CRISIS DE LA PSIQUIATRÍA Y CONTRADICCIONES INSTITUCIONALES
Más allá de la «crítica del manicomio», incluso en el marco de ésta, se abren perspectivas de análisis y de experiencia que sobrepasan los temas de la «humanización» y de la «modernización» de la asistencia psiquiátrica. Inevitablemente, aparecen nuevos problemas que no son estrictamente institucionales. Frutos de un examen más atento de la condición asilar —que se revela unida a las estructuras de la sociedad—, nos remiten, por otra parte, a toda una serie de profundizaciones teóricas sobre el conjunto de la psiquiatría y la discusión de sus finalidades. La crisis de la institución psiquiátrica, finalmente, no nos remite sólo a una crítica general de las instituciones en un sentido estricto, sino que tiende a poner en discusión, junto con la psiquiatría, la validez de la «demarcación técnica» como forma particular de la división del trabajo y como institucionalización represiva del poder.
Estamos persuadidos de que el análisis de las instituciones asilares y de su crisis proporciona un punto de vista y una serie de criterios operativos particularmente fecundos para revelar —mediante profundizaciones y verificaciones, ciertos engaños «culturales» que hoy parecen cada vez más necesarios para el mantenimiento del statu quo social.
Conviene darse cuenta aquí de la presencia simétrica de un doble peligro: el del empirismo y el de las abstracciones generalizadoras y no verificadas.
El peligro del empirismo se debe a la incapacidad de aplicar instrumentos de análisis teórico apropiados a lo que constituye el punto de partida de cualquier crítica asilar: la indignación ante la inhumanidad del tradicional asilo de alineados. Esta indignación corre el riesgo de proponer reformas que permanecen prisioneras de las mismas estructuras que las han engendrado. La proposición de reformar empíricamente el hospital psiquiátrico conduce a una ideología de la comunidad terapéutica, y sólo remite al problema fundamental. Por otra parte, el reformismo es la primera respuesta a la actitud de desresponsabilización típica de los psiquiatras que controlan los asilos de alienados: con más o menos buena fe, consideran que no pueden hacer nada por cambiar verdaderamente su institución y atribuyen la causa de ello a los políticos y administradores, los cuales deberían proporcionar las leyes, los reglamentos y los fondos necesarios. En realidad, el espectáculo asilar (locales opresores, vetustos, sobrecargados; miseria de las personas y de las cosas; negligencia y retraso técnico; violencia encubierta o manifiesta; embrutecimiento en la inacción), justifica plenamente la tentación del reformismo empírico: hay que hacer algo, y en seguida, para cambiar, aunque sea sólo un poco una situación extremadamente grave. Esta exigencia debe ser tanto más respetada y estimulada en cuanto que es patente verificación de que las estructuras asilares pueden ser transformadas —a condición de que se desee hacerlo— por los médicos directamente responsables. La indignación de que acabamos de hablar, debe llevarnos a establecer la existencia de un fallo, es decir de culpabilidades muy precisas38.
Es decir que si la idea de una responsabilidad y de una culpa directa de los médicos tradicionales demuestra que es posible y necesario «hacer algo de cualquier modo», incluso en el plano del simple reformismo empírico, es cierto por otra parte que este reformismo constituye la piedra de toque de las intenciones reales de sus promotores. Y es así, porque se dará como una solución del problema asilar, o bien porque al final se convierte en contradicción, objeto de crítica indispensable, y punto de partida para las proposiciones más radicales y coherentes.
El peligro opuesto al empirismo consiste en la denuncia de carácter abstracto: una denuncia global, extremista e imprecisa. También puede tener valor, y personalmente consideramos que lo tiene, a pesar de las apariencias: el riesgo de una facción «extremista» puede representar la mejor forma de oponerse a viejas críticas «científicas», «objetivas» y «equilibradas» del sistema social. Pero no se ha dicho que una denuncia de este tipo deba partir necesariamente del terreno asilar.
A propósito de ciertas técnicas de grupo utilizadas por los hospitales psiquiátricos como instrumentos «modernos» en una estructura institucional prácticamente imóvil, se ha hablado en Gorizia de «socioterapia como coartada institucional». De hecho, el discurso puede llegar más lejos, y si hoy se habla alegremente de comunidades terapéuticas en vez de asilos de alienados, es justo replicar, llegando hasta la crítica de las «comunidades terapéuticas como coartada institucional», enfrentando, para terminar, lógicamente, una crisis de las «instituciones como coartada». El peligro de estas sucesivas impugnaciones no reside en su aspecto extremista, sino en su aceptabilidad sugestiva: en efecto, son fácilmente recibidas de forma abstracta, y apreciadas también a causa de su carácter anticonformista y «revolucionario». Por la misma razón, se han aceptado demasiadas veces con entusiasmo las consideraciones sumarias sobre el «mito de la enfermedad mental», sin ver claramente las dificultades y las contradicciones que conlleva, por necesaria que sea, una destrucción de la imagen tradicional (tanto «vulgar» como «científica») de la locura.
Es decir que si se impone la necesidad de llegar hasta una crítica radical de numerosos lugares comunes y de coartadas constantemente renovadas, sólo es posible en función de una praxis. No es indispensable que ésta sea institucional: simplemente, se trata de ver si una praxis institucional permite verificar suficientemente tomas de posición que pueden ser acusadas, en sí mismas, y con razón, de extremismo abstracto. En este contexto, conviene añadir que cada experiencia, apenas realizada tiende a constituir su ideología, sin embargo, del rechazo de esta ideología y de la autocrítica, nace cualquier ulterior impugnación.
Así se plantea el problema de la especificidad de la organización psiquiátrica. La defensa tradicional de esta institución comienza fundamentándose en una especificidad técnica: los enfermos mentales deben ser cuidados, puesto que incontestablemente tienen necesidad de ello. Deben ser objeto de cuidados particulares, puesto que los límites y las dificultades técnicas (que sólo las personas competentes saben apreciar) prohíben la utilización de terapias más rápidas, más eficaces y menos desagradables. Según esta perspectiva —sobre cuya falsedad será necesario detenerse un momento—, no existe ninguna relación directa entre las formas de la asistencia psiquiátrica y la organización de la sociedad. Al avanzar por el camino del progreso, esta última proporcionará mejores medicamentos, un número superior de plazas, un personal más calificado, locales más acogedores y mejor organizados, pero las formas de la asistencia siempre serán decididas por los psiquiatras a partir de sus conocimientos.
Conviene señalar la existencia del peligro contrario: el de creer que la organización psiquiátrica de un determinado país se halla perfectamente de acuerdo con la estructura social dominante. Si se cede a esta tentación, puede parecer excesivamente fácil centrifugar el problema de las perturbaciones mentales, reduciéndolas a las contradicciones sociales, y creer que las organizaciones de asistencia terapéutica obedecen directamente a la lógica del poder. Se corre el peligro de creer que el poder (digamos para concretar, el poder capitalista), constituye un sistema homogéneo y desprovisto de contradicciones, identificable en primera persona con el «capital» o con los planes racionales de una élite neocapitalísta, o creen, paralelamente, que las organizaciones psiquiátricas se modifican y se estructuran sin contradicciones, según los esquemas políticos dominantes. En realidad es necesario observar detenidamente la hipótesis a partir de la cual las organizaciones psiquiátricas están «retrasadas» o son «diferentes» en relación con las exigencias institucionales de la sociedad en general, y por consiguiente tienen, en alguna medida, a pesar de todo, su propia historia y especificidad. Sólo entonces podremos estudiar el carácter «anacrónico». de las estructuras institucionales y buscar en la historia, como en el análisis del presente, la relación entre los hospitales psiquiátricos, por una parte, y por otra las teorías «científicas», las ideologías dominantes y las exigencias más inmediatas del mantenimiento del orden social.
