LA NEGACIÓN DEL HOSPITAL PSIQUIÁTRICO TRADICIONAL
Sin ninguna duda, la posibilidad, ofrecida a los pacientes que pueden permitirse el lujo de ir a una clínica privada, de evitar el internamiento, ha contribuido a mantener un silencio casi total sobre el dramático fracaso de la psiquiatría. El enfermo mental ha sido, durante largo tiempo, y sigue siendo, alguien a quien se puede oprimir brutalmente, un ciudadano frustrado en sus derechos, privado de su libertad personal, de sus bienes y de sus relaciones humanas por un tiempo indeterminado, que se pregunta dolorosamente: «¿Qué mal he hecho?», que se enfrenta a la norma: un «desviado». Durante muchos años, la psiquiatría se ha permitido el lujo de construir a su alrededor un castillo de criterios y de etiquetas que han terminado por constituirse en norma. El rol de estabilizadores del sistema político que desempeñan las normas sociales y científicas puede ser constantemente demostrado.
Una de las normas más tenaces, eminentemente autodefensiva, concierne a la suerte del enfermo mental en nuestra sociedad. La presencia de un enfermo tal no puede ser tolerada: su forma de ser y de vivir debe ser ocultada y reprimida. A pesar de que los nuevos sedantes, distribuidos con generosidad, han contribuido a suprimir las manifestaciones más visibles de la «locura», la actitud social hacia el enfermo mental no ha cambiado por ello. La infracción de la norma debe ser castigada mediante una forma particular de reclusión y mediante curas terroríficas o penosas. La realidad asilar constituía, y en gran parte constituye siempre, una estructura punitiva de extrema eficacia, y que alcanza momentos de horror silenciados frecuentemente. Se puede decir que se trata de la mayor contradicción entre el optimismo científico y la realidad. La realidad desnuda, la opresión manifiesta ejercida por las instituciones psiquiátricas, no son conciliables con las intenciones científicas de la terapia y la readaptación. Los lugares a donde son enviados los enfermos mentales, calificados de «hospitales», el carácter médico de las intervenciones que tienen por finalidad el «tratamiento» de los comportamientos desviados, contradicen cualquier situación abiertamente opresiva. El límite dramático de esta actitud —que presenta como médico aquello que casi siempre no es más que vulgar terror—, se revela sobre todo en la utilización punitiva de ciertas «terapias». Esta intención punitiva es denunciada en la transacción que se establece entre actor pasivo y actor activo del tratamiento. El hecho de que se diga, por ejemplo, en los hospitales psiquiátricos: «Si no te tranquilizas, te voy a dar un pinchazo (o un electroshock, etc.)», denuncia la presencia, legítima y real, bajo la apariencia de una ideología médica ingenua, de una dinámica opresiva. El hecho de que ciertas «terapias» —como la piroterapia, el shock cardiazólico, etc.—, hayan caído en desuso, demuestra, entre otras cosas, su significación abiertamente punitiva, que no han podido mantener los que aceptaban esta actitud, donde la violencia es a la vez más sutilmente y más groseramente camuflada. La ideología médica no deja de ser mistificadora. Un psiquiatra italiano declaró textualmente durante un congreso, a propósito del valor y de la eficacia de un medicamento, que su ausencia de sabor permite administrarlo en el alimento a escondidas del enfermo: este producto resuelve «el problema de la persuasión y, digámoslo, el del incentivo necesario para internar a los recalcitrantes o a los protestatarios. El rebelde se hace dócil, ¡incluso a veces se transforma en corderito! Y si por suerte el medicamento le produce una tortícolis espasmódica, ¡será él mismo quien pedirá la intervención del neuropsiquiatra! ¡Sean, pues, bienvenidos, en ciertos casos, los síndromes neurodislépticos!». Actitud que revela evidentemente una especie de racismo, dispuesto a utilizar, hasta los penosos efectos secundarios, un medicamento, para aumentar el poder de opresión. La necesidad de tener en cuenta la contradicción conduce siempre a formas de mistificación cada vez más acentuadas. Después de haber sido «cazados», burlados, oprimidos, los enfermos son actualmente animados mediante espectáculos, bailes, actividades y trabajos diversos, pretendidamente terapéuticos, con el fin de que se encuentren dispuestos a las dos soluciones que la institución Ies reserva: la readaptación forzada o el acostumbrarse al lugar que desde entonces será su casa34, lo que equivale, en uno u otro caso, a la pérdida de toda personalidad, y a quedar reducidos a la más estricta dependencia.
