Encuentro con el esposo
Dorothy y Elner recorrieron el pasillo, dejando atrás el viejo arcón de cedro, y cuando llegaron a la última puerta de la derecha, Dorothy llamó dando unos golpecitos.
—¿Raymond? ¿Podemos entrar?
—Claro, adelante —respondió una voz de hombre.
Elner se arregló la bata.
—Dorothy, ¿voy bien para encontrarme con alguien? Ojalá no llevara esta bata vieja.
—Vas muy bien —dijo Dorothy, que acto seguido abrió la puerta.
Dentro de la habitación, Elner vio a un hombre anciano, bien parecido, con el pelo brillante y plateado, sentado frente a una gran mesa. Era exactamente igual que el esposo de Dorothy, el doctor Smith, ¡que había sido el farmacéutico de la vieja farmacia Rexall de Elmwood Springs! Dorothy la hizo pasar, y dijo:
—Raymond, mira quién está aquí —y él se puso en pie inmediatamente, rodeó la mesa, y con una enorme y cordial sonrisa estrechó entusiasmado la mano de Elner.
—Bueno, qué tal, señora Shimfissle, ¡me alegro de verla! Dorothy me ha dicho que llegaría hoy. Siéntese, por favor, póngase cómoda, y disculpe por el desorden. —Le indicó la habitación, abarrotada de mapas, carpetas y papeles desparramados por todas partes—. Procuro tenerlo todo en su sitio, pero como puede comprobar el resultado no es muy satisfactorio.
Mientras él quitaba varios libros y papeles de una silla para que ella pudiera sentarse, Dorothy le hizo un comentario a Elner:
—Para mí es un misterio cómo encuentra algo aquí, pero al final lo consigue.
—Oh, no pasa nada —dijo Elner—, tendrías que ver mi casa.
Mientras se acercaba a la silla, Elner se sintió secretamente contenta al observar varias tazas de café sucias en el suelo y polvo en las estanterías; como siempre había sospechado, la limpieza, o la pulcritud si vamos a eso, no estaba forzosamente ligada a la devoción y la santidad. «Norma se llevará una buena sorpresa cuando vea esto», pensó. Echó un vistazo a la habitación y vio una pared con miles de fotos de bebés, y también le gustó ver en una esquina un gran gato blanquinegro durmiendo en el asiento junto a la ventana, el vivo retrato de Trasto, el gato que solía dormir en la ventana del taller de reparación de calzado La Pata del Gato, en el centro de Elmwood Springs.
Dorothy se sentó en la otra silla y le dijo a Raymond:
—Cariño, Elner quiere hacerte unas preguntas; he pensado que sería mejor que hablara con los dos.
Raymond se recostó en la silla y se quitó las gafas.
—Por supuesto, me encantará responder a todas sus preguntas, señora Shimfissle.
Fue entonces cuando Elner reparó en una pequeña placa dorada colocada en el borde de la mesa donde ponía «Ser Supremo», por lo que no estaba segura de cómo dirigirse a él. Lógicamente no quería cometer errores a esas alturas y preguntó:
—¿Debo llamarle Ser Supremo?
Raymond la miró un tanto perplejo.
—¿Perdón, señora?
Ella señaló la placa.
—¿Es su placa?
Raymond alargó la mano, cogió el objeto, le dio la vuelta, leyó lo que ponía y se rio.
—Ah, esto, no, es sólo una tontería que a algunos les gusta ver, así se sienten mejor. —Abrió el cajón del escritorio, sacó un montón de placas y se las enseñó—. Mire…, vea… Tengo «Dios Padre»…, «Buda». Aquí está «Mahoma». Por ahí hay incluso una con «Elvis Presley». Pero llámeme simplemente Raymond. —Guardó las placas en el cajón y le dirigió una sonrisa—. Muy bien, señora Shimfissle, ¿qué quería preguntarme? Por cierto, me gusta su bata.
—¿En serio? —dijo ella mirando hacia abajo—. La tengo desde hace años; se está deshilachando.
—Sí, pero seguro que es cómoda.
—Sí, eso sí —dijo. Elner se sintió aliviada y le asombró ver lo relajada que estaba. ¿Quién iba a pensar que el Creador sería tan agradable?
Se recostó, satisfecha de que empezaran con los «misterios de la vida», primera parte, y dijo:
—Bien, Raymond, seguramente le están preguntando esto continuamente, pero, supongo que igual que todos los que llegan aquí, durante muchos años he tenido ganas de saber la respuesta a esta pregunta.
