Después de la resonancia
4h 30m de la tarde
Aquella misma tarde, después de que a Elner le hicieran una RM y un TAC, la llevaron en camilla a cuidados intensivos y la volvieron a conectar a todas las máquinas. Para entonces, Norma estaba ya de vuelta en la sala de espera con los demás, preguntándose qué pasaba. Macky se impacientaba por momentos. Al final, se acercó al mostrador y preguntó a la chica dónde se encontraba Elner y por qué no aparecía nadie para explicarles nada. La joven hizo una llamada y luego dijo:
—Está otra vez en cuidados intensivos, es todo lo que puedo decirle.
—¿Dónde está cuidados intensivos?
—En la planta séptima, pero tiene que esperar aquí.
Macky no esperó. Se acercó a los otros y dijo:
—Venga, esto es absurdo, iremos a verla ahora mismo. —Susie se quedó por si venía el médico. Cuando llegaron a la séptima planta, Macky se dirigió a Norma y Linda—: Dejad que entre primero y esperad, luego salgo a buscaros.
Macky cruzó varias salas hasta encontrar la de Elner, y en el preciso instante en que iba a entrar salió un enfermero, quien al ver a Macky allí preguntó con cierta indignación:
—¿Puede saberse qué está haciendo aquí?
—Voy a ver a mi tía —contestó Macky.
—¡De ninguna manera! —soltó el enfermero, cerrando la puerta a su espalda—. ¿Es que no sabe leer? El letrero dice que no se permiten visitas.
—Sí, claro que sé leer, pero voy a ver a mi tía.
—¡De ninguna manera! —repitió poniéndose las manos en la cintura y dando casi un pisotón.
Macky lo miró y dijo con voz tranquila:
—Mire, amigo, si quiere intentar impedírmelo, es su problema, pero no se equivoque, voy a entrar.
El enfermero miró con detenimiento al hombre que tenía delante. Era más viejo que él y no tan alto, pero en su mirada había algo que lo impulsó de repente a hacerse a un lado y franquearle el paso. No le apetecía nada habérselas con un tipo así.
Macky entró en la habitación y se acercó a la cama; cuando Elner alzó la vista y vio quién era, se alegró.
—¡Hola, Macky! —dijo, tratando de cogerle la mano.
—Hola —dijo él, mirándola con una sonrisa—. ¿Qué tal estás, chica?
Ella se rio.
—Bien conectada.
—Ya lo veo —dijo él.
—Menudo lío, ¿eh? ¿Cómo es que Linda ha venido tan rápido? Aparte de todo, ¿qué hora es? Estoy totalmente despistada, espero no haberte hecho perder horas de trabajo.
—No te apures por eso. ¿Cómo te encuentras? —quiso saber Macky.
—Oh, bien, sólo que las picaduras de las avispas comienzan a escocer. ¿Norma y Linda siguen aquí?
—Están fuera, esperando para verte.
—Macky —dijo ella levantando los ojos—. Siento mucho haberme caído de ese árbol. ¿Norma se ha enfadado mucho?
—Nooo, qué va, está contenta de que no haya sido nada. ¿Necesitas algo, Elner?
—Sí, que alguien vaya a dar la comida a Sonny y a mis pájaros; y a mirar si el horno está apagado.
—Todo eso ya está. Lo han hecho Ruby y Tot.
—¿Ah, sí? Menos mal. A propósito, ¿dónde estoy? —preguntó Elner.
—En el Hospital Caraway de Kansas City.
—Lo que me imaginaba, pero ¿cómo he llegado hasta aquí?
—La ambulancia te ha recogido y te ha traído.
—¿Una ambulancia? No recuerdo haber estado en ninguna ambulancia.
—Estabas sin conocimiento.
—¿Hablas en serio, Macky?
—Completamente.
—¿Llevaban puesta la sirena?
—Desde luego.
—Jolín, una vez que voy en ambulancia y no me entero de nada —se lamentó Elner.
—¿Tienes ganas de ver a Norma y a Linda? Ellas arden en deseos de verte.
—Oh, claro… Por cierto, Macky, entérate de qué han hecho con mi bata, ¿vale?
Cuando Norma y Linda entraron en la habitación, se acercaron y le dieron un beso, y la tía Elner le dijo a Linda:
—Lamento haberte hecho venir por nada.