La infracción de la norma, la incapacidad para «jugar el juego», la angustia de vivir en un mundo que rechaza y reprime, tienen como precio el paso a la institución totalitaria.
La división del trabajo, la distinción entre trabajo intelectual y trabajo manual, se convierte aquí, también, en motivo de privilegio. Al negar la ideología de la violencia, el médico niega su práctica. De hecho, quiere sacar a la opresión de la sombra donde se disimula. Empieza por utilizar su poder para rechazar la violencia física y la reclusión en el espacio restringido de la celda, de los refectorios y de los servicios. Inicia, así, su empresa de negación.
Negar la reclusión es rechazar al mismo tiempo el mandato social. El psiquiatra que rechaza es un hombre que toma consciencia de la contradicción permanente, pero disimulada por la ideología médica, según la cual una persona reducida contra su voluntad al estado de objeto debería ser considerada como «un enfermo idéntico a los otros». El psiquiatra tiende, pues, a rechazar a la vez el mandato social y la ideología médica que recubre los aspectos degradantes. Este rechazo, madurado en estrecho contacto con la institución, se opone tanto a la ideología como a la realidad concentracionaria que justifica o disimuía. El rechazo de la ideología, unido a la negación de la realidad de la violencia, lleva a tomar conciencia de lo que no hay que hacer y a discernir, en la situación concreta, lo que debe ser negado.
La negación no implica referencia a un «positivo» que serviría de modelo, sino el simple rechazo de la perpetuación de la institución y el intento de cambiarla poniéndola continuamente en crisis. Este acto de negación sistemática concierne no sólo al rol tradicional del médico (que de este modo se apropia del poder en primera persona), sino a los roles del enfermero y del enfermo. Lo negado, en definitiva, es el valor atribuido al rol del «buen enfermo», es decir al siervo dócil y siempre disponible, a los roles del enfermo embrutecido y del enfermero jefe autoritario. La negación y el desenmascaramiento de la violencia conducen de este modo a negar radicalmente la institución como lugar donde uno nunca puede ser dueño de su propia persona.
La autoridad, primera contradicción.
El hospital ha tropezado con una primera contradicción, históricamente explicable por el hecho de que la negación de la autoridad había empezado con un acto eminentemente autoritario, por parte del director y de los médicos, que de este modo se reafirmaban en el poder, hasta entonces delegado al personal y a la institución. Mientras se denunciaba la significación opresiva de una serie de comportamientos pseudomédicos, al plantear que la opresión, la violencia y el autoritarismo ciego son un «mal», se hacía notar al mismo tiempo que el uso autoritario del poder con fines de negación podía ser considerado como un «bien». En verdad, este tipo de impugnación escapa a la condena institucional (que los enfermos, en cambio, han soportado), sin embargo, la institución sigue viviendo, actuando en todo momento como norma y como sanción: norma contradictoria, ciertamente, y por lo tanto siempre abierta a la discusión y a la impugnación, pero también sanción, al menos en la medida en que la segregación se perpetúa. Esta contradicción, que afecta al conjunto de las relaciones institucionales, se manifiesta con una intensidad igual en los tres polos representativos del hospital: pacientes, médicos y enfermeros. Más adelante se verán ejemplos de ello.
La norma, segunda contradicción.
