Crónicas desde el archipiélago de cámaras
de gas
QUIEREN MANDARNOS AL OTRO BARRIO
Ludwig Schlaich
dirigió desde 1930 el establecimiento de curación y cuidados para
deficientes mentales y epilépticos de Stetten, cerca de Stuttgart.
El teólogo evangélico Schlaich fue uno de los pocos que protestó en
1940 por carta, pero nunca públicamente, contra la evacuación de
sus tutelados. Muchos pacientes de Stetten fueron deportados a la
cámara de gas, pero Schlaich, fiel a sus principios de
responsabilidad, se mantuvo en su puesto. Poco después de la guerra
publicó unas crónicas impactantes sobre lo sucedido en el
establecimiento que él había dirigido. Las dos cartas siguientes,
reproducidas en los escritos de Schlaich, las redactaron sendos
tutelados el 10 de noviembre de 1940, después de que muchos de sus
compañeros de establecimiento fueron obligados a subir a los
autobuses grises de la Gekrat.
¡Queridos padres y hermanos! Vuelvo a tener
miedo porque los autobuses han vuelto a pasar... Habría que tener
nervios de acero para no asustarse. Simplemente, no os podéis
imaginar cuál es la situación aquí. Vienen y se los llevan por el
cuello. No lo creía hasta que vi con mis propios ojos cómo se
querían llevar a uno que trabaja en la jardinería. No son
suposiciones, todo lo que cuento es cierto, el gobierno ya no
quiere tener tantos manicomios, quieren mandarnos al otro barrio...
Es suficiente por hoy. Vuestra, Fr.
¡Querida hermana! Como aquí el miedo y la
escasez son cada vez mayores, quisiera pedirte también a ti un
favor. Ayer volvieron a pasar los autobuses, y hace ocho días
también, y volvieron a llevarse a muchos de donde nadie habría
pensado. Fue tan duro que todos lloramos, y especialmente para mí,
porque no volví a ver a M.S... Por eso quería pedirte si podrías
ocuparte de mí, si podría ir a tu casa, pues no sabemos si la
semana que viene volverán. Si no nos volvemos a ver, te doy las
gracias por todo lo que has hecho por mí... Un abrazo.
Schlaich también
explicó lo que vio y escuchó cuando metieron a sus pacientes en los
autobuses grises.
Cuando K.W., una deficiente mental de 19
años con un nivel de retraso alto, se dio cuenta de que la iban a
llevar al punto de recogida, se fue corriendo. Entonces aparecieron
dos miembros del personal de transporte y la arrastraron con
violencia mientras ella se iba agarrando desesperadamente a la
barandilla y los tiradores de las puertas. Sus lloros y gritos
resonaban sin cesar por el patio: «¡Señorita Sofie, no quiero irme,
quiero quedarme aquí con la señorita Anna!». Fuera del vehículo en
el que los esbirros metieron a la chica soltando una risa burlona
resonaban todavía sus lamentos: «¡Señorita Sofie, señorita Sofie,
venga a buscarme!» — L.M., gritando desesperadamente, fue
arrastrada al autobús por dos «cuidadores» y dos «enfermeras» del
personal de transporte. Del miedo que tenía, opuso tanta
resistencia que los cuatro apenas podían con aquella mujer de
cincuenta años. Los otros se quedaron paralizados y solo podían
expresar gritando su miedo a morir. Estaban pálidos como cadáveres,
con los ojos abiertos como platos y horrorizados, como E.S., que
agitaba los brazos en el aire y gritaba: «¡No quiero morir!».
Algunos conseguían huir de las garras de sus
verdugos en el último momento. Se escabullían, pero, para su
espanto y el nuestro, aquellos hombres no dejaban escapar a nadie.
Horrorizado, K.D., logró deshacerse del personal de transporte ante
la puerta del autobús y corrió gritando desesperadamente hacia el
pabellón de hombres: «No me voy, no me voy. Prefiero ahorcarme».