Volvamos al origen histórico de los hospitales psiquiátricos y a las actuales justificaciones de su existencia según la opinión más generalizada, las leyes, y los reglamentos interiores: la función esencial y primera de estas instituciones no es terapéutica, sino represiva. Los asilos de alienados tienen por cometido defender a los ciudadanos de ciertos sujetos que presentan un comportamiento desviante, que los médicos han denominado patológico: cualquier individuo «peligroso para sí mismo y para los otros» es internado.
«Se puede constatar claramente que el sistema institucional de una sociedad cumple dos cometidos diferentes. Por una parte, consiste en una organización de la violencia que puede reprimir la satisfacción de las pulsiones, y por otra en un sistema de tradiciones culturales que articulan la totalidad de nuestras necesidades y pretenden satisfacer las pulsiones. Estos valores culturales comprenden igualmente las interpretaciones de necesidades que no están integradas en el sistema de autocon-servación —contenidos míticos, religiosos, utópicos, es decir, los consuelos colectivos, así como las fuentes de la filosofía y de la crítica. Estos contenidos están en parte dirigidos y utiliza» dos para legitimar el sistema dominante»39.
Este sistema dominante comprende, sin duda alguna, los hospitales psiquiátricos. En cuanto a los «contenidos», conciernen igualmente a la ideología del enfermo mental y a ía ideología custodiadora, sobre las cuales se basa la legitimación de todas las «organizaciones de la violencia» que se ocupan de los sujetos cuya desviación se atribuye a trastornos mentales. La imagen cultural de la locura y de su represión no sólo contiene la justificación global de la psiquiatría como teorización especializada, erigida en defensa del sano, sino que sirve además para reorientar las necesidades de libertad, definiendo a ésta como lo que es «lícitamente sano» en oposición a la locura, imagen de una libertad no tolerada.
Es muy difícil separar los componentes psicológicos del estereotipo cultural dominante de la locura, puesto que este estereotipo se presenta ya institucionalizado en actitudes que instigan y sancionan el poder social (autoridades civiles) y el poder médico.
Si en la exclusión de la locura entran en juego los mecanismos de violencia presentes en el contexto social, ello significa que la actitud de exclusión hacia el loco está ya impregnada de una violencia institucional aprobada. Por otra parte, la violencia misma de la sociedad es controlada, sancionada: sólo el psiquiatra, en su instituto, es libre para actuar, fuera de cualquier control, e incluso investido de un poder que la sociedad tiene a bien ofrecerle. Escoria irracional de la racionalidad social, el enfermo mental es apartado porque es el único que escapa por completo a las reglas del juego. La psiquiatría institucional puede dirigir sobre él toda la violencia de la Saciedad porque la norma social expulsa de sí misma, al identificarla con el enfermo mental, la imagen «incomprensible» y «peligrosa» de una posibilidad de transformación que la haría completamente distinta y «desordenada». Para escapar a la tentación de rechazar una coherencia que es también complicidad, el sano proyecta sobre el individuo indefenso una agresividad que no puede canalizar en otra dirección y que, en cualquier momento, puede destruirle. La penosa aceptación de un «principio de realidad» socialmente determinado le impone exteriorizar esta tentación, objetivándola. La «normalidad» de su ser se halla, de este modo, confirmada por la máscara inhumana que aplica al loco: al rechazar reconocerse a sí mismo en este último, acepta de buen grado la inhumanidad de su subordinación.
La psiquiatría sanciona y justifica esta exclusión del loco. Si existe una «cultura» general de la salud y de la enfermedad mental, no cabe duda alguna de que el psiquiatra tiene en ello su parte. Por lo demás, no es el fruto de una institución abstracta; su función se deriva de los roles y de la ideología general del poder médico. Se ha discutido, a propósito de una página conocida de Talcott Parsons, el hecho de que la ideología de la técnica médica es por sí misma, y en gran parte, una mistificación. El médico es un individuo que dispone de cierto poder, y, para ejercerlo, necesita aceptar el mito de la omnipotencia que el paciente le confiere. Sin embargo, a diferencia del médico o del cirujano, el psiquiatra está investido de un poder mucho mayor, es decir que, en vez de usar su omnipotencia técnica para actuar sobre una parte del cuerpo que pertenece al enfermo, actúa en forma global sobre un enfermo que le pertenece.
Es entonces legítimo sospechar que las particularidades por las cuales un comportamiento desviante compete a la psiquiatría, no han sido nunca claramente definidas por ésta. Sin embargo, hay un problema preliminar, y concierne al peligro de que la presencia, científicamente demostrada, de una enfermedad como base de un comportamiento anormal, sirva para justificar una extensión abusiva del concepto técnico de desviación, y favorezca los proyectos tecnocráticos de discriminación, de represión y de reeducación de los comportamientos desviantes. Se puede observar que los psiquiatras que tienden a confinar en su universo psicológico, en calidad de especialistas, los problemas que pertenecen al dominio social, son peligrosos reaccionarios. Tal vez lo sean, y se puede constatar fácilmente en todo caso, que estos lacayos del poder se aprestan a camuflar y a transmitir bajo la apariencia de su técnica incomprensible, mezclados con más o menos adquisiciones científicas, motivos ideológicos que van unidos a la defensa de intereses y de valores históricamente muy precisos. De hecho, este uso reaccionario del concepto de desviación no implica en absoluto una elección política e ideológica: la idea misma de que un comportamiento desviante particular pueda ser técnicamente definido en términos médico-psiquiátricos, entraña la posibilidad de definir la desviación en general, según criterios que no tienen nada en común con el relativismo sociológico, y que escapan, por consiguiente, a la posibilidad de una crítica política. Paralelamente, la definición de ciertas formas de desviación psiquiátrica se remite inevitablemente a modelos generales de normalidad. El peligro reside, pues, menos en una extensión «abusiva» del concepto técnico-psiquiátrico de desviación, que en el hecho mismo de que esta desviación, aplicada a un pequeño número de casos, tienda a revestir automáticamente un carácter universal.
La psiquiatría tradicional aún tenía, hace algunos años, una línea de defensa aparentemente sólida. Según la psiquiatría de inspiración positivista, un comportamiento es anormal (al menos en teoría), no por sus caracteres fenoménicos, sino porque no es otra cosa que la manifestación exterior y directa de una enfermedad de las funciones superiores del sistema nervioso. Si es indiscutible que un hígado afectado de cirrosis es anormal, se debe aclarar de igual modo en qué consiste el carácter mórbido de la locura y de todas las alteraciones mentales: un desorden posee ciertas características intrínsecas, que lo definen como tal; es pérdida de funcional, disgregación, muerte, y no desviación con respecto a una norma convencional. En realidad, la noción misma de enfermedad, en general, no era;
nada fácil de definir, y la asimilación de los trastornos mentales a las enfermedades orgánicas terminaba por realizarse sobre un plano empírico y aproximativo. La psiquiatría positivista conquistó sus posiciones a finales del siglo pasado, y las consolidó con el descubrimiento de la etiología sifilítica de la parálisis progresiva. La presencia de treponemas en el cerebro de los paralíticos sentaba las bases de una «psicosis modelo», de la cual derivaban todas las interpretaciones de las enfermedades en el dominio psiquiátrico, y parecía anunciar la reconciliación entre la medicina general y la psiquiatría.