La negación de la violencia ha puesto radicalmente en crisis el hospital, pero no ha podido constituirse en norma: la norma de la negación está desprovista de poder y de significación. La negación no puede convertirse en una norma. De vez en cuando, todos declaran que este acto, esta orientación, esta elección, es «buena», «mala» o «terapéutica», pero finalmente se dan cuenta de que la institución es una norma en sí misma, y que si se empieza por negarla hay que llegar hasta la negación global. Entre negar la institución y negar la posibilidad de impugnación, hay a menudo una contradicción agudizada. Es «bueno» lo que se presenta como posibilidad de impugnación, de poner en crisis, y «malo» lo que aparece lleno de inconvenientes, como una traba para todos, una parálisis de la vida en común. Un ejemplo institucional típico nos lo proporcionan las infracciones de la norma cometidas por diversos pacientes, tales como irse del hospital sin permiso, emborracharse o conducirse de forma que la institución se ponga en crisis. Las discusiones que se siguen de ella, demuestran que estas actitudes son una respuesta crítica al sistema institucional, que obliga a todos a tomar posición, a definir de nuevo las relaciones, los roles, e incluso la significación de permanecer en el hospital. Esta puesta en crisis significa, además, en la realidad, un riesgo «mortal» para la institución, un ejemplo del «mal» que todos intentan disimular, rechazar, excluir de sí. Por otra parte, el encuentro real entre los diversos miembros de la comunidad no podría llevar a definir la norma, excepto en líneas generales, implicando la negación de la violencia, de la opresión física y de la reclusión. Lo que se niega al poner en crisis el poder de decisión «científica», es un aspecto tradicional de la cultura: el saber en manos de algunos privilegiados. El «pensamiento médico» (Tosquelles) supone un proceso-guía gracias al cual todo lo que se produce en el campo puede y debe ser examinado críticamente, y relacionado a modelos de valores. La negación de este sistema pasa por una fase de desorden intenso, pero puede convertirse en verificación práctica en la medida en que todos los interesados participen en su elaboración. La crítica, entonces, deja de ser el privilegio de los depositarios de la ciencia, la verificación colectiva plantea la norma (social, científica) como objetivo de búsqueda, de invención, al rechazar el «tecnicismo» y las argumentaciones esquemáticas. La contradicción tiende nuevamente a la oposición entre trabajo intelectual y trabajo manual, o bien al desacuerdo entre la exigencia real, para el hospital, de cumplir el mandato que la sociedad le ha confiado, y el modo negativo de responder del interior, invención práctica que tiende al rechazo de la ideología médica mistificadora.
Los enfermos como hospitalizados, tercera contradicción.
El rol de los enfermos se halla en crisis, bien por la recuperación del espacio hospitalario, bien por el contraste entre esta recuperación «interior» y la exclusión exterior. Por contra, en la comunidad, el enfermo mental, en tanto que elemento irresponsable, peligroso para sí mismo y para los demás, reconquista la posibilidad de control. Toma parte en los debates, circula libremente por el hospital y pierde su connotación tradicional a medida que la institución se transforma, y que él mismo, junto con los médicos y los enfermeros, se hace artesano de esta transformación. Para muchos, es un medio técnico de reeducación; el hecho decisivo, en cambio, es que la libertad reconquistada de este modo en el interior, al destruir en los hechos el mito del enfermo mental peligroso, ataca las barreras psicológicas, sociales y económicas que la sociedad mantiene en el exterior. Se empieza a tomar conciencia de que la sociedad produce enfermos, no en un sentido banal de causalidad, sino como resultado de la exclusión, y que la libertad interior puede llegar a ser la coartada de una reclusión mucho más sutil y disimulada. A partir del momento en que sólo puede salir del hospital acompañado, el paciente se ve obligado a constatar que «no es un hombre». Al no ser juzgado como responsable de sus actos, testimonia la contradicción entre libertad interior y opresión exterior. Al apelar a la legislación actual, sólo hará más grotesca la coartada que consiste en tener como «enfermo» lo que es sólo el objeto de una exclusión. Los «enfermos», son, pues, pacientes, hospitalizados, en condición de verificar, prácticamente, con los médicos y los enfermeros, la contradicción en la cual se ven obligados a vivir.
