Capítulo 20

 

Casi cinco años después; París, Francia.

 

El clima no podría ser mejor aquel domingo de verano del 2010, el reloj marcaba las once y media de la mañana, el termómetro indicaba una temperatura de veintitrés grados centígrados, el cielo totalmente azul, una que otra nube de repente se aparecía en el horizonte moviéndose muy lentamente, lo que significaba que la velocidad del viento era casi nula. Un bullicio se escuchaba de fondo, gente de muchas nacionalidades, el idioma francés era el más escuchado, pero el inglés, español, italiano, portugués, ruso, chino, japonés entre otros convertía al lugar en una auténtica torre de babel.

—Quiero un baguette mami, tengo hambre.

—Espera hija, debemos primero comprar los recuerdos para los abuelos.

—Yo quiero esa torrecita —dijo la criatura de cuatro años de edad con una vocecita aguda y simpática, señalando una torre a escala, réplica de la verdadera.

— ¿Cuánto cuesta esta torre? —preguntó la madre de la pequeña al vendedor.

—Tres Euros —respondió el encargado de atender el puesto de ventas donde se podría adquirir, entre otras cosas, réplicas de los cuadros de Vincent Van Gogh, de Paul Gauguin, de Claude Monet, calendarios con las imágenes más representativas de la hermosa ciudad de París, algunos portavasos y uno que otro recuerdo más.

—Me llevaré tres de estas, y un par de aquellas, las más pequeñitas —intervino el padre de la niña.

El vendedor quien entendía perfectamente el idioma inglés recibió el dinero, envolvió los recuerdos y se los entregó; de inmediato regresó a su silla donde esperaría la llegada de algún otro turista para ofrecerle sus productos.

— ¿Ahora sí me comprarán mi baguette? —insistió la pequeña.

—Está bien hermosa… ¡mira! ahí hay un puesto, ¿quieres tú también uno? —dijo Peter Murray a su esposa Jessica Sanders.

—No, yo estoy muy llena aún, el desayuno fue muy completo, cómprale el baguette solamente a ella —caminaron aproximadamente setenta metros hasta llegar al puesto de comida, la fila era de tan sólo dos comensales, esperaron un par de minutos hasta que los atendieron.

¿Vous voulez? —dijo el dueño del puesto sin saludar, parecía tener prisa por atenderlos.

— ¿De qué lo quieres Jessy?

—De pollo papi.

Seule baguette de poulet —ordenó Peter.

Un ayudante del dueño de inmediato comenzó a preparar el baguette con gran habilidad y rapidez, lo envolvió en una bolsa de papel y se lo entregó a la infanta.

Mercy —agradeció Peter, pagó cinco euros y se alejaron del puesto de comida.

Siguieron caminando a paso lento, acercándose poco a poco al gran atractivo y símbolo de la ciudad, la torre Eiffel, construida por el ingeniero August Eiffel para la exposición mundial de 1889, situada a la orilla del Río Sena. Con sus 330 metros de altura lucía imponente y soberbia. Cientos, quizá miles de turistas en ese instante la admiraban, la fotografiaban desde una infinidad de ángulos. Se podía ver las caras sonrientes de las personas, todos sintiéndose afortunados de estar visitando quizá uno de los lugares más emblemáticos del mundo.

— ¿Sabes Jessica?, la primera vez que vine a Paris me quedé admirando esta torre durante un buen rato, acostado en aquel jardín de allá —dijo señalando un área verde adornada con algunos matorrales y arreglos florales—, en eso tuve un sueño vívido, imaginé o soñé quizá, que Dios colocó esta inmensa torre en este lugar, como si de una pieza de ajedrez se tratara, y después arrastró sus dedos para trazar los canales de Venecia, y culminó su obra del día moldeando las cúpulas de la catedral de San Basilio en Moscú.

—Y es que esto es una obra divina Peter, quizá tu sueño no está lejos de la realidad.

