MITO Y REALIDAD DEL AUTOGOBIERNO

Antonio Slavich

Autogestión, autogobierno, decisiones comunitarias; he aquí unos términos que cada vez aparecen con más frecuencia en el lenguaje reformado de la nueva psiquiatría, hasta el punto de que podrían hacernos pensar que se halla en vías de realización —en lo que aún ayer eran las instituciones de tratamiento y vigilancia—, un nuevo modo de gestión del poder, más libre y más «democrático», donde incluso el mismo enfermo mental participa. ¡Seductora hipótesis! Puede descartar, como por encanto, las contradicciones fundamentales que contraponen la institución al enfermo en una relación adialéctica de subordinación objetivante y que llega a poner entre paréntesis la violencia, más o menos disfrazada, que por sí sola puede regir una relación tan contradictoria. Permite, sobre todo, a quienes ejercen oficialmente el poder institucional, sustraerse a la ingente acumulación de contradicciones en las cuales, a pesar suyo, se hallan sumergidos.

Sean cuales fueren los postulados ideológicos de tal «autogobierno», éste nunca deja de presentar una apariencia adialéctica. En este sentido se pueden discernir las tres posiciones siguientes:

a) Una perspectiva que ve la resolución interna de todas las contradicciones institucionales en el simple cambio de situación, y, por lo tanto, el principio de que el enfermo pueda tener en su mano un poder de decisión elevado y racional en el seno de una especie de «república psiquiátrica» rigurosamente limitada a las dimensiones de microsociedad, y así arbitrariamente seccionada de la realidad social particular, de la cual toda institución es, en primer lugar, la expresión.

b) Una segunda perspectiva ve en el advenimiento eventual del «autogobierno» del enfermo mental una contradicción amena2adora: este «poder enfermo» se ve coloreado con los sombríos colores de lo irracional y del caos. La hipótesis sirve para justificar la conservación oficial y autoritaria del poder institucional en la más pura tradición del asilo de alienados.

c) La tercera forma de considerar el autogobierno, cada vez más expandida, supone una reducción espontánea de las contradicciones internas bajo el efecto de una intervención exterior esclarecida, de una orientación técnica (médica o sociológica), que serviría de base a la gestión ordenada y racional de ciertos sectores del poder institucional por parte del enfermo, convertido en colaborador.

No se puede hablar realmente de autogobierno por parte del enfermo sin plantear, explícitamente al menos, dos cuestiones: una sobre la naturaleza efectiva del poder que posee el enfermo, y otra, sobre las modalidades históricas de la entrega del poder en sus manos, según determinado proceso de transformación de las instituciones psiquiátricas. Esta eventual transferencia de poder no puede ser simplemente una hipótesis: es necesario efectuar un análisis concreto antes de que se pueda, bajo ningún aspecto, hablar de «autogobierno». Limitándonos a un intento de análisis de las contradicciones que presenta una situación institucional concreta —como la experiencia goriziana de los últimos seis años—, se puede examinar de forma esquemática el proceso de redistribución del poder institucional, con el fin de ver en qué medida y bajo qué formas, eventualmente distintas, de la «democracia comunitaria» o del «autogobierno», el poder adquirido por el enfermo ha tenido un peso real en la crisis de las estructuras de la institución del asilo.

Er. la situación típica del hospital psiquiátrico tradicional —como la que conocimos en Gorizia en 1961, al principio de nuestra experiencia—, el enfermo no se halla útilmente situado en la jerarquía para el ejercicio del poder institucional: queda abiertamente «fuera de juego». La lógica de la institución no admite desviaciones; por lo tanto, no podría plantearse un autogobierno por parte de los enfermos. Sin embargo, la presencia física de estos últimos sigue haciéndose sentir en una medida digna de tenerse en cuenta. En primer lugar, los enfermos no dejan de constituir la razón de ser de la institución, y son, por consiguiente, el punto de referencia obligatorio para cualquier actividad organizativa, y además, se hallan últimamente integrados en la jerarquía. En segundo lugar, el peso de esta presencia —que sólo puede presentarse en forma de una preponderancia numérica—, se mide igualmente por la dureza de la reacción coercitiva y serializante que la institución debe poner en movimiento para reducir, esquematizar y simplificar el problema que le presenta el conjunto de casos en tratamiento.