Médicos y enfermeros, cuarta contradicción.
Como hemos dicho en otros capítulos, la elección realizada por el equipo médico es el erigen del movimiento de negación, y se presenta como un leadersbip institucionalmente legítimo, aunque en todo momento discutible. Las motivaciones sociopolíticas, científicas y «humanitarias» que se hallan en la base de esta elección, también pueden ser discutidas. Lo que se revela evidente, sin embargo, es que los enfermeros, frente al equipo médico, constituyen un grupo, o una casta, que posee intereses específicos, una suerte y unos problemas comunes.
Contradicciones y realidad institucional.
Examinemos ahora ciertas cuestiones institucionales que nos parecen las más significativas, y las más afectadas por estas crisis.
Enfermeros, médicos y pacientes se ponen a menudo de acuerdo hoy para discutir, por ejemplo, acerca del problema que plantea un elemento de disturbio, sin recurrir a la medida, ya de por sí regresiva, del cambio de servicio. Si un paciente molesta, actualmente parece normal preguntarse por qué, y profundizar en la cuestión. En principio, menos para «resolverla» que para «comprenderla», para aproximarse al paciente en lugar de apartarle. El principal argumento, que parece haber hecho mella, es aquel según el cual es absurdo hacer soportar a otro servicio un elemento semejante. Su servicio de origen tiene muchas más oportunidades de afrontar este problema que el servicio de destino, incluso suponiendo que el interesado acepte su traslado. Se ha planteado una discusión característica acerca de esto: cierto paciente había cometido un acto de violencia impulsiva contra algunos objetos y parecía que debía sufrir un proceso de exclusión bastante claro. El servicio se dio cuenta, de repente, de que lo ignoraba todo acerca de este enfermo, que se hallaba, de algún modo, excluido del servicio antes de haber cometido el acto en cuestión. Y como que esto había contribuido a poner al servicio en evidencia, el absurdo del traslado saltaba a la vista. Sólo ocupándose de este amigo desvalido se podría llegar a tener sobre él un juicio real (y no mítico, fantasmático). En esta circunstancia, el nivel de tensión alcanzado por el servicio puede ser considerado como un elemento útil para la verificación práctica de la cual hablábamos en las páginas precedentes.
Es evidente que un nivel de tensión excesivo corre el riesgo de engendrar una situación de pánico. Esto sólo se produjo una vez en el servicio «Admisiones-Hombres», por culpa de un paciente que canalizaba su profunda ansiedad entregándose de vez en cuando a actos destructores contra las personas y la cosas. Las posibilidades de confrontación y de participación se hallaban de este modo gravemente comprometidas, tanto más cuanto que este paciente había expresado muy claramente su intención de destruir las relaciones comunitarias y atentar contra la convivencia. La imperiosa necesidad de efectuar una pausa en el movimiento de impugnación caótico y regresivo, aconsejó trasladar al enfermo al servicio cerrado, lo cual, como provocación, reclamaba él mismo a voz en cuello. Hubo un largo debate a todos los niveles, del cual da testimonio, en parte, la documentación sobre la asamblea de comunidad publicada íntegramente en este volumen.
El problema es contradictorio porque concierne, entre otras cosas, a la imagen que de sí mismos poseen los enfermos. Durante largos años, y según estereotipos seculares comunes a los denominados «normales», se ha visto al «loco» como alguien que no puede vivir como los otros, que rompe cualquier contacto y que responde de forma destructiva a la ansiedad que es incapaz de tolerar. El enfermo del cual acabamos de hablar hablaba precisamente con un médico de su nostalgia del tiempo pasado, cuando, trasladado al pabellón de los agitados, podía pasearse completamente desnudo, masturbarse ante los otros, regresionar por medio de una rebelión desenfrenada. Además, proclamaba que el cierre persistente de un servicio (en aquel tiempo, efectivamente, el C estaba aún cerrado), demostraba que los médicos tenían la convicción de que este cierre aún se imponía, que era necesario prever casos como el suyo, que el mecanismo de exclusión, de castigo, debía continuar en vigencia.
