INTRODUCCIÓN DOCUMENTAL
«... Porque antes de aquello, los que estaban encerrados aquí rogaban para morirse pronto. Cuando alguien moría, siempre sonaba una campana, costumbre que ya no se usa. Al sonar la campana, todos decían: “Oh Dios, ojalá fuese yo el muerto”, decían, “yo que estoy tan cansado de llevar esta vida aquí dentro”. Muchos de ellos murieron, muchos que hubiesen podido vivir y sanar. Envilecidos porque no tenían ninguna posibilidad de salir, se negaban a comer. Y les introducían la comida por la nariz con la ayuda de una sonda, pero de nada servía porque allí dentro se encontraban sin la menor esperanza de salir. Como una planta que se ha secado porque no llueve, con las hojas marchitas, así era la gente aquí».
Esta breve narración es de un hombre ciego, al que llamaremos Andrea, interno desde hace muchos años en el Hospital Psiquiátrico de Gorizia. Era el líder de un pequeño grupo de ancianos y pasó la mayor parte de su vida en el recinto del hospital sin salir nunca de un pabellón. Aquel grupo de viejos italianos, húngaros, eslovacos y austríacos, representaba las diversas nacionalidades en otro tiempo reunidas bajo la corona de los Habsburgo. Hace cincuenta o sesenta años que los burócratas del «gobierno imperial y real» les relegó a golpes de tampón, póliza y firma, al más remoto ángulo de la sociedad: el que sólo se reserva a los excluidos. Andrea es un hombre alto, viejo y ciego que en su juventud trabajó de albañil. Es uno de los internos más antiguos de Gorizia y goza del respeto de los demás e incluso de una cierta autoridad. Ciego y de gran talla, siempre camina con la cabeza alta, el pecho afuera y los hombros atrás, con las manos y los brazos tendidos hacia delante: orgulloso, nunca vencido. Es un testimonio superviviente de un pasado remoto, cuyo recuerdo nunca le abandona. Entre los demás ex-combatientes convierte su profundo dolor en un título de gloria.
Sus palabras son completamente espontáneas, ya que no sabía que registraba su conversación. Es ciego y nunca ha visto un micrófono ni un magnetofón; por otra parte, es viejo y no tiene una idea precisa de estos aparatos, y al ignorar su función, no se despertó en él inhibición alguna. Su relato puede ser considerado como auténtico y sirve legítimamente de prefacio a la descripción de una nueva situación psiquiátrica como la de Gorizia. Las palabras de Andrea son también el principio de un documental radiofónico que realicé para la RAI12, hace algún tiempo, aprovechando un momento de entusiasmo y atracción por estos temas, un momento en que yo mismo estaba sensibilizado por la narración de las experiencias profesionales de Franco Basaglia. Desde entonces, he seguido interesándome por el tema aunque de una manera alterna y discontinua, con altibajos y desde una dualidad de atracción-repulsión.
Al principio mi interés era sólo la lógica consecuencia de una actitud y de una exigencia profesional: la búsqueda del hecho nuevo. Siendo el de Gorizia un experimento único en Italia, describir su organización y su función me parecieron buenos argumentos de actualidad periodística y de interés para el radioyente. Pero no era sólo eso. Esta elección implicaba un elemento emocional: la posibilidad de entrar en un manicomio (uso deliberadamente este término), y de establecer contacto con el tipo particular de enfermos que se espera hallar en los manicomios. Debo aclarar que entonces yo compartía la opinión corriente respecto a los hospitales psiquiátricos de provincias y que, después de algunas experiencias superficiales, me parecían algo a medio camino entre la prisión y el claustro: unos lugares insólitos que despiertan el sutil deseo de violación. Analizando mi primitivo comportamiento añadiré que la actitud del ciudadano medio en relación con el enfermo mental, cuando no es de miedo o desagrado, puede revelarse benévola a través de algunas hipótesis tradicionales y sugestivas: hay un gramo de locura en el genio, la locura es genial, etc. Estos eran para mí, sustancialmente, los primeros motivos de atracción hacia el manicomio. Pero también alimentaba la esperanza de descubrir, entre los enfermos, algún elemento que justificara o recompensara mi buena disposición hacia él. Ya había experimentado, sin analizarlos, semejantes sentimientos al admirar las pinturas de enfermos mentales expuestas en una galería de arte y en el taller de un manicomio. Las interpretaba como emocionantes testimonios de insondables movimientos del espíritu, maravillosos productos de la imaginación incontrolada, hechos vagamente inquietantes u obsesivos, pero, en definitiva, agradables. Sólo después de mi encuentro con Gorizia he podido comprobar hasta qué punto estos mecanismos no eran distintos de los que emplea el blanco cuando intenta excluir al negro del país donde la coexistencia racial es imposible o nunca ha existido. Ante esta situación, el blanco culto da libre curso a su sentimiento de culpabilidad —sufro por la condición del negro, y tal vez mucho más que él— atenuando este sentimiento mediante la aceptación, el conocimiento y la admiración de la poesía negra, del canto negro, en definitiva de la élite negra. A nivel burgués, el poeta, el músico o el escritor negro, es —como diría Fanón— menos negro que el mozo de cuerda, el vendedor de tapices o el campesino africano. Desde el momento en que el blanco intenta una apertura no se da cuenta de que crea una nueva exclusión. Este fue el sistema que permitió arrancar de las garras de los nazis a gran número de músicos y científicos hebreos, salvándoles antes que a otros, puesto que eran más representativos, más importantes que el vendedor de cordones o el ropavejero del ghetto.
En definitiva, estas actitudes se reducen a una serie de equívocos montados para disimular un sentimiento de culpabilidad, y una elegante escapatoria para ocultar el miedo y el desagrado; una forma de evitar la solidarización de las posiciones ideológicas de la sociedad en relación con el excluido, o sea de evitar la toma de posición frente al problema. De hecho, la situación del enfermo mental en Italia es escandalosa: es el único enfermo que no tiene derecho a ser enfermo, puesto que está calificado como «peligroso para sí mismo y para los demás, objeto de escándalo público». Luego lo ponemos entre rejas y, para olvidar su problema, lo transformamos —según expresión de una enferma de Gorizia— en un simple «paquete». Es decir, lo convertimos en un hombre-objeto librado a los caprichos de la suerte: si tiene dinero, pasando a través del dédalo de las clínicas, evitará el estigma en su partida judicial, y si no lo tiene, terminará en el ghetto de los excluidos.
Nadie ignora hasta qué punto puede ser desastrado y mocoso el tonto del pueblo, tratado más como una bestia que como una criatura, a merced de las pedradas de los niños. Su imagen se hace identificar, en los más pequeños, con la del lobo feroz. Pero cuando entramos en un manicomio, el cuadro no resulta más halagüeño: el insoportable olor de los pabellones cerrados (olor característico de los asilos), el infierno de gritos y voces, espuma y saliva en labios de los internados, las camisas grises, las cabezas rapadas, son elementos del paisaje que ofrece la enfermedad mental en un país que se precia de albergar la galería Uffizi, Portofino, la Cámara de los Esposos, Capri, Venecia y Roma.
Algunos testimonios de antiguos internados ilustran lo que fue la situación de Gorizia hace algunos años. No son menos válidos respecto a numerosos hospitales psiquiátricos italianos. En este sentido se impone una consideración: los hospitales psiquiátricos son los hospitales más pobres del país. Las instituciones provinciales de Italia están reservadas a los indigentes; pero en cuanto la familia del enfermo puede permitirse ciertos gastos y tiene la intención de defender a sus miembros, lo confía a clínicas privadas o lo tiene en su casa. Pero cuando la situación económica de la familia no lo permite, o cuando falta la cohesión del grupo, el hospital psiquiátrico se convierte en último refugio, incluso para el enfermo de «buena familia».
El balance de la administración provincial no es halagüeño ni mucho menos. En cualquier caso resulta más atractivo, más vistoso y muchas veces electoralmente más válido que el manicomio.
El primero de los antiguos internados que entrevistamos en Gorizia fue precisamente Andrea.
VASCON: Dice usted que actualmente la situación aquí no es la misma...
ANDREA: Hay una gran diferencia. Antes nos encerraban con rejas, y eso no era todo, sino que nos encerraban a ochenta en la misma sala, y no teníamos sillas y debíamos sentarnos en el suelo. Ni siquiera podíamos ir a los lavabos. Luego había que... a las cinco de la tarde nos hacían cenar y nos hacían ir directamente a la cama, incluso en pleno verano, cuando aún faltaban tres horas de sol. Nos mandaban a la cama con la boca llena. Si yo me atrevía a salir un momento para tomar un poco el aire, inmediatamente venía alguien a buscarme.
VASCON: Pero ¿de qué modo han cambiado las cosas?
ANDREA: Tanto como de la noche al día. Al principio, cuando empezamos estas asambleas, yo fui presidente durante un mes y luego volví a serlo. Entonces nadie se atrevía a abrir la boca, todos estaban como intimidados, atemoriz dos. No tenían el valor de hablar. Yo, que era el presidente, les pedía que lo hiciesen; «Si tenéis algo que decir, hablad, estamos aquí para esto». Pero nadie osaba abrir la boca. Y era porque estaban atemorizados después de tantos años de encierro... El director ha sido quien lo ha hecho todo... Pero al principio fue el doctor Slavich, que cuando vino al pabellón C nos dijo: «Tome a diez o quince enfermos que vamos a dar un pequeño paseo por los alrededores...»
VASCON: ¿Y era la primera vez que salían?
ANDREA: Sí, era la primera vez que salíamos con el doctor Slavich que vino con el director. Entonces todos fueron de paseo. Y todos tenían la impresión de ser resucitados. De repente se imponía otro espíritu, otro ambiente, luego el doctor también tomaba a alguien en su coche y se lo llevaba a dar un paseo más largo, hablando, y cada día nos hizo salir un poco más.
VASCON: Es decir, que usted considera que este régimen de libertad ha hecho bien.
ANDREA: Sí, muchísimo, muchísimo, porque antes de aquello los que estaban encerrados aquí rogaban para morirse pronto. Cuando alguien moría, siempre sonaba una campana, costumbre que ya no se usa. Al sonar la campana, todos decían: «Oh Dios, ojalá fuese yo el muerto»; decían, «yo que estoy tan cansado de llevar esta vida aquí dentro». Muchos de ellos murieron, muchos que hubiesen podido vivir y sanar. Envilecidos porque no tenían ninguna posibilidad de salir, se negaban a comer. Y les introducían la comida por la nariz con la ayuda de una sonda, pero de nada servía porque allí dentro se encontraban sin la menor esperanza de salir. Como una planta que se ha secado porque no llueve, con las hojas marchitas, así era la gente aquí».
VASCON: Y para la enfermedad, ¿también ha sido bueno?