Pero dos miembros del personal de escolta fueron tras él, lo
atraparon y lo arrastraron de vuelta al autobús con las manos
enroscadas a la espalda. E.B., una pacífica epiléptica demente que,
día sí y día también, se había dedicado a limpiar meticulosamente
la misma escalera, obedeció sin rechistar la orden de entrar en el
autobús. Como ningún miembro del personal de transporte la
acompañaba, pasó de largo junto al vehículo y volvió a entrar al
hospital por la puerta. Cuando las cuidadoras volvieron a su
pabellón, la encontraron de pie, tranquila, junto a un grifo,
lavándose el número que el jefe del transporte le había escrito en
el dorso de la mano. Pero la felicidad de haber escapado de la
muerte duró poco. Un cuarto de hora después, el jefe del transporte
volvió con su coche personal. De camino se había percatado de que
la enferma faltaba y había vuelto para llevársela.
La mayoría de nuestros enfermos quedaban
perplejos ante la diabólica injusticia de ver cómo su enfermedad,
esa cruz inmerecida con la que habían tenido que cargar durante
toda su vida, se utilizaba ahora para imponerles la pena capital. Y
esa cruz, a su vez, les privaba de la posibilidad de defenderse.
Desde esta lastimosa sensación de absoluta indefensión se quejó una
y otra vez R.W., un paralítico de piernas que vivía (y sobrevivió)
sentado en una silla de ruedas: «¿Adónde puedo huir? ¿Y quién me
puede esconder? ¿Quién puede protestar por mí? Se ve de lejos que
soy una boca inútil que alimentar y que no sirvo para nada». Una
noche entró en el dormitorio una epiléptica que siempre lo supo
todo y dijo: «Dentro de dos días volverán los autobuses». M.G., una
paciente de otro dormitorio que ya se había acostado lo escuchó.
Excitada, se levantó, corrió sacando fuerzas de flaqueza al
encuentro de su cuidadora y le trasladó su temor. El día en que
realmente se la tenían que llevar, la ciudadora la llamó a su
habitación para contárselo, pero la paciente le quitó las palabras
de la boca: «Klara, ya sé que vienen a por mí, por eso he estado
tan alterada y he tenido tanto miedo». Llorando desgarradoramente,
pidió a la ciudadora que le perdonara todos sus errores. Pero
cuando la estaban acompañando a través del patio, expresó entre
lágrimas y en voz alta su perpleja indignación por la injusticia
que se cometía con ella y sus compañeros de infortunio: «¿Qué culpa
tengo de ser así y de que me hagan esto?». Presa del horror, siguió
caminando hacia el autobús.114
ME ENCONTRABA EN UN TRANSPORTE DE MUERTOS
Los médicos que
dirigían el funcionamiento de las cámaras de gas disponían de un
último derecho de veto. Normalmente, una comisión se reunía en una
sala frente a la cámara de gas y examinaba cada «caso», la mayoría
de las veces a un ritmo de uno por minuto. La comisión estaba
formada por dos «médicos ejecutores», un supervisor, un funcionario
del registro civil, un enfermero jefe, una enfermera jefe y el
personal auxiliar de la oficina del establecimiento asesino. Todos
llevaban bata blanca.115
Maria Vollweiler nació
en 1903 en el sur de Alemania. En 1936 sufrió una depresión, poco
después ingresó un tiempo en prisión por pronunciar «declaraciones
acerca del Tercer Reich» y, después, en un hospital psiquiátrico,
donde fue esterilizada. Su marido se divorció de ella. A finales de
1939 fue trasladada a Goddelau, en Hesse, y, el martes de
Pentecostés de 1940, al establecimiento de Zwiefalten. Entre tres y
cuatro semanas más tarde, las mujeres deportadas subieron al
autobús que las llevó a la cámara de gas en las afueras de
Grafeneck. Allí se decidió aplazar el destino de Maria Vollweiler.
En diciembre de 1947, Maria prestó la siguiente declaración ante el
juez instructor de Friburgo.