Este enfermo salió del hospital después de haber superado su crisis en unos dos meses. La apertura del último servicio imposibilita hoy una «solución» de este tipo. La institución debe inventar nuevos modos de relación a menos que la apertura de todos los servicios signifique el fin de la impugnación regresiva.
Por otra parte, la existencia de un servicio especializado, reservado a los alcohólicos, ha planteado, en repetidas ocasiones, el problema de los criterios de traslado. Se ha visto muy claramente que la presencia de este servicio en nuestro hospital es contradictoria. La negación de los criterios de traslado se ha transformado en negación del traslado. Todos los traslados efectuados en el curso del último año han sido requeridos por el paciente, y largamente discutidos por los interesados (servicio de origen, servicio de destino).
Es decir, que hoy, hay dos elementos fundamentales que diferencian los servicios del hospital. El primero está constituido por la aceptación o el rechazo de los pacientes en primera admisión: la distinción entre agudos y crónicos, de la cual trataremos a continuación, es uno de los principales factores de la dinámica institucional. El segundo viene dado por las características interiores del servicio: mayores o menores comodidades, número de pacientes, mayor o menor «respetabilidad» social de estos últimos (los dos servicios del C, por ejemplo, abiertos desde hace poco, son menos «respetables» que los otros, y menos «confortables»). La exclusión interior marca estas dos vertientes.
Enfermos agudos y enfermos crónicos.
Otro elemento de exclusión interior lo plantea la presencia, en el campo hospitalario, de pacientes que saben que sólo deben permanecer en el hospital algunas semanas. Algunos de ellos son asegurados sociales, otros, poco numerosos, pagan ellos mismos su estancia35. La comparación, el marco de la vida comunitaria, con los pacientes hospitalizados desde hace años, creó, al principio, una situación de choques y de fricciones que tiene su raíz en el profundo malestar ocasionado por las «diferencias» institucionales. La presencia de los dos servicios cerrados, marcaba aún hace poco tiempo una discriminación de hecho. Se decía: «Esperemos que no vaya al C», del mismo modo que desde fuera se dice «Es uno del manicomio». El C fue negado en tanto que «asilo» desde su apertura, pero los contrastes permanecen, uno de ellos es de naturaleza socioeconómica, el otro de naturaleza sobre todo cultural. El enfermo «agudo», con su seguridad social, sus estrechos lazos, con el exterior, recalcaba más crudamente el abandono y la soledad de los «crónicos». Las disponibilidades financieras son bastante grandes entre los agudos y muy pequeñas entre los demás. El modo de vestir de los primeros es cuidado, casi elegante, mientras que el de los segundos es más sombrío, menos parecido al del «mundo exterior», sobre todo entre las mujeres. Las excepciones en este sentido, entre los crónicos, han permitido una progresiva aproximación que actualmente parece acentuarse. El factor de asimilación parece estar constituido más por el sentimiento de una exclusión social común que por la enfermedad. Citemos a este respecto un diálogo que tuvo lugar en una asamblea de comunidad.
Enfermo agudo A: Voy a decirle una cosa que seguramente no va usted a creer. Ayer alguien dijo: «Mire a los señores que vienen aquí, parecen de vacaciones. Ya no es el asilo de antes: vienen como si fuesen a pasar una temporada de descanso. Se encuentran bien aquí».
Enfermo agudo B: Sin embargo, algo se ha hecho, algo que era imposible hacer veinte años atrás.