ANDREA: ¡Naturalmente! Actualmente hay muchos enfermos que no quieren regresar a sus casas. Se encuentran bien aquí. Antes, pasaba el doctor, y todos: «¡Doctor, doctor, mándeme de nuevo a casa!» Suplicaban como condenados. Pero el doctor pasaba de largo sin prestarles atención...
Otro testimonio que me impresionó fue el de Margherita.
VASCON: Dígame, por favor, ¿cómo era antes el hospital?
MARGHERITA: Antes el hospital era triste y nosotros éramos tristes.
VASCON: ¿Había rejas, puertas cerradas?
MARGHERITA: Sí, había redes metálicas. Empezaron por quitar las redes en nuestro pabellón y luego nos quitaron las camisas de fuerza y nadie se ha portado tan mal...
VASCON: ¿Y llevaban estas camisas todo el día?
MARGHERITA: Sí, todo el día, desde la mañana a la noche, y muchas veces incluso en la cama nos ataban los pies, los hombros, todo, como Cristo en la cruz...
VASCON: ¿Y dolía?
MARGHERITA: ¿Cómo que si dolía? Por estrafalario que uno sea, no creo que le haga bien tener que estar de aquel modo.
VASCON: ¿No salían nunca?
MARGHERITA: No, nunca salíamos. En aquel tiempo yo ni siquiera iba a trabajar porque tenían miedo de que lo rompiese todo...
VASCON: ¿Ni siquiera en el jardín?
MARGHERITA: Sí, íbamos al jardín, pero incluso allí estábamos atados. Cuando hacía buen tiempo nos llevaban al jardín. Me han atado tantas veces al banco, al árbol que hay allí. Siempre me ataban allí.
VASCON: ¿Y por qué les ataban?
MARGHERITA: Porque se ve que no había un tratamiento como ahora. Es posible que existiese, pero se ve que el anterior director no lo usaba. Desde que ha llegado Basaglia, con el tratamiento de ahora, ha mejorado el hospital en un cien por ciento.
VASCON: Ahora todo está abierto, ustedes pueden ir y venir cuando quieren, ¿no?
MARGHERIT: Sí, ahora sí, pero antes yo no podía, no nos dejaban.
VASCON: ¿Y cómo lo impedían?
MARGHERITA: Con la camisa de fuerza. Luego me ataban los pies con tiras de cuero.
VASCON: ¿Por qué?
MARGHERITA: Porque yo saltaba, era díscola, saltaba porque, en definitiva, me gustaba. Y ellos me creían enferma y por ello me ataban. En aquella época nadie podía decirle a un médico: «Aquella enfermera me maltrata», porque en seguida te ataban. No había más remedio que dejarse tratar como ellos querían y callarse. Ahora, al contrario, todo es muy distinto.
VASCON: Es decir, había tomado forma en ustedes un sentimiento de rebelión que no podía expresarse.
MARGHERITA: Sí. Porque teníamos miedo de que nos ataran, y además también nos hacían máscaras...
VASCON: ¿Cómo es eso de las máscaras?
MARGHERITA: Nos envolvían el rostro con una tela mojada y luego apretaban con fuerza, y nos tiraban agua al rostro. ¡Era para morirse!
VASCON: ¿También a usted se lo hicieron?
MARGHERITA: También a mí, sí, desgraciadamente también a mí. Y por la noche me hacían dormir encerrada en una jaula.
VASCON: ¿Una jaula?
MARGHERITA: Nuestras camas estaban rodeadas de rejas y con cadenas a cada lado, y yo... a mí me encerraban dentro.
VASCON: Como un pájaro o un león...
MARGHERITA: Entonces, algunas veces me rebelaba, porque estaba harta de estar encerrada, y como que me las sabía todas, me desataba yo misma para salvarme, puesto que ellos no querían abrir...
VASCON: Y ¿cuánto tiempo permanecía usted en esa jaula que recubría la cama?
MARGHERITA: Toda la noche. Nos acostábamos a las seis de la tarde y hasta la mañana siguiente.
VASCON: ¿Qué impresión le hacía estar en esa jaula?
MARGHERITA: Me hacía daño porque veía que los demás estaban libres y yo era la única enjaulada...
VASCON: Y entonces, ¿qué hacía usted? ¿Se ponía a gritar?
MARGHERITA: Sí, gritaba y luego desmontaba la jaula para salir fuera, y la arrastraba con los pies mientras luchaba por salir fuera...
VASCON: Y cuanto más se agitaba usted, más enferma la creían los otros, ¿no?
MARGHERITA: Exacto, y luego nos ataban. Si hacíamos cualquier cosa que no debíamos, nos ataban y no podíamos movernos...
VASCON: Y después que hubo desaparecido la jaula...
MARGHERITA: Pensábamos que era extraño, después de tantos años, encontrarnos de aquel modo, que las quitaran de repente. Nos sentíamos aliviados.
VASCON: ¿Contentos?
MARGHERITA: Muy contentos, ya puede suponerlo.
VASCON: Les habrá parecido muy extraño poder salir fuera.
MARGHERITA: Sí, también extraño, porque después de pasar tanto tiempo encerrados, encerrados, siempre encerrados, luego poder andar...
VASCON: Y actualmente ¿qué hace la comunidad?
MARGHERITA: Voy a cantar dos veces por semana. Por la tarde, voy a la escuela y trabajo, en electroencefalogramas. Arriba, en la dirección. Pongo el casco con todos los electrodos necesarios en la cabeza. Es una especie de electrocardiograma, sólo que para la cabeza.
VASCON: ¿Tiene usted otras ocupaciones?
MARGHERITA: Aquí, en el pabellón, me paso todo el tiempo haciendo punto de media porque no puedo estar sin hacer nada, me pongo nerviosa.
VASCON: Y en el encefalograma, ¿trabaja usted como empleada, como asistenta?
MARGHERITA: Como asistenta técnica.
VASCON: Es decir, que ha aprendido bien el trabajo...
MARGHERITA: Sí, y me siento celosa de mi trabajo. No quiero enseñárselo a nadie, es un trabajo que me gusta.
VASCON: Este es su trabajo. Y como distracción durante su tiempo libre se dedica a la música, ¿no?
MARGHERITA: Sí, me dedico a la música y dos veces por semana tenemos canto, luego el sábado tenemos cine, el domingo baile y hacemos alguna salida...
VASCON: ¿Por qué creen ustedes que antes les ataban?
MARGHERITA: Antes nos ataban porque no existía el mismo procedimiento de curación que se sigue ahora. O existía, pero no lo utilizaban.
VASCON: Ahora que se practica este procedimiento, no se ata a nadie. Entonces, ¿son lo mismo para usted las camisas de fuerza que las píldoras?
MARGHERITA: Yo creo que sí porque uno se queda tranquilo. Si no basta una píldora, te dan dos, tres, y mientras tanto, la persona se calma.
VASCON: O sea que sin estos comprimidos, esto sería semejante a lo de antes...
MARGHERITA: Sí, sería como antes. Basta con ver que basta una palabra para hacerles saltar...
VASCON: Dígame, ¿no toma usted comprimidos actualmente?
MARGHERITA: No.
VASCON: Pero antes la ataban, ¿qué ha pasado?
MARGHERITA: Antes era aún peor que eso, nos hacían electroshock.
VASCON: Pero ¿no cree usted que el hecho de ser libre, de poder trabajar, de que no la aten ni la repriman es lo que le ha hecho bien?
MARGHERITA: Creo que sí.
VASCON: ¿O son los medicamentos?
MARGHERITA: No, no se trata de eso, porque yo no tomo medicamentos, y sin embargo... me siento mejor.
VASCON: Entonces hay que pensar que ha sido este sentimiento de libertad...
MARGHERITA: Sí, el sentimiento de libertad, porque una persona que se encuentra encerrada se enerva, incluso sin ser nerviosa, sólo por el hecho de estar encerrada, ver que no puede hacer una cosa u otra que desearía hacer...
VASCON: ¿Había otras enfermas, aquí, que estaban encerradas como usted?
MARGHERITA: Sí, varias. Y ahora van a trabajar, al bar, al cine.
Y he aquí la entrevista con Carla, una de las enfermas más conocidas y más escuchadas del hospital.
VASCON: Usted ha tenido una vida muy complicada y difícil... Ha estado en un campo de concentración...
Dos o tres respuestas de la entrevista no quedaron registradas por defecto técnico del magnetófono.
CARLA: ...en el campo de concentración donde yo estaba, también estaba la pobre princesa Mafalda13.
VASCON: ¿Qué campo de concentración era?
CARLA: Auschwitz.
VASCON: Luego permaneció usted aquí durante algún tiempo, cuando los métodos eran distintos...
CARLA: Muy diferentes, porque a todos nos aprisionaban con camisas de fuerza. Algunos en los árboles, otros en los bancos, y hasta la noche no nos desataban. Ya puede imaginarse en qué condiciones vivíamos. íbamos hechos un asco. Al llegar la noche, nos desataban y nos metían en la cama con los pies y las muñecas atados.
VASCON: ¿Realiza usted algún trabajo en la comunidad?
CARLA: Sí, como secretaria. Llevo la cuenta de las asistencias diarias a las sesiones. Cuando hay reuniones de comité, debo llevar también la relación de los médicos para dar cuenta...
VASCON: En un boletín...
CARLA: Sí, precisamente en un boletín diario, y además debo hacer relación mensual para II Picchio14. También debo entrevistar a todos los médicos, y el único que no me ha respondido —yo quedé un poco humillada—, es un médico cuyo nombre prefiero callar que me dijo no comment.
La comunidad de Gorizia ocupa un vasto espacio verde, sombreado de árboles seculares, donde hay nueve pabellones de dos pisos cada uno, con dependencias, la iglesia y una granja. El cerco de murallas del hospital sigue un trozo de la frontera ítalo-yugoslava. Contiene unos quinientos enfermos, ciento cincuenta enfermeros, nueve médicos, una psicóloga y un clérigo. Algunas religiosas, asistentes sociales y voluntarios completan los efectivos del instituto. Los enfermos llevan trajes civiles en lugar de la habitual blusa gris de numerosos hospitales italianos. Cada uno, pues, es libre de vestir a su gusto, según sus medios y sus preferencias.
Resulta extraño encontrar un hospital situado en un parque tan bonito, tan vasto, tan bien cuidado, siempre animado por el canto de miles de pájaros de todas las especies. También es penoso recordar que, hace sólo algunos años, esta hierba, estos árboles, estas flores y los cantos de los pájaros, sólo servían para hacer aún más triste la vida de los enfermos.
Hoy el hospital se halla prácticamente abierto a todos. En vez del tan común: «Está rigurosamente prohibido entrar, etcétera», hay un letrero que invita a visitar a los enfermos cuando alguien lo desee.
Desde hace algún tiempo, una vez superado el miedo, algunos equipos locales de fútbol amateur vienen a entrenarse en el terreno del hospital.