El traslado de Goddelau a Zwiefalten se
efectuó en un gran transporte de mujeres. Cuatro autobuses llevaron
a ochenta a Zwiefalten. Las ventanas del autobús en el que fui no
estaban blanqueadas y pude seguir la ruta del viaje. En Zwiefalten
llegué al establecimiento del Dr. (Arthur) Schreck. Allí nos
alojaron en muy malas condiciones. Teníamos que acostarnos en el
suelo, sobre paja, y apenas podíamos taparnos. Comenté al Dr.
Schreck las malas condiciones y también le expliqué que en Goddelau
nos habían alojado muy bien. El Dr. Schreck me consoló diciéndome
que pronto saldría de Zwiefalten.
Después de algunas semanas de estancia en
Zwiefalten, una mañana me despertaron otras pacientes muy temprano.
Nos prepararon a mí y a otras para un transporte y una enfermera
nos puso un número en la espalda. Yo no podía ver el mío, pero otra
residente me lo leyó. Ya no lo recuerdo. Comprobé que a las otras
pacientes también les habían puesto uno. Aquel día me llevaron en
el transporte de Goddelau a Grafeneck. No sabía que llegaba a
Grafeneck, pero estaba bastante segura de que me encontraba en un
transporte de muertos. Otras pacientes trasladadas también se
imaginaron lo mismo. Aquel día también trasladaron conmigo a la
señorita Emilie Huf, de Karlsruhe, y a la judía Selma Hauser, de
Mannheim. A ambas las mataron después en Grafeneck. De Zwiefalten
nos llevaron a Grafeneck en autobuses pintados de gris. Aunque
presentía lo que me iba a pasar, subí voluntariamente, porque había
muchos celadores presentes y no veía ninguna posibilidad de
escapatoria. Sin embargo, estaba empeñada en huir, pero no encontré
la ocasión propicia. Tanto la señorita Huf como la señora Hauser
estaban en la lista, y pude hablar con ellas.
En Grafeneck nos hicieron bajar de los
autobuses y nos llevaron inmediatamente a un barracón alargado.
Desde la ventana del barracón pude ver que el centro estaba rodeado
de alambre de espino. Primero tuvimos que esperar en una gran sala
del barracón. Había algunos cuidadores y cuidadoras de pie junto a
las puertas para vigilarnos. En la sala estábamos muy apretadas y
algunas se pusieron nerviosas. Inmediatamente, los celadores allí
presentes pusieron inyecciones a estas pacientes. Calculo que
tuvimos que esperar en esa sala entre dos y tres horas. Mientras
tanto, iban llamando continuamente a las pacientes. En muchos
casos, cuando las pacientes no podían decir su nombre, les miraban
el número que llevaban en la espalda. A estas pacientes también se
las llevaron. Pasadas algunas horas, dijeron mi nombre. La señorita
Huf no me dejaba marchar y se aferró a mí llorando. Los celadores
separaron de mí a la señorita Huf con violencia. (...)
Después de llamarme por mi nombre, me
condujeron a otro barracón a través de un pasillo largo. Allí había
seis hombres sentados detrás de unas mesas, probablemente eran
médicos. Uno de ellos me interrogó exhaustivamente. Calculo que
aquello duró más o menos una hora. Pasada esa hora llegó un
celador, me dijo que me descubriera la espalda y me borró el
número. Entonces, una celadora me llevó a una sala pequeña donde
había cuatro camas. Allí también tuve que esperar durante mucho
tiempo. Después me llevaron de vuelta a Zwiefalten en un automóvil.
De las otras conocidas que habían venido conmigo a Grafeneck, no
volví a ver a ninguna de ellas en Zwiefalten, y me imagino que soy
la única superviviente de todo el transporte.