Por articulada y estratificada que se halle la jerarquía de la autoridad interna, no existe una menor solidaridad homogénea de los diversos niveles, basada en la concordancia objetiva de los fines prácticos de la institución: médicos y personal de asistencia, todos ellos depositarios conscientes de un mismo mandato social de curación y de vigilancia, partes integrantes de un mismo mecanismo funcional, que actúan de forma solidaria —cada uno según su técnica respectiva—, con miras a alcanzar y mantener el fin institucional. La posesión en común del mismo objeto de ejercicio del poder —la masa de los enfermos—, facilita la distribución jerárquica de los roles entre las diferentes categorías profesionales y en el interior de éstas: el enfermo viene a ser el único intermediario, pasivo, entre las diferentes categorías (médicos, enfermeros, personal religioso, administrativo, etc.), y todas ellas permanecen cerradas en sus propios intereses corporativos y en los parámetros socioculturales de su casta.

Esta solidaridad formalmente homogénea entre los diversos niveles de la jerarquía, se ve favorecida por la característica misma del mandato social, siempre delegado en una cadena que no tiene otra alternativa que el contacto directo con el objeto del mandato (el enfermo). La delegación de poder proviene de fuera, de la cima jerárquica de la institución, después de una larga serie de circuitos que van involucrando las estructuras profundas de la sociedad exterior y sus poderes constituidos (la familia, el medio social natural y el lugar de trabajo del enfermo, la magistratura, la seguridad pública, etc.). La delegación se convierte en un testimonio molesto: tan pronto se halla en manos del médico en el interior del hospital, se transmite por vía jerárquica (una vez honradas y satisfechas las exigencias «científicas» de la orientación del tratamiento al formular las «normas generales» de tratamiento), al personal administrativo y de asistencia. Esta delegación, una vez afianzada, se halla en disposición de ejercer una autoridad real, directa y personal sobre el enfermo. De ello se deriva que, en la institución psiquiátrica tradicional, el médico posee un poder puramente formal y abstracto. Ya que el poder substancial y concreto lo ejerce el personal auxiliar. Por lo demás, es indudable que, para el enfermo, en su vida cotidiana en el interior de un servicio cerrado, la autoridad está encarnada en el enfermero: él es quien decide y revoca, concede y deniega y quien formula, a instancias de los demás, incluidos los médicos, la imagen buena o mala del paciente, etc.

Este mecanismo de la delegación de poderes en un hospital «cerrado» puede explicar por qué el médico siempre llega a conservar cierta respetabilidad a los ojos del enfermo. Su ausencia —justificada por una imposible ubicuidad y por múltiples obligaciones profesionales, pero compensada, sin embargo, por la amplia delegación que concede para los detalles prácticos de la asistencia—, le evita la molestia de tomar decisiones cara a cara con el enfermo. Ofreciendo a este último un «rostro» severo y distante, pero justo y no comprometido, podrá ser recuperado como fantasma del técnico que sabe y puede, único antagonista (útilmente situado en la jerarquía) del enfermero que, en cambio, decide y actúa realmente, como una presencia amenazadora y permanente. Incluso el hecho de que a los ojos del enfermo sea el médico quien, en definitiva, le retiene en el hospital, es reabsorbido por el mecanismo de las delegaciones: y en la mayoría de estos casos el enfermo acaba por aceptar la interpretación según la cual la responsabilidad de su internamiento prolongado se sitúa por encima del médico.

La situación de hace seis años en Gorizia, en lo que concierne a la distribución del poder en el «gobierno» del instituto, era una situación probablemente análoga a la de muchos otros hospitales psiquiátricos por la característica que tienen todas las instituciones globales de repetirse. Una situación donde, evidentemente, el poder de decisión del enfermo era absolutamente nulo.