—¿Cuál? —dijo Raymond.
—¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
Al principio, Raymond pareció sorprendido y luego soltó una carcajada.
—Perdone que me ría, señora Shimfissle, pero normalmente ésta no es la primera pregunta que me hace la gente; en todo caso, la respuesta correcta es el huevo.
Ahora era Elner la sorprendida.
—¿El huevo? ¿Está usted seguro?
—Desde luego. —Él asintió—. No se puede poner el carro delante de los bueyes; es evidente, para que salga una gallina tiene que haber un huevo.
Elner estaba claramente decepcionada.
—Caray. Pues estaba equivocada. Menos mal que no llamé a Bud y Jay. Vivir para ver. —Entonces miró a Dorothy—. ¿Puedo preguntar otra cosa o ya está?
—Puedes hacer todas las preguntas que quieras, ¿verdad, Raymond?
—Por supuesto. Para eso estamos aquí… Adelante.
—Bien —dijo ella—. Mi segunda pregunta es: ¿en qué consiste la vida?
Raymond asintió pensativo y repitió:
—En qué consiste la vida… Hummm, veamos. —Entonces se inclinó sobre la mesa, se agarró las manos, la miró fijamente a los ojos y dijo—: Que me aspen si lo sé, señora Shimfissle.
—¡Oh, Raymond! —soltó Dorothy—. Vamos, un poco de formalidad. —Se volvió hacia Elner—. Le encanta hacer esto.
Raymond rompió a reír.
—De acuerdo, sólo era una broma. Hablando en serio y de la forma más sencilla y franca…, la vida es un regalo.
Dorothy dirigió a Elner una sonrisa.
—Es verdad, un regalo que te hacemos nosotros, con amor.
—¿Un regalo? —dijo Elner, que pensó por unos instantes—. Bueno, ha sido muy amable de su parte, y le doy las gracias. Naturalmente no puedo hablar por nadie más, pero a mí me encantó ser un ser humano, disfruté realmente de cada minuto de mi vida, desde el principio hasta el final.
—Sabemos que así es, señora Shimfissle —dijo Raymond—, más que la mayoría de las personas, añadiría yo, y nos alegra mucho; es lo que siempre hemos querido, que disfrutara de la vida, ¿verdad, Dorothy?
—Sin lugar a dudas —dijo Dorothy sonriendo.
Elner meneó la cabeza, asombrada por lo que acababa de oír, y dijo:
—Es gracioso, la verdad, tantos años todo el mundo intentando averiguar qué era la vida, y resulta que desde el principio ha sido algo de lo que debíamos disfrutar.
—Así es —dijo Raymond—. Mire, señora Shimfissle…
—Oh, por favor, llámeme Elner.
—Gracias. Mire, Elner, la vida no es tan complicada como la gente piensa, ni mucho menos.
—No —dijo Dorothy con tono alegre—. De hecho, es bastante simple.
Raymond se volvió hacia la pared que tenía detrás, bajó una gran lámina de una escena de Carnaval que se iluminaba con cientos de luces de colores que daban vueltas y en la que se tocaba música verbenera, y dijo:
—Mire, Elner, la vida es como un paseo en montaña rusa, con toda clase de baches, giros, subidas y bajadas.
—¡Aaah! —exclamó Elner—, así que todo lo que hemos de hacer es recostarnos y disfrutar.
—Exacto —dijo Raymond—. Pero el problema es que… la mayoría de las personas se imaginan conduciendo un coche, y están tan ocupadas intentando controlarlo que se pierden toda la parte divertida.
Elner se dirigió a Dorothy.
—Ojalá Norma pudiera oír esto, ella está montada desesperadamente en esta montaña rusa. Debería relajarse un poco.
—Eso es —dijo Raymond mientras enrollaba su lámina de Carnaval—. Entonces…, Elner, ¿la respuesta se aleja mucho de lo que creía? —preguntó.
—No, en realidad no…, siempre he tenido la sensación de que era algo así, pero, claro, una nunca está del todo segura; con lo del huevo y la gallina andaba totalmente equivocada, así que es bueno saber que al menos en este caso iba bien encaminada. Usted quiere que seamos felices.
—No le quepa duda —dijo él—. No nos habríamos tomado tantas molestias si hubiésemos querido que la gente fuera desdichada todo el tiempo, ¿verdad, Dorothy?
