PRÓLOGO
Ante la tarea de prologar una obra pueden adoptarse diversas posiciones que abren, a su vez, distintas perspectivas. Entre ellas cabe, sin duda, la de situarse a la escucha —esto es: en los márgenes del camino del autor—, recoger el eco de su grito —ese grito que es, o debe ser, toda palabra, todo escrito, toda práctica, toda vida— e irradiarlo, o incluso —si llega el caso— lanzar al aire otro grito desde cuyo eco el observador-lector pueda captar las últimas ondas del eco primero, apagadas —ya casi— en su lejanía. Resonar el eco en la esperanza de ver surgir un nuevo grito: he ahí el deseo y la intención que anima este escrito con funciones de prólogo.
«... la asociación al principio del Bien mide «el más lejos del cuerpo social (el punto extremo, más allá del cual la sociedad constituida no puede ir); la asociación al principio del Mal mide «el más lejos» que temporalmente alcanzan los individuos —o las minorías—; «más lejos» no puede llegar nadie...
»... la comunicación profunda sólo puede hacerse con una condición: que recurramos al Mal, es decir, a la violación de la prohibición...
»...la libertad, incluso después de destacadas sus posibles relaciones con el Bien, se halla como Blake le dice a Milton “del lado del demonio sin saberlo"...» (Georges Bataille: La literatura y el mal).
Podemos partir —¿por qué no?— del mal: la falta, la privación, la ausencia, el fuera. Precisamente este libro —y con él lo esencial de la práctica de sus autores— ha sido duramente criticado, desde la ciencia, por aquello que «le falta»: apoyatura teórica, pensamiento metódico y coherente —racional y racional-lizado—, «seriedad y respetabilidad científicas»... La crítica científica lo sitúa fuera de la ciencia; admite que es un grito, pero —añade— el grito —todo grito— no tiene entrañas.
El partir del mal —la consideración de la falta, la privación, la ausencia, el fuera, impuesta por los críticos— nos conduce al terreno donde imperan la ociosidad y la locura1, esto es: a los fundamentos. La crítica científica nos ha dicho: no hay entrañas en el grito; con ello nos ha querido decir también: precisamente se grita porque no se tienen entrañas, cuando se tienen entrañas no se grita... O bien: sólo gritan los ociosos y los locos. Tales afirmaciones no están exentas de verdad. En efecto, el grito y las entrañas se contradicen esencialmente, se autoaniquilan entre sí. Grito es «instante soberano», negación del porvenir; entrañas —en la perspectiva de los críticos científicos— es el porvenir mismo: depósito de un fondo que permite y determina un movimiento productivo-eficaz hacia el futuro, esto es: la tradición —como conocimientos acumulados— y el método científico.
Tomémoslo al pie de la letra: la perspectiva de la ciencia —«el grito no tiene entrañas», «precisamente se grita porque no se tienen entrañas», «cuando se tienen entrañas no se grita»...— es la perspectiva del padre (un hijo sin entrañas puede ser en todo momento aquel que no vive el presente como medio para «labrarse un porvenir»; el hijo que tiene entrañas —esto es: dispuesto a progresar— no grita: se adapta y se conforma). Tener entrañas es —en la perspectiva de la ciencia, en la perspectiva del sistema— la condenación del presente en favor de la progresión hacia el futuro, y constituye el horizonte del Bien. Por el contrario, el grito, que siendo «instante soberano» es negación del progreso y del futuro, se halla del lado de la ociosidad y la locura y constituye el horizonte del Mal.
No estamos hablando en vano. La perspectiva de la ciencia nos impone desde dentro la escisión: el doble horizonte del Bien— que es presencia, acumulación de conocimientos, trabajo productivo, cordura, eficacia2 y porvenir— y del Mal —que es ausencia, ociosidad, locura, instante soberano y grito— se consuma en ese momento fundamental de la inclusión que excluye: la ciencia3. La línea divisoria entre el Bien y el Mal —impuesta en el mundo moderno desde la ciencia— es el momento privilegiado de todo signo de escisión entre un dentro y un fuera, entre lo incluido y lo que se excluye.
