaparecer, dejó escondidas todas las pistas. Para este año.

—Antes de desaparecer el día de vuestro aniversario.

—Y es lo único que me ha ayudado a mantener la entereza. Me ha hecho sentirme más cercano a ella.

Rebecca sacó una cámara Flip.

—Deja que te entreviste. En cámara.

—Mala idea.

—Servirá para aportar contexto —dijo ella—. Es precisamente lo que necesitas, Nick, te lo juro. Contexto. Lo necesitas como agua de mayo. Vamos, solo un par de palabras.

Negué con la cabeza.

—Demasiado peligroso.

—Cuenta lo que me acabas de contar. Lo digo en serio, Nick. Soy todo lo contrario a Ellen Abbott. La anti-Ellen Abbott. Me necesitas en tu vida.

Alzó la cámara, clavándome su diminuto ojo rojo.

—En serio, apágala.

—Ayúdame a ser la chica que consiguió la entrevista con Nick Dunne. Lanzarías mi carrera. Habrías hecho tu buena acción del año. Porfaaa… No te cuesta nada, Nick, un minuto. Solo un minuto. Te juro que solo te haré quedar bien.

Me hizo gestos para que la siguiera hasta un reservado cercano donde quedaríamos a cubierto de los curiosos. Asentí y cambiamos de asiento, con aquella lucecita roja apuntando en todo momento hacia mí.

—¿Qué quieres saber? —pregunté.

—Háblame de la caza del tesoro. Suena romántico, pintoresco, genial. Romántico.

«Toma el control de la historia, Nick». Tanto para el público con P mayúscula como para la esposa con mayúsculas. «Ahora mismo —pensé—, soy un hombre que ama a su esposa y que va a encontrarla. Soy un hombre que ama a su esposa y soy el bueno de la película. Soy aquel de cuyo lado ponerse. Soy un hombre que no es perfecto, pero cuya esposa sí lo es, y a partir de ahora voy a ser muy, pero que muy obediente».

Me resultaba más fácil hacer aquello que fingir tristeza. Como ya he dicho, puedo manejarme a la luz del día. Aun así, sentí que se me cerraba la garganta mientras me disponía a pronunciar las palabras.

—Resulta que mi esposa es la chica más genial que he conocido en la vida. ¿Cuántos hombres pueden decir eso? «Me casé con la chica más genial que he conocido en la vida».

«Hijadelagrandísimaputa​hi​ja​de​la​gran​dí​si​ma​pu​ta. Vuelve a casa para que pueda matarte».