—No seas boba, tía. Me alegra tanto ver que estás bien; creíamos que te habías muerto.
—Yo también lo creía —dijo Elner—. Cuando me he despertado viva, me he sorprendido como el que más.
—Bueno, lo dudo —dijo Norma.
Hacia las cinco y media, el médico tuvo por fin todos los resultados de las pruebas y fue en busca de Norma y Macky. Cuando éstos salieron al vestíbulo, les explicó que hasta el momento sólo habían encontrado picaduras de avispa y algunas magulladuras, pero que todo lo demás estaba bien. Entonces Macky le preguntó:
—¿Qué demonios ha sucedido? ¿Estaba en una especie de coma y luego simplemente se ha despertado?
—La verdad es que no sé qué ha pasado —admitió el médico.
—¿Por qué pensaban que estaba muerta?
—Señor Warren, según todas nuestras indicaciones estaba muerta.
—Pues entonces deberían ustedes verificar esas indicaciones, porque algo ha fallado.
El médico meneó la cabeza.
—Señor Warren, todavía no sabemos qué ha salido mal, pero le prometo que llegaremos al fondo del asunto, y en cuanto sepa algo se lo haré saber.
Norma advirtió que el médico estaba sinceramente afectado y parecía muy agotado; entonces dijo:
—Nos alegramos de que ella esté bien y de que no se haya roto la cadera.
—No, no tiene ningún hueso roto, pero nos gustaría mantenerla ingresada unos días y hacerle algunas pruebas más para asegurarnos de que está del todo bien.
—Lo que usted diga, doctor —dijo Norma—. Espero que no se meta en ningún lío —añadió cuando el médico se hubo ido.
Al cabo de unos minutos, el doctor Henson entró en el despacho de Franklin Pixton visiblemente agitado.
—¿Cuál es su estado actual? —preguntó Franklin.
—Estable, todas las constantes vitales normales, igual que la RM y el TAC.
—¿Qué ha pasado?
—Esta mañana estaba clínicamente muerta… Lo he intentado todo.
Franklin levantó la mano para hacerlo callar y pulsó el interfono.
—Ordene inmediatamente una revisión de todos los aparatos de la sala de operaciones. —Luego se reclinó—. Muy bien. Bob, siga.
—Ha venido con un Código Tres, y cuando he llegado ya había fallecido. Pero lo hemos hecho todo, ¿qué más puedo decir?
—Usted sabe que habrá una investigación. Tendré que hacerle el control antidoping.
—Sí, lo sé —aceptó el médico.
—¿Se encuentra bien?
El médico asintió.
—Sí, sólo algo cansado, pero esto no es excusa. Asumo toda la responsabilidad, simplemente no entiendo cómo he podido equivocarme. Lo he revisado una y otra vez…
—¿Dónde está ella ahora?
—En intensivos; he llamado a un neurólogo para que mañana a primera hora le haga un examen cognitivo.
Después de que el médico hubiera abandonado su despacho, Franklin pensó que era raro que algo así no hubiera ocurrido antes. Los médicos de urgencias estaban exhaustos, pasaban una semana tras otra durmiendo dos o tres horas, trabajando bajo presión, tomando decisiones de vida o muerte. Era casi inhumano esperar que una persona aguantara eso. Franklin entendía lo del cansancio. Todo el mundo estaba cansado. Él mismo había estado agotado durante años. Parecía que sólo daba bandazos de una catástrofe a otra. Si no era una maldita cosa, era otra; ahora apaciguas a éste, ahora te reúnes con tal o cual grupo que se queja constantemente de algo, amenazando con ir a la huelga. Todo el hospital estaba siempre al borde de algún desastre.
En los últimos diez años, los gastos se habían disparado. Con tantos delincuentes y toxicómanos entrando y saliendo del hospital, ahora se veían obligados a gastar un dineral en guardas jurados, y encima el año anterior tuvieron que despedir a siete por robar analgésicos. La empresa proveedora de ropa de cama había subido los precios, el servicio de recogida de basuras estaba en huelga, y habían tenido que modernizar todo el sistema informático después de que unos hackers entraran en el mismo y accedieran a los historiales de los pacientes.