Con el paso libre —las rejas siempre permanecen abiertas—, el visitante ocasional sigue por las alamedas del parque hasta llegar al bar de la comunidad, situado a trescientos metros de la entrada. A lo largo de su recorrido, se encontrará con numerosas personas, hombres o mujeres, que se pasean, que están sentados ante los pabellones, que juegan a las bochas o que hacen punto de media. Al llegar al bar, se encontrará con varios consumidores sentados en torno a las mesas de la inmensa terraza cubierta o de la sala, llena de humo y de ruido, como en un bar cualquiera de arrabal. Al no poder distinguir a los enfermos de los médicos y enfermeros, completamente desamparado, intentará valerse de términos de comparación y preguntará inevitablemente: «¿Dónde están los peligrosos?»
Se encontrará con que no los hay. No hay enfermos de aquellos que gritan, que se agitan, que se lanzan sobre el médico, el enfermero o el visitante. Y todo, simplemente, porque al no haber rejas, ataduras, camisas de fuerza, medios de coerción generadores de violencia, no se siente, en esta comunidad, el clima de ansiedad tumultuosa que caracteriza a las instituciones análogas.
La pregunta del visitante, sin embargo, está justificada, es decir, es legítima. Efectivamente, forma parte de la lógica de su cultura y de sus hábitos mentales. En un hospital corriente, los enfermos están acostados, o deambulan por los corredores en camisón o en pijama. Médicos y enfermeros van de blanco, pero llevan blusas de diferente corte: higiénico-militar para los segundos y largas y profesorales, o cortas con una cierta coquetería, para los primeros. De este modo, resulta mucho más fácil distinguir las tres clases. Como en el cuartel, en la prisión o en la escuela, son emblemáticamente distintos los oficiales de los soldados, los prisioneros y los guardianes, los alumnos y los maestros. Aquí falta la clasificación exterior, genéricamente considerada como una señal confortante de orden preestablecido, una justa distinción, y este hecho resulta embarazoso para el visitante ocasional. Nada más incómodo que esta dificultad para distinguir las distintas categorías, y por lo tanto para adoptar un lenguaje apropiado para iniciar la conversación: uno habla de forma deferente a un enfermero, mientras que se muestra excesivamente familiar con un médico y ¿quién asegura que este buen enfermero no es un loco? He aquí por qué la primera aproximación a la comunidad acostumbra a ser muda, y las primeras horas se llenan de preguntas dirigidas en voz baja al amigo que nos acompaña, como si se deseara conservar cierta complicidad entre personas «sanas», llegadas del exterior. Este inicio extraño y frío, se disipa, sin embargo, en cuanto empieza la actividad comunitaria, y más exactamente con la asamblea general de la comunidad, que cada mañana se abre a las diez.
La asamblea general de la comunidad reúne cada mañana a enfermos, médicos, enfermeros y asistentes sociales, en la sala mayor del hospital, que de hecho es el refectorio de uno de los pabellones. Los enfermos ayudan a los enfermeros a disponer las sillas en semicírculo, dejándolas de nuevo en su sitio después, al finalizar la reunión. La asamblea es un acto espontáneo, es decir, que no existe ninguna obligación de asistencia, que se puede entrar y salir cuando se quiere, que no se pasa lista de ausentes o de presentes. Al menos en apariencia, no hay ninguna distinción formal o sustancial, entre los miembros de la comunidad: médicos, enfermos y enfermeros, ocupan sus puestos en la sala, mezclándose unos con otros. Estas circunstancias favorecen unas reacciones características de todas las reuniones públicas: los más desenvueltos y extrovertidos se instalan en primera fila. Los leaders, dando prueba de una cierta intuición estratégica, ocupan los puestos clave del semicírculo.
Y en el otro ángulo, protegidos por un muro sin apertura (los otros muros tienen ventanas y puertas, una de ellas muy grande y con cristales), se sitúan los enfermos más retrógrados o aquellos cuya participación testimonia aún una actitud polémica o crítica en relación con la asamblea. Dos o tres enfermos ocupan por turno, la mesa de la presidencia: ellos son los responsables de la conducta de la asamblea, revelando de este modo sus dotes de prestigio y sus grandes recursos dialécticos en la distribución y desarrollo de los temas de discusión. No es extraño que un enfermo en plena crisis quiera sentarse en esta mesa, estorbando el trabajo de los demás y provocando con su actitud, una fuerte tensión en el interior del grupo. En tal caso, sus provocaciones o sus desvarios son soportados o desviados por los demás enfermos con una delicadeza extremada. En efecto, se le reprocha su comportamiento, no en el dominio de la enfermedad, sino en el de las relaciones comunes, de la sensibilidad recíproca, etc.
En este sentido, es curioso notar que la asistencia se nutre con numerosos obreros y campesinos: con el tiempo, su lenguaje se ha depurado y su comportamiento a lo largo de la discusión —con relación a lo que sucede en Italia en instituciones exteriores homologas—, resulta casi excepcional. Esto se debe al hecho de que algunos de entre ellos, influenciados por el comportamiento de los demás (enfermeros, médicos, enfermos) en relación con ellos, han aprendido a mejorar y a hacer más adecuado el suyo. Por lo demás, la asamblea del hospital psiquiátrico de Gorizia desmiente un fenómeno muy extendido en Italia: la casi imposibilidad de que una reunión pública, a cualquier nivel, pueda desarrollarse de una forma coherente y positiva. Como hecho negativo, señalaremos una cierta tendencia al mimetismo por parte de algunos sujetos; sin embargo, el intento de centrar la discusión en algunos puntos concretos, realza la importancia de ciertos temas esenciales desde el punto de vista comunitario y terapéutico: las pagas y las salidas.
Estas pagas son modestísimas retribuciones, concedidas por la administración, que los enfermos reciben cada semana a cambio de sus servicios. Tienden a dar al trabajo un sentido lógico, pero, en numerosas instituciones, como en situaciones análogas a las de los hospitales psiquiátricos, son únicamente un factor de colonización (pensemos en la codicia de que son objeto las concesiones de mano de obra penitenciaria). Sin embargo, estos pocos centenares de liras semanales tienen, en el interior del hospital, un cierto valor económico y es justo que las pagas, los aumentos, etc., sean objeto frecuente de discusión. Por lo que atañe a las salidas, son deseadas como ocasión de distracción y alteración de la monótona vida del hospital, y como posibilidades de contacto con el exterior.
La vida interior del hospital está regulada por las reuniones. La jornada se desarrolla de acuerdo con el programa tradicional (visitas de los médicos a los pabellones, desayuno, apertura del bar, etc.), pero también según el ritmo de las reuniones. Incluso diría que ante las exigencias comunitarias, las actividades tradicionales quedan relegadas a un segundo plano. Hay más de cincuenta reuniones semanales. No interesan todas por igual a las mismas personas, pero hacen que los miembros de la comunidad vivan en un continuo estado de recíproca disponibilidad. Una mañana normal, empieza a las ocho y media con la reunión de los enfermeros, las religiosas, los asistentes sociales y el staff médico. La reunión termina a las nueve. De nueve a diez los médicos visitan los pabellones. A las diez empieza la asamblea general, que dura una hora, u hora y cuarto. A las once, once y cuarto, los médicos, los enfermeros, los asistentes sociales y los leaders de los enfermos (leaders espontáneos, tradicionales o improvisados), se reúnen para discutir el desarrollo de la asamblea. A la una y media se reúnen —una vez a la semana y por turno—, los enfermeros entrantes y salientes de cada pabellón. Por la tarde tienen lugar las asambleas de los pabellones (diarias para los alcoholizados, bisemanales para los demás), las reuniones de médicos y las reuniones de comités. Los visitantes participan a menudo en esta última actividad.
Antes de empezar a registrar la asamblea, he querido interrogar al director del hospital sobre algunos problemas generales.
VASCON: Dado que la vida del hospital está regulada por las asambleas, podemos deducir de ello que éstas constituyen el hecho más importante de la comunidad. ¿Son necesarias, útiles o terapéuticas? ¿Cuál es su finalidad? ¿Es indispensable que sean frecuentes?
BASAGLIA: Nuestras reuniones no pueden ser consideradas como una psicoterapia de grupo, es decir, no tienen una base psicodinámica en su desarrollo o interpretación. Más bien podrían englobarse en la significación general de la dinámica de grupo, sin ninguna referencia específica a este tipo particular de psicoterapia. Dicho de otro modo, las reuniones que se llevan a cabo durante el día tienen esencialmente dos significados: 1) ofrecer al enfermo, en el marco del hospital, varias alternativas (asistir a las reuniones, ir a trabajar, no hacer nada, permanecer en el pabellón, ocuparse en otras actividades secundarias) y 2) crear un terreno de comparación y de verificación recíprocas. Que un enfermo participe en las reuniones, significa que su nivel de espontaneidad es suficientemente elevado, ya que acepta la comparación con los otros. Generalmente, en cambio, la psicoterapia de grupo implica una cierta obligación a participar en ella: los grupos son estimulados y animados por una inteligencia médica. Aquí intentamos actuar de manera que la vida de la comunidad, la vida cotidiana, no esté regulada por una inteligencia médica, sino que sea el resultado de la actividad espontánea de todos los que, de un modo u otro, participan en la vida del hospital. Como habrá usted podido constatar, los médicos, por ejemplo, no participan siempre en todas las reuniones. Probablemente porque se lo impiden otras actividades sanitarias, pero también es posible que quieran evitar expresar en estas reuniones un estado de tensión personal o de agresividad. Y lo mismo sucede con los enfermeros. Estos ejemplos demuestran que la presencia o la ausencia de los personajes y de las jerarquías de la vida institucional, son por sí mismas significativas. Las reuniones sólo tienen peso y valor en la medida en que la presencia de una persona es la expresión de una decisión, una elección entre diversas posibilidades. Tal vez éste sea el principal significado de todas las actividades que se desarrollan a lo largo de la jornada, actividades en parte espontáneas y en parte organizadas por el staff médico. Procurar que tengan lugar continuas elecciones: esta es la base de nuestro trabajo. Las personas en cuestión deben poder tomar sus decisiones sin estar organizadas hacia un fin determinado. Es importante que dicha espontaneidad de elección nazca de la participación de todos los miembros de la comunidad, médicos, enfermeros y enfermos, sin pretender crear, naturalmente, una realidad artificial que no tenga en cuenta la situación, el rol social, el status del enfermo, que es diferente al del médico y al del enfermero. El enfermo aún está atado, desgraciadamente, a una realidad social que le considera un individuo sin ningún derecho. Ponemos entre paréntesis el hecho de que no se le considere como una «persona», del mismo modo que ponemos entre paréntesis la enfermedad.
VASCON: De cualquier modo, vistas desde el exterior, estas reuniones dan la impresión de ser el motor de la comunidad.