A finales de 1961, un nuevo director, seguido poco después por otro médico, iniciaron sus funciones en el hospital. Su rechazo del mandato de simple conservación del instituto y de una gestión formalmente ordenada para la exclusión del enfermo mental, entrañó una brusca ruptura de la solidaridad funcional, entre ciertos médicos (entre los cuales, sin embargo, figuraba la cima jerárquica representada por el director), y el resto del personal asistente. Una de las consecuencias de esta ruptura fue interrumpir la cadena de delegaciones del poder institucional, que pasó a ser asumido y ejercido por los médicos que se constituían en vanguardia, en nombre de una negación de la estructura del asilo, de sus normas condicionantes y de la institucionalización aneja.

Su acción, en el curso de este primer período, revistió a menudo aspectos de franca ruptura con las normas establecidas: presencia permanente y «ubicuitaria» en los servicios; nueva aproximación médica y psicopatológica del paciente, cuya presencia se intentaba obtener a través de la pantalla de la señalización; abolición brusca de cualquier medio de contención física y vigilancia activa para prevenir cualquier medida de coerción violenta; búsqueda y denuncia de numerosos ritos institucionales desprovistos de toda significación, aunque fuese de forma simplemente teórica; restablecimiento de ciertos medios tradicionales de reeducación, tales como la ergoterapia;

distribución a gran escala, y sin discriminación, de privilegios reservados hasta entonces a algunos enfermos particularmente útiles al instituto; reconsideración de un gran número de situaciones familiares y sociales de los pacientes, con el consiguiente reenvío de un gran número de crónicos; solicitación de múltiples medidas administrativas tendientes a mejorar las condiciones de vida de los internados, etc. Si bien, a partir de 1962, la base de la vanguardia se extendió gracias a la llegada de nuevos médicos y, sobre todo, al consentimiento de una cierta parte del personal, no cabe duda de que esta acción inicial —que ponía globalmente en tela de juicio la estructura del instituto— sólo fue posible mediante el ejercicio del poder no delegado por la cima, en el seno de una estructura aún jerarquizada y forzada a mantenerse a sí misma para negarse. Como quiera que fuese, semejante tentativa de transformación de las estructuras asilares sólo podía conducir a una profunda crisis de las posiciones de poder, establecidas a diversos niveles, en las distintas categorías profesionales y los diversos subsistemas. Los enfermeros en particular, desprovistos, en tanto que grupo homogéneo y autónomo, de su poder personal sobre el enfermo, privados de la delegación de que fueron investidos por el médico hasta entonces, se hallaban brutalmente expulsados de su condición institucionalizada: vivían una crisis que les colocaba ante una elección fundamental e imponía a cada uno la obligación de definir el sentido y el valor de su tarea, mientras que, fuera de una entrega de sí mismos, voluntarista y vagamente terapéutica, no tenían nuevos criterios ni valores establecidos a los cuales referirse.

Los enfermos, que sólo desempeñaban un papel indirecto y bastante marginal en todo esto, seguían siendo el objeto de las decisiones y de las acciones de la vanguardia. Lejos de representar una posibilidad de decisión, se hallaban expuestos al riesgo de una nueva forma de poder, más latente, pero no menos insidiosa. La tentación paternalista se revelaba inmanente, en la medida en que se hallaba en vías de realización, y, en realidad, este «voluntarismo terapéutico» podía tomar la forma del paternalismo: sólo se emancipaba en la medida en que la praxis, por el hecho de la sucesión rápida de las fases de organización, negadas dialécticamente tan pronto formuladas, excluía cualquier voluntad de conservar las instituciones manipulándoles una reforma estable, y tendía incluso a derruir sus bases. Ciertamente, las decisiones y las acciones de la vanguardia se definían en función del enfermo, y no de la institución en sí misma. Pero eran siempre decisiones en-favor-de, que se transformaban en un don desde lo alto, o una concesión de privilegios, y eran recibidas de este modo, inicialmente al menos, por la mayor parte de los enfermos.