Se suele considerar, generalmente, que esta visión «orgánica» de las enfermedades mentales fue superada por las concepciones «dinámicas» introducidas por Freud y sus sucesores, y que el antiguo modelo de la enfermedad mental como enfermedad del cerebro, no sobrevivió a la constatación de que las neurosis, y probablemente las principales psicosis, no se desarrollan en base a un sustrato profesional verificable.
La crisis de la psiquiatría positivista tuvo en realidad motivos muy distintos, que tal vez se reduzcan a uno solo: la imposibilidad de introducir los trastornos del comportamiento dentro de los fenómenos que pueden ser descritos objetivamente en términos naturalistas. No hay duda de que, en parte, se trató de un fracaso empírico, de una bancarrota general: la psiquiatría, considerada en el marco de las disciplinas médicas o en el de las ciencias del hombre, no ha mantenido sus promesas. No sabemos casi nada acerca de la mayoría de los trastornos mentales. Por lo que respecta a la terapia, la situación no resulta más brillante, y si bien es cierto que los medicamentos tienen por efecto, sobre todo, actuar sobre los síntomas, aún se duda de la significación de la psicoterapia. En el plano teórico, el fracaso de la psiquiatría «médica» ha entrañado una serie de distintas tentativas de síntesis: ésta es toda la historia de la psiquiatría contemporánea, desde Freud hasta nuestros días. Para comprender hasta qué punto la situación ha cambiado, basta con leer las viejas obras de Kraepelin o de Babinski y compararlas con las de los autores «modernos»: Sullivan, Binswanger, Laing. Lo que más llama la atención, en las obras de los clínicos de finales del siglo XIX, es su extraordinario respeto por los hechos. La enfermedad mental está allí, presente en los gestos amanerados del esquizofrénico así como en la zona cortical del demente: para el sabio que les observa, se trata de estímulos sensoriales de igual valor, objetos que hay que recoger y elaborar como datos de un sistema. Por lo demás, el enfermo mental descubre por sí mismo un sistema completamente cerrado, que tiene sus propias leyes, todavía ignoradas en parte y separadas del observador que no participa en modo alguno de su universo. La misma noción de comportamiento parece volatilizarse continuamente ante las categorías interpretativas del psiquiatra: el enfermo es una entidad aislada que se limita a funcionar (y lo hace mal), pero que no se comporta. Para que esto sea así, el psiquiatra debe negar sus propias categorías y cualquier relación de sujeto a objeto, demostrando que el enfermo, pura objetividad, no es así, porque él mismo lo objetiviza, sino porque pertenece al mundo de los hechos, del cual se ocupa la ciencia. En este mundo de objetos no se puede aplicar ninguna categoría interpretativa, por la razón de que los hechos se reconstituyen por ellos mismos, según sus propias categorías, para que el sabio los recoja en número suficiente y con una perfecta neutralidad.
Hoy sabemos que la ciencia moderna se mueve en otras perspectivas. Los hechos ya no hablan por sí mismos, el observador —con sus intervenciones prácticas, sus categorías de interpretación, su ideología—, está presente en la búsqueda y no fuera de ella. El naturalismo empírico y la metafísica inmanente del positivismo han sido superados, y definitivamente destruidos. Para la psiquiatría, esta destrucción, si ha tenido por una parte una posición radical, por otra se ha mostrado parcial e ineficaz.
En el plano teórico, se han unido las condiciones necesarias para la transformación del empirismo medico y del positivismo objetivante. Esto ha sucedido en dos grandes etapas: al principio por la desmitificación de la distinción tradicional entre «sano» y «enfermo», que Freud realizó en el dominio de la psicopatología, y después, por el descubrimiento, debido a los psiquiatras existencialistas, del carácter «humano» (con todas las ambigüedades que implica este término) de!as dinámicas psicológicas tradicionalmente consideradas como «enfermas». La destrucción de las justificaciones asilares de la locura, de las cuales trata la presente obra, no sólo ha demostrado la imposibilidad de considerar al enfermo mental según criterios especiales, distintos de los utilizados para con los sanos, sino que, además, también ha demostrado que el problema «científico» del «trastorno» mental sólo existe en la medida en que el comportamiento de ciertas personas es conducido artificialmente hacia una alteración funcional del sistema nervioso. Sin embargo, el error no consiste tanto en suponer la posibilidad de este deterioro funcional, como en identificarla con el comportamiento «alterado»: este último sólo es comprendido correctamente cuando va unido a la dinámica de las relaciones interpersonales y sociales que le han conferido una apariencia. Incluso cuando es posible poner en relación el «trastorno» del comportamiento con una lesión («enfermedad») cerebral, éste sigue siendo un punto intermedio entre una serie de sucesos concurrentes que lo han provocado y un encadenamiento de sucesos ulteriores que han determinado la forma en que el individuo reacciona ante su estado de inferioridad. Lo que ya resulta imposible de sostener es el carácter «natural» de la enfermedad, y la posibilidad de una relación directa de causa a efecto entre los desarreglos cerebrales, más o menos hipotéticos, y la forma como el «enfermo» consigue o no consigue vivir en sociedad. En la mayor parte de los casos, la hipótesis de una lesión cerebral resulta infundada, artificiosa o irrelevante; en efecto, el trastorno interpersonal sólo toma sentido en el seno de la dinámica social que poco a poco le dio cuerpo, y que de este modo creó su enfermo, negándole, gradualmente, la posibilidad de mantener relaciones sociales. Desde esta perspectiva, el mismo examen del enfermo por el psiquiatra tiende a perder su carácter tradicional, y se establece en el marco de una relación interpersonal que ya no es la relación dicotómica «psiquiatra-paciente», para transformarse en una confrontación de las recíprocas dificultades debidas a un contexto social generador de roles diversos. Estos roles definen la psiquiatría. La principal diferencia entre el psiquiatra y el enfermo que se halla ante él, no reside en el desequilibrio entre salud y enfermedad, sino en un desequilibrio de poder. Una de las dos personas posee un poder mayor, en ciertos casos absoluto, que le permite definir el rol del otro según su propia terminología. Volveremos sobre este punto.
Por el contrario, en la práctica, la psiquiatría permanece anclada al empirismo médico, cuyos valores no ha dejado de tomar prestados. Aún hoy, la mayoría de los profesores de universidad, al igual que sus predecesores del siglo xix, conducen al enfermo mental al anfiteatro y lo «muestran» a los estudiantes, del mismo modo como podrían exhibir un hígado cirro tico sobre la mesa de anatomía: los gestos y las palabras del enfermo siguen siendo «hechos» y no actos situados en un contexto. De este modo, la objetivación práctica de la locura refleja exactamente la gestión del enfermo mental por parte de las instituciones psiquiátricas.
A partir de Sullivan, el sector más activo y lúcido de la psiquiatría moderna, tomó conciencia del hecho de que el trastorno mental, lejos de aparecer como un problema individual, en el interior del cuerpo objetivado del enfermo, sólo puede ser vivido correctamente bajo su aspecto interindividual. Sin embargo, los criterios aplicados al examen de estos problemas derivan fundamentalmente de la psicología y del psicoanálisis: en vez de analizar la forma como los problemas sociales y políticos influyen sobre las dinámicas de grupo y las determinan en su realidad histórica, han preferido extender el examen psicológico y psiquiátrico hasta el dominio social, liberando a este último de la crítica política.