La pareja paseaba ensoñando, ¿qué más le podrían pedir a la vida en ese momento?, su hija disfrutaba del paseo al igual que ellos.

Al fin, llegaron a la base de la torre Eiffel, caminaron por debajo de ella, se cansaron de tomar fotografías. Setenta y cinco de ellas fueron obtenidas en tan sólo veinte minutos. El tiempo no importaba, sus vacaciones apenas comenzaban. El lugar no podría estar mejor ambientado, en unos grandes altoparlantes que el ayuntamiento de París había colocado, se escuchaba la canción más emblemática de la ciudad, “La vie en rose”, interpretada magistralmente por Carla Bruni:

Des yeux qui font baiser les miens,
Un rire qui se perd sur sa bouche,
Voila le portrait sans retouche
De l'homme auquel j'appartiens
Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.
 

—Peter, nos sentamos en aquella banca un ratito, ya me duelen los pies de tanto caminar —propuso mientras tarareaba la canción de fondo.

—Ja, ja, yo también te iba a proponer eso mismo, mira, mejor aquella, da un poco de sombra, el sol ya está quemando mucho mi piel.

Los tres ingleses caminaron hacia la banca, se sentaron a descansar, momento que Jessica Sanders aprovechó para revisar algunas fotografías recién tomadas, su marido Peter Murray igualmente repasó las imágenes.

—Papi, ya no quiero baguette…

—Está bien, dámelo, me lo como yo.

—Papi, ¿puedo ir a jugar con esas palomas que están ahí?

—Sí hijita, pero no te alejes mucho, hay mucha gente por aquí, y te puedes perder.

La pequeña Jessy se alzó de hombros y corrió hacia donde se encontraban una decena de palomas comiendo las boronas que los turistas tiraban, algunos incluso arrojaban al suelo intencionalmente restos de comida con el propósito de que las pequeñas aves se acumularan y poder fotografiarlas o juguetear con ellas.

—Jessy, no te alejes mucho —advirtió su madre nuevamente.

La infante, haciendo caso omiso, siguió en su vano esfuerzo por atrapar un ave que le llamó su atención, jugueteando y correteando se encontraba cuando chocó contra la humanidad de otro pequeño, quien llevaba un helado de vainilla en su mano. El niño, unos diez centímetros más alto que ella, de pelo rubio, ojos azules, y de finas facciones, casi se cae al suelo por el golpe.

—Perdón, no te vi —se disculpó la niña Jessica.

El niño se le quedó mirando, no comprendió lo que la nena le dijo, y únicamente le sonrió, lejos de molestarse, le ofreció de su propio helado. Jessica aceptó, y le dio una gran chupada al helado, le devolvió el detalle con una sonrisa a modo de agradecimiento.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó la pequeña.

El niño sólo la miró y se encogió de hombros, le sonrió nuevamente.

— ¿Que cómo te llamas? —insistió Jessica esta vez llevando su propio dedo índice hasta el vientre del niño.

En esta ocasión el menor pareció comprender, y respondió:

Priviet, myenya zavut Peter Sokolov, ¿a kak tye bya zavut? [Hola, me llamo Peter Sokolov, ¿y tú cómo te llamas?]

La niña se quedó callada, ahora fue ella quien no entendió, el pequeño dedujo que no fue comprendido el mensaje y modificó el contenido de éste, así que sólo dijo señalándose su propio pecho.

—Peter Sokolov.

—Jessica Murray—respondió la chica señalándose ahora ella misma su pequeño pecho.

Ambos infantes se sonrieron, y nuevamente el niño Peter le ofreció de su helado. Ella gustosa aceptó y le dio otra gran chupete, esta vez acabó llenándose de helado toda su boca y parte de su cara. Y sin más, el chiquillo beso en la mejilla a la nena, quien se sonrojó pero aceptó el cariño, lo correspondió con un beso igualmente, en reciprocidad.