Una medida que también emanaba del equipo médico, pero que se diferenciaba cualitativamente de las precedentes, en la perspectiva de una redistribución posible del poder de decisión, consistió en «abrir» el primer servicio de enfermos crónicos (noviembre de 1962). Esto llevó a la práctica la determinación real de la vanguardia de reestructurar la institución terapéutica sobre nuevas bases. Si se considera que la principal forma del poder ejercido sobre el enfermo característica de la ideología de vigilancia, consiste en coartar su libertad de movimientos y controlarlo en un espacio limitado, la ruptura irreversible con esta ideología se hallaba consumada por la apertura de los servicios, y sobre todo por el restablecimiento, para el paciente, de una libertad no controlada en el interior del hospital. A pesar de numerosas reservas y de múltiples resistencias, y no sin medidas de precaución transitorias, otros cuatro servicios fueron abiertos en 1963.

Al principio, a medida que crecía el número de enfermos que disponía de una libertad cada vez menos condicionada, la mayoría seguía manteniéndose al margen del proceso activo de renovación de las instituciones: unos poseían una libertad concedida desde arriba, con la cual aún demostraban no saber qué hacer, si no era usarla para responder a las solicitaciones predeterminadas de la socioterapia tradicional; los otros, que eran numerosos, estaban aún sometidos a la empresa asilar de los subsistemas cerrados. El proceso de repersonalización que se desprendía de la situación, en constante transformación dialéctica, hizo salir a la luz algunos leaders entre los pacientes que colaboraron activamente con la vanguardia. Fue en el curso de este período (1963 ࢤ 1964) cuando ciertas iniciativas, procedentes de los enfermos y favorecidas por el equipo de curación, vieron la luz. Mediante las modalidades de gestión formalmente «autónomas», la posesión de un medio de comunicación interno y de propaganda (el periódico interior II Picchio) y, sobre todo, su contraste con el cuadro aún ampliamente tradicional donde se situaban estas iniciativas, se proponían formas parciales y «revolucionarias» de autogobierno por parte de los enfermos. Al menos se consideraba así. desde fuera del hospital (sobre todo en virtud del estado de opinión creado por II Picchio)—, en realidad, se trataba de un grupo de enfermos crónicos (de quince a veinte personas como máximo), relativamente restringido en relación con la masa de los pacientes, y que tenían al frente un leader (Furio). Las iniciativas del grupo, que por lo demás cuadraban perfectamente con las finalidades de la vanguardia, fueron particularmente importantes durante este período (creación del Club «Ayúdennos a curar», primer núcleo organizado de pacientes procedentes de diversos sectores del hospital; organización y animación de los ocios, utilizando medios tradicionales, tales como fiestas, paseos, la biblioteca interior, etc.). Pero esta contribución reflejaba una redistribución del poder de decisión, tal vez menos efectiva de lo que parecía. El enfermo vivía aún la experiencia de su hospitalización, bien colaborando en las decisiones y en las sugestiones dictadas por la vanguardia, bien como objeto de las iniciativas terapéuticas y de las «animaciones» socio-terapéuticas. El margen de libertad de que disponía, se concretaba lentamente en la posibilidad de decidir en primera persona, desvinculado del control de vigilancia, su espacio y sus posibilidades, incluidas las de impugnación.