La ciencia —dentro que sella un fuera, inclusión que diagnostica lo que se excluye— no puede perdonar el grito de Basaglia y sus colaboradores. Entre las diversas razones que impiden tal «perdón» —y que más adelante aparecerán en un primer plano— debemos, ya ahora, destacar una: el acercamiento a lo imposible —lo excluido por antonomasia, el Mal mismo— al dudar de la posibilidad de un «método», de un «proyecto», de un «porvenir» —destacados como peligros de «cristalización» (de ahí las críticas de Basaglia a la «comunidad terapéutica» y a la «psicoterapia institucional»): «...El peligro implícito —afirma Basaglia— en toda acción de renovación que tienda a organizarse es el de reducirse —después de una primera fáse crítica— a la traducción en términos ideológicos (esto es: esquemáticos, cerrados, definidos) de lo que nació como una exigencia de rechazo y de ruptura prácticos...4, y añade en otro lugar5: «...En este sentido toda acción técnica innovadora, aceptada en el interior de éste nuestro sistema económico, asume automáticamente el papel de prótesis para el mantenimiento del “status quo" general, contribuyendo a la adaptación de los individuos a la norma y a los valores dominantes. En el momento en que la nueva institución psiquiátrica liberalizada es aceptada como un nuevo modelo técnico en el interior de las mismas estructuras generales, el proceso de transformación es bloqueado y reducido a un proceso de adaptación que niega la “terapeuticidad” misma de la institución al estereotipar la dinámica inicial». Peligro éste en el que, avisados, no se quiere caer: «...Esta actitud radicalmente crítica respecto de lo que la ciencia ha hecho del enfermo mental, puede ser considerada a la vez como anárquica, puesto que ella misma rechaza cualquier forma de etiqueta, y como utópica por cuanto niega toda definición o clasificación...»6. Anarquía —negación del «método» que pone en el camino del «porvenir»— y utopía —acercamiento a lo imposible —ponen a Basaglia —¿definitivamente?— al lado del Mal, esto es: fuera del dentro que es la ciencia.
«...El dominio de la razón racionalista significa la petrificación de la escisión de la realidad. La realidad humana se divide práctica y teóricamente en la esfera de la «ratio», es decir, el mundo de la racionalización, da los medios, de la técnica y la eficacia y la esfera de'los valores y. las significaciones humanas, que, paradójicamente, pasan a ser un dominio del irracionalismo». (K. Kosik: Dialéctica de lo concreto.)
«Sólo en tiempos «racionalistas» aparece la locura calificada como «error de juicio», como «mengua de facultades». Son épocas en las que se amputa a la razón su dimensión indómita y salvaje.
«Cuando la razón deja de salirse de sus casillas y duerme en su delirio «racionalista», esa dimensión «salvaje» la mantia-ne entonces, como antorcha encendida en medio de la noche, la «sinrazón», la «locura».
«La razón «racionalista» es una razón censurada. «Su ello» es la “sin razón”». (E. Trías: La dispersión.)
«Hay que tratar de alcanzar en la historia ese punto de arranque de la historia de la locura, cuando era una experiencia indiferenciada, no repartida todavía, de la herencia común. Describir, desde los orígenes de su desvío, esa «otra forma» que con un ademán separa dos cosas, desde entonces exteriores e incapaces de comunicarse entre sí, como muertas la una para la otra: la Razón y la Locura...
»No existe lenguaje común, o más bien, ya no existe; la constitución de la locura como enfermedad mental, a finales del siglo xvm, hace constar la existencia de un diálogo roto y hace de la separación algo adquirido; asimismo hunde en el olvido esas palabras imperfectas, carentes de una sintaxis fija, un poco balbucientes, que eran el medio merced al cual se realizaba el intercambio entre razón y locura. El lenguaje de la psiquiatría, que es monólogo de la razón sobre la locura, sólo se ha podido establecer sobre un silencio así». (M. Foucault: Historia de la locura.)
«No quiero ver a los locos. No hay nada que hacer con ellos. Que no vengan a jodernos. Que se vayan a otra parte. Si se quiere con sus médicos, en un mundo cerrado, bien cerrado, hermético, donde se les olvide —en otro mundo—. Esto es exactamente lo que querría conseguir el manicomio, y y a esto es exactamente a lo que responde: constituir otro mundo estanco en donde sea confinada la locura. Por otra parte, en el mundo normal, nada más que razón, nada más que sensatez —en el manicomio nada más que insensatez—. El manicomio purga, decanta, purifica, recoge entre sus muros toda la locura del mundo. Las rejas del manicomio separan, demarcan: fuera de lo normal, dentro de lo patológico...». (R. Gentis: Les murs de l'asile.)