—No —certificó Dorothy—. Idearlo todo supuso un montón de trabajo. Naturalmente, Raymond se encargó de casi todas las cosas grandes e importantes, los planetas, las montañas, los mares, los elefantes. Yo me ocupé de los estanques, los lagos de agua dulce y los animales pequeños; y también de los perros y los gatos… Son graciosos, ¿verdad?
—Oh, sí —dijo Elner—. El viejo Sonny me tiene entretenida día y noche, y siempre digo que si alguien está abatido, lo único que necesita es un gatito. Cuando Tot Whooten sufrió aquella depresión nerviosa, le regalé un gato, y al cabo de una semana ya estaba más animada.
Dorothy se mostró de acuerdo.
—Sí, al ver cómo salían los gatos me puse muy contenta, con toda modestia; además Raymond hizo el oxígeno, el agua, y todos los minerales importantes: el hierro, el cobre…, ¿qué más, cariño?
—La plata, el oro. —Entonces Raymond miró a Dorothy y dijo con orgullo—: Pero a ella se le ocurrieron las flores, la música, el arte… Yo jamás habría pensado en esas cosas.
—Escucha —dijo Dorothy, rechazando los elogios con la mano—, yo aún estoy asombrada con tus ideas, el Sol, la Luna. Creo personalmente que eres un genio.
Raymond parecía azorado.
—Vamos, Dorothy…
—Lo eres, ¿verdad, Elner?
—Estoy de acuerdo con ella, Raymond. ¿El Sol y la Luna? A mi modo de ver, sólo por esas dos cosas ya sería un genio. ¿Y a quién de los dos se le ocurrió la idea de la gente?
—¡A los dos! —respondieron al unísono, y acto seguido se miraron y rieron.
—A los dos —repitió Dorothy—. Él se encargó de la parte química, las células, el ADN y todo eso, pero fue más o menos un esfuerzo conjunto que no resultó fácil.
Raymond estuvo de acuerdo:
—No, conseguir que cada cosita saliera bien, las rodillas, los codos, por no hablar de los ojos, los dedos, el pulgar oponible.
Al oír la palabra «pulgar», Elner dijo:
—Oh, tengo otra pregunta que hacer: ¿cómo se le ocurrió lo de tantas huellas dactilares diferentes?
—¡Excelente pregunta! —exclamó Raymond—. Mire, le voy a enseñar una cosa. —Sacó un trozo de papel y en un santiamén hizo un dibujo perfecto de un pulgar y lo sostuvo en alto—. Fíjese, Elner, superponiendo ciertas variaciones de patrones recurrentes derivadas de…
Dorothy lo interrumpió.
—Cariño, ella no va a entender todo ese rollo bioquímico.
Elner soltó una carcajada.
—Es cierto, es demasiado profundo para mí, pero seguro que es algo de lo que uno ha de sentirse orgulloso.
—Muy bien —dijo él dejando el lápiz sobre la mesa—. Así, dígame, Elner —prosiguió Raymond con una sonrisa—: ¿en qué disfrutó más como ser humano?
—Bueno, a ver, me gustaba la naturaleza, los pájaros, todas las aves, y me encantaban los insectos.
A Raymond se le iluminó la cara.
—¡A mí también! ¿Cuáles eran sus preferidos?
—Oh, veamos…, los escarabajos de la patata, los saltamontes, las mariposas de la luz, las hormigas, los caracoles…, un momento: ¿los caracoles son insectos?
—No, moluscos —contestó Raymond.
—Bueno, sean lo que sean, siempre me gustaron, y también las libélulas, las luciérnagas, las orugas, las abejas. —Miró a Raymond—. Sin ánimo de ofender, creo que las avispas ya no me interesan.
—Claro —dijo Dorothy—. Nadie te va a culpar por eso.
—Y también me gustaba un buen gospel —prosiguió Elner—, y todas las fiestas, la Navidad, el Día de Acción de Gracias…, sobre todo la Pascua, lo pasé bien de niña, y también de adulta con mi propia casa, fue estupendo estar casada, y me encantaba el café, el bacón, sobre todo el bacón, mi vecino Merle y yo incluso nos apuntamos al Club del Bacón del Mes, algo que por supuesto no dije a Norma. —Cuando reparó en lo que acababa de decir, Elner hizo una mueca—. Ay… ¿Se puede considerar que esto es una mentira, no habérselo dicho?
