EL PROBLEMA DEL ACCIDENTE
Cualquier accidente acaecido en la institución psiquiátrica se imputa generalmente a la enfermedad, cuestionada como única responsable del comportamiento imprevisible del internado; al considerar al enfermo como incomprensible, la ciencia ofreció al psiquiatra el medio de desresponsabilizarse frente a un paciente a quien según la ley debe vigilar .y guardar. El psiquiatra ha usado hasta hoy este medio como el único apropiado para descargarse de la responsabilidad inherente a su tarea. Responsable ante la sociedad del control de los comportamientos anormales y desviados (para los cuales no son admitidos —como en otra especialidades— ni riesgos ni fracasos) él ha, simplemente, transferido esta responsabilidad a la enfermedad apresurándose a reducir al mínimo el riesgo de acciones subjetivas por parte del enfermo, hallándose este último completamente objetivado en el interior de un sistema institucional ordenado para prever lo imprevisible. La única congelación de los papeles que componen esta realidad permite al psiquiatra garantizar el control de la situación por medio de normas y de reglas que denotan leyes (para lo que compete al procurador de la República), del reglamento interior (en lo que concierne a las relaciones con la administración provincial, de la cual depende la institución) y de la ciencia (con sus clasificaciones y sus categorías que definen las características, a menudo irreversibles, del enfermo).
En este espacio donde la anormalidad constituye la norma, el enfermo turbulento, agitado o indecente, se halla admitido y justificado según los estereotipos de la enfermedad. De este modo, el homicidio, el suicidio y las agresiones de cualquier tipo, incluidas las de carácter sexual que pueden producirse en las instituciones más liberalizadas (donde la promiscuidad es mayor), son comprendidas y justificadas en cuanto se hallan englobadas en el mecanismo desconocido e imprevisible de los síndromes. La incomprensibilidad de un acto descarga de cualquier responsabilidad a quien es su testigo, o al medio en el cual se inscribe, puesto que a partir del instante en que este acto es definido como enfermo, nada se pone en cuestión fuera del impulso anormal e incontrolable característico de la naturaleza de la enfermedad.
Pero si abordamos al enfermo, no como punto de una entidad aislada, cerrada en su universo incomprensible e imprevisible, cortada de la realidad social de la cual forma parte —aunque sea difícil situarla allí—, extraño a una realidad institucional donde sólo se le ha asignado un rol pasivo, nos encontramos con que la institución misma, como cada fenómeno está relacionado con la situación en la cual el paciente está obligado a vivir, se revela implicada en cada uno de los actos del enfermo, como parte cuestionada de su comportamiento.
El accidente, pues, puede ser considerado de acuerdo con dos puntos de vista opuestos, que corresponden exactamente a las dos formas como la institución juzga al paciente que se le ha confiado.
En el primer caso, el de la institución cerrada clásica, de tipo asilar, que tiene por primera finalidad el rendimiento, la relación con el enfermo es esencialmente de naturaleza objetivante: el enfermo es un objeto en el interior de un sistema y debe identificarse con las normas y las reglas de este último si quiere sobrevivir a la opresión y al poder destructor que la institución ejerce sobre él. Pero, tanto si les opone comportamientos desvergonzadamente anormales o se adapta comportándose abiertamente de forma servil y sumisa, el enfermo está igualmente determinado por la institución: las reglas rígidas y la realidad unidimensional que ésta le impone, le fijan en un rol pasivo que no permite otra posibilidad que la objetivación.
Por tanto, es la institución que, proponiendo al paciente una realidad sin alternativa ni posibilidades personales más allá de la reglamentación y de una serialización de la vida cotidiana, le orienta hacia el acto que presumiblemente debe realizar. Esta orientación, implícita en la ausencia total de finalidad y de porvenir donde proyectarse, refleja la falta de alternativas, de finalidad y de futurización posible en el psiquiatra como delegado de una sociedad que espera de él el control de los comportamientos anormales con el mínimo de riesgos.