De este modo se han reunido las condiciones para realizar el viejo sueño del siglo de las luces de reunir bajo un control racional el conjunto de los comportamientos desviantes, imputados una vez más a trastornos psicológicos y a «desarreglos» pasionales. Los psiquiatras han recibido mandatos más amplios por parte del poder y la enfermedad mental ha sido reinterpretada como un desarreglo psicológico de todas las relaciones sociales. La psiquiatría se ha entregado, pues, atada de pies y manos, a los guardianes del orden social, libres de definir las normas, las desviaciones y las sanciones según sus criterios.
Una parte de la psiquiatría moderna, consciente de este problema, se ha dado cuenta de que operaba y teorizaba en función de valores sociales no definibles en términos psiquiátricos, aunque capaces, en cambio, de definir la naturaleza de la psiquiatría. El sector donde esta conciencia se ha manifestado de forma menos sumaria, es en el del desequilibrio de poder y la diferencia de roles y valores que determinan, en el plano concreto, el encuentro médico-paciente. La psiquiatría social y la psiquiatría interpersonal han examinado, por igual, el contexto socio-cultural donde el paciente es definido como tal, y la relación «terapéutica» como sistema de interacciones psicológicas: la misma psiquiatría, en tanto que práctica psiquiátrica, se ha convertido en objeto de la psiquiatría. Sin embargo, incluso aquí el psiquiatra sólo ha elevado el nivel de su búsqueda: al considerarse a sí mismo en su relación con el enfermo, como objeto de su disciplina, ha confirmado, sustancialmente, la validez de ésta. El psiquiatra ha seguido aceptando el mandato social, incluso reconociendo su carácter convencional: ha admitido, por ejemplo, que el joven delincuente o el asocial pueda ser considerado como más o menos enfermo, según las normas de la sociedad; que la neurosis es una problema colectivo; que la madre de un esquizofrénico puede estar en cierto sentido más enferma que su hijo; que la terapia individual no tiene más significación (y tal vez menos) que la terapia de los grupos familiares o profesionales; ha transigido en conceder a sus adversarios que la psiquiatría tiende a integrar al individuo según las exigencias del poder; incluso ha aceptado la idea de que tiene la misma necesidad de ser cuidado que su paciente. Lo que, en cambio, no ha podido aceptar, es cuestionar su propia naturaleza de concesionario del poder y su subordinación a la norma que este poder ha restablecido. Queda, entonces, dueño de la situación.
En esta relación, el paciente sigue siendo examinado a la luz de una nueva teoría que, si bien ha renunciado a la psiquiatría tradicional, no ha podido renegar de sí misma, ni de su pretensión científica, ni de las normas y los valores que propugna.
La psiquiatría ha reunido, pues, todas las condiciones de su destrucción, pero no ha sabido llegar hasta las últimas consecuencias. Conviene precisar aquí que, muy probablemente, el poder coercitivo de la psiquiatría no tenderá a disminuir en el curso de los años, ni a disolverse en la «libre» relación del paciente acomodado que alimenta la ilusión de elegir su tratamiento o su clínica: la psiquiatría industrial por una parte (bajo su aspecto de reeducación en la productividad y en el consumo), y la psiquiatría institucional por otra, están llamadas sin duda a ensanchar su campo de acción. Del mismo modo que el especialista en psiquiatría, junto con el psicólogo, el psicoanalista y el sociólogo, sirve para reeducar al ciudadano —independientemente de la presencia, en este último, de lo que seguimos denominando «trastorno mental»—, con fines de consumo o de adhesión al poder, las instituciones psiquiátricas coercitivas se modifican también interiormente (su proceso ya está en curso), con el fin de controlar con toda seguridad a los excluidos que no son inmediatamente reintegrables: los asocíales o los antisociales que las «megalópolis» industriales tienden cada vez más a producir y a apartar del juego de la competición productiva. El número creciente de asilos para «inadaptados» o «vagabundos» nos revela la orientación obligatoria de una represión psiquiátrica que se extenderá durante los próximos años. La psiquiatría moderna ya ha forjado los instrumentos teóricos indispensables para sus nuevas tareas.
La reforma institucional sólo deriva en parte de la crisis de la psiquiatría moderna. El ejemplo de los asilos de alienados «abiertos» del último siglo, demuestra, no sólo que es posible liberalizar un hospital psiquiátrico sin recurrir a los sedantes hoy en boga, sino también —que siempre hay un terreno empírico sobre el cual no es tan difícil iniciar la ruptura del círculo vicioso asilar. A partir del momento en que la violencia institucional desaparece, la violencia del enfermo mental también desaparece, y éste cambia de apariencia: pierde los rasgos psicopáticos descritos en los viejos tratados, desaparece como «catatónico», «agitado», «desgarrado» y «peligroso», para mostrarse, finalmente, como lo que realmente es, bajo su aspecto de persona psicológicamente violentada antes y después de su internamiento. El enfermo mental pierde sus caracteres «incomprensibles» en la medida en que tiende a identificar su malestar con un contexto que respeta la existencia y las razones.
Pero los problemas empiezan aquí y el enfermo se los plantea al médico. La crisis de la psiquiatría moderna nos ofrece hoy los medios para comprender realmente lo que sucede en un contexto institucional liberalizado, y nos permite, por otra parte, llevar mucho más lejos la destrucción de la institución. Una vez abiertas las puertas, el proceso continúa y tiende a hacerse irreversible, pero aparecen nuevas contradicciones.
Las contradicciones internas de la institución se resumen en la dificultad de abolir la subordinación del enfermo sin caer en el paternalismo. Las contradicciones exteriores se refieren al hecho de que el espacio asilar no es destruido, puesto que la sociedad envía allí nuevamente a sus excluidos, sometiéndoles a una legislación muy precisa. El antiguo internado no encuentra trabajo, o se halla de nuevo ante los mismos factores de violencia familiar y social que le han llevado al asilo. El enfermo descubre que puede ser libre mientras permanezca en el seno de la institución, pero que no puede salir a voluntad sin que se desencadenen unos mecanismos represivos muy determinados.
La destrucción interior y progresiva de la organización asilar tiende a crear un espacio vital donde el uso de los instrumentos de autogobierno parece prometer la solución de todos los problemas que plantea la vida en común; pero la sociedad pone límites infranqueables, y no deja de intervenir para impedir que el hospital renovado se convierta en una isla fuera del mundo. En la medida en que los problemas interiores no son «resueltos» a través de procedimientos de tipo «democrático», «comunitario» o «progresista», sino sobre todo discutidos y planteados de nuevo sin cesar, desembocan, inevitablemente en una confrontación directa con problemas más reales, que no conciernen a los desarreglos marginales de un comunitarismo que se satisface a sí mismo, sino al aspecto impersonal y burocrático de la violencia social. En un hospital psiquiátrico provincial no se corren los riesgos característicos de las comunidades terapéuticas privadas, donde la preselección de los pacientes, según la procedencia social y las formas mórbidas, permiten una dorada protección contra el conflicto con la sociedad exterior: aquí, en cambio, la legislación sobre los asilos de alienados, la incomprensión de los políticos y de la administración, las imposiciones burocráticas, y, sobre todo, la pobreza, la falta de recursos, la impotencia de los hospitalizados, son un dato real que impide cualquier mistificación.
Si hemos acentuado este aspecto del hospital psiquiátrico en vías de transformación ha sido para definir mejor los caracteres del ambiguo personaje que, frente al enfermo, actúa a la vez como parte de la realidad interna y como mandatario de la sociedad externa: es decir, el personaje encargado de su curación, médico o enfermero.