En un principio, el Hospital Caraway fue una institución creada para ayudar a la gente, pero ahora todo parecía contribuir para que ésta fuera una misión imposible. Las compañías de seguros, los sindicatos, los abogados granujas; si en aquella época conseguían que un paciente entrara y saliera del hospital sin que les robaran o los demandaran ya era todo un éxito. Su sala de urgencias estaba atestada de gente que ahora la utilizaba como clínica personal. Que el hospital cobrara por sus servicios, ni hablar; la mayoría de los pacientes no tenía seguro, y en el caso de los que sí tenían se tardaba meses, incluso años, en cobrar la factura mientras la empresa sí abonaba las nóminas. Las personas que podían permitírselo acababan pagando un pequeño dineral por lo que casi todos conseguían gratis. Desde luego había gente que realmente no podía pagar. Él comprendía eso, pero eran los otros, quienes buscaban cualquier excusa para presentar una demanda, los que creían que no tenían por qué pagar, que tenían derecho a la asistencia médica gratuita. Daba igual que eso le costara millones al sistema y lo obligara a él a despedir a trabajadores muy válidos y a quedarse con otros mal pagados y sobrecargados de tareas.
Se oponía con vehemencia a la costumbre un tanto alegre de la gente y el gobierno de desplumar a los ricos. La mayoría de las personas ricas que conocía, incluyendo él mismo, trabajaban muy duro para ganar su dinero y eran quienes hacían casi todas las donaciones importantes al hospital. Se seguía funcionando gracias a la generosidad de los ricos. No creía que los ricos debieran nada a nadie; y, sin embargo, eso precisamente era lo que pasaba en Caraway. Todo el mundo, también parte del personal, lo quería todo sin hacer ningún esfuerzo. Y si el hospital pretendía sobrevivir, las cosas tenían que cambiar pronto, de lo contrario él no daba muchas esperanzas. Le preocupaban los ricos y los pobres, lo que les pasaría cuando el hospital se viera obligado a cerrar las puertas para siempre.
Brenda lo llamó por el interfono.
—Su esposa por la tres.
Cerró los ojos cinco segundos. Sabía que ella llamaba sobre el baile benéfico «Ten piedad». Cogió el auricular y escuchó los problemas de ella: los centros de mesa no eran del color adecuado.
—Sí, cariño —dijo él—. Sí, cariño, estoy de acuerdo, es tremendo.
En ese mismo momento, desde la cafetería del hospital, alguien estaba haciendo una llamada furtiva al abogado Gus Shimmer.
—¿Gus?
—Sí.
—Soy yo.
—¿Qué tienes para mí?
—Una paciente, la señora Shimfissle; su pariente más cercano, la señora Norma Warren.
—¿Sí?
—Declarada muerta por error durante cinco horas.
—¿Me tomas el pelo?
—No, he visto el expediente.
—¿Han firmado algo ya?
—Sí…, los dos «sonrisas» fueron por ella enseguida.
—Muy bien. Esto puede ser gordo. Gordo de veras. Decir que alguien está muerto sin estarlo es un diagnóstico errado de tres pares de narices.
—Eso mismo he pensado yo.
—Si sale bien, te llevas el veinte por ciento, ¿vale?
—Además de mis habituales honorarios de exploradora.
—Por supuesto —dijo el abogado, mientras se callaba lo que pensaba: «Codiciosa de mierda.»
Pero cuando el abogado de ciento veinte kilos colgó, estaba eufórico. Podía ser un caso bueno de verdad. Le daba igual que la familia ya hubiera firmado la consabida renuncia a reclamar responsabilidades. No había documento de renuncia, fuera un fondo fiduciario irrevocable, un acuerdo prenupcial o un contrato verbal o escrito, del que no pudiera librarse o no pudiera sortear. El Hospital Caraway era su fecunda mina de oro personal, a la espera sin más de ser explotada una y otra vez. Calculaba que después de pagar a la enfermera y quizá sacar algo de pasta para los clientes, cuando todo hubiera terminado estaría forrado. Naturalmente, su esposa Selma se quejaba cada vez que él entablaba una nueva demanda judicial contra un hospital. Una vez ella dijo:
—Gus, si sigues poniendo pleitos a esos hospitales por cualquier cosa, Dios quiera que yo no tenga que acabar nunca en la sala de urgencias, porque si se enteran de quién es mi marido, no se atreverán a tocarme.