BASAGLIA: Y lo son, pero sólo si se las considera como la ocasión, para los miembros de la comunidad, de encontrarse y de compararse: éste es su único significado. El hecho de que el enfermo tenga un status social, un papel diverso al de los enfermeros y médicos, es motivo de comparación y de discusión en las reuniones. A través de esta discusión cada uno va aclarando su propia posición. El enfermo ve en los médicos y en los enfermeros a personas «libres», poniendo en duda el papel privilegiado que ejercen en el seno de la institución; es decir, que analiza, frente a un poder exclusivo, su condición de excluido. Por otra parte, a los ojos de los enfermos, médicos y enfermeros no representan sólo el límite de la realidad, sino también el rechazo, a través de la negación dialéctica de su cometido social, de ser excluyentes. El cometido social del psiquiatra y de los enfermeros, coincide en que ambos son objetivados y determinados, en relación con el enfermo, con el papel de carceleros y defensores de la sociedad. En cierto sentido —tal vez en un grado diferente—, los psiquiatras mismos son excluidos, en la medida en que hacen inconscientemente el juego a la clase dominante. Sobre estas bases se establece el nivel de reciprocidad que permite la confrontación.
VASCON: Entonces, para ofrecer al enfermo un status social nuevo, o renovado, sobre todo en relación con el exterior que se lo niega, es necesario dárselo de un modo continuo...
BASAGLIA: De un modo continuo e independientemente de cualquier interpretación de tipo psicodinámico de las reuniones y de los grupos. Consideramos que la primera realidad del enfermo es ser un hombre sin derechos, e intentamos partir de esta realidad. La rehabilitación sólo es posible a partir de este hecho real: el enfermo es un hombre sin derechos, y nosotros discutimos con él este «ser sin derechos». El enfermo es un excluido y nosotros discutimos con él su exclusión.
VASCON: Se tiene la sensación, desde el exterior, de que están ustedes prescindiendo de la enfermedad, como si ésta no existiera.
BASAGLIA: No es que prescindamos de la enfermedad, sino que, para entrar en relación con un individuo consideramos necesario no tener en cuenta la etiqueta que le define. Yo entro en relación con un hombre por lo que es y no por el nombre que lleva. Por tanto, si yo digo: «este individuo es un esquizofrénico» (con todo lo que implica, por razones culturales, este término), yo me relaciono con él de una forma particular; es decir, sabiendo que la esquizofrenia es una enfermedad contra la cual nada puede hacerse; mi posición sólo podrá ser la de un hombre que únicamente espera la «esquizofrenicidad» por parte de su interlocutor. Se comprende, pues, que sobre estas bases la vieja psiquiatría haya relegado, aprisionado y excluido al enfermo, considerando que no había para él ningún medio ni instrumento de curación. Por ello es necesario Aproximarse al enfermo poniendo la enfermedad entre paréntesis, porque la definición del síndrome ha alcanzado ya el peso de un juicio de valor, de una etiqueta, que sobrepasa la significación real de la enfermedad en sí misma. El diagnóstico tiene el valor de un juicio discriminatorio, sin que por ello se niegue que el paciente esté, de algún modo, enfermo. Éste es el sentido de que pongamos entre paréntesis la enfermedad, que es colocar entre paréntesis la definición y la etiqueta. Lo esencial es tomar conciencia de lo que representa este individuo para mí, cuál es la realidad social en que vive, cuál es su relación con esta realidad. Por este motivo son importantes las reuniones:⁻ porque constituyen el terreno donde se hace posible una confrontación, más allá de cualquier categorización. Se trata de individuos hospitalizados a causa de su enfermedad. Y de su constante confrontación con la realidad, puede surgir la posibilidad de comprender algo de su enfermedad.
VASCON: Está usted hablando de despsiquiatrizadón de su trabajo.
BASAGLIA: La despsiquiatrizadón es, en derto modo, nuestro leitmotiv. Es el intento de poner entre paréntesis cualquier esquema, con el fin de actuar en un terreno aún no codifkado ni definido. Para empezar, sólo se puede negar todo lo que nos rodea: la enfermedad, nuestro cometido social, nuestro papel. Negamos, por tanto, todo lo que pueda dar a nuestra acción una connotación ya definida. A partir del momento en que negamos nuestro cometido social, negamos al enfermo como enfermo irrecuperable, y por extensión nuestro papel de simples carceleros, de responsables del orden público. Al negar al enfermo como irrecuperable, negamos también su connotación psiquiátrica. Al negar su connotación psiquiátrica, negamos su enfermedad como definición científica. Al negar su enfermedad, despsiquiatrizamos nuestro trabajo y lo iniciamos en un nuevo terreno, donde todo está aún por hacerse.
VASCON: ¿Cuál es el punto de partida para ustedes?
BASAGLIA: Hemos partido de la realidad del manicomio, que es trágica porque es opresiva. No era posible que centenares de seres viviesen en unas condiciones de vida inhumanas por el sólo hecho de ser enfermos, y no era posible que nosotros, en calidad de psiquiatras, nos convirtiésemos en artífices y cómplices de tal situación. El enfermo mental es «enfermo» sobre todo porque es un excluido, y está abandonado por todos. Porque es una persona sin derechos, en contra de la cual todo es posible. Por ello, nosotros negamos dialécticamente nuestro cometido social —que nos pide considerar al enfermo cono un no-hombre—. También negamos por extensión, en el plano de lo práctico, la no-humanidad del enfermo como último resultado de su enfermedad, e imputamos el nivel de destrucción a la violencia misma del asilo, del instituto, cuyas mortificaciones, prevaricaciones e imposiciones, nos remiten automáticamente a la violencia, a las prevaricaciones y a las mortificaciones sobre las cuales se funda nuestro sistema social. Si todo esto ha podido suceder es porque la ciencia —siempre al servicio de la clase dominante—, decidió que el enfermo mental era un enfermo incomprensible y, como tal, peligroso y de reacciones imprevisibles, dejándole como única posibilidad la muerte civil.
Nota: numerosos asistentes, tensión y ansiedad difundidas. Renato, en estado de crisis, se muestra agresivo y provocador. Giovanna preside.
GIOVANNA: ¿Se han informado ustedes del procedimiento a seguir para obtener este subsidio? Me parece que este asunto a todos nos importa.
MASO: El procedimiento a seguir no es demasiado complicado, prácticamente consiste en rellenar una solicitud. Yo lo he hecho, pero me la han devuelto. La he rellenado de nuevo, y ya veremos. El procedimiento no es complicado, no, yo creo que sólo falta comprensión, voluntad de aplicar la ley: este artículo dice que yo tengo derecho a un subsidio, pero cada uno lo interpreta como quiere, y esa es la causa de que no se consiga nada.
GIOVANNA: ¿Qué es lo que no era correcto en su solicitud? ¿Le han dicho por qué se la devolvían?
MASO: Sí, me lo han dicho. Me han dicho que es cierto que yo no soy un privilegiado, pero que mis parientes más próximos, como mi padre y mi hermana, tienen una casa, un trozo de tierra, como si fuesen rentistas. Por ello dicen que no necesito el subsidio.
LUCIA: Usted no es un menor para vivir a expensas de ellos.
MASO: Sí, pero según ellos lo que es justo nunca ha sido cierto.
ANDREA: Cuando trabajas, tus padres te dan un plato de sopa, en caso contrario, te dicen: «Arréglatelas como puedas, intenta ganarte la vida. No puedes seguir viviendo con nosotros, no eres de la familia».
RENATO: Yo, por ejemplo, llegué aquí hace ocho años. El señor director y los médicos me hicieron quince electro-shocks. Me rompieron todos los dientes de arriba. ¿Es justo eso? Yo os denuncio. Toda la culpa es de ellos. {Blasfema, impreca).
MASO: Renato, creo que no es este el momento más indicado para este tipo de discusiones.
GIOVANNA: He escuchado todo lo que ha dicho el señor Maso y lo he entendido perfectamente; sin embargo, quisiera añadir algo más. Él dice que ha pedido esta pensión, que sus padres viven bien y que podrían ocuparse de él. Pero se encuentra hospitalizado, es decir, que no es libre. Aquí tenemos una ley, no sé si es justa, pero creo que no, y esta ley dice que al salir de aquí debemos ser confiados a alguien que debe avalarnos con su firma. La razón es que nunca están seguros de nosotros. Somos como un paquete, este paquete debe ser custodiado, pero ¡ay!, si el paquete llega abierto, si alguien lo mueve o si falta algo. Y lo mismo sucede con el enfermo que regresa a su casa: sus padres se encargan de todo pensando en él. Pero entonces, yo me digo: es inútil que salga. Si alguien me hace una señal y yo reacciono, si empiezo a reaccionar ante esto o aquello, mis padres, encargados de mi custodia, pronto dirán: «Nos da demasiadas molestias, que la encierren de nuevo».
MASO: Es un razonamiento mezquino, dejad que lo haga yo mismo. He oído decir una cosa: tanto en la sociedad como en los ministerios y las grandes oficinas, prácticamente reina la ley del mal: los peces grandes se comen a los peces chicos, y los peces chicos no tienen más remedio que dejarse comer.
GIOVANNA: Esto es en el exterior, fuera, entre los obreros, los pobres, y los ricos que se aprovechan de ellos y que les explotan. En esto estoy de acuerdo. Pero nosotros, nosotros somos enfermos, admitamos que somos enfermos; por lo tanto, debemos ser protegidos con rigor durante un cierto tiempo, luego es distinto, como sucede con los niños al principio.
ELDA: Yo digo que es absurdo pensar que nosotros seamos como niños que deben ser protegidos cuando estamos fuera del hospital. Los niños pequeños sin duda estarán bien en el asilo, pero nosotros somos personas mayores y a nuestra edad tenemos nuestros derechos, que no son los derechos de los niños de asilo.
RENATO: Bueno, os diré una cosa, que nosotros no podemos tener nuestros derechos: cuando uno de nosotros ha estado en un hospital, cuando ha estado en un hospital psiquiátrico durante cinco años, no tiene derechos civiles.
BASAGLIA: Precisamente por ello la señora Giovanna decía que cuando una persona sale del hospital psiquiátrico es como un paquete.
GIOVANNA: Sí, sí, es como un paquete. Yo lo sé, porque cuando viene mi hijo a buscarme debe firmar. En casa no me tratará así por diversas razones: entre otras porque, gracias a Dios, se da cuenta de que yo razono. Pero en algunos aspectos, para mí está claro, somos como un paquete.
UNA VOZ: No todos somos iguales, por favor. Hay dos familias: los hermanos de Roma y los obreros.
SLAVICH: El señor Maso salió del hospital. ¿También él se siente como un paquete?