Aquí dejaremos de lado a los enfermeros, aunque nos darían la ocasión de desarrollar una exposición de gran importancia, para referirnos a la definición de la particular ambigüedad en que se halla el médico. Incluso en los hospitales psiquiátricos más tradicionales, el enfermero, por encima del carácter «arbitrario» de su poder sobre el enfermo,.puede establecer fácilmente con éste una relación directa que el médico, por sí mismo, no llega a conseguir. Motivaciones de afinidad cultural y un prolongado tiempo de convivencia favorecen estos contactos, que conservan su carácter de relación personal, incluso cuando se ordenan, como es frecuente en los viejos asilos de alienados, de acuerdo con mecanismos abiertamente sádicos. La ausencia de mediaciones racionales, de ideologías expresadas bajo una forma objetiva, de diafragmas científicos, caracteriza este tipo de relaciones.
Por lo contrario, existe casi siempre una mediación entre médico y paciente. No se trata en absoluto de la situación asilar clásica, en la que no se puede hablar de una «relación médico-paciente», puesto que ésta no existe, sino de la situación institucional en transformación, donde la tentativa del médico a renunciar a su poder institucional choca con la imposibilidad de desprenderse de una superioridad de conocimientos, que es un privilegio cultural o de clase. La reflexión del médico sobre su relación con el paciente —de la cual la presente obra constituye un ejemplo—, es la última expresión de un privilegio que tiende indefectiblemente a reflejarse en la idea que el médico, en privado, se hace de sí mismo y del enfermo, usando conocimientos e instrumentos teóricos, de los cuales se halla desprovisto el paciente. Todas las dificultades concretas responsables de la ambigüedad del papel psiquiátrico derivan de este desequilibrio fundamental.
En el hospital psiquiátrico en transformación, el equipo dirigente advierte su propio malestar como una división entre la adhesión a los roles y a los valores tradicionales, y una tensión anti-institucional carente de nuevos roles y de valores claramente definidos.
El equipo sigue siendo responsable de la «buena marcha» del hospital a los ojos de la opinión pública y de las autoridades legales, y sabe que sus posibilidades de acción se hallan limitadas por la tolerancia social, la buena disposición de un procurador de la República, por el hecho de encarnar, frente al mundo exterior, un poder técnico y un símbolo de prestigio social que la margina parcialmente de la violencia de aquellos que prescriben que el hospital debe ser cerrado y los enfermos puestos a buen recaudo. El equipo tiende, sin embargo, a refutar el mandato institucional, y no se trata de un rechazo de poca importancia. El mandato social impone no atacar la institución, sino mantenerla; no renunciar al tecnicismo psiquiátrico que avala la represión, sino utilizarlo; no criticar el papel opresivo o integrador de la psiquiatría, sino confirmar la «seriedad» de esta disciplina para justificar la opresión y la integración; no favorecer el poder de impugnación de los excluidos y los oprimidos, sino defender los privilegios de aquellos que oprimen y excluyen; no crear en el hospital una estructura horizontal, sino reflejar, de forma absoluta, la jerarquización de la sociedad exterior; no someter a crítica permanente las técnicas de manipulación de las consciencias, sino proporcionar a la sociedad estructuras de asistencia «modernas» que sean funcionales, sin sobrepasar los límites impuestos por las leyes y las convenciones culturales.
La denuncia del manicomio reviste hoy una forma científica o al menos se ordena de acuerdo con una crítica netamente teorizada. Por otra parte, esta teorización, al enseñar lo que no hay que hacer, no prescribe nada en particular: la psiquiatría moderna ha llegado a negarse a sí misma, pero no dice al psiquiatra como debe actuar para renunciar a su mandato. La única indicación concierne a la exigencia, para el médico y el paciente, de enfrentarse y de buscar nuevos roles, olvidando respectivamente, uno que es el médico, y el otro el enfermo. Pero de hecho, el desequilibrio de los roles persiste, y el paciente permanece encerrado en la institución del mismo modo que el médico sigue viviendo según los valores de libertad, de inteligencia racionalizante y de responsabilidad social.
En otros términos, la realidad institucional «liberalizada» propone nuevamente el problema de la psiquiatría.
Las dificultades se sitúan a la vez al nivel del hospitalizado, que no llega a reapropiarse de su distancia, impugnándola, y al del médico, que entra en conflicto consigo mismo, debido a la tentativa de renunciar a su superioridad y a sus privilegios. La principal contradicción concierne, sin embargo, al médico: a diferencia del hospitalizado, éste no necesita conquistar su libertad para sobrevivir y replantearse el mundo, sino que debe renunciar a un universo cultural y de clase del cual obtiene sus privilegios. El médico sigue tenazmente anclado en esta situación social, en las formas de pensar de su clase, las presunciones de su formación científica, la ideología del productivismo, de la propiedad (incluso la propiedad intelectual) y de la supremacía individual. Liberarse de todo ello no es fácil, ni siquiera como primer paso: no bastan un gesto voluntaris-ta, ni una diligencia benévola y neuróticamente reparadora, ni un aprendizaje comunitario más o menos ingenuo.
La dinámica institucional se complica por el hecho de que no se desarrolla en el terreno de una reivindicación del poder (en su sentido político) por parte del hospitalizado, sino del mundo aún cerrado de una institución que no tiene otra finalidad que preservar su propia existencia. El internado vive en un mundo de separación. Como excluido y víctima propiciatoria de la organización coercitiva, vive de la explotación de la sociedad exterior, pero no es directamente el explotado. Él es a la vez escoria y víctima de la violencia social. Expulsado por la violencia productiva y confiado a la violencia institucional, no puede oponerse al mundo político de la productividad, porque este último Je ha marginado del universo de sus posibles interlocutores. La relación que existe siempre entre explotación y exclusión se halla oscurecida, y el internado que busca reapropiarse de su exclusión, y oponerse a ella, no dispone de los medios necesarios para cuestionar la explotación que la ha provocado. El enfermo de un hospital psiquiátrico no podría ser comparado al productor de bienes o de servicios, inscrito aún en un sistema que espera de él la «libre» alienación de su fuerza-trabajo: alienado en tanto que persona en la institución, es inútil al sistema en la medida en que su presencia institucional, después del internamiento forzado, sólo concurre indirectamente a la estabilidad social.
El segundo obstáculo de la dinámica antimanicomial es la presencia persistente de la inteligencia médica. El ejemplo más típico lo proporciona el psiquiatra que aconseja al paciente (por su bien, naturalmente) que tome ciertos medicamentos que le ayudarán a dormir si está cansado, a controlarse mejor si está colérico, a desintoxicarse si ha bebido. Además (pero no siempre), el paciente es curado. En algunos casos, puede curarse a sí mismo, tomar un somnífero si no llega a dormirse, o confiarse a los cuidados de otros hospitalizados: pero la destrucción del rol institucional del médico, encuentra aquí uno de sus límites más difíciles de franquear. Incluso si el médico se quita la blusa blanca, acepta discutir con el enfermo o es cuestionado por este último, sigue utilizando de hecho su superioridad: la autoridad que el enfermo le atribuye, incluso antes de que pueda exigirla por la violencia, le permite imponer sus tratamientos.
Por otra parte, la renuncia efectiva del poder médico corre el riesgo de perpetuar bajo otras formas la subordinación del paciente. El propósito de destruir la institución asilar desde el interior no procede nunca, en la práctica, de los hospitalizados, sino del personal encargado de su curación y de los responsables de la organización. Estos últimos utilizan el poder que les da el mandato social para crear condiciones tales, que permiten al enfermo impugnar el poder institucional; sin embargo, no dejan de ser representantes del poder, y como tales permanecen durante mucho tiempo como agentes de la liberalización del enfermo antes de que éste pueda asumirla en toda su autonomía. El papel anti-institucional del médico se parece aquí al de un pedagogo «activo» que educaría a sus alumnos en la libertad esperando que un día lleguen a impugnar su papel pedagógico.