Por nuestra parte impondríamos una afirmación que es, a su vez, una nueva conceptualización: el grito de Basaglia y sus colaboradores tiene entrañas. Lo que no tiene este grito —la falta, la ausencia que es precisamente su entraña misma— es proyecto, es decir, eficacia— y es esto concretamente lo que desconcierta, indigna y repugna a sus críticos científicos. Nace, sí, de las entrañas mismas —esto es: apasionadamente—, pero sabe de su enemigo: la permanencia, que lo pondría indefectiblemente «al servicio de». El grito es siempre anhelo de libertad, permanecer es acallarlo: «Sea cual fuere la evolución de nuestra subversión institucional, siempre será necesaria una ruptura continua de las líneas de acción; por el hecho de estar insertadas en el sistema, tales líneas deben ser, continuamente, negadas y destruidas».
Y si el grito tiene entrañas, parte de nuestro cometido —ya iniciado —es desentrañarlo. Desentrañar ese grito no será, claro está, encontrarle desde su origen un proyecto, un porvenir, sino ensanchar, si cabe, el instante de su eco destacando el silencio que descubre, su ausencia, su falta, su pecado. Y su pecado es éste: poner de relieve el signo de escisión que convierte el submundo de la práctica psiquiátrica en el polo opuesto del mundo de la normalidad. Con este su «pecado» Basaglia y sus colaboradores —a más de situarse «fuera» de la ciencia— se comunican con una zona del pensamiento moderno, al tiempo que intervienen en la interpretación desmitificadora de la categoría ideológica fundamental: la escisión, inclusión, exclusión y su ocultación.
Bien y Mal, Racionalidad e Irracionalidad, Saber y No-saber, Conciencia e Inconsciente, Razón y Locura, Normalidad y Anormalidad son los lados —el derecho y el revés— del signo que escinde; son el dentro y el fuera que separa el signo; son, definitivamente, lo incluido y lo que se excluye.
Señalar —en un ámbito concreto de la práctica— el signo que, desde el poder de la inclusión, excluye, destacando sus diversos momentos y vertientes, es el hilo conductor de este libro. Tal hilo conductor no debemos perderlo ni al prologarlo, ni al leerlo.
«Una institución totalitaria puede definirse como un lugar de residencia y trabajo, donde un gran rftímero de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Las cárceles sirven como ejemplo notorio, pero ha de advertirse que el mismo carácter intrínseco de prisión tienen otras instituciones, cuyos miembros no han quebrantado ninguna ley...» Tales: «los hospitales psiquiátricos». (Goffman: Internados-Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales.)
«Ciertamente se trata de una especie de racismo (...). Se dice los locos como se dice los negros o los portugueses. De ahí a exterminarlos no hay más que un paso...
»Si a lo largo del siglo xix y en los inicios del nuestro no se ha recurrido a la liquidación física de los enfermos mentales es sin duda porque el problema no tenía entonces una gran incidencia económica. Por otra parte, el sistema no estaba para este género de bestialidades. Al fin y al cabo no era totalmente necesario matarlos: bastaba con no verlos». (R. Gentis: Les murs de 1‘asile.)
«... Por un lado encontramos al hombre razonable que encarga al médico la tarea de ocuparse de la locura y que no autoriza más relación que la que puede establecerse a través de la universalidad abstracta de la enfermedad; por otro lado, está el hombre loco, que no se comunica con el razonable, sino a través de una razón igualmente abstracta, que es orden, constreñimiento físico y moral, presión anónima del grupo, exigencia de conformidad...». (M. Foucault: Historia de la locura.)
El signo de escisión se acentúa aquí —en este libro— en un ámbito concreto: el de la práctica psiquiátrica en una institución manicomial. Pero no pierde por ello su universalidad; más bien al contrario, individualizándose —afirmando su diferencia—, la alcanza. El momento de la universalidad del signo de escisión —categoría que define a la exclusión y en ella al excluido— es la violencia; de ahí que la institución —estructura en acto de la escisión— sea siempre institución entre «instituciones de la violencia»: «La familia, la escuela, la fábrica, la uni
versidad, el hospital son instituciones fundadas en un claro reparto de «papeles»: la división del trabajo (amo y esclavo, maestro y alumno, dirigente y dirigido). Esto significa que la característica de estas instituciones es una flagrante separación entre los que poseen el poder y los que no lo poseen. También puede deducirse claramente que la subdivisión de los «papeles» traduce una relación de opresión y de violencia entre poder y no-poder, relación que se transforma en la exclusión del segundo por el primero. La violencia y la exclusión están, en efecto, en la base de todas las relaciones susceptibles de instaurarse en nuestra sociedad»7.