MASO: Yo empecé a ir a la escuela en 1946. Todas las mañanas iba a Trieste, vivía prácticamente en Trieste y volvía a las nueve o a las diez de la noche, a veces incluso a medianoche, con dos paradas: Aurisina y Monfaleone. Al terminar mi época escolar, empecé el servicio militar, y de nuevo estuve fuera de casa. Luego trabajé en los ferrocariles, y de nuevo fuera de casa, en Venecia. Y siempre me las he arreglado yo solo, nunca he tenido necesidad de mi madre, ni de mi hermana. Siempre he sabido seguir adelante por mis propios medios. Por ello no me afecta demasiado estar solo.
GIOVANNA: Usted tal vez no se siente afectado por ello, pero los otros, cuando usted está fuera, no creo que se queden muy tranquilos, porque siempre hay una cierta tensión, porque se preguntan: «¿Dónde estará ahora? ¿Quién sabe si volverá, quién sabe si bebe?...»
PIETRO: Estoy de acuerdo con todo esto. Es necesario, pues, tener una familia. Cuando no se tiene la posibilidad de vivir, cuando se niega incluso esta pequeña ayuda, este pequeño apoyo, ¿cómo podría yo mantener a una mujer, pagar el alquiler, la electricidad, los impuestos y todo lo demás? ¿Qué hacer, cómo realizar todo esto sin trabajo, sin nada? ¿Pueden ustedes decirme cómo hacerlo? ¿Y quién no desea tener una familia? ¿Qué se creen ustedes? Mientras yo tenía madre, padre, hermana, ¿creen ustedes que no estaba bien? Yo vivía como un príncipe, nunca he estado mejor que entonces y nunca más volveré a estarlo, creo, aunque ganara el premio gordo en la lotería.
GIOVANNA: Escuche, señor Pietro, no tengo la intención de vejarle, lo que voy a decir no debe humillarle: usted ya ha dejado el hospital, y ahora, de nuevo está por aquí, nada puede impedirle que vuelva aquí, ¿tan fuerte es esta costumbre de estar aquí, porque se siente protegido? ¿Está usted bien, aquí? ¿Se siente bien?
ÁNGELA: Yo encuentro aquí la paz, la tranquilidad, y me siento amparada. Ayer era mi aniversario, y vine aquí, y sé que cuando lo deseo puedo salir. Mientras que si estoy fuera y hago cualquier tontería, me traen aquí por la fuerza. Por ello vine antes, para estar segura de no hacer tonterías, y así puedo salir. Ayer, como de costumbre, en mi casa hicieron una fiesta por mi aniversario, bebimos un poco...
UNA VOZ: Es decir, señora Ángela, que se siente usted protegida viniendo a pasar el día en el hospital, ¿no?
ÁNGELA: Sí.
UNA VOZ: Entonces es inútil devolver a la gente a sus casas si después todos vuelven aquí.
ÁNGELA: No es cierto; vuelven aquí en un momento de desaliento.
ELDA: Hace quince años que no he estado en mi casa. El señor director siempre me dice: «A mediados de agosto, por Pascua», y este día nunca llega.
ÁNGELA: Ayer vinieron tres señoras a verme en mi casa, y a pesar de todo yo vine aquí.
RENATO: ¿Y qué viniste a hacer? Quédate fuera. La libertad es hermosa. Ellos te meten en una celda.
ALDO: Ha venido porque fuera podría beber, y tiene miedo a la bebida...
ANGELA: Temo la bebida porque me hace daño, sólo un poquito ya basta para hacerme daño. No soporto el alcohol.
BASAGLIA: Señora Giovanna, dígame, por favor: ¿por qué una persona viene a refugiarse en el hospital?
RENATO: Porque los otros se ríen de nosotros. ¿Cuántos años hace que estás aquí, tú?
ANDREA: No lo recuerdo.
RENATO: Yo llevo ya ocho años dando vueltas por este asilo, no se trata de un mes o dos. Ahora, últimamente, se ríen de mí y ya es hora de ponerle fin a <.so. Siempre hay un enfermero que me acompaña, ¿acaso he matado a alguien?
ÁNGELA: Cuatro años seguidos sin ver el sol...
RENATO: Y aún es poco, necesitarías diez para luego verte de nuevo dentro. No irás lejos y seré yo quien venga a buscarte.
PIETRO: Yo sentiría estar tan ocupado que no pudiese venir. Me gusta volver a ver a las buenas personas, y también a los enfermos, me siento feliz cuando vuelvo a verles .
RENATO: Lo que yo tengo enfermo es el corazón, y no la cabeza. Recordadlo bien, y que también lo tenga presente el señor director: el corazón y no la cabeza.
BASAGLIA: ¿Qué entiende usted por enfermo del corazón?
RENATO: Ver a estos pobres desgraciados que está usted echando a perder y nada más. ¿Cuándo volveré a casa? Mañana, por Pascua, por Navidad, a mediados de agosto: no me gusta estar aquí dentro. ¡Hace falta más seriedad aquí dentro, más seriedad y más severidad!
UNA VOZ: En mi opinión, si tuvieses el corazón enfermo, en este momento estarías en el hospital civil, en un servicio de medicina general, y no en un hospital psiquiátrico.
RENATO: Son ellos quienes han querido enviarme aquí. ¿Tal vez estoy loco? ¡No! Yo tengo el corazón enfermo, lloro todos los días.
UNA VOZ: De todos modos, la seriedad implica, además de una regla, muchas otras cosas. También cuenta la severidad, y más cosas. Y entonces no nos encontraríamos en las condiciones en que nos encontramos hoy. No hay que considerar la seriedad simplemente en tanto que seriedad... Prácticamente, los otros hospitales «serios», como dices tú mismo, prácticamente no tienen lo que nosotros tenemos.
RENATO: Hace dos meses que estoy aquí dentro, en el pabellón C y el Montepío no me paga para comer como los cerdos del C. Con esto basta.
ANGELA: Ya que usted habla de que tiene el corazón enfermo, le diré que yo sufro del hígado, y me he pasado cuatro años en el pabellón C. Debía permanecer allí porque allí está la enfermería. No pretenderá usted que le pongan en otro pabellón estando enfermo del corazón.
Largo silencio.
ELDA: He observado que los enfermeros tienen un sueldo considerable, ya que reciben mucho dinero...
GIOVANNA: Los enfermeros no tienen un sueldo considerable. Un padre de familia tiene poco...
ANGELA: Y además tienen grandes responsabilidades. Si uno barre y da un golpe a otro con la escoba, la enfermera es la responsable...
UNA VOZ: ¡Entonces que barra ella misma! Esta mañana he barrido las escaleras y no he podido tomarme el desayuno con pan y todo, para ayudar a la enfermera. Yo no estoy loco. Estoy sano de espíritu, estoy aquí por delincuencia.
OTRA VOZ: La responsabilidad nunca es de una sola persona, del mismo modo que la falta nunca es de uno solo, sino de todos.
GIOVANNA: Si uno se dirige a un enfermo con buenos modales, este enfermo no se vuelve contra uno.
UNA VOZ: Aquí debo apretarme el cinturón hasta mediodía aunque tenga hambre. Mientras trabajo, yo tengo la costumbre de tomar una merienda.
ANGELA: No crea usted, señor, que está obligado a apretarse el cinturón hasta el mediodía. Si desea comer algo, si lo necesita... yo vengo de fuera y si pido una taza de leche, me la dan.
UNA VOZ: ¡También a mí, pero debo pedirla! ¡Yo no necesitaba pedir, porque siempre había tenido cuanto deseaba para comer! Y el otro día me robaron la merienda. Si llego a adivinar quién es, enfermero o enfermo, ese pasará un mal rato.
ANGELA: No hace falta ponerse así, vamos, será alguien que lo ha hecho sin mala intención. Por mi parte, yo doy las gracias a los doctores, enfermeros y enfermos que me han ayudado. Pero si yo tuviese que ir otra vez a un hospital para mi enfermedad, como deberé hacerlo, prefiero venir aquí. Los médicos y el director saben cuánto me cuesta venir aquí. Una noche vine a las nueve, a suplicarles que me admitiesen porque ya no podía más. Cuántas veces he suplicado: «¡Ayúdenme, no puedo más!» Se lo he pedido a todo el mundo por la calle —y el señor Antonio puede decirlo—, cuántas veces he suplicado: «¡Ayúdenme, no puedo más!» El Montepío no ha querido hacerme los papeles ni nada. No podía más que dejar a mi hijo de veintidós años en la cama, con 39° de fiebre, y venir aquí. En casa lloraba, y gritaba. Mi hijo vino a casa y estaba cumpliendo el servicio militar, vino a casa y estaba enfermo. Yo, aquí, siempre me he sentido bien, no puedo quejarme ni acusar a los médicos. Sólo pido una cosa, por favor, aún os necesito: en vez de darme estos comprimidos que no están hechos para mi estómago, dénme otra cosa. Y aún tengo algo más que decir: señor director, el último domingo me robaron mil trescientas liras. Naturalmente yo no acuso a nadie. Pero esto no sólo me ha pasado a mí, sé de otra enferma. No «cuso a nadie, ni a las enfermeras ni a la madre superiora, porque la pobre no puede tomar sobre sí esta responsabilidad. Yo estoy sana mentalmente.
OTRA VOZ: Estas cuestiones deben resolverse en el interior del servicio.
ANGELA: Yo quisiera decirle, señor director, que incluso en el pabellón A-Mujeres, lo mismo que en el pabellón A-Hombres, hacen falta armarios para poder guardar nuestras cosas. De otro modo no se pueden guardar. No tenemos ni siquiera una silla junto a la cama ni un pequeño armario para guardar en él nuestras cosas. Yo no acuso a nadie, ni siquiera a los hospitalizados, son enfermos, no lo hacen deliberadamente, lo hacen por olvido, no saben cuáles son sus cosas. Me sucedió el otro día que, cuando iba a salir con Irma, ella cogió mi vestido y dijo que era el suyo, y no quiso devolvérmelo.
RENATO: (mucho más calmado): ¿Qué tienen que ver esas historias con la asamblea?
ANGELA: Algo tienen que ver. Se está bien aquí, se come, se bebe, se duerme, y si yo no tuviese hijos firmaría inmediatamente para quedarme siempre aquí. Me siento bien aquí, me siento como jamás me había sentido, y todo se lo debo al señor director y al doctor Slavich, al cual conocí primero.
BASAGLIA: Cuando mandamos fuera a un enfermo, queda bajo el cuidado de un pariente. Y muchas veces le acogen como si se tratara de un paquete.
GIOVANNA: Yo no retiro lo que he dicho.
BASAGLIA: Haría falta saber si los demás están de acuerdo con usted sobre este punto.
GIOVANNA: Sí, todos excepto los que vienen para un mes o dos, que siguen una cura. Los que están aquí desde hace varios años son otra cosa. Usted mismo, antes de internar al enfermo, le da consejos: intenta hacer esto y aquello, porque si la cosa no es segura se precisa la firma.
UNA VOZ: Y sin embargo, hay muchos que viven fuera y que no vienen aquí. Viven fuera y están muy contentos.