— ¿Sabes? —dijo la nena sin importarle que no hablaran la misma lengua—. Te pareces mucho a mi papi, además te llamas como él.

— ¡Jessicaaaa, Jessicaaa! —se escuchó un par de gritos a unos pocos metros de distancia.

—Debo irme —dijo la pequeña—. Pero te quiero mucho…

Por una extraña razón, el pequeño la abrazó, como si supiera de quien se tratara, la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Jessica se le recargó en su hombro y rodeó su cintura con sus tiernos brazos, se quedaron así por algunos breves segundos, percibiendo sus aromas, oliéndose sus cabellos, escuchando latir sus corazones. No lo sabían, pero sería la única vez en su vida en que se encontrarían, ambos sin saberlo compartían la misma sangre, tenían en común al mismo padre. La torre Eiffel, como principal escenario era testigo de una jugarreta más del destino, dos seres inocentes víctimas de los azares de la vida.

—Jessicaaaaa… —Se escuchó una vez más el grito, pero esta vez más firme.

El niño comprendió, y a manera de despedida la besó en la frente por última vez, ninguno de los dos dejó de sonreír, dieron media vuelta y corrieron con rumbos diferentes…

— ¿Dónde andabas pequeña diablilla?, vamos a subir a lo alto de la torre, ya casi es nuestro turno y tú de juguetona, mira como vienes, toda manchada de helado, ¿quién te lo dio? —la reprendió su madre.

—Aquel niño que va allá —le respondió a sus padres señalando con su dedo índice.

— ¿Dónde?, ¿cuál niño? —Preguntó Peter.

— ¡Ohh!, ya no está… ya no lo veo —dijo la niña con decepción —pero está igualito a ti papi, su cara se parece mucho a la tuya… habla en un idioma muy extraño y también se llama como tú, me dijo que su nombre es Peter… Peter Sokolov…

El padre de la pequeña se quedó mudo, giró la vista inmediatamente en busca de aquel chiquillo que su hija le describió. Al no encontrar ningún chico con esa descripción volteó a observar la cara de su esposa. Jessica Sanders, quien también estaba impávida, devolvió la mirada de sorpresa. Así, sin decir nada, se vieron durante unos breves instantes, ninguno de los dos tuvo ganas de comentar algo.

—Pero subamos a la torre ya papi —propuso entusiasmada la pequeña.

—Sí, subamos ya… —respondió su padre, la tomó de la mano, al mismo tiempo que con su otro brazo abrazó a su esposa. Se formaron en la fila que ya se alargaba para abordar el ascensor que los llevaría hasta la cima de la torre.

Diez minutos después, dentro del ascensor panorámico, desde donde toda la ciudad Parisina se contempla, la pequeña Jessy gritó exaltada, al mismo tiempo que señaló hacia el vacío con su manita derecha:

—Mira papi, allá abajo está el niño que me encontré, el que se parece a ti, y va con su mami, mira, la lleva tomada de la mano.

Como si la hubiesen escuchado, cincuenta metros más abajo, giraron su cabeza el pequeño Peter Sokolov y su madre para avistar el elevador que seguía su camino a lo alto de la torre.

Jessica Sanders y Peter Murray quienes iban tomados de la mano se quedaron pasmados, tiesos como un par de estatuas de bronce, Sasha llevaba caminando a su pequeño hijo de la mano.

Aquella promesa que se hicieron cuando eran novios los jóvenes Peter Murray y Aleksandra Sokolova de pasear juntos con sus hijos en París se estaba cumpliendo.

Solamente que el destino fue caprichoso, la promesa se cumplió, estaban paseando con sus hijos en la ensoñada ciudad, pero cada quien por su lado, en direcciones opuestas.

Je vois la vie en rose.
Il me dit des mots d'amour,
Des mots de tous les jours,
Et ça me fait quelque chose.
Il est entré dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.
C'est toi pour moi. Moi pour toi
Dans la vie,

la vie en rose

 

FIN