En esta fase (otoño de 1964) —caracterizada por la apertura y la liberalización progresiva de los servicios, con la irreversible concesión de libertad física al enfermo y la lenta recuperación, por parte de este último, de un margen de libertad psicológica en el interior del hospital—, en este movimiento de renovación, aparentemente informe y caótico, pero en busca de organización, se sitúa la creación de la primera «comunidad terapéutica» en un servicio de enfermos crónicos. Nacida también de una decisión médica (apertura del sexto servicio, traspaso de gran número de pacientes de un servicio a otro, elección del personal y de los cincuenta y cuatro enfermos llamados a participar en la experiencia comunitaria), esta iniciativa revestía una nueva significación; en efecto, solicitaba la colaboración activa, no sólo de algunos leaders ya integrados en la vanguardia, sino también de una masa considerable de pacientes que provenían del conjunto de los servicios masculinos. Con ocasión de las asambleas —que iban a multiplicarse en lo sucesivo—, y viviendo cotidianamente en estrecho contacto con el equipo encargado de la curación, el enfermo llegaba a jugar un papel determinante en la organización colectiva y la gestión diaria del servicio, en el establecimiento de las normas, la formación de su cultura, la crítica de los mecanismos institucionales. Pero si las «decisiones» de organización, la resolución de ciertos problemas interiores sin la intervención del poder jerárquico, representaban —dado el contexto en el cual estaban situadas—, el aspecto más espectacular de la experiencia, su valor para el conjunto del hospital creemos que reside sobre todo en la posibilidad de establecer, en el seno de las asambleas de servicio, grupos de discusión y, en la vida cotidiana, una comunicación más efectiva y más directa, entre todos los miembros del servicio; comunición tendiente a subvertir concretamente la verticalización jerárquica, intentando realizar permanentemente, en una paridad precaria, la colaboración de todos en un mismo fin terapéutico, y examinar problemas y tensiones interpersonales sin recurrir a la autoridad técnica exclusiva y decisiva del médico.

Esta primera experiencia comunitaria proponía una ideología, formulaba slogans, intentaba deliberadamente extender al resto del hospital los principios formales de una nueva organización terapéutica. Los cincuenta y cuatro enfermos llamados a participar en ella, desempeñaron un papel importante en la medida en que ellos activamente, en el contacto directo con los otros pacientes, en grupos espontáneos formados fuera de los servicios (el bar del hospital, íntegramente dirigido por los enfermos, fue creado en octubre de 1964, contemporáneamente a la comunidad terapéutica), demostraban la oportunidad y las ventajas del «nuevo» tipo de gestión comunitaria. No hay duda de que la consciencia y la cultura de este grupo inicial maduraron con bastante rapidez. Sin embargo, no hay que olvidar que las esperanzas, que estaban en la base de esta colaboración activa, se hallaban aún condicionadas por el poder de decisión del médico; en efecto, la experiencia era considerada por los enfermos como un gran esfuerzo común que preludiaba su salida del hospital. Y en la medida en que estas promesas y esta posibilidad fueron mantenidas, el servicio pudo asegurar su cohesión y activar la espontaneidad de una dinámica que aparecía, desde el exterior, como un modelo de gestión «democrática» y comunitaria.

En el curso de los años 1965 y 1966, la «cultura comunitaria» ganó progresivamente la mayor parte de los subsistemas. Cada servicio instauró sus asambleas, mientras el equipo encargado de la curación mantenía reuniones semanales, sesiones de organización y «comités» que se creaban y se deshacían sin cesar. Estos intentos hallaron a menudo en sí mismos su propia negación. No fue por azar que, durante este período, la colaboración de nuevos médicos coincidió con la progresiva puesta en marcha de todos los subsistemas, su total apertura y la multiplicación de las reuniones. En noviembre de 1965, finalmente, se hizo sentir espontáneamente la necesidad de una asamblea general que favoreciera los contactos e intercambios entre todos aquellos que, por cualquier concepto, desearan participar en ella.

Las decisiones relacionadas con la realización de estas diferentes iniciativas, venían aún de la vanguardia; sin embargo, muchas de ellas se hallaban invalidades desde el momento en que el enfermo —cuya participación en las reuniones era espontánea—, denunciaba en ellas la falta de motivaciones válidas para él. Por otra parte, la intensificación de las comunicaciones y una mayor participación de la base en las posibilidades de decisión, ofrecidas cotidianamente por la vida institucional, llevaron espontáneamente a liberar algunos servidos —sobre todo en lo concerniente al tiempo libre—, del control y la organización con finalidades «socio terapéuticas» ejercidas por el equipo encargado de la curación.