En esta situación forzada, donde todo está controlado y previsto, sobre todo en función de lo que no debe hacerse menos que de una finalidad positiva en relación con el enfermo, la libertad sólo podría ser vivida como un acto prohibido, negado, irrealizable en una realidad cuya única razón de ser es prevenirlo. Una puerta mal cerrada, una habitación sin vigilancia, una ventana entreabierta, un cuchillo olvidado, son otras tantas invitaciones explícitas a un acto destructor que justifica la existencia de la institución. Tal es el resultado de la identificación con la institución a que se ve reducido el enfermo: sólo puede vivir la libertad como un momento auto— y heterodestructor, según la enseñanza que han procurado inculcarle. Allí donde no existe alternativa alguna, ni elección, ninguna posibilidad de responsabilizarse, el único porvenir posible es la muerte. La muerte como rechazo de una vida para no ser vivida, como protesta ante el grado de objetivación al cual se ve reducido, como la única ilusión de libertad posible, como el único proyecto. Y, ciertamente, es demasiado fácil, según nos ha enseñado la psiquiatría clásica, identificar estas motivaciones con la naturaleza de la enfermedad.
En este contexto, cualquier acto que rompa de un modo u otro el círculo férreo de las reglas institucionales, es un espejo de libertad que se identifica con la muerte. Huir de una institución que no tiene otro porvenir que la «muerte», es intentar sustraerse a este porvenir meciéndose en la ilusión de ser aún dueño de su vida y responsable de sus actos. También es desembocar, inevitablemente, en la confirmación de la esclavitud de la muerte.
La única responsabilidad que la institución —paradójicamente— concede al internado, es la del accidente, que se afana en atribuir a la enfermedad, rechazando, por sí misma, cualquier vínculo y cualquier participación. El internado, despojado y desresponsabilizado de sus menores movimientos durante muchos años de asilo, se halla de este modo plena y automáticamente responsable frente a su único acto de libertad, que coincide casi siempre con la muerte. La institución cerrada, en tanto que mundo muerto en sí a partir del instante en que objetiviza al enfermo en sus reglas deshumanizantes, no ofrece otra alternativa fuera de la muerte, que cada vez tomará el rostro ilusorio de la libertad.
En este sentido, el accidente (sea cual fuere su naturaleza) es sólo la expresión de la regla institucional vivida a fondo, llevando hasta sus últimas consecuencias las indicaciones que la institución proporcionaba al enfermo,
(En este terreno, el discurso puede pasar naturalmente del internado al individuo despojado de alternativa, de porvenir y de posibilidades, que vive en una realidad donde nunca encuentra su lugar. La exclusión sufrida le indica el único acto posible, que sólo puede ser un acto de rechazo y de destrucción.
En el caso de una institución abierta, el objetivo global del instituto es el mantenimiento de la subjetividad del enfermo, aunque sea en detrimento del rendimiento general de la organización. Esta finalidad repercute sobre cada acto institucional: parece necesario pasar por la identificación del paciente en la institución, se tratará de una identificación donde podrá reconocer y discernir su finalidad personal, un porvenir viable, al presentarse la institución como un mundo abierto que ofrece alternativas y posibilita la vida del paciente.
En estas condiciones, la libertad se convierte en la norma y el enfermo se habitúa a usarla. Se trata, pues, para él, de un ejercicio de responsabilidad, de dominio de sí mismo, de gobierno de su persona y de comprensión de su enfermedad por encima de cualquier prejuicio científico. Para ello exige que la institución (y, por lo tanto, los diferentes roles que los componen) se halle plenamente implicada y presente en cualquier momento y en cada acto, como sostén material y psicológico del enfermo. Esto significa la ruptura de la relación objetivante con el paciente, cuyas finalidades se comparten, la ruptura de la relación autoritaria-jerárquica, donde los valores de uno de los polos y los no-valores del otro se dan por comprobados, la disponibilidad de diversas alternativas, a fin de que el enfermo pueda oponerse a las reglas institucionales y sacar de ellas el sentimiento de que sigue existiendo en una institución que tiene precisamente por finalidad crear las condiciones de esta existencia. Esto significa, finalmente, que la institución renuncia a cualquier forma de defensa que no sea la participación de todos los roles que la componen en la buena marcha de una comunidad donde cada uno tiene sus límites en la presencia del otro y en una posibilidad recíproca de impugnación.