GIOVANNA: Esto quiere decir que han triunfado, que se han portado bien y que todo va bien. Pero no se trata de la totalidad, deben ser el 10%. Debe haber un 10% que se adapta y que se conduce bien.
RENATO: Habría que mandarles a trabajar fuera en vez de tenerles encerrados dándoles de comer. Habría que coger otros enfermos en su lugar, hay más enfermos fuera que dentro. Aquí se enmohecen, necesitan trabajar.
GIOVANNA: Pero ya dije el otro día que esto no es una fábrica. No hay que olvidar que se trata de un hospital y si te dan un trabajo es un trabajo para pasar el tiempo. Además, ganas algún dinero y te sirve de distracción durante la jornada que es larga, sobre todo para los hombres. Y tener la satisfacción de ganar quinientas, ochocientas o mil liras a la semana, que para uno es como un viático, ayuda. Yo, que ya tengo sesenta años, trabajo de la mañana a la noche y soy feliz mientras trabajo. ¡El trabajo hace olvidar muchas cosas, Renato! No hay que enfadarse.
RENATO: Y mientras tanto han aumentado la cerveza, el café, etc.
GIOVANNA: Han tenido que aumentarlos.
RENATO: ¿A dónde va a parar este dinero?
GIOVANNA: Es para lo de Bled.
UNA VOZ: Para hacer una excursión a Bled no hay dinero. Usted dijo ayer que no había dinero.
GIOVANNA: ¿Cómo que no hay dinero? Nadie ha dicho que no hubiese dinero.
TOMASSO: Ayer estuve presente y casi me dio la impresión de que el señor Furio se estaba burlando de nosotros: no quiso decirnos cuánto había en la caja del club para las excursiones y para lo demás.
GIOVANNA: Esto no es cierto. Él no sabe nada.
LETIZIA JERVIS: No es que no quiera, Tomasso. Yo tampoco sé nada.
FURIO: Yo sólo podría dar una cifra aproximada. Debe haber, no sé, alrededor de cuatrocientas mil liras. Pero pueda precisar lo que se gastó para ir al circo: se gastaron cuarenta y siete mil liras. Puedo decir esto porque me lo han comunicado. •
ANDREA: ¿Y le parece a usted bien gastar cuarenta y siete mil liras para ir al circo?
GIOVANNA: A mi modo de ver fue un error. Yo ya dije que no desde el principio.
BASAGLIA: Entonces, ¿para qué sirve el dinero?
GUIDO: Para las salidas.
ANDREA: ¿Salir de una jaula para entrar en otra os parece que es una salida?
BASAGLIA: Yo creo que sí. Es una distracción.
ANDREA: Esto será para usted, que es libre, pero para los que estamos aquí como perros, como esclavos, es otra cosa: ¡una cerveza vale ciento cincuenta liras, una Coca-Cola, ciento cincuenta liras! ¿Cómo pueden hacerlo estas pobres gentes? ¿Esto les parece bien? ¿Por qué no se organiza una excursión a Castelmonte o a Barbana?
BASAGLIA: Si ellos han querido ir al circo, no comprendo por qué se han opuesto ustedes. Ellos han querido hacerlo. No les hemos obligado nosotros.
CAS AGRANDE: Había ciento veinticinco que querían ir allí. Los que no quisieron ir, no lo hicieron.
ANDREA: Si llegan a tener que pagar no hubiesen querido ir ni siquiera veinte.
RENATO: Creo que ahora se podría someter a discusión la posibilidad de hacer una salida cada mes.
ANDREA: Ahora, hacemos una salida a Capriva o a Cormons: el círculo paga y nadie llegará a arruinarse. Al menos uno puede cenar, beber cualquier cosa durante el paseo, pero ¿pagar ciento cincuenta liras por un helado o por una botella de Coca-Cola? En cambio si van de paseo tienen una cena, comen todos, tienen por lo menos un bisteck, señor director, sin pagar, los quinientos, todos hubiesen querido ir, pero si llega a ser necesario pagar no hubiesen ido ni siquiera veinte.
RENATO: Y con la salida ocurre lo mismo. Si fuese necesario pagar nadie iría.
ANDREA: Una salida es siempre una salida: al salir, uno come.
RENATO: Pero si uno quiere comer bien tiene que pagar.
VITTORIA: Y, sin embargo, habéis ido allí, os habéis divertido, y ahora protestáis.
BASAGLIA: ¿Qué dice usted, Vittoria?
VITTORIA: Primero fueron allí, hicieron cualquier cosa para ir, y ahora están arrepentidos.
FERRUCCIO: No estamos arrepentidos, lo pasamos bien.
FURIO: Me parece que la decisión de ir al circo se tomó precisamente en asamblea, y creo que si alguno no estaba de acuerdo debía haberlo dicho antes.
RENATO: Yo no estaba allí, estaba enfermo.
GIOVANNA: Ahora vamos a hacer dos salidas, en junio y en julio.
FURIO: Opino que el problema de las salidas debe plantearse de tal modo que se pueda elegir el modo de hacerlas: en grandes grupos, en pequeños grupos, dónde ir, estudiar los itinerarios...
RENATO: Pero ¿por qué no dejamos de hablar? Todos los días hablamos las mismas cosas, ¿qué tienes que decir tú, cabeza de chorlito?
ANDREA: Si vamos a hacer una salida podríamos ir a Cormons o a Capriva. No demasiado lejos.
RENATO: ¿Cuánto tiempo creéis que voy a quedarme aquí aún, dos años?
Larga pausa. Discusiones en grupitos.
ELDA: Dado que el profesor Basaglia y yo hace varios años que nos conocemos quisiera pedirle un favor: que me destine al pabellón A, puesto que no quiero dormir con las mujeres de allí, ¿entendido? Yo no duermo con las demás enfermas: me desagradan ¿de acuerdo? Que me destinen de nuevo al pabellón A donde tiene que haber un sitio para mí. Estuve allí durante ocho años y todas las enfermeras me adoraban. Que yo sepa, nunca he armado escándalos ni nada de eso. Entonces, ¿podré ir allí?
VOZ DE MUJER: Tan desagradables te parecemos...
ELDA: ¡Sí, tanto!
VOZ DE HOMBRE: Vamos a ver, Giovanna, ¿cuándo haremos esta salida?
GIOVANNA: Aún falta discutir cómo, cuándo y dónde hacerla. No basta con decir salimos.
MASO: Poneos de acuerdo y haced una hermosa excursión a Venecia.
ANDREA: No, no a Venecia, es demasido lejos. Venecia es un lugar para ir a bañarse y nosotros no vamos a bañarnos.
GIOVANNA: Para hacer una salida hay que preparar las cosas a la perfección, discutirlo antes y no así.
MASO: A mi modo de ver, después de lo que he oído por radio, con la nueva organización de los hospitales psiquiátricos habrá una cierta mejoría. Yo creo, estoy casi seguro de ello, que los servicios mejorarán: la remuneración de los enfermeros se aumentará, con el consiguiente aumento de gastos en algunos miles de millones o quinientos millones, de los cuales podrán beneficiarse igualmente los pobres enfermos. Estoy casi convencido de ello, puesto que cuando algo cambia siempre entraña un bienestar en todas las ramas. Entonces podríamos emprender distintas cosas, y también para los enfermos.
BASAGLIA: ¿Por qué estos enfermos son diferentes de los otros? ¿Por qué son los últimos en ser tomados en consideración?
MASO: ¿Son diferentes a los demás?
RENATO: Porque aquí somos esclavos y no enfermos.
MASO: Entre los que he conocido aquí, muchos han tenido los primeros síntomas durante la guerra, muchos han quedado inválidos, como yo que perdí la cabeza a raíz de un accidente de carretera. Algunos, en cambio, ya nacieron así, pero son pocos. Digamos que el malestar que reina en la sociedad obliga a la gente a convertirse en enfermos y a venir a estos hospitales. Porque está claro que cuando se tiene bienestar es muy difícil que uno se ponga a beber o a hacer extravagancias. La miseria es la causa de todo esto.
BASAGLIA: Los ricos, sabe usted, también llegan a estos extremos...
MASO: Muy pocos de ellos. Son otras las razones que los conducen aquí.
ANGELA: También es por una enfermedad, porque yo conozco a algunos que viven bien, que tienen todo el confort, todo lo que necesitan, y, sin embargo, beben.
MASO: Sí, sólo los ricos, los millonarios. Se les puede meter en una clínica y no pierden ninguno de sus derechos cívicos, no quedan señalados.
ANGELA: Yo creo simplemente que son las miserias humanas las que nos traen aquí.
RENATO: Hace ya ocho años que doy vueltas por este hospital para curarme. ¿Por qué no me envían a otra clínica?
GIOVANNA: Ahora, en el hospital, se encuentran todas las clases sociales.
BRUNO: Sí, seguro, pero por lo que he visto, por lo que he podido percibir mirando a mi alrededor, somos unos seiscientos o setecientos en este hospital, y todos somos pobres. Y en los otros hospitales es lo mismo. Tal vez de seiscientos podrá haber cincuenta que estén bien: un cinco por ciento. Los otros son sólo pobres gentes a quienes la miseria ha conducido aquí. Yo veo que cuando un pobre desgraciado no tiene más que cien liras en el bolsillo, y no puede pagarse ni siquiera un bocadillo con estas cien liras, si no recoge nada, ¿qué puede hacer? Va y se paga un cuarto de vino tinto, sin comer naturalmente: y a fuerza de darle, acaba aquí. Mientras que si puede comer lo que quiera, ya no se le ocurrirá beber: se beberá un vaso y santas pascuas.
GIOVANNA: Pero si tiene dinero para pagarse un vaso de vino también lo tiene para pagarse un bocado.
BRUNO: Cuando uno no tiene dinero se pregunta: «¿Qué estoy haciendo? Para una cena no me alcanza; un bocadillo no me basta; voy a tomarme un cuarto de vino tinto con mis cien liras». Y uno se contenta con este cuarto de vino tinto, se emborracha, y luego cae, y así sucesivamente. Los nervios se debilitan, el cerebro se debilita y no se piensa en la miseria. Y si uno no bebe, son las desgracias y los trastornos los que le enferman.
MASO: Sin embargo, señor, usted puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera, porque nunca he visto a nadie que comiera como usted. Puede usted quedarse aquí, porque para mantener a alguien como usted, fuera, hacen falta por lo. menos tres mil liras al día.
RENATO: Cuando uno sabe que la vida de fuera es como es, no sale sin tener un apoyo...
ANDREA: A usted le gusta mucho quedarse porque aquí la comida es suficiente, usted puede comer cuanto quiera. Pero fuera hay que trabajar.
MASO: Incluso para los que beben, si lo hacen normalmente y también comen, el vino se convierte en una especie de medicina.