Esta descripción del proceso que condujo a enfermos, médicos y enfermeros a colaborar de forma progresiva —lo cual hace pensar en una homogeneización del conjunto del campo hospitalario sobre una base «comunitaria» avanzada con la participación real y activa del paciente—, sería mistificadora si silenciara ciertas importantes contradicciones internas, que parecen desmentir en parte este mismo proceso comunitario. Es d caso, por ejemplo, del desfase que presentaron las etapas de apertura de los servicios femeninos en relación con los servidos masculinos. Las causas posiblemente son múltiples; la última, y menos importante, parece ser aquella, tantas veces invocada, de la «pasividad» femenina, también testimoniada por las enfermas.

Otra contradicción importante estaba representada, incluso recientemente, por la presencia de los dos últimos servicios cerrados. A pesar de que éstos no fuesen utilizados desde hacía mucho tiempo como medio de sanción y de control de las desviadones, la posibilidad fantasmagórica de la sanción subsistía, y contrapesaba la restitución progresiva al enfermo de su libertad de movimientos. Poco después, estos últimos servicios fueron también abiertos. Gracias a dos acciones de «ruptura» que desposeyeron de sus poderes a los círculos «decisionales» interiores (muy controlados en estos dos servicios cerrados por subgrupos del equipo de enfermeros), todos los pacientes tienen actualmente la posibilidad teórica de liberarse del sistema de vigilancia y de disponer por sí mismos de su libertad de movimientos, utilizando a su gusto los medios que la vida institucional les ofrece.

El enfermo tiene, pues, actualmente, poder para negar ciertas decisiones del equipo encargado de su curación, no por una «decisión» tomada por mayoría, sino mediante el rechazo individual de su colaboración.

Los debates aparentemente ordenados de las asambleas evocan los modelos parlamentarios. A través de ellos se reencuentra la imagen de un «autogobierno» del enfermo en el seno de la institución; pero al mismo tiempo surge el otro aspecto de la contradicción relativa a las asambleas. Todo «autogobierno», como decíamos al principio, exige un poder, y éste debe poder transformarse en decisiones que confirman el poder de quien las toma. Más allá de las apariencias parlamentarias formales, podemos preguntarnos: «¿Cuáles son las decisiones reales tomadas por un instituto psiquiátrico, y qué participación tiene el enfermo en cada una de sus decisiones?». Una respuesta perfectamente de acuerdo con la ideología comunitaria sería: «Todos deciden; todas las decisiones son importantes». De hecho, en una institución que sigue teniendo por fundamento legal la contradicción fundamental que le opone al enfermo como objeto de la orden de curación y de vigilancia, no todas las decisiones tienen la misma importancia: algunas tienen relación con esta contradicción fundamental y otras no. De un modo análogo, tales decisiones no podrían ser tomadas indiferentemente por todos, puesto que, en la medida en que esta contradicción fundamental persiste, siempre habrá participantes a títulos diversos.

Por ejemplo, ¿cuáles son, en la práctica, los tipos de decisiones que pueden ser discutidas en las asambleas? Distinguiremos las siguientes categorías: '

1. En una institución cerrada, donde el médico tiene la orden de retener al enfermo por coacción, y que de este modo sigue siendo solidaria de la institución en la contradicción fundamental, las decisiones importantes conciernen a la dimisión del enfermo, su transferencia o la posibilidad de salir del hospital manteniendo contacto con la institución (permisos para visitar la familia, paseos, etc.). El enfermo no tiene poder alguno «obre estas decisiones. Cualquier presión de grupo o individual en este sentido sólo es eficaz si expresa una posición de acuerdo con el consentimiento que el médico tiene previsto conceder.

2. Para las decisiones «terapéuticas» que, por sí mismas, son una prerrogativa del médico, el enfermo puede disponer de un cierto margen de discusión. Pero, generalmente, no puede oponerse más que rechazando globalmente determinado tipo de terapia, puesto que se halla desprovisto del poder técnico, que le permitiría criticar con detalle el tratamiento.