El signo que escinde y su violencia se individualizan en la práctica psiquiátrica en los conceptos de enfermedad, diagnóstico, técnica terapéutica y curación.
1. —La enfermedad —doble de la enfermedad, enfermedad propiamente dicha— que la psiquatría —la ciencia psiquiátrica— estudia, describe y crea como poder clasificatorio —escindidor— entre ambos lados de la línea divisoria que es la norma [Normal (inclusión) / Patológico (exclusión)]. Enfermedad que el psiquiatra —en su papel de excluyente— y la institución —como lugar de exclusión— proyectan y el enfermo —en su papel de excluido— refleja: «En el análisis de la carrera moral del enfermo mental, Goffman precisa que el tipo particular de estructura y de ordenamientos institucionales, más que sostener el yo del paciente, lo constituye. Si bien originariamente el enfermo sufre de la pérdida de la propia identidad, la institución y los parámetros psiquiátricos acaban construyéndole una nueva (...) el internado asume la institución como cuerpo propio incorporando la imagen de sí que ella le impone»8. O bien tal como Michel Foucault ha concluido: «... la alienación es para el enfermo mucho más que un status jurídico: una experiencia real, que se inscribe necesariamente en el hecho patológico»9.
2. —El diagnóstico —proyección que es violencia—, impuesto desde el espacio de la inclusión —espacio del poder—, se nos descubre en la práctica en su verdadera dimensión: exclusión en favor de un ordenamiento social —orden del poder— que no tiene otro apoyo para su seguridad más que el signo que escinde. «Nuestra sociedad —dice Foucault —no quiere reconocerse en ese enfermo que lleva dentro y lo aparta o lo encierra; en el mismo momento en que diagnostica la enfermedad, excluye al enfermo».
La necesidad del signo y de su violencia —inconfesadas habitualmente— aparece verbalizada de vez en cuando en presencia de situaciones límite. (No se olvide que la exclusión de «los locos» a través del diagnóstico —el «es suficiente con no verlos»— sustituye en la práctica, gracias a una repugnancia a la sangre de índole moralista y gracias, también, a los avatares de la economía, a un deseo más profundo: el matarlos. Roger Gentis ha dado pruebas de clarividencia al señalarlo.)
3. —La técnica: cuerpo de conocimientos y de medios prácticos que defiende —separa, distancia y al mismo tiempo tranquiliza— al excluyente —en su papel de excluyente— respecto del excluido— en su papel de excluido.
Por su función de defensa, la técnica —técnica en general, técnica terapéutica en particular— está esencialmente implicada en la línea divisoria o de demarcación entre el que excluye (desde la inclusión) y el excluido. Y más concretamente, la técnica terapéutica como conjunto de conocimientos, medios y prácticas destinadas a la resolución de lo patológico, se define como poder que, desde el espacio de la inclusión determinado por la norma (esto es: desde la Normalidad), adopta como objetivo resolver el espacio de la exclusión (lo Patológico); la técnica terapéutica es así momento ideológico privilegiado: lo incluido se erige en poder «salvador» de lo excluido negando, con la ideología del acto terapéutico, la escisión que su misma existencia afirma.
4. —La curación —fin último del acto terapéutico— es la «salvación»10 del excluido, la negación de su diferencia... En esencia: la conversión del fuera en dentro; o bien: la inclusión del excluido en el «otro espacio» impuesto por la norma. Cuando el acto terapéutico dice lograrla, la curación —momento máximo de la violencia— es: «1.°) Retorno al trabajo y capacidad para desenvolverse satisfactoriamente en el aspecto económico durante un período de, por lo menos, cinco años. 2.°) Ninguna queja de ulteriores dificultades o, a lo sumo, trastornos muy ligeros. 3.°) Aptitud para realizar adaptaciones sociales satisfactorias»11.
Y puesto que la «recuperación» —o curación— del enfermo mental es el objetivo supremo de la ciencia psiquiátrica, todos estamos en disposición de saber —y admitir— que los tres puntos reseñados como expresiones de «recuperación», constituyen el a, b, c (dario) de la psiquiatría.
Ante la evidencia, ¿es necesario replantear la función política de la psiquiatría? Ante la evidencia, ¿es necesario volver sobre!o que ya se dicho: que en un sistema represivo, opresivo y policíaco la psiquiatría es represión, opresión y policía?... Ante la evidencia, no es necesario decir nada: basta con descubrir el silencio.
RAMÓN GARCÍA
ANA SEROS
LUIS TORRENT
Barcelona, octubre de 1971.