BASAGLIA: ¿Cuáles son los problemas de los enfermos que no son enfermos mentales?
MASO: No sé nada de mí. No soy psiquiatra, usted es quien debe saberlo. Estoy casi seguro de que es posible modificar un estado de la naturaleza. Los que enferman, en mi opinión pueden ser curados, pero todo depende de ustedes, de su capacidad, de sus posibilidades.
La liberalización del hospital tuvo durante mucho tiempo su avanzada en el pabellón B-Hombres, que fue el primero en regirse de un modo «comunitario». Esta liberalización fue posible gracias a la voluntad común de los enfermeros de este servicio. El testimonio que transcribimos a continuación es el registro de una reunión que agrupó, mucho después, en torno al micrófono, a algunos médicos y a los enfermeros del pabellón B, para discutir acerca de la función de este pabellón piloto y de su actual situación.
BASAGLIA: A mi modo de ver este debate podría suministrarnos la opinión de los enfermeros del pabellón B, que fueron los primeros en abrir completamente un servicio. Como quiera que a partir de este hecho la experiencia comunitaria se ha extendido al resto del hospital, creo que podríamos discutir este problema.
DIZORZ: Yo creo que los otros pabellones aún no han llegado al punto que llegamos nosotros entonces.
BASAGLIA: ¿Cree usted que un servicio es más o menos comunitario según el tipo de enfermos que tiene? Éste es, según creo, el punto de vista de ustedes. En el curso de precedentes reuniones, usted ha dicho igualmente: «El pabellón B fue constituido de un modo particular. Se reunió a un grupo de unos cincuenta pacientes de un nivel de rehabilitación satisfactorio, que debía representar un cierto tipo de enfermo, etc. Luego, estos enfermos salieron y fueron reemplazados por otros, y aquello cambió el sentido del servicio».
DIZORZ: Usted ya sabe cuál es mi punto de vista. En el momento actual nos encontramos al mismo nivel que antes. Los veinticinco enfermos que volvieron a sus casas eran casos particulares...
BASAGLIA: Entonces, ¿usted cree que no habrá otro pabellón como el pabellón B?
SLAVICH: Por lo que a mí respecta, yo creo que cada servicio se forma realmente con las personas que lo componen. Lo que se hace allí o lo que no se hace, depende de lo que estas personas hacen o no hacen en el servicio. Que en el momento actual el pabellón es distinto de como era en 1964, me parece algo evidente. Tal vez lo que podríamos discutir es si actualmente es en realidad peor que antes. Sin perder de vista que «diferente» no significa siempre «peor».
DIZORZ: Yo creo que para nosotros, los enfermeros, es peor. Para ustedes, desde el punto de vista médico, tal vez pueda ser tan sólo diferente.
BASAGLIA: Perdón, pero ¿qué entiende usted por servicio peor o mejor?
DIZORZ: Bueno, no diré que sea peor, lo que digo es que Actualmente hay unos problemas que antes no existían. Antes estábamos preocupados porque la cosa era nueva, porque el parque nunca se había abierto. Se le debía prestar atención. Queríamos saber dónde estaban los enfermos, qué hacían. Esto mismo es lo que intentamos actualmente, pero los enfermos ya lio son los mismos. Los otros, ya los conocemos bien, e incluso a algunos les conocemos desde hace años. Muchos de ellos estaban hospitalizados para toda la vida... Pero me parece que actualmente no tenemos la seguridad que teníamos entonces.
SILVESTRI: Durante las reuniones siempre son los mismos dos o tres quienes toman la palabra. Los veinte o veinticinco enfermos que discutían, que protestaban, se van y sólo quedan Massi, Lucchi...
STURM: Están más apagados, son menos activos, no participan...
DIZORZ: Hemos adoptado la política del dejar hacer. Al principio, casi todos iban a trabajar, y recibían una remuneración semanal. Luego, uno no ha tenido más trabajo, otro no se ha sentido bien, pero todos han cobrado su paga lo mismo. Y los otros se han dicho que no valía la pena trabajar, puesto que, de todos modos iban a cobrar la semana.
BASAGLIA: ¿Creen ustedes que se trataba de una política de dejar hacer o de una tentativa por instaurar un nuevo modo de vida en la comunidad?
DIZORZ: Hace falta saber hasta dónde se quiere llegar. Era una experiencia, un ensayo, una tentativa... Todo ha ido bien, estábamos satisfechos y aún lo estamos.
BASAGLIA: Tengo la impresión de que los enfermeros de este servicio se sienten en cierto modo mortificados en relación con el resto del hospital, y no alcanzo a comprender por qué. El servicio se constituyó con cincuenta enfermos y un reducidísimo grupo de enfermeros. Estos enfermeros han rehabilitado a los cincuenta enfermos, de los cuales veinticinco han salido. Estas veinticinco personas fueron reemplazadas por otras veinticinco que cambiaron la apariencia del pabellón. Y tengo la impresión de que todos los miembros del servicio encuentran su nuevo trabajo mortificante.
MIAN: No, no creo que hayamos sido mortificados. Veinticinco han salido y nos sentimos felices por ello.
BASAGLIA: Lo cual no impide que el servicio, tal como está constituido en la actualidad, no dé tantas satisfacciones.
MIAN: Es diferente, por supuesto.
STURM: Antes el servicio era ináctivo. Ahora parece muerto.
JERVIS: Me parece que hay dos cosas que han cambiado: por una parte, la composición del servicio, en el sentido de i|tie los enfermos más activos, los que lo animaban, se han ido.
Y por otra, la «comunidad terapéutica», el servicio de ustedes, ya no es el alma del hospital. Ahora, los otros pabellones también están abiertos, y el de ustedes no es ya el servicio modelo.
DIZORZ: Es como cuando se pintan las paredes sin pin—(ur las puertas, las puertas no cambian, mientras que las paredes parecen más bonitas. En relación a los otros servicios, liemos seguido siendo lo que éramos, y tenemos la impresión de haber retrocedido.
BASAGLIA: Pero, de hecho, la situación ha seguido siendo la misma.
JERVIS: Quizás haya un tercer factor: cuando se produce una mejora en un servicio, todo avanza, hay una transformación; luego, en un momento dado, esta renovación puede interrumpirse, o por lo menos dejar de ofrecer grandes novedades, y cuando éstas empiezan a faltar, falta asimismo entusiasmo. En resumen, cuando las cosas se transforman, se trabaja con entusiasmo: se obtienen ciertos resultados, se intenta obtener otros, llevar a cabo nuevas transformaciones, hacer algo completamente nuevo. Si, por el contrario, se estima que los resultados han sido alcanzados, entonces, prácticamente todo el mundo se duerme sobre los laureles, y creo que esto sucede en lodas partes. A menudo, al tomar ciertas iniciativas, me he dado cuenta de que las cosas iban bien mientras se avanzaba. Pero apenas se pensaba en disminuir la marcha, todo se desplomaba, como si las cosas sólo pudiesen mantenerse corriendo. Oreo que se trata de un hecho bastante generalizado en trabajos como el nuestro.
DIZORZ: El señor Director ha dicho que parecíamos humillados.
BASAGLIA: Sí, tengo la impresión de que todo el staff del pabellón B se siente algo mortificado con relación al resto del hospital. El pabellón B es el que ha puesto en práctica el nuevo tipo de aproximación al enfermo. Y, a medida que el resto del hospital se ha abierto y se ha transformado a su imagen, el pabellón B ha tenido la impresión de quedarse rezagado.
SILVESTRI: Esta crisis del servicio, que es también la nuestra, se debe a la crisis del trabajo, de la ergoterapia: porque antes había más trabajo, estaban ustedes más ocupados.
DIZORZ: Digamos más bien que estamos insatisfechos.
SLAVICH: A mi modo de ver, si existe crisis, es menos por el hecho de que el servicio ha empeorado que porque es distinto. Se tiene la impresión de que faltan los medios que permitirían adaptar la actividad a la nueva situación, tanto más cuanto que el efectivo del equipo fue concebido en función de los pacientes elegidos para este pabellón. Al cambiar los pacientes, al desaparecer diversos medios —de los cuales algunos sienten más necesidad que otros—, en general todos los enfermeros piensan que el trabajo es un factor muy importante en la vida del hospital, y al hacerse insuficiente el número de enfermeros respecto a los pacientes, es posible que una parte del equipo sienta cierto malestar.
BASAGLIA: También yo creo que actualmente las cosas han cambiado. Los enfermeros constatan que los resultados son menos rápidos y esta situación no resulta reconfortante para ellos.
JERVIS: Creo que la desaparición de ciertas posibilidades de trabajo para los hospitalizados tiene importancia. He tenido la impresión de que dentro del hospital, estas actividades desaparecieron incluso antes de ser reemplazadas por otras menos institucionalizantes y más avanzadas.
DIZORZ: Sí, y también por el hecho de que en el exterior, por ejemplo, en un pensionado libre de obligaciones, si no hay ninguna necesidad de levantarse por la mañana, se dice: «Aquí me quedo, total...». En cambio, si cada día se dice: «Debo ir a pasearme por el puente de Isonzo», existe una razón para levantarse. Y los enfermos ya no sienten esto.
BASAGLIA: Si le he entendido bien, usted quiere decir que actualmente, en su servicio, el enfermo no tiene más alternativa que permanecer ocioso o escaparse. Una cosa u otra: es todo lo que se les ofrece. En resumen, no tienen posibilidad de elección entre ir a trabajar o no ir, y, por consiguiente, al no haber nada que hacer, que bajen a las siete o a las diez de la mañana...
SLAVICH: ¿Hay, por lo menos, treinta que trabajan?
DIZORZ: Sí, treinta o treinta y cinco. Como Brizzi. Esta mañana le he preguntado: «¿Vas a trabajar?». Me ha contestado: «Sí, desde las nueve y media hasta las once y media. ¿No bastan dos horas?». Y yo le he dicho: «Si esto es todo lo que (Hiedes hacer, dos horas son suficientes».
SLAVICH: ¿Tiene Brizzi también la alternativa de trabajar o no trabajar?
DIZORZ: Éste es uno de los pocos con los cuales aún se puede discutir. ¡Con otros es imposible!
SLAVICH: El problema precisamente concierne a los otros treinta que no trabajan. En 1964, había tres inactivos: uno porque era ciego, el otro porque era hemipléjico, y el tercero porque no trabajaba, y eso era todo. Hoy son treinta que pululan por el pabellón y que molestan en todas partes. Pero el hecho es que en vez de permanecer junto al muro o sentados en los bancos, actualmente se reúnen en pequeños grupos de dos o tres para charlar. He aquí, a mi modo de ver, una de las cosas que todavía suceden en el servicio. No sé lo que pensarán ustedes de ello, pero yo creo que aún queda cierta vida de relación.
DIZORZ: De cualquier modo, esto no nos sirve de mucho, listábamos acostumbrados a algo mejor.