3. Para las decisiones administrativas interiores (beneficios individuales o de grupo, mejoras, etc.), el enfermo puede desempeñar un papel, aunque limitado, formulando, en el curso de las asambleas, algunas opiniones abiertamente contrarias que ponen en serios aprietos a los órganos oficiales de decisión administrativa. Sin embargo, se trata de ocasiones bastante raras, y en relación con hechos o sujetos capaces de suscitar una crítica masiva. Por otra parte, es indudable que el enfermo no tiene posibilidad alguna de control sobre el tiempo y el modo de aplicación de estas medidas. Por lo demás, este tipo de decisiones tiende más a consolidar el «nuevo» sistema de vida institucional, a reforzar la integración del enfermo en la microsociedad hospitalaria, que a «poner en crisis» su relación contradictoria con ella.

4. Las decisiones que conciernen a la vida común en el interior del hospital, así como la organización de ciertas actividades y del tiempo libre: ciertamente son posibilidades reales para el enfermo, sobre todo a partir del momento en que el equipo encargado de su curación parece haber renunciado a su poder socioterapéutico, y, por lo tanto, a sus intervenciones organizadoras «clarividentes». Este último tipo de decisiones es el más frecuente en las asambleas. Sin embargo, no podríamos afirmar que reflejan el poder del enfermo: contribuyen, y de forma determinante, a formar unas superestructuras comunitarias —que no tienen sentido, dado que no son negadas—, y en todo caso, no ejercen influencia alguna sobre la contradicción fundamental. Ciertamente, cualquiera de estas decisiones puede ser tomada sin la intervención de ningún guía técnico, pero esto ya es suficiente para hacerlas sospechosas y para revelar la insidiosa mistificación que consiste en calificar esta gestión de «autogobierno».

Si dejamos de lado la contradicción fundamental que opone la institución —organizada para practicar la exclusión, la curación y la vigilancia del enfermo— al enfermo mismo, objeto de esta curación y de esta exclusión y si pretendemos que la acepte de facto, sugiriéndole la posibilidad de recuperar sus «derechos cívicos» en el cuadro del instituto mediante una colaboración en la gestión, formalmente ordenada de acuerdo con todas sus contradicciones internas, acabaremos por descubrir un extraño y jocoso mecanismo, que no sabe reírse de sí mismo. Por otra parte, cada juego obedece a reglas predeterminadas que no admiten variantes ni transgresiones: el menor error se paga caro. De ello se deduce que cualquier institución que elige practicar el juego del formalismo comunitario, debe prever sólidos mecanismos compensadores para asegurar el control de las desviaciones. Al menos se le ofrecen dos vías seguras: la primera consiste en transformarse en una comunidad terapéutica «guiada», que admite explícitamente la sanción de las reglas del juego, y que, por consiguiente, se basa en la persistencia de sectores institucionales cerrados, que ejercen esta sanción, sin los cuales cualquier dirección sería vana e irrisoria. La segunda permite que la tensión inherente a las contradicciones institucionales crezca de forma condicionada y sólo hasta cierto punto, más allá del cual entra en juego una autoridad no coercitiva, persuasiva e interpretativa, que no se manifiesta en otras circunstancias. Esta segunda actitud se basa claramente en el poder técnico médico, que no confía más que en sí mismo y en su capacidad de interpretación y de resolución. Sin embargo, a pesar de que esta seguridad sea lo contrario de la inseguridad inherente al primer modelo «comunitario», que se ve obligado a mantener la violencia para hacer contrapeso a la «permisividad», en lo que concierne al poder del enfermo, el resultado es el mismo.