Se trata, por supuesto, de una formulación utópica de la realidad institucional abierta: las contradicciones están presentes allí del mismo modo que en la realidad exterior. Pero lo importante es que la institución, lejos de cubrirlas y disimularlas, se aplica a sacarlas a la luz y a afrontarlas de acuerdo con el enfermo.
En esta perspectiva, el accidente ya no es el resultado trágico de un defecto de vigilancia, sino de una falta de base por parte del instituto. Un fallo en la acción institucional realizado por los enfermos, los enfermeros y los médicos, puede crear a veces vacíos donde se coloca el accidente. Los actos fallidos, las omisiones, los abusos de poder, tienen siempre consecuencias perfectamente lógicas, y la enfermedad sólo desempeña en ellas un papel muy relativo.
La puerta abierta también permite comprender la significación de la puerta, de la separación y de la exclusión de la cual los enfermos son objeto en nuestra sociedad. Reviste un valor simbólico más allá del cual el enfermo se reconoce como «no peligroso para sí mismo y para los otros», y este descubrimiento sólo puede incitarle a preguntarse por qué se le reduce a una condición tan infamante, por qué se le excluye.
En este sentido, el hospital abierto despierta en el enfermo l.i consciencia de ser un excluido real, poniendo a su disposición un instrumento que le demuestra —puesto que ésta es su función— lo que se ha hecho con él y la significación social que tenía la institución donde se le ha encerrado.
Por otra parte, la institución abierta, en tanto que contradicción en el seno de una realidad social cuya seguridad y equilibrio se basan en una serie de compartimientos, de categorías y codificaciones a imagen de la división de las clases y de los roles, sólo puede implicar en esta toma de conciencia al psiquiatra y al personal encargado del tratamiento. Sumergidos en una realidad de la cual son a la vez cómplices y victimas, obligados por nuestro sistema social a presentarse como garantes de un orden que quieren destruir, son a la vez excluidos y excluyentes. La puerta abierta conduce igualmente al psiquiatra a medir hasta qué punto es esclavo de un sistema social que se apoya en ejecutantes ignorantes y silenciosos.
¿Qué significado tienen la fuga y el accidente en este contexto? Van directamente unidos al grado de apertura sobre la realidad exterior y a la naturaleza social de esta realidad: las posibilidades ofrecidas por la institución pueden chocar con el rechazo de la sociedad exterior de ponerlas en práctica. El exterior es el único porvenir, el único proyecto de la institución. Pero, del mismo modo en que la institución tradicional se halla implicada, como parte en cuestión, en la génesis de los accidentes, la sociedad exterior, con sus reglas violentas, sus discriminaciones, sus abusos, sigue representando, en la institución abierta, el rechazo, la negación y la exclusión del enfermo mental, considerado como uno de los numerosos elementos de perturbación a los cuales se reserva —precisamente— la institución y el espacio apropiados.
¿Y dónde están las responsabilidades? Al abandonar un enfermo el hospital y verse rechazado por sus semejantes, por su patrón, por sus amigos, por una realidad que le vomita como un hombre de más, ¿qué puede hacer más que matarse o matar a cualquiera que aparezca a sus ojos como símbolo de la violencia que se le inflige? ¿Y podemos, honradamente, hablar sólo de enfermedad en un proceso semejante?
Gorizia, 28 de marzo de 1968.