(...) En la sala de espera en la que pasé
tanto rato, el tabique de madera que daba a la habitación vecina
tenía unas grietas anchas. A través de ellas pude comprobar que en
la gran sala contigua había muchas mujeres completamente
desnudas.116
NO TENGO QUE ATRAVESAR LA PUERTA DE HIERRO
Elvira Hempel también
pudo dar media vuelta ante la cámara de gas cuando apenas tenía
nueve años; su hermana, en cambio, tuvo que morir. En 1994 relató
en sus memorias lo ocurrido el 3 de septiembre de 1940, fecha en la
que fue trasladada del establecimiento de Uchtspringe bei Stendal a
la cámara de gas de Brandeburgo.
Cojo una bolsa, la abro y veo dentro mi
precioso vestido de flores. Le echo un vistazo. Ya no me entra. Voy
a la enfermera y le digo: «El vestido ya no me entra». Ella coge
otro del armario y me lo da. Un vestido feísimo, de color rojo, con
un cuello de ganchillo también rojo. Parece el cuello de un vestido
antiguo. No me gusta. Tiene muchos botones, demasiados. Preferiría
no ponérmelo, pero si no me lo pongo me darán una paliza y tendré
que ponérmelo igualmente.
Salimos todas —la residencia al completo—
con una enfermera. Solo quedábamos ocho o nueve chicas. Nos llevan
a otro pabellón, a una sala grande donde hay muchas mujeres y
también muchos niños. Al fondo hay un escenario. Sobre el escenario
hay una mesa con muchos expedientes. En el suelo también hay
montañas de expedientes. Nos sentamos en la sala como si fuéramos
el público. De repente, se abre la puerta de salida y oímos:
«¡Todos afuera!». Frente a la puerta hay cuatro autobuses. Nos
hacen subir a los vehículos y se ponen en marcha. En el mío solo
hay menores, cada uno en un asiento. Las ventanas están pintadas
por dentro de color azul para que nadie pueda mirar al interior ni
al exterior. Yo puedo ver algo, porque con una uña he hecho un
agujero en la pintura. Veo pasar rápidamente hileras de árboles y
edificios. El autobús avanza un rato. Entonces, se detiene.
Nos hacen bajar. Vamos a un edificio con un
pequeño pasillo. Al final del corredor se abre una puerta que da a
una habitación. Hay una luz encendida, a pesar de que es de día.
Pero tampoco veo ninguna ventana. En la habitación hay una montaña
de ropa y otra de zapatos. Al fondo, oblicua a una esquina, hay una
mesa. A esta mesa hay gente sentada con batas blancas. Creo que
eran unos cuatro, pero también podían haber sido ocho. En cualquier
caso, estaban sentados por parejas, cara a cara. Aquí también hay
otra puerta de hierro macizo con dos cerrojos, como en un refugio
antiaéreo. Una mujer dice muy bruscamente: «¡Desvístanse, y
rapidito!». Ella ayuda a los niños a quitarse la ropa. Se da prisa
en hacerlo. Una vez desvestido, a cada niño lo colocan junto a la
mesa donde está la gente de blanco, se lo vuelven a llevar y
desaparece por la puerta de hierro. Cada vez que sale un niño por
allí, echan los cerrojos.
Me hacen entrar en la habitación a
empujones. Pegadas a la mesa, las dos montañas casi son más altas
que yo. La habitación está vacía, los niños se han ido. Y yo sigo
delante de las montañas, que cada vez son más altas, y me quedo
fascinada mirándolas. Me riñen porque tengo que desvestirme más
rápido. Llevo un vestido rojo feísimo con muchos botones. Lo
desabrocho muy lentamente y lo tiro a la montaña de ropa. Me doy
cuenta de que, por detrás, me mira la gente que está sentada a la
mesa. Me descalzo y tiro los zapatos a la montaña de zapatos.
Cuando ya estoy desnuda, me agarran del brazo izquierdo y me
arrastran a la mesa. Allí, un hombre me pregunta el nombre y la
edad. Le respondo. El hombre hojea brevemente un expediente.
Después, me da permiso para volver a vestirme. No tengo que
atravesar la puerta de hierro.