Como hemos visto, ni siquiera el hospital de Gorizia ha podido evitar todas las reglas de este juego institucional, y observando más de cerca, veríamos que reúne las condiciones de un perfeccionamiento formal que permitiría al equipo encargado de la curación tener en todo momento los triunfos en la mano. Pero, durante el proceso de transformación de la situación asilar, la acción de vanguardia, de forma paralela al redescubrimiento del juego comunitario, ha puesto intencionalmente las bases de su negación. En efecto, desde el momento en que el enfermo recobró su libertad de movimientos por un «don» concedido desde arriba, desde que la apertura de los servicios fue llevada deliberadamente hasta sus últimas consecuencias, es decir, la apertura de todo el hospital, los mecanismos tradicionales de control se hallan fuera de juego. La llamada a una colaboración comunitaria masiva por parte de los pacientes, muestra sus límites objetivos y se pone a sí misma en discusión. Tal vez resida en esto el margen de poder adquirido realmente por el enfermo. Frente a esta posibilidad de impugnación —individual e incluso regresiva, del enfermo, pero que se multiplica por la masa numérica de los hospitalizados—, la lógica de la contradicción fundamental que opone la institución al enfermo, así como todos los mecanismos de defensa con los cuales la institución puede intentar reformarse a sí misma, entran, en cierto modo, en crisis. Los límites de la «permisividad» ya no pueden ser fijados de una vez por todas, ni pueden dictarse las reglas que aseguran, de forma rígida, la observancia de estos límites. El poder de decisión real, incluso en una situación liberalizada, sigue en manos de la institución, que actualmente representa la vanguardia. Sin embargo, ésta ya no tiene la posibilidad de delegar en el enfermo un «autogobierno» conforme a sus propias decisiones y a sus propios fines, sino que, por el contrario, está en gran medida controlada a su alrededor en el «gobierno» de la institución. Ciertamente, todo se halla todavía en estado de posible dialéctica. La actitud rebelde del enfermo sigue siendo casi siempre desorganizada, individualista, a veces regresiva, es decir, «enferma». Pero de la suma de estas posibilidades surge una presión de masas que, por el eco que despierta igualmente en el exterior de la institución, tiende a poner en crisis la contradicción fundamental. Sólo entonces se abren, en el interior del campo, todas las posibilidades y empieza a tener sentido la gestión comunitaria en el margen de libertad y de poder personal adquiridos por el enfermo en el seno de la institución. Y en este momento, no hay por qué asombrarse si los enfermos, al aceptar ciertas reglas convencionales de coexistencia comunitaria, no utilizan absolutamente su margen de poder para confirmar la dudosa hipótesis de un «poder enfermo» condenado a perderse en la esterilidad de una impugnación regresiva y anónima.

Por otra parte, en la medida en que sale de su condicionamiento institucional, el enfermo puede aprehender el sentido y las finalidades de la acción dirigida por la vanguardia. De acuerdo con esta última, puede utilizar su margen de poder para alcanzar el objetivo común del cual se habla en otra parte de la presente obra. La realidad de este objetivo común llega tal vez, en virtud de la parte de poder que aporta el enfermo, a desplazar los términos de la contradicción fundamental. En cierto sentido, ésta no se plantea entre la institución y su objeto de curación, sino entre la institución (que halla en sí misma, en un equilibrio precario, la finalidad común constituida por la transformación de sus características asilares), y el contexto social (que intentaría, en cambio, reformar a la institución sin cambiar sus finalidades). Los términos de la contradicción principal se hallan desplazados por el hecho de que la institución, también a causa de la parte de rebelión «amenazadora» representada por el enfermo, se convierte en un problema para la sociedad de la cual es expresión. En esta perspectiva, las contradicciones internas aparecen como secundarias en relación con la nueva contradicción principal. Sólo entonces las relaciones de fuerza pueden desempeñar, en el interior del campo institucional, diferentes papeles y diferentes posiciones de poder, que tienden a reducir, dialécticamente, sus contradicciones. El enfermo, incluso si no se «autogobierna», tiene una parte real. Y sin duda sacará de esta participación un beneficio que el médico calificará de «terapéutico», pero ante tal posibilidad de impugnación y de participación masiva de los pacientes en las dinámicas institucionales, será muy difícil que el poder técnico-médico se sienta lo bastante seguro como para ver en el «autogobierno» del enfermo mental una nueva —y más moderna— solución final.

La institución negada: Informe de un hospital psiquiátrico
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