A: Escuche, yo vengo de Venecia. Ignoro si soy un enfermo fácil o difícil, no sé nada, son los médicos quienes deben decirlo, pero me han aconsejado... No podemos escaparnos de aquí, porque es ridículo, en seguida nos cogen. Y, sin embargo, hay mucha gente que no desea salir, y no desean salir porque, precisamente, la sociedad les rechaza. Sí, les rechaza y ¿por qué? ¿Cómo confiar en un enfermo que estuvo internado durante diez años, tal vez quince? Nunca salió del asilo, y, sin embargo, la enfermedad mental no es diferente de las demás enfermedades, enfermedades del corazón o de los pulmones.
B: ¿Ya usted, esto le parece normal? ¿Encuentra usted normal que el señor X, cuando quiera contratar a alguien...?
A: De acuerdo, debe contratarles con ciertas reservas, pero yo sé muy bien que es así, que tal vez es así...
La condición común, entonces, no es la enfermedad, sino ser o haber sido internado en un hospital psiquiátrico y sufrir o haber sufrido un proceso de exclusión. Exclusión social, generalmente, pero muy a menudo también familiar, a la cual son muy sensibles los enfermos.
ENFERMO ACUDO: ¿Por qué se les ha mandado aquí? Porque no podían permanecer fuera. Porque, fuera, eran nocivos para la sociedad, por eso han venido a parar aquí...
ENFERMO CRÓNICO: Lo que usted dice no es verdad. Hay una gran cantidad de gente que es traída aquí, simplemente, para desembarazarse de ellos.
ENFERMO AGUDO: Pero dígame entonces por qué quieren desembarazarse de ellos. Porque molestan a todos, porque son insoportables.
El enfermo agudo empieza a darse cuenta de que uno de los motivos de internamiento es el hecho de «molestar a todos». Y es significativo que el enfermo crónico haya podido oponer su sentimiento de exclusión en términos aceptables.
Por otra parte, durante mucho tiempo, y tal vez aún hoy, el enfermo agudo, en las distintas alternativas ofrecidas por la vida comunitaria (bar, bailes, reuniones, paseos), se ha esforzado por conjurar la presencia fastidiosa del crónico intentando alejarle, considerarle como alguien a quien debe excluir. Los debates han revelado que esta actitud era parecida a la de las familias en relación con el enfermo agudo: analogía que conduce a este último a reflexionar sobre su condición y a compararse de modo más dialéctico con el enfermo crónico. Es indudable que el enfermo agudo se siente (como lo sienten los otros), más próximo a la sociedad exterior, menos excluido. Por otra parte, está más cerca de la crisis de separación, del problema de las relaciones exteriores, más alejado de la institucionalización. Por ello parece más apto para negar la institución de la violencia, más fácil para responsabilizarse. Finalmente, y con el fin preciso de excluir a los otros, el enfermo agudo intenta plantear, en su propio provecho, el problema de la «buena» institución, intentando en cierto modo desprenderse de la influencia que la institución ejerce sobre él.
Los fármacos y la negación médica.