Me llevan a través de un patio a un gran
edificio. Hay unas escaleras que suben y solo entonces me doy
cuenta de que estamos en una cárcel. Todas las ventanas están
enrejadas. Hay dos niños que estaban conmigo en el autobús. Somos
tres los niños que hemos sobrevivido a este transporte.117
LA MAYORÍA «SOSPECHABA Y NOTABA LO QUE PASABA»
Los supervivientes de
la residencia católica de Taufkirchen bei München relataron en 1945
cómo se escondieron, ayudados por las monjas, cuando llegaron los
autobuses de la Acción T4. Explicaron cómo vivieron el transporte
de otros tutelados y qué vieron, escucharon, pensaron y sintieron.
La paciente Anna O. contó lo siguiente.
Teníamos miedo constantemente. Habíamos oído
que las SS echaban a la gente a los autobuses. Hacía tiempo que
sabíamos que alguien llegaría. Un día oí que había un control. Nos
pusimos a correr por el bosque, de un lado a otro, porque no
sabíamos adónde ir. Entonces huimos a la cantera de arena, desde
donde podíamos observar si el autobús se iba o no. Cuando llegaron
las monjas para recogernos, muchos se pusieron otra vez a correr.
Nos escondimos un par de veces en el granero. Elegimos el pozo de
estiércol porque allí no bajaría nadie. Tampoco podíamos ir a casa,
porque nos habían echado de nuestros hogares. No estábamos seguros
en ningún sitio. Nunca supimos qué hacer. No dormimos por lo menos
durante tres semanas de puro miedo. En cuanto llegaba un autobús,
la superiora gritaba: «Venga, vamos, escondeos. Si viene alguien,
no os levantéis».
Una monja recordó en
1945 el pánico que reinaba entre los pacientes de Taufkirchen y las
reacciones de los familiares.
Siempre lo sospecharon. Se acabó sabiendo.
Cuando llegaron en el día de san José (19 de marzo de 1941), los
que pudieron, unos 25 o 30, subieron corriendo a las canteras de
arena. Lloraban arrodillados en la cantera. Cuando llegaba alguien
en automóvil, cundía el pánico. Nosotras mismas cogíamos a los que
no podían solos, a los retrasados de verdad, y los subíamos al
granero y los encerrábamos, o los llevábamos al claustro, porque
pensábamos que allí no entrarían a buscar. Cuando los señores se
fueron, los volvíamos a bajar. A menudo los familiares perdían los
nervios. Unos sacaron a los suyos, otros dijeron: hermana, ayúdenos
a sacarlos. Todos los que venían tenían miedo. Cuando ingresaban a
alguien, decían: «¿Pero es verdad, hermana? ¿Si lo dejamos con
ustedes no lo matarán?». Durante aquel tiempo vino mucha gente a
verme a la oficina. Después ya no ingresaron a nadie más. No
mandaron a nadie. Como decíamos que la gente tenía miedo, ya no
enviaron a nadie más.
Estábamos muy unidos, nos queríamos. Algunos
habían llegado de jóvenes. Por eso llorábamos todos. Una, la buena
de Martha, lloraba tanto, a gritos, que la tuvimos que entregar.
Todavía puedo vernos allí, plantadas delante del autobús.
Llorábamos, era horrible. Theres captó enseguida lo que pasaba y no
dejaba de gritar: «¡No me lleven, no me lleven!».118
HOY SERÁ UN DÍA DIFÍCIL
Los transportes de
evacuación de pacientes desde el establecimiento católico de
Ursberg terminaron con la muerte de 379 hombres, mujeres y niños.
Uno de estos traslados, el del día 19 de noviembre de 1940,
transcurrió de una manera extraordinariamente ordenada. Una monja
del pabellón de St. Vinzenz explicó lo que sintieron y dijeron los
tutelados.
La idea de tener que abandonar St. Vinzenz
fue para los tutelados más dolorosa de lo que podíamos imaginar.