Pero, en el campo de la institución la libertad no existe, ni podría ser mistificada bajo la forma de libertad interior en ausencia de una libertad objetiva. Sí a esta observación se puede responder que la libertad no existe ni siquiera en el exterior, y que el medio institucional tiene al menos el mérito de recalcar la ausencia general de libertad, habrá que replicar que el mundo exterior ofrece a cada uno la ocasión de unir su rebelión en el mundo de la productividad a una praxis política revolucionaria. Estas posibilidades, en el marco de un hospital psiquiátrico, aparecen remotas y veladas. También la consciencia de la exclusión es vivida demasiado a menudo por el enfermo como una injusticia accidental, como una delimitación imperfecta de las fronteras de una norma cuya noción podrá difícilmente criticar. El psiquiatra, en cuanto a sí mismo, ha perdido ya la ilusión de ser objetivo, y sabe que no puede mantener al enfermo a distancia objetivándole bajo su examen. Además, él tiende a ennoblecer la desviación, sustrayéndole el corolario automático de la sanción, llegando con muchas dificultades a proponer un universo práctico donde la noción tradicional de desviación sea por sí misma cuestionada.
Por consiguiente, se impone una acción revolucionaria incluso siendo bastante claro que el hospital psiquiátrico, por institucional que sea, no privilegia especialmente este tipo de acción. La destrucción del hospital psiquiátrico es una empresa política por el mismo hecho de que la psiquiatría tradicional, al disolverse, ha dejado a psiquiatras y pacientes directamente enfrentados con los problemas de la violencia social; pero aún no presenta las típicas características de una empresa revolucionaria.
Esto explica algunos límites de la toma de conciencia en los hospitalizados. Es comprensible, en efecto, que para ellos, los valores de curación sigan siendo considerados más fácilmente según los términos conformistas de la sociedad exterior —y en función de una tentativa de integración—, que según los valores bastante más difíciles de elaborar (y también más difíciles de sostener en el plano psicológico) de una impugnación de orden social.
El equipo encargado de la curación, en la medida en que ésta no basta para forjar un nuevo tipo de conciencia antipsiquiátrica, corre, igualmente, el riesgo evidente de no seguir actuando más que en el marco de las contradicciones características de su antiguo mandato.
El discurso parece, pues, terminar por la constatación de una impotencia. Sin embargo, desde que fueron afirmados con bastante claridad los límites prácticos de una acción anti-institucional a partir de los hospitales psiquiátricos, también fue necesario proponer una nueva transformación y reconocer que se puede negar una vez más la especificidad de la psiquiatría.
Para el enfermo, esta transformación es posible, al menos bajo una forma embrionaria, en la medida en que la práctica anti-institucional encierra ya el rechazo del principio de autoridad. Para el equipo encargado del tratamiento, la experiencia toma un sentido cuando registra no sólo lo que hay de incongruente en el acto psiquiátrico, sino también la formulación de una protesta dotada de una significación y un alcance más generales.
Otros podrán recoger esta protesta, pero ello no impide que esté ya presente en sus elecciones iniciales. El hecho de que distintos psiquiatras llegados de diversas regiones se hayan reunido en Gorizia para experimentar allí una acción anti-institucional, no se debe al azar, ni a la coagulación inevitable alrededor de una «escuela» de los desequilibrios de la psiquiatría italiana, sino a una serie de análisis y de elecciones políticas preliminares. En este sentido, la denuncia de la psiquiatría asilar tradicional como sistema de poder tiene esencialmente dos finalidades: por una parte, proveer una serie de estructuras críticas que, junto con otras, puedan destruir las «verdades evidentes por sí mismas», sobre las cuales se funda la ideología de nuestra vida cotidiana. Por otra parte, llamar la atención sobre un mundo —el mundo institucional—, donde Ja violencia inherente a la explotación del hombre por el hombre es reabsorbida por la necesidad de aplastar a los rechazados, vigilar y hacer inofensivos a los excluidos. Los hospitales psiquiátricos pueden enseñarnos muchas cosas sobre una sociedad donde el oprimido está cada vez más lejos de las causas y de los mecanismos de la opresión. En el momento en que la crítica política empieza a plantear la potencialidad subversiva de todos aquellos a quienes se ha declarado «fuera de juego», la veleidad de la antipsiquiatría se propone indicar, mediante una experiencia y una teorización resueltamente anticipatorias, algunas de las vías posibles para una sociedad totalmente diferente.
Una institución totalitaria, según la definición de Goffman40, puede considerarse como un lugar donde un grupo de personas, condicionado por otras, no tiene la menor posibilidad de elegir su forma de vida. Pertenecer a una institución totalitaria significa estar a merced del control, del juicio y de los proyectos de los otros, sin que el interesado pueda intervenir para modificar la marcha y el sentido de la institución.
En el caso de una institución totalitaria, como es el hospital psiquiátrico, la función de vigilancia del personal encargado del tratamiento condiciona a todos los niveles al grupo de los internados. Estos están obligados a considerar las medidas de protección tomadas en contra de ellos como único significado de su existencia. Este tipo de institución ofrece a los enfermos, como identificación, solamente la necesidad que tienen los sanos de defenderse de ellos. Lo cual significa que el enfermo es llevado a reconocerse en un estereotipo perfectamente definido por las estructuras físicas y psicológicas de la institución: el del internado del cual el sano se defiende. Además de este carácter coercitivo de naturaleza defensiva, la institución psiquiátrica totalitaria presenta la absoluta aproblematicidad de uno de los polos de su realidad (a la vez causa y efecto de cualquier institución autoritaria). Tan pronto se halla asociado al hospital, el enfermo qaeda definido en tanto que enfermo: cualquier acto, cualquier participación o reacción suyas, son interpretados, explicados, en términos de enfermedad. La vida institucional se basa, pues, a priori en la negación de cualquier valor al internado, que se presume irreversiblemente objetivado por la enfermedad: de este modo queda justificada, en la práctica coinstitucional, la relación objetivante que se instaura con él. En este sentido, la transformación de una institución psiquiátrica totalitaria debería consistir esencialmente en la ruptura del sistema coercitivo y la problematización, a todos los niveles, de la situación general.
Es evidente que no se trata aquí de una simple acción en sentido inverso que se mantendría en un terreno tan aproblemático como el de la institución clásica. La transformación debe operarse en el interior de la relación que une los términos opuestos de la relación, negando de este modo la clara antinomia. Lo cual significa que términos opuestos, tales como esclavitud y libertad, dependencia y autonomía, no pueden ser entendidos como opuestos: la transformación de una situación implica únicamente la inversión de los términos del problema, sin que nada quede modificado de hecho en el tipo de relación que les une.
En la práctica, si se considera uno de estos binomios coerción-libertad, queda claro que la única idea de libertad aceptable debería corresponder a la condición de un enfermo —anteriormente internado, coaccionado, determinado y cosificado por la institución— libre de elegir entre cierto número de posibilidades. El límite subjetivo, implícito en la necesidad de una condición objetiva de libertad, será la causa de que el discurso siga manteniéndose en el error.
