Capítulo 7

Esa misma mañana (algunas horas antes), en la ciudad de Barcelona, España…

 

Una vagoneta de color negro brillante se estacionó justo frente a la vivienda de Sergei Sokolov. Casi de inmediato bajaron dos individuos, quienes a toda prisa irrumpieron de manera fácil en el departamento pues la puerta se encontraba abierta.

Uno de los hombres, de regular tamaño, con una fisonomía típica de los nativos del Medio Oriente, tez morena, cuencas oculares hundidas matizadas con un par de ojeras muy oscuras que lograban expresar una mirada desafiante y amenazadora; barba abundante y descuidada; y una nariz tosca; preguntó con tono mandón y amenazador en idioma español justo al ingresar al inmueble—. ¿Dónde está el viejo?

—En su recamara, allá arriba —contestó ofuscada María al tiempo que señaló con su índice derecho en dirección a la habitación de su patrón.

De inmediato Farid se encaminó hasta la planta alta, al instante que extrajo de entre sus ropas una pistola y le indicaba a su compañero — ¡Quédate ahí a vigilar!

Su compañero asintió con la cabeza, cerró la puerta de la morada, se colocó en posición de descanso obstruyendo el acceso y con gran rapidez extrajo igualmente de la parte trasera de su cintura un arma de fuego, que mantuvo entre sus manos listo para actuar en caso de ser necesario. Giró la mirada hacia la mucama por unos instantes y sin decirle nada regresó la atención hacia su secuaz.

Tras cuatro largas zancadas, Farid llegó hasta la habitación de Sergei, y sin más, abrió la puerta de la misma de una fuerte patada. Apuntó con el arma al científico ruso al mismo tiempo que le dijo:

—Tendrás que ir con nosotros vejestorio, el jefe te requiere.

— ¿Qué sucede?, ¡no hay necesidad de actuar de esta manera!, podrían ser más cordiales.

— ¡Cállate ya vejete y haz lo que te digo! —Farid gritó insultante sin dejar de apuntarle con su arma.

Sergei temeroso de ser lastimado dejó por un lado el libro que tenía entre sus manos, se levantó de la cama en la que hasta hace unos minutos yacía cómodamente recostado disfrutando de la lectura, y obedeció al amenazante hombre.

Apenas si alcanzó a tomar un abrigo que Farid de inmediato le arrebató para comprobar que no tuviera algún tipo de arma escondida, una vez cerciorado el hecho, se lo arrojó de nuevo con violencia sobre su cuerpo y bajó las escaleras por detrás de él, siempre apuntándole con el arma.

—Asómate a la calle con cuidado, y si no hay moros en la costa abre la camioneta —dijo el de aspecto Árabe, dirigiéndose esta vez a su cómplice ante la atónita mirada de María, quien simplemente se recargo expectante y temerosa contra la pared.

Alberto, de origen español, compañero y cómplice del barbado hombre obedeció de inmediato, se asomó al exterior como le fue ordenado, y al constatar que la calle lucía vacía le hizo una señal a Farid; éste de inmediato se dirigió a la parte trasera de la furgoneta llevando casi a rastras al padre de Sasha, lo ingresó a la misma entre manoteos y empujones. El científico, sin decir palabra finalmente aceptó la situación sin resistirse más.

Posteriormente los dos agresores abordaron el vehículo y se marcharon a toda prisa.