Andaban en silencio por los pasillos y las salas, muchos dejaron de
comer y estaban pálidos. La mayoría no dormía o se alteraba por las
noches; gemían y lloraban, y no dejaban de rogar: «¡Por favor, no
me quiero ir! ¡Me quiero quedar!». (...) Joseph Willbold confesaba:
«Amo a Jesús, pero no quiero morir». Johann Haas opinaba: «¡A mí no
me gusta esta historia!». Jakob Speiser se tranquilizaba: «Soy
listo, valgo para todo; sé limpiar, hacer tareas domésticas. ¡Todo
me irá bien!». A pesar de este consuelo, lloró amargamente al
despedirse en la consulta. La víspera del día del viaje, Dominikus
Harnauer rogó a la superiora en la escalera, con las manos
levantadas: «¡Hermana superiora, por el amor de Dios, déjeme aquí!
¡No me puedo ir! ¡Déjeme morir aquí!» — La hermana superiora lloró.
Dos días antes de la despedida, Fritz Harlacher dio dinero para una
santa misa pensando que quizás no se iría. Otro hizo un donativo
durante el oficio para que su último momento fuera apacible.
(...)
A las monjas les resultaba llamativo que
tantos pacientes hablaran de una muerte cercana cuando lo único que
se les había dicho era que los trasladaban a otro establecimiento y
ni una palabra de tener que morir. Ottmar Gassner afirmó
rotundamente: «Si salgo de aquí, estaré muerto en tres días».
Cuando marcaron a los tutelados entre los omoplatos —era
obligatorio hacerlo cuando anunciaban el traslado a Kaufbeuren—,
Anton Kramer dijo: «¡Ahora ya estamos marcados para que nos lleven
al matadero!». Esta frase partió el alma a las monjas.
El doloroso día de la separación llegó el 19
de noviembre, festividad de santa Isabel. Al despertarse a primera
hora de la mañana, Gottfried Ehinger dijo: «¡Hoy será un día
difícil! ¿Tiene que ser realmente hoy?». Tras la última misa
matinal y un buen desayuno, las monjas y los que iban a ser
deportados se reunieron junto a la puerta. No se habló mucho.
De los 150 tutelados
que aquel día tuvieron que abandonar Ursberg, 120 fueron
asesinados. De los ocho hombres citados en la crónica anterior, uno
sobrevivió y el resto de deportados murieron asfixiados el 4 de
junio de 1941 en la cámara de gas de Hartheim: Jakob Speiser
(nacido en 1913), Johann Haas (1907), Dominikus Harnauer (1873),
Friedrich Harlacher (1877), Ottmar Gassner (1910), Anton Kramer
(1897) y Gottfried Ehinger (1879).119
Otro transporte de
tutelados de Ursberg transcurrió de un modo más dramático. Así lo
relató una monja en 1946.
Algunos arrancaron las cortinas y se
colgaron delante de la hermana. Fue espantoso. Ojalá se hubieran
podido controlar. Directamente, sospechaban y sentían lo que
pasaba. Hicimos que recibieran los últimos sacramentos. Fue
horrible, no se puede describir. Con las chicas fue peor. Notaban
instintivamente que se les avecinaba algo nada bueno. Directamente
gritaban y lloraban. Las enfermeras y médicos también lloraban,
como si fuera una despedida. Fue desgarrador. La mayoría, aún sin
saberlo, presentía lo que iba a pasar. Y llegó el momento de la
despedida del establecimiento, que era como su casa. Albert B. se
arrodilló y tuvimos que ponerlo en pie. Casi todos lloraban. A.
gritaba. El pequeño St., de quince años, dejó de comer a partir de
entonces, empalideció como un cadáver. No dijo ninguna palabra más
y no dirigió la mirada a nadie más.120
«ALGÚN DÍA SE DESCORRERÁN LAS CORTINAS DE ESTE MANICOMIO»
Walter Lauer, hijo de
madre soltera, nació en Wiesbaden el 22 de enero de 1922. Después,
la madre se casó con el jardinero Emil Johann Lauer, quien adoptó
al joven. A la edad de siete años, Walter sufrió ataques
epilépticos que se intensificaron con el paso de los años. Aprendió
a leer y escribir. A los 16 años, sus padres lo entregaron al
establecimiento de educación especial y cuidados de Scheuern, cerca
de Coblenza, donde Walter trabajó en el taller de zapatería. De
allí lo trasladaron al establecimiento de Arnsdorf, en Sajonia, el
18 de marzo de 1941. Walter contó en una carta a sus padres lo que
sucedió allí.