La negación del hospital tradicional ha pasado, como hemos visto, por la negación de la violencia y de la opresión que precedían y acompañaban al uso de determinados tratamientos «terapéuticos». Aún hoy, y a pesar de la disminución o desaparición de ciertos tratamientos somáticos, se da gran importancia a los medicamentos. No se puede negar que el poder médico pasa por este modo de relación, independientemente (en la medida en que ello es posible), de cualquier condicionamiento institucional. Ponerse frente al enfermo y decir: «Usted necesita este medicamento», significa asumir la posición de poder y no la de consejo. A la larga, esta actitud tiende a mistificar o a hacer vana la lucha contra la opresión, puesto que, en tanto que médico, yo conservo este enorme poder de dominio y de control a través del fármaco psicotropo. Y aquí se plantea una cuestión que representa una contradicción real y práctica. Negar la violencia significa efectivamente negar los matices de la violencia de que el medicamento psicotropo es portador: la somnolencia, la dificultad de concentración, la astenia, los desagradables efectos secundarios, pero ¿también significa esto negar di rectamente la prescripción del medicamento? ¿Significa la negación del hospital, la negación absoluta de todo hospital? Ha habido momentos, en el curso de nuestra historia comunitaria, en que se ha creído poder dar una respuesta positiva a estas preguntas. Plantear la discusión de estos problemas, a veces significa, para ciertos enfermos, desembocar en elecciones responsables y rechazar el medicamento. En el curso del debate, muchos han sostenido que la eventual necesidad de administrar el medicamento debía aparecer como un hecho colectivamente controlable, y no como un juicio exclusivo por parte del médico. Quedaba la ansiedad general que provocaba este rechazo y el hecho de que si el personal lo aceptaba era porque intentaba compartir la ansiedad del paciente, hallar un nuevo punto de contacto con él, estar disponible y libre de cualquier condicionamiento, cultural o cientifista. En otras circunstancias se decidió ofrecer el medicamento al paciente, pero sin insistir en ello, y aceptando la discusión después del rechazo. Todo ello ha planteado, en el plano médico, la cuestión de la medicación necesaria para los enfermos afectados de epilepsia, lo cual ha aparecido como un caso de puesta en crisis de la institución.
El ejercicio de la autoridad médica adquiere una dimensión opresiva desde que se sitúa en el marco institucional típico e incontestable. Pero, al aceptar la impugnación, debe correr el riesgo de algunas consecuencias. Renunciar a esta responsabilidad no podría constituir una alternativa aceptable al modo de relación opresiva.
En la nueva situación, los enfermeros tienden a reaccionar mediante una creciente disponibilidad personal, unida a la profunda necesidad de constituirse en tanto que clase. La huelga representa en este sentido un episodio capital.
Decidida unilateralmente, en sus modalidades, por el sindicato, fue seguida respectivamente por la mitad y la totalidad de los servicios particulares y de los servicios generales. Este hecho, que amenazaba con poner radicalmente en crisis el trabajo institucional, fue vivido de manera contradictoria por los otros miembros de la comunidad.
La mayoría de los enfermos no expresó ningún conflicto y, en algunos puntos, manifestó una posición de solidaridad activa, al proclamar su rechazo, por ejemplo, a hacer trabajos de sustitución. Otros pacientes, en cambio, no ocultaron su descontento ante las molestias que les ocasionaba la huelga, y uno de ellos llegó a protestar de forma enérgica. El equipo médico, sin que nadie dudara del derecho a la huelga, se hallaba igualmente dividido: las modalidades de la huelga, se objetó, habrían podido ser menos rígidas. Además, la agitación corría el riesgo de ser utilizada menos contra el patrono que contra el nuevo sistema institucional. Hubo acaloradas discusiones en este sentido, pero sucedió un hecho al parecer evidente: el personal hallaba su momento de identificación y de fuerza al llegar a diferenciarse de los enfermos, que se hallaban impotentes frente a la necesidad, privados de cualquier derecho a la huelga, y en la imposibilidad de presentarse masivamente en la Administración con pancartas y silbidos, como hacían los enfermeros. Se trató realmente de una protesta nada habitual y de una extensión insólita. Un sindicalista, un hombre político, habría hablado de «madurez obrera». En cualquier caso, es indudable que se trataba de un ejemplo anti-institucional, de una contestación. La aceptación, a veces pasiva, del nuevo estado de cosas, se redimía mediante un acto de presencia activa, mediante una elección que ponía repentinamente en estado de tensión las relaciones con los pacientes y con el equipo médico. Mientras que, en relación con los primeros se trataba, como hemos dicho, de diferenciarse, en cuanto a los segundos la dinámica se reveló menos clara, tendiendo de hecho a desafiar al poder médico, juzgándolo como opresivo, incluso fuera de sus prerrogativas burocráticas y disciplinarias. Nos parece útil, en este sentido, transcribir las declaraciones de un «libre» representante del personal (sin lazos particulares con la comisión interior o el sindicato), que intervino en el curso de la asamblea destinada a enfocar y aclarar la situación respectiva de los tres polos del hospital.
