¡Cuestión de narices!

8h 3m de la mañana

A la mañana siguiente, cuando Norma se despertó, Macky ya se había ido a trabajar. Bostezó y fue al cuarto de baño, y mientras estaba leyendo el Buenos días, soy Dios se miró en el espejo. «¡Dios mío!» ¡Tenía la nariz llena de puntitos rojos brillantes! Oh, Señor. Bueno, pues ahí estaba. El día había llegado por fin: tenía cáncer de nariz. Se sentó al instante en el suelo para no golpearse la cabeza si se desmayaba. Oh, no, seguramente tendrían que extirparle la nariz entera. Iba a quedar desfigurada. «¿Por qué yo, Dios mío? ¿Por qué mi cara?», pensó Norma. En el instituto, Norma no tuvo jamás ni una pizca de acné, ni un bultito. Ahora recibía el castigo por ello. Se puso en pie y miró otra vez. ¡Todavía estaban ahí! No sólo perdería la nariz, sino que quizá necesitaría quimioterapia. ¡Adiós a todo el pelo! Oh, Dios. «Sé valiente», pensó. En momentos así procuraba acordarse de la pequeña Frieda Pushnick, que había nacido sin brazos ni piernas y durante toda su vida fue llevada a todas partes en una almohada; pero no servía de nada. Aterrada, llamó al dermatólogo, concertó una cita y se dirigió al salón de belleza. Entró de golpe.

—Tot, dame uno de esos Xanax. ¡A lo mejor tienen que extirparme la nariz!

Más tarde, mientras el doctor Steward le examinaba detenidamente la nariz con una lupa, Norma sintió ganas de vomitar.

—Dígame, señora Warren —dijo el médico—, ¿se ruboriza usted fácilmente?

—¿Qué? Oh, sí.

—Ajá —dijo el médico mientras a ella el corazón le latía con fuerza—. ¿Y sabe si tiene alguna alergia?

—No, aparte quizá de la comida china…, se me pone la cara caliente y colorada, pero…

El médico se volvió para lavarse las manos, y Norma se oyó a sí misma preguntar con voz áspera:

—¿Es cáncer, doctor?

El médico la miró.

—No, lo que tiene usted es rosácea.

—¿Qué?

—Rosácea. Es muy común entre los ingleses, los irlandeses y otras personas de piel clara. Ruborizarse con facilidad es uno de los síntomas.

—¿Ah, sí? Creía que simplemente era tímida o me azoraba. Y estos bultitos, ¿qué son?

—Le están saliendo granos.

—Pero ¿por qué?

—Puede ser por diversas causas…, el calor, el sol, el estrés. ¿Últimamente ha estado más estresada de lo habitual?

—Sí —contestó Norma—. Mi tía se cayó de un árbol y…, bueno, no entraré en detalles, pero sí.

Mientras se dirigía en coche a la farmacia, Norma se dio cuenta de que la imagen que tenía de sí misma era totalmente errónea. Cada vez que alguien contaba un chiste guarro o se sentía turbada, siempre pensaba que era por su timidez, pero resulta que desde el principio había sido una afección cutánea.

Mientras esperaba junto al mostrador a que le dieran el medicamento prescrito, Norma se fue convenciendo de que la preocupación por su tía le había provocado los sarpullidos de la nariz. A saber qué le pasaría a continuación. En un rincón observó el aparato para tomar la tensión arterial y estuvo en un tris de ir y comprobar si la suya se había disparado en la última semana, pero al final decidió que no. Si le había subido, no quería saberlo. Albergaba la esperanza de morirse de golpe, sin tener que pasar por un calvario de montones de pruebas, ni sufrir antes un trasplante de corazón o acabar en una silla de ruedas. Razón de más para que Elner ingresara en Los acres felices donde una serie de profesionales no le quitarían ojo de encima, y así Norma no tendría que preocuparse por ella hasta el fin de sus días. Esperaría a la Pascua y entonces hablaría seriamente con su tía.

—Aquí tienes, Norma —dijo Hattie Smith, prima del difunto marido de Dorothy Smith, Robert Smith. Aunque, claro, según la tía Elner, ahora Dorothy estaba casada con un hombre llamado Raymond—. Aplícate una capa fina en la nariz, dos veces al día, y ya verás qué bien va.

Cuando Norma se iba con su pomada, entró Irene Goodnight, que extendió las manos y le dijo a Hattie:

—Hattie, mira, ¿qué son, lunares o manchas de la edad?

—Son lunares, cariño.

—Ah, bueno —dijo Irene. Se dio la vuelta y se marchó, más contenta que al entrar.

Hattie había hecho un gran esfuerzo por no venderle nada, pero «qué diablos —pensó—, envejecer ya es bastante duro; lo que Irene no sepa no le hará daño».

Me muero por ir al cielo
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