Para transformar una condición asilar cerrada, son indispensables dos elementos concomitantes, más estrechamente correlacionados e interdependientes de lo que se supone normalmente: 1. La condición objetiva del enfermo que permite el paso de un tipo de realidad a otra. 2. La condición subjetiva de quien provoca la transformación, pero que conlleva en sí mismo los valores sociales de una «norma» que le fijará los límites más allá de los cuales la libertad le parecerá algo insostenible.
Es evidente que la libertad del enfermo y el grado de permisividad de la institución psiquiátrica son inversamente proporcionales a la necesidad que sienten el médico y el personal encargado del tratamiento de defenderse del enfermo que les es confiado. En este caso, la clara división entre experiencias positivas y negativas subsiste mientras no se toma conciencia de poderse oponer al negativo. Una vez adquirida esta conciencia ya no habrá más situaciones que afrontar, al ser el positivo simplemente un negativo que se conoce y que no se teme.
Presentamos a continuación, y a título de ejemplo, un breve resumen de una asamblea de comunidad, seguido de un resumen de las discusiones del equipo encargado del tratamiento, donde los pasajes en cursiva evidencian cuanto acabamos de afirmar:
14 de abril de 1967.
... La asamblea es turbada por la presencia de un encefalópata algo ruidoso. Al parecer, no se concede ninguna importancia a la perturbación que provoca. Sin embargo, se nota cómo Elda abandona la sala cuando el hombre se sienta a su lado...
La discusión del equipo gira sobre la oportunidad de dejar participar en la asamblea a los elementos de disturbio, tales como oligofrénicos o encefalópatas. Un médico sostiene que su presencia produce una regresión general (por el hecho de que los enfermos, por proyección, se reconocen en el nivel peor). Sin embargo, impedir el acceso a la sala resultaría —para un segundo médico— un acto arbitrario, conservando de este modo el equipo encargado del tratamiento el poder para fijar el límite de «participación o experiencia personal», necesario para justificar la presencia de este tipo de enfermos en la asamblea: se tendría la impresión de avalar médicamente un acto de exclusión general. Sin embargo, si Elda se sentía frustrada por esta presencia amenazadora, si se hallaba ante un peligro que era incapaz de afrontar, la institución no podría disipar este matestar limitándose a eliminar la causa que lo provoca. Ella debería haber sido ayudada por otros medios para soportar mejor la situación, por el interés general de la asamblea en su problema. De este modo, no se hubiera sentido sola, y superando una situación tan angustiosa se hubiese situado en un nivel de tolerancia más elevado...
La definición de la institución totalitaria como un lugar donde un gran número de internados se halla a merced de un grupito de vigilantes, revela ya la naturaleza de la relación que existe entre los polos de la institución: por una parte el equipo encargado del tratamiento, que ejerce su mandato social de guardián, fijando —según los valores de la sociedad que representa—, el nivel de regresión del enfermo que pueda garantizar mejor la buena marcha de la institución. Por otro, el internado que, para defenderse de la angustia y los problemas de una existencia objetivada, entregada a los otros, tiende a aumentar el nivel de regresión engendrado por la enfermedad y su definición inicial.
Si es ésta la situación real de la institución totalitaria, queda claro que el problema de su transformación debe plantearse en el mismo interior de la relación que, por una parte une los polos de ésta y, por otro, los términos opuestos de la transformación (coerción-libertad), bajo pena de limitarse a invertir los términos de la situación sin modificar los elementos que la han mantenido o determinado.
A nivel del staff, la transformación del principio de autoridad plantea un problema análogo. En la realidad institucional, el leader del grupo encargado del tratamiento tiene, frente al grupo, un rol de poder, puesto que es el único que posee —gracias a su mandato social— los instrumentos que normalmente usa la «autoridad» para defenderse y mantenerse a distancia del objeto de su dominación. Pero en el caso de una acción dirigida a transformar el principio de autoridad, la transformación de los valores sobre los cuales se basa nuestra sociedad jerarquizada, exige, en el leader y en el seno del grupo, un proceso de negación.
Esta negación puede operarse, en el leader, mediante la dilución de su poder en roles autónomos y complementarios, que tiendan a destruir la imagen del «jefe» como autoridad arbitraria, separándola de los elementos impuros debidos al poder en sí mismo o al poder del rol que desempeña. Es decir, que procedería de forma concreta, negando una de las caras reales de su rol, representada precisamente por el mandato social que implica este último (de donde se deriva un constante desfase entre la negación del poder diluido en papeles autónomos, y la responsabilidad social que conserva, intacta, su figura de «dirigente»). Pero esta negación sólo resulta válida y real solamente si la situación —debida a la voluntad de un leader que asume, por elección personal, la ruptura del sistema autoritario-jerárquico— se revela madura hasta el punto de convertir en irreversible una posición inicialmente voluntarista, o, dicho de otro modo, cuando el leader no pueda, mediante un acto autoritario «retroceder» para dar al poder un nuevo equilibrio. Sólo entonces la negación de la autoridad se concreta en una dimensión que prohíbe la artificiosa división de un poder que se le concede o se le retira a voluntad.
Por otra parte, la transformación del principio de autoridad por el grupo debería pasar por la negación de los valores de referencia inherentes a este último. Entonces podría ocurrir —al coincidir la autonomía de los papeles con la adquisición del poder— que incluso lo que corresponde, de hecho, al refuerzo del principio de autoridad a otro nivel, forme parte de la transformación. La evidencia que tendría a los ojos del grupo la autonomía adquirida tan automáticamente, podría hacer menos automático el vínculo entre autonomía y responsabilidad. Lo que une la acción del leader con la del grupo, en la transformación institucional, es la responsabilidad en relación con la finalidad común, que debe ser capaz de prevenir cualquier desliz individualista. Pero, dentro del marco de una autonomía responsable, esta finalidad común exige constantes y recíprocas verificaciones que, muchas veces, ponen en crisis la autonomía del grupo y la del leader....
Si, en un grupo de trabajo, el paso de la autonomía a esta responsabilidad no se realiza, podrían aparecer, por una parte, en el plano práctico así como en el ideológico, resistencias inconscientes y recíprocas que difícilmente permitirán separar las motivaciones psicológicas de las objeciones reales, y, por otra, el reconocimiento del leader como autoridad clásica, con lo que esto supone de adhesión total, de servilismo y de instrumentalización recíprocas, características de la relación siervo/señor.
La dificultad residiría en la noción de finalidad común, que debería ser a la vez una condición indispensable para la acción de transformación, y al mismo tiempo, algo constantemente verificable en la realidad, lo cual no puede darse de una vez por todas. En la ausencia de cualquier modelo de referencia que pueda garantizar el éxito de una transformación cuyos datos serían conocidos, la existencia de una finalidad común sólo estaría confirmada por acciones de resultados imprevisibles.
Sin embargo, habiendo reconocido las diferentes contradicciones en el seno de una institución en transformación, podría ser útil esclarecer una posible finalidad común a todos los elementos que la componen.
En una acción de transformación institucional, el rechazo de la institución constituiría un primer paso, común a todos los niveles, internados y equipo encargado del tratamiento. Pero en la medida en que esta transformación coincide con la problematización general de la situación (y, por lo tanto, con la conquista, a todos los niveles, de una libertad necesariamente responsable), también coincide con una crisis general e individual donde cada uno debe forjar sus propias armas para sobrevivir a la angustia de una relación que no permite máscaras ni refugios.
Del 20 al 28 de abril de 1967
... Se discute el tema de la cerveza. Se bebe demasiada (mucho más del límite fijado: una cerveza diaria). Por ello, se propone la prohibición o la liberalización totales (coerción-libertad).