«La responsabilidad acrecienta nuestra eficacia profesional y nuestra libertad de elección. Sin embargo, una verdadera comunidad debe reconocer en todos sus miembros los mismos derechos: cuando nuestras opiniones y decisiones no son discutidas y aceptadas más que si concuerdan con los programas establecidos de antemano por el personal médico, no tenemos el sentimiento de formar parte de este último, sino de ser utilizados por él. De este modo, debemos afrontar situaciones siempre nuevas, que a menudo suscitan en nosotros un estado de ansiedad. Lo aceptamos porqué estamos convencidos de la bondad del sistema, pero nos es difícil superarlo, puesto que tenemos conciencia, precisamente, de la poca consideración en que se nos tiene.»
Se ve claramente que la dialéctica entre libertad e impugnación coloca al personal ante una contradicción difícilmente superable. Ser libre sin caer en la dependencia institucional —y en otros términos, «acceder a la autonomía»— plantea el problema a su nivel más alto.
Frente a las múltiples cuestiones abiertas y a las contradicciones desenmascaradas por el proceso de negación, puede parecer insuficiente afirmar que la vida del hospital continúa a pesar de estos obstáculos. Somos, efectivamente, conscientes de no poder superar las contradicciones que surgen del antagonismo irremediable, inherente a la sociedad «exterior». Por otra parte, franquear estos obstáculos no significaría en absoluto resolver los problemas terapéuticos o, al menos, los problemas sociales que piden soluciones políticas globales. El proyecto parece, entonces, hacerse demasiado ambicioso o inefable, perderse en la utopía o en la banalidad cotidiana.
Sin embargo, la negación del hospital tradicional, que se realiza día tras día, al acumular experiencias, marcar el paso a la necesidad, hacer durar la tensión, implicar un número creciente de personas (enfermos, familias, técnicos, políticos), se hace significativa en la misma medida en que se transforma en cualidad Jo que sólo era cantidad opaca, elemental: el número de servicios abiertos, de personas que empiezan a confrontar sus ideas, de enfermos que participan en las diversas actividades independientemente de cualquier solicitación directa, paternalista o pseudotécnica, etc. Y esto es gradualmente observado como una «conquista» (la apertura del último servicio cerrado, el aumento del número de los pacientes que salen a la montaña, que se van de permiso, la frecuencia de estos últimos, etc.), se desarrolla ciertamente bajo apariencias reformistas, pero va unido de manera precisa al acto de negación inicial.
Otra cuestión a dilucidar: la negación de la autoridad. Negar la exclusión (y, por lo tanto, la violencia y la opresión que son sus instrumentos inmediatamente eficaces), no significa en absoluto no ser autoritario. «Una revolución es ciertamente la cosa más autoritaria que existe», decía Engels36. La autoridad puede ser abusiva, pero no se identifica por ello con el abuso. Se puede ver un ejemplo de ello en la dualidad médico-enfermo, donde la autoridad abusiva del primero puede hacer descargar sobre otros, normalmente el internado, las tensiones no resueltas. La actitud burocrático-disciplinaria vigente en los hospitales tradicionales, se revela autoritaria e institucionalmente violenta bajo una apariencia de frialdad o bien de cortesía o campechanería. Exponerse de forma autoritaria a la impugnación de los otros y, en definitiva, de toda la institución, es la experiencia más importante que puede realizar cualquiera que desee pasar de un leadership institucional a un leadership real. No se trata de crear una situación de leadership completamente compartida, lo cual sería pura utopía37, sino de luchar por la negación de la violencia institucional, pasando por una fase transitoria, durante la cual la aceptación dócil del rol prevaricador será sustituida por el rechazo de este rol y el uso del poder con finalidades de transformación y de toma de conciencia social.
El riesgo de fracaso es enorme. Hace falta ser consciente, y nunca dejar de aceptar ni de exigir la confrontación con lo real.