El día 18 llegaron a nuestro taller tres
señores altos y se quedaron de pie junto a mi mesa de trabajo y me
hicieron algunas preguntas. Después dijeron: lávate y cámbiate de
ropa, te vienes a otro sitio. Entonces me hicieron una marca en el
psiquiátrico de Scheuern. Después, nos llevaron en tren a mí y a
otros chicos. Fue un viaje muy largo.
Esta carta y las
siguientes no llegaron a sus padres porque la dirección del
establecimiento las hizo desaparecer entre los expedientes. Sin
embargo, los padres quisieron recuperar a su hijo e hicieron todo
lo posible, sobre todo la madre de Walter, ya que al padre lo
habían llamado a filas. El director en funciones del
establecimiento de Arnsdorf, un firme defensor de la matanza de
enfermos, comunicó a la desesperada madre que su hijo «no ha hecho
nada bueno en el taller de zapatería de Scheuern» y que el alta no
era posible. En consecuencia, la madre, Katherine Lauer, presentó
una queja al presidente de la región administrativa de Hesse en
Wiesbaden. Para despistarla, allí le dijeron que a su hijo no le
pasaría nada porque a él «no se le aplicaba la ley», en evidente
alusión a la ley jamás promulgada. En realidad, Walter fue
trasladado a un establecimiento intermedio de la Acción T4, la
antesala de la cámara de gas de Pirna-Sonnenstein. El 7 de abril de
1940 escribió la siguiente carta dirigida a sus padres y su
abuela.
¡Queridos madre, padre y abuela! Hoy he
recibido tu paquetito y la carta. Me alegra mucho recibir noticias
de casa. El contenido del paquetito me ha gustado mucho, como todo
lo que viene de casa. El jueves 5 de abril me preguntó el superior
por qué no había escrito a casa. La carta la has recibido, pero no
sé dónde se ha quedado la tarjeta; yo la entregué aquí. No sé si
esta carta llegará a tiempo, solo hay envíos de correo una vez
(hasta el lunes por la mañana). Quizás el superior permita que esta
carta salga y así no tengas que preocuparte. Querida madre, me
gustaría mucho que vinieras a visitarme, pero te pido que no hagas
ya mismo este largo viaje, ya que no sería bueno para tu salud y
ahora, probablemente, habrá grandes transportes de tropas. Si
puedes, envíame un paquete para Pascua. Si padre me visitara en sus
vacaciones, no le saldría caro, ya que en la Wehrmacht le hacen
precio reducido. Así le podré explicar todo con más detalle. No he
recibido el paquete de la abuela. ¿Dónde se ha quedado? Si el
paquete de Pascua llega, lo entregaré a Conservación para que no se
eche a perder tan pronto. La tarjeta de confirmación todavía está
en Scheuern, así que no he podido enviar ninguna. Aquí también
estoy en el taller de zapatería. ¿Estarán contentos conmigo? No te
preocupes, que no hago tonterías. Si padre viene, escríbeme antes
para poder pedir un permiso, así quizás me dejen estar más tiempo
aquí. Tengo curiosidad por saber qué dirá el presidente de la
región, pero no creo que yo llegue a saberlo antes de que venga
padre a visitarme. Cuando acabe la guerra, en este manicomio
también se descorrerán las cortinas y más de uno verá la luz.
El 28 de abril de 1941,
Walter Lauer fue deportado junto con otros residentes a
Pirna-Sonnenstein, donde murió ese mismo día en la cámara de
gas.121