Algunos recién llegados, no directamente interesados, proponen suprimir completamente la cerveza. Se les responde que cuando la venta estaba prohibida en el hospital, ingresaba secretamente gran cantidad de bebidas alcohólicas: la prohibición es un estimulante. Vittorio (alcohólico) interviene diciendo que el problema consiste en responsabilizarse frente a los otros, es decir, frente a la comunidad. F. añade que también se trata de responsábilizarse frente a uno mismo: «El vino me hace daño, por lo tanto, no bebo». Pirella hace notar que algunos, incluso sabiendo que el vino les es nocivo, beben precisamente por esta razón, con la finalidad de destruirse (algunos comentarios de asentimiento, como si la cosa fuese notoria). Basaglia interviene diciendo que si el enfermo no asume sus propias responsabilidades, el médico no puede responsabilizarse de su relación con él: si el enfermo es irresponsable, ¿cómo podría ser el médico responsable de algo que no existe?
Por lo general, los alcohólicos parecen a la vez seducidos y rechazados por esta posibilidad de responsabilización. Cuando ceden al alcohol, cuando no llegan a afrontar su propia independencia, el hospital les sirve de refugio. Si el hospital toma a su vez la apariencia problemática de su vida cotidiana (si les presenta la misma alternativa: beber o no beber), pierde su función de refugio, y se convierte en un lugar donde deben continuamente ponerse a prueba, mesurarse y responsabilizarse. Por otra parte, la prohibición sólo tiene validez durante el período de hospitalización, y no como educación del autocontrol. Si el instituto se limita a prohibir el alcohol, su acción se mantiene en los límites de una “suspensión” del problema (lo cual autoriza al alcohólico a procurarse la bebida por otros medios). De este modo sólo se consigue proteger a los alcohólicos de sí mismos durante un cierto período. Cualquier fallo de su parte es testimonio, además, a los ojos del instituto, de su grado de dependendencia. Eso es todo. Por lo demás, el mismo alcohólico parece preferir esta condición, que no lo cuestiona en tanto que sujeto: si la institución prohíbe la cerveza, si no apela directamente a su responsabilidad, quedará en libertad para beber "en secreto”, para "vengarse” de la prohibición institucional.
Se hicieron diversas proposiciones, todas oscilando entre la prohibición y la liberalización total.
a) Liberalizar por completo la cerveza, dejando a todos un margen de control.
b) No venderla en el bar, sino en los servicios, de manera que la responsabilidad del barman quede diluida y repartida.
c) Liberalizar, pero con restricciones de horario.
d) Instalar un kiosco aparte, reservado a la venta de cerveza, para facilitar el control.
e) Aumentar progresivamente el precio de la cerveza después de la primera botella.
Algunas de estas proposiciones conservan un carácter coercitivo/punitivo/restrictivo (aumento del precio, restricción del horario), mienjtras que otras tienden a acrecentar la responsabilidad de la comunidad. Las reacciones de la asamblea son de otro tipo:
1. Los alcohólicos como A. manifiestan claramente su deseo de ver la cuestión resuelta por la autoridad de los médicos, y desean la supresión total de la cerveza. Evidentemente, A. no se siente lo bastante fuerte como para decidir él solo si beber o no beber. Quiere tener ante si una autoridad que le obligue, por lo cual se sentirá en el derecho de agredir (bebiendo). El hecho de ser libre y responsable le sume en un estado de ansiedad insoportable. Cada fin de sesión, propone agresivamente delegar en los médicos la responsabilidad de la decisión a tomar.
2. Algunos no-alcohólicos, animados por un escepticismo total en relación con los bebedores, proponen la liberalización de la cerveza: si quieren beber, que beban. Que aprendan y que comprendan por sí mismos. Hecha la ley, hecha la trampa. Con la prohibición, seguirán hallando subterfugios para beber. ¡Cada uno es como es, y no se puede hacer nada!
3. Renato (no-alcohólico, pero sujeto a repentinos acting-out) duda abiertamente entra la cerveza «libre» (¿por qué no también el coñac y la grappa?) y su supresión total, amenazando con encerrar en una «celda» a los transgresores. Sigue oscilando entre libertad y prohibición, según su necesidad de autoridad o de permisividad totales, sin ponerse nunca personalmente en cuestión.
4. Furio precisa que la cerveza no fue «concedida» por los médicos, sino que se decidió comunitariamente el compromiso de no beber más que una botella cada día, lo cual es diferente. Si los médicos concedieran la liberalización del hospital, la situación sería idéntica a la de un hospital tradicional, donde el médico es la única autoridad. Esta autoridad no ha desaparecido, sino que ha sido restringida por la presencia de grupos de enfermos y de enfermeros que la comparten y la impugnan. Hablar nuevamente de liberalización o de prohibición total, es constatar que el compromiso asumido por cada uno con relación a la decisión comunitaria ha fracasado. (Aquí podría manifestarse el peligroso juego de la culpabilidad, con los resultados que ordinariamente la acompañan).
5. El paciente encargado del bar interviene explicando que no puede mantener como antes el control: el problema de la cerveza empieza aquí. (La crisis general está igualmente unida a una reacción defensiva de este paciente frente al problema, lo cual nos remite al hecho de que la permisividad se halla estrechamente ligada tanto a la condición objetiva como a la capacidad subjetiva de enfrentar la situación.)
Los términos del debate —cuyos elementos fundamentales hemos resumido aquí— siguen oscilando entre una necesidad de autoridad (con vistas a eliminar o reducir la ansiedad que entraña la tendencia de la institución hacia la responsabilización), y la necesidad, de cada uno, de conquistar una libertad responsable. Esto por lo que concierne a los pacientes. El mismo mecanismo está, sin embargo, presente en el equipo encargado del tratamiento (médicos y enfermeros), quienes pueden sentir la necesidad de defenderse recurriendo a su propia autoridad o a la de los otros, según el nivel de ansiedad (y el deseo consecutivo de refugio y de regresión) que conlleva cualquier acción de transformación.
En este sentido, si la transformación se realiza mediante la negación de su apariencia institucional en cada uno de los roles de la institución (enfermos, enfermeros y médicos), la negación de la institución y de la institucionalidad aparecerá ante todos como una finalidad común. En la medida en que cada miembro de la institución es objetivado en su rol institucional (atado, oprimido, dirigido, determinado en diversos grados), la negación institucional, en tanto que símbolo de la lucha contra cualquier sistema de opresión y de abuso, se convierte en un movimiento cualitativamente colectivo, que va más allá del comunitarismo que implica, a prion, la noción clásica de comunidad terapéutica.
Pero si el salto cualitativo que constituye el reconocimiento de una finalidad común tarda en producirse, la realidad de una institución en negación podrá fácilmente hundirse en los momentos regresivos-antagonistas que pondrán en claro la ausencia de negación de la apariencia institucional de cada uno de los términos de la relación. La equivocación puede entonces mantenerse mediante la búsqueda de una «democratización de las relaciones» que corre el riesgo de aparecer como fin en sí misma y de conducir la situación en transformación hacia la noción burguesa de interdisciplinaridad (buscando cada uno en el otro su confirmación conservando íntegramente su sector de competencia).
Queda por saber cuál es la significación de una transformación institucional, cuáles son los límites de la transformación y hacia qué tienden: si provienen del nivel de negación en que se mueven (nunca somos completamente contemporáneos de nuestro presente, R. Debray), o si no pueden ser la expresión de una preocupación más secreta, y cuya naturaleza está aún mal definida: la preocupación por democratizar las relaciones, última mistificación institucional que se revelaría menos «transformada» de lo que se creyera.