Lo inexplicable

El primer día de Elner en el hospital, la enfermera de turno en la planta era La Shawnda McWilliams, un mujer robusta con pecas y la piel color café con leche. Hacia las cuatro de aquella tarde del uno de abril, estaba alegre porque se acercaba el cambio de turno; La Shawnda había estado trabajando doce horas, e igual que todas las mañanas se había levantado a las cuatro de la mañana, había preparado el desayuno de su madre, que le había dejado en la mesa, y luego había atravesado la ciudad en dos autobuses para llegar al hospital a las cinco y media. Cuando aquella tarde estaba a punto de marcharse a casa, la llamaron para que bajara y recogiera ciertos efectos personales de una paciente. Una enfermera de la sala de urgencias tenía en su poder la ropa de la señora Shimfissle, que con el alboroto de su repentino despertar había acabado en el suelo.

Cuando La Shawnda llegó, la otra enfermera le entregó al instante unas zapatillas de fieltro granate de estar por casa envueltas en una bata marrón a cuadros, y encima unos enormes calzones blancos de algodón.

—Toma —comentó la enfermera—, esto es para Shimfissle.

La Shawnda cogió las prendas y preguntó:

—¿Nada de joyas?

—No, esto es todo —contestó la otra enfermera mientras se apresuraba por el pasillo para atender a otro paciente que acababa de ingresar.

La Shawnda miró el pequeño montón, no gran cosa, y por el aspecto de la bata imaginó que la paciente vendría de alguna institución benéfica, pobre señora. Ignoraba que los calzones casi no llegan al hospital. A primera hora de esa mañana, Elner no sabía qué hacer, pero como iba a subirse a la escalera, decidió que sería mejor ponérselos.

La Shawnda cogió las cosas, se dirigió al lavadero y agarró una gran bolsa blanca de plástico que ponía «efectos personales», y mientras estaba doblando de nuevo la bata notó algo blando en el bolsillo. Metió la mano y sacó algo envuelto en una gran servilleta blanca que tenía las letras D. S. bordadas con hilos de oro. Lo desenvolvió y apareció un hermoso trozo de tarta. «Vaya —pensó—, esta pobre señora se la habrá guardado en el bolsillo antes de salir de casa.» La tocó con el dedo y vio que aún estaba tierna y esponjosa, como recién sacada del horno. «Aún no se ha vuelto dura.» Se quedó pensando en qué hacer. Sabía que no dejarían que la mujer se la comiera mientras estuviera ingresada. La dietista del hospital, la señorita Revest, se mostraba totalmente en contra de todo lo que estuviera hecho con harina blanca o azúcar. Aun así, a La Shawnda le fastidiaba tirar un trozo de tarta tan apetitoso. Al fin y al cabo, eso no sería robar; les habían dado instrucciones de arrojar a la basura cualquier alimento pasado, de modo que fue al cajón, sacó una bolsa Ziploc y la guardó dentro. A su madre le encantaría comerse ese trozo de tarta. Su pobre madre había estado muy enferma últimamente, y casi nunca se levantaba de la cama. La Shawnda había tenido que llevarla a Kansas City desde su casa de Arkansas. Sabía que su madre no era feliz viviendo en un piso pequeño en la ciudad, pero no había otra opción. Dobló con cuidado los calzones y la bata, todo impregnado de olor a tarta recién horneada. Por un instante estuvo tentada de comerse el trozo ella, pero no. Colocó las cosas de la anciana en una bolsa blanca de plástico y las llevó abajo y se las dio a la sobrina de la paciente.

Cuando esa noche La Shawnda llegó a casa, vio a su madre dormida en el salón, con el camisón todavía puesto. La miró y pensó «vaya forma de terminar, vieja y atormentada por la artritis, sin seguro médico ni un centavo a su nombre». Menos mal que el hospital le había permitido incluirla en su póliza, de lo contrario no podría adquirir los medicamentos. Su pobre madre había trabajado toda la vida de empleada doméstica, había criado cinco hijos lavando y planchando para otras personas después de llegar a casa del trabajo y durante los fines de semana, y jamás en la vida ganó más de setenta dólares a la semana. Su única alegría era ir a la iglesia, pero ahora estaba demasiado débil para ello, y La Shawnda hacía todo lo que podía para que comiera y se mantuviera con fuerzas. Su madre solía llevar a todos sus hijos a la iglesia, pero ahora estaban todos desperdigados por el país y sólo una hermana seguía acudiendo. La Shawnda ya no iba. Por mucho que su madre insistiera en que Dios era bueno, ella no lo veía así. Cualquier supuesto Dios que permitiera que uno de sus supuestos hijos sufriera no era un Dios que a ella le interesara demasiado. Tras dejar sus cosas, fue directamente a la cocina, cogió un plato del armario, sacó un tenedor limpio del lavaplatos, y volvió al salón.

—Mamá —dijo, sacudiéndola ligeramente—. Despierta, cariño. Tengo una sorpresa para ti.

Su madre abrió los ojos.

—Ah, hola, nena. ¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo. ¿Qué tal hoy el dolor?

—Regular —admitió la madre.

—Mira lo que te he traído.

La anciana miró y vio el trozo de tarta y dijo:

—Oh, qué buena pinta tiene. ¡Y además huele de maravilla!

A la mañana siguiente, el despertador sonó como siempre a las cuatro, y La Shawnda hizo un esfuerzo por levantarse y disponerse a afrontar otro día. Después de vestirse, fue a la cocina y se llevó la sorpresa de su vida. La luz estaba encendida, y su madre se encontraba de pie, cocinando.

—Mamá —dijo—, ¿qué haces levantada?

—Pues me he despertado —dijo la madre—, y como esta mañana me sentía mucho mejor, he pensado que podía prepararte unos huevos.

—¿Te has tomado el medicamento?

—No, todavía no. Esta noche he tenido un sueño de lo más fantástico. He soñado que miraba hacia abajo y veía centenares de diminutas manos doradas friccionándome todo el cuerpo, ha estado tan bien, y al despertar notaba un hormigueo por todas partes. En serio, cariño, creo que esa tarta me ha levantado el ánimo. Después de tanto tiempo enferma se me ha olvidado cómo se hace una buena tarta casera como ésa; creo que me ha espabilado las papilas gustativas. Pensaba hacer un buen pan de harina de maíz. ¿Qué te parece?

—¿Pan de harina de maíz?

—Sí. Quizá tú puedas comprar nabos o coles rizadas, o tal vez judías secas, de las tiernas. ¿Verdad que pega bien?

Me muero por ir al cielo
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