Él pensó un momento en ello y dijo:
—Esto entraría en la categoría «lo que no sepa no le va a hacer daño», ¿verdad, Dorothy?
—Sí, estoy de acuerdo.
—Uf, cuánto me alegro —dijo Elner con alivio—. Por lo que se refiere a Norma, de éstas tengo un montón. —Y luego continuó—: Me gustaba mucho el helado casero de melocotón…, mi segundo preferido era el de nuez de nogal negro, pero de éstos ya casi no hay, y luego los nabos, el puré de patatas, los fríjoles de vaca, los quimbongós fritos, el pan de harina de maíz y las galletas. —Elner miró a Dorothy—. ¡Y las tartas y los pasteles, desde luego!
—Un montón de cosas —dijo Raymond en señal de apreciación.
—Y el hígado y las cebollas…, a muchas personas no les gusta el hígado ni las cebollas, pero a mí sí me gustaban. Y los pudines de arroz… Y podría seguir y seguir —dijo.
—No, ya está bien, Elner; como hemos dicho, ahora tiene la ocasión de formular preguntas.
—Vale; pues hay algo más que querría saber. ¿Hasta qué punto es buena una pulga?
Dorothy se tapó la boca con la mano para contener la risa.
Raymond se reclinó en la silla, llevó los pulgares al chaleco y se aclaró la garganta.
—Bueno, verá, Elner, los monos, en general todos los primates, tienen un conjunto bastante complejo de rituales sociales y conductas de acicalamiento, y quitarse pulgas recíprocamente es un factor importante para establecer vínculos afectivos.
Dorothy miró de soslayo a su esposo.
—¿Raymond?
Él suspiró.
—Sí, vale, no sé para qué sirven. Seguro que tenía algo en mente pero lo he olvidado —dijo Raymond.
—Te he dicho que Elner era inteligente, Raymond —dijo Dorothy.
—Bueno, no se preocupe por lo de las pulgas —dijo Elner a Raymond—. Como estaba diciendo, gocé muchísimo con las puestas de sol, los amaneceres, las estrellas y la luna, y la lluvia, me encantaban las tormentas de verano, y el otoño…, en realidad todas las estaciones, todas eran maravillosas.
—Gracias, Elner, me alegra oírla. Procuramos idear una serie de cosas bonitas que compensaran, porque, por desgracia, en la vida suceden cosas malas.
—Y cuando pasan nos fastidian —dijo Dorothy con tristeza.
—Bueno —dijo Elner—, ahora que lo dice, las personas se preguntan efectivamente por qué ocurren.
Raymond la miró con aire comprensivo.
—Ya lo sé, y no les critico por ello, pero para que todos tuvieran libre albedrío tuve que establecer leyes concretas de causa y efecto, de lo contrario no habría funcionado. —Se encogió de hombros—. No tenía elección, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Bueno, Raymond —dijo Elner, pensativa—, ya sé que es muy fácil cuestionar a posteriori cualquier cosa, pero quizá podría reconsiderar lo del libre albedrío. Ese era el problema de Luther Griggs; si podía hacer lo que quería, por lo general se metía en líos.
Raymond asintió.
—Entiendo, y créame, Elner, pensamos largo y tendido sobre el libre albedrío, pero no quisimos obligar a la gente a hacer nada.
—No puedes forzar a las personas a quererte —añadió Dorothy—, o a quererse entre sí, si vamos a eso.
Raymond se mostró de acuerdo.
—No, pero les dimos todo lo que, a nuestro juicio, les podía ayudar: lógica, razón, compasión, sentido del humor, aunque…, si lo utilizan o no es cosa de ellas. Y después de esto, lo único que puedes hacer es amarlas y desear que la suerte les acompañe. —Luego miró a Dorothy—. Creo que fue lo más difícil que tuvimos que hacer, dejarles cometer sus propios errores…
—Oh, con mucho.
A continuación Raymond se dirigió a Elner:
—Bien, supongo que todo el mundo lo ve así; sabes que han de abandonar el nido…, pero te fastidia que se vayan.
—Sí, capto la idea —dijo Elner—. Cuando Linda se fue de casa, Norma pasó seis meses en cama hecha un trapo…
De pronto sonó una campanilla en la cocina, y Dorothy se puso en pie de un salto.
—¡Bien! —exclamó—. La tarta ya está, voy a sacarla del horno. Vuelvo enseguida.
Ante la idea de la tarta, Elner se animó.