BASAGLIA: ¿Y se sienten ustedes frustrados por esta situación?
MIAN: También nos sentimos culpables, porque no conseguimos poner el servicio al nivel de antes.
SILVESTRI: Yo creo que es, además, una cuestión de dinero. Ellos se dicen: «El sábado cobraremos nuestra paga tanto si vamos a trabajar como si no». Entonces se contentan con trabajar una hora por la mañana, una hora por la tarde, y algunos ni siquiera eso...
BASAGLIA: Creo que Mian ha planteado un problema muy importante. Tal vez nos sentimos culpables porque deberíamos rehabilitar a estos nuevos pacientes, del mismo modo que rehabilitamos a los otros, que sin duda se encontraban en mejor situación. Pero no alcanzamos a conseguirlo y nos sentimos culpables por ello.
SILVESTRI: ¿Por qué no lo conseguimos?
SLAVICH: La aprobación que ha encontrado entre los enfermeros la iniciativa del tercer enfermero «volante» es reveladora. Este tercer enfermero no aumenta el efectivo del pabellón, sino que circula todo el día por el hospital, charla con éste o aquél, recoge observaciones, las discute con los otros y, al mismo tiempo, resuelve en parte su problema. Todos prefieren este trabajo de contactos múltiples.
BASAGLIA: A mi modo de ver, el problema que lia planteado Mian es de lo más interesante.
SILVESTRI: Puede que tengamos algo de culpa, pero puede que no.
BASAGLIA: Hemos sabido rehabilitar al cincuenta por ciento de nuestros pacientes, lo cual representa un resultado enorme. Actualmente, al haber cambiado de tipo de, digamos, «clientes», comprobamos que somos incapaces de afrontar el problema tan bien como antes. ¿Por qué? ¿Se trata de en termos imposibles de rehabilitar? ¿Es una cuestión de tiempo? ¿Tememos 110 poder llegar a los resultados que desearíamos, o que anteriormente obtuvimos más rápidamente?
DIZORZ: También es una cuestión de edad. Un día establecí una media, y llegué a la conclusión de que nuestros hospitalizados tienen una edad media de 60 años. ¡Antes los santos hacían milagros, pero actualmente ni siquiera ellos los hacen!
JERVIS: Esta edad media de 60 años es muy elevada.
SLAVICH: Sin duda, no se trata de un azar el hecho de que en 1964 todos estaban bien físicamente, mientras que cuatro años más tarde se plantean distintos problemas propios del internado médico.
BASAGLIA: Podemos decir, entonces, que con enfermos de 60 años este tipo de actividad resulta una enorme fuente de frustraciones. En efecto, si tendemos a rehabilitar a personas que, por diversas razones, corren ei riesgo de no poder ser rehabilitadas., .
SLAVICH: El problema tal vez no consista tanto en traba-jnr con personas de edad como en verlas envejecer ante nuestros ojos. Un servicio compuesto por personas de edad es una (osa, pero un servicio cuyos pacientes, cuando empezamos, es decir, hace cinco o seis años, podían valerse, y actualmente siguen aquí, y empiezan a tener enfermedades del corazón, lo cual ya es suficiente para impedirles que salgan..., en tal servicio, acabamos pensando fatalmente que nuestros esfuerzos han hielo vanos.
BASAGLIA: Entonces el pabellón se habría transformado en un servicio de asistencia para enfermos de edad. Ya no sería un servicio de rehabilitación, corno antes, sino un servicio donde se da asistencia.
JERVIS: Esta insatisfacción con respecto al pabellón B debe tener causas diversas; sin embargo, el hecho de que los pacientes de este servicio hayan cambiado de tal modo, y que la edad medía sea actualmente de sesenta años, explicaría ya muchas cosas. En estas condiciones, yo creo que es imposible seguir con el mismo sistema. Creo que nos encontramos ante una realidad claramente distinta y más difícil. Es decir, que estamos ante un nuevo problema.
SLAVICH: Sí, un nuevo problema, y las dificultades, según creo, vienen de nuestro temor a enfrentarnos con él, y no Je una comparación con el pasado, de una nostalgia de «la edad de oro».
BASAGLIA: Pero precisamente los enfermeros hacen esta comparación. Cuando no alcanzan a obtener lo que obtenían habitualmente, se sienten frustrados, y es normal, puesto que ven de qué modo se pierden sus esfuerzos. Ésta es, al menos, mi hipótesis personal. Si se sienten descontentos, deben tener una razón.
DIZORZ: A decir verdad, se trabaja, se hace algo —y ésta es, según creo, la aspiración de todos—, para obtener ciertas satisfacciones, y creo que, durante este período, no las hemos tenido.
BASAGLIA: ¿Qué entiende usted por satisfacciones?
DIZORZ: Resultados. Por ejemplo, ver cómo Pilatos sale de vez en cuando de su habitación, verle hablando algún día, en fin, algo, no sé cómo explicarme...
BASAGLIA: ¿Y eso sería un resultado?
DIZORZ: A mi modo de ver, sí.
BASAGLIA: ¿Y los enfermos? Quedan veinticinco. ¿Se sienten humillados o frustrados por el hecho de no tener ya nada en común con los otros?
SILVESTRI: Creo que sí. Algunos de ellos debían volver a sus casas, y se habían hecho a esa idea; y mientras otros han regresado a sus hogares, ellos, por razones familiares o por lo que sea, han permanecido aquí.
SLAVICH: En efecto, por lo que concierne a las salidas, este año ha sido desastroso para el pabellón B.
STURM: Y también en el aspecto del trabajo, doctor. Como los sábados salen a pasear por la ciudad, y van a distintas partes, aprenden a medir y conocer el valor del dinero. Yo creo que si el trabajo no les atrae en absoluto es por ellos sabiendo lo miserable que es su paga, hacen comparaciones con el exterior, y se dan cuenta de que es muy poco, para qué trabajar tanto —se preguntan— si sólo nos dan eso.
SLAVICH: Desde hace algún tiempo, al menos a partir de este año, los que han vuelto a sus casas eran hospitalizados recientes, se hallaban en observación y sólo han permanecido aquí dos o tres meses. Cuando habla de salidas, se trata de ellos y no de los otros que esperaban salir.
MIAN: Para nosotros representó una enorme satisfacción ver a Marri, o a cualquier otro, salir después de tantos años de internados.
BASAGLIA: Haber conseguido que el cincuenta por ciento de enfermos hayan dejado ei hospital es ya algo enorme.
JERVIS: ¿Y qué? Han quedado los desechos, y ello basta para crear en el seno del servicio un gravísimo malestar.
DIZORZ: Nos gusta que los enfermos hayan salido, que vuelvan a vernos, que nos expongan sus problemas, pero también nos hace pensar en lo que solíamos hacer, y en nuestra incapacidad actual.
BASAGLIA: ¿Y qué hacíamos?
DIZORZ: Hemos logrado que estos enfermos pudieran salir, y si vuelven a vernos y a saludarnos, ello significa que reconocen haber recibido algo de este servicio, que nosotros les hemos dado algo. Algo que actualmente no podemos dar.
BASAGLIA: El hecho de que no podamos dar nada o que no seamos capaces de darlo, me parece un importante argumento de discusión. Es necesario ver las cosas como son. Es decir, el servicio comprende sesenta personas, de las cuales las tres cuartas partes tienen más de sesenta años.
VASCON: ¿A qué se debe que haya tal concentración de personas de edad? O, dicho de otro modo, ¿por qué todos los reemplazos han conducido inevitablemente a las personas de más edad hacia este servicio? También ha habido jóvenes, es cierto, pero para alcanzar una media tan elevada los reemplazos han tenido que hacerse con personas de edad avanzada.
SLAVICH: Lo que pasa es que, actualmente, los que «sedimentan» en el hospital son siempre personas de edad. Una importante fuente de pacientes para el pabellón B ha sido el pabellón C. En cuatro meses, cuando aún estaba cerrado, proveyó al pabellón B de unas quince personas, y todas de edad avanzada. En el fondo, es el hospital en sí que está viejo, bien porque los años pasan para los enfermos que se quedan aquí, bien porque, actualmente, entre los nuevos sólo sedimentan las personas de edad.
VASCON: Esto podría ser un dato positivo.
SLAVICH: Visto desde el exterior, sí; pero viviendo las cosas desde dentro, hay que tener en cuenta el sentimiento de impotencia que puede resultar de ello...
BASAGLIA: De hecho, si los enfermos no son «cosas», y para nosotros no lo son, lo cierto es que tampoco nosotros lo somos. No somos objetos que sirven para cuidar a los enfermos, sino personas, y por lo tanto, estamos sujetos a repercusiones psicológicas y emotivas. Por ello, precisamente, si no consideramos a los enfermos como cosas, tampoco debemos considerarnos a nosotros mismos como tales... Este sufrimiento, esta angustia que sentimos ante un servicio que ya no es lo que era, también puede revelar una proyección de nosotros hacia los enfermos, y una proyección errónea, puesto que al estar ansiosos por no poder hacer lo que quisiéramos, el resultado mismo, en lo que concierne a la apreciación del enfermo, es, seguramente, negativo.
VASCON: Ciertamente, si el trabajo se ha hecho más ingrato y, como usted dice, ya no tenemos como antes «ciertas satisfacciones»...
DIZORZ: El hecho es que obtenemos menos que antes.
BASAGLIA: Esto sucede siempre cuando se trabaja en un servicio de larga enfermedad. En los otros servicios la situación es más satisfactoria: un mes después de su admisión, los enfermos salen restablecidos, y todos nos sentimos eficaces porque les hemos cuidado y les hemos devuelto a sus casas. El servicio de enfermedad larga, del cual salen en un año de siete a ocho personas, cuando salen, es un trabajo particularmente frustrante, un trabajo que pesa. Como quiera que el pabellón B multiplicó en poco tiempo las «salidas», resultaba comparable, en definitiva, al servicio de observación.
SLAVICH: Lo cual denota, por otra parte, que la satisfacción se mide por el número de «salidas» del hospital.
BASAGLIA: Por la capacidad de producir... personas «sanas».
SLAVICH: ...Y cuando no existe otra finalidad, una salida menos y todo parece hundirse.
SILVESTRI: De todos modos, yo creo que la razón de cierto malestar, en nuestro servicio, se debe también al hecho de que, desde hace un año o dos, hemos hecho demasiadas promesas. Salieron veinticinco pacientes y otros tantos se quedaron. Tal vez hubieran salido también, pero intervinieron motivaciones de tipo familiar...
BASAGLIA: Es que nosotros no somos omnipotentes.
SILVESTRI: Si ellos no salieron no ha sido a causa del hospital, sino por razones familiares...
DIZORZ: Yo creo que es a causa de la ergoterapia: la hemos descuidado.
SLAVICH: A menudo, los enfermeros y el médico, al ver en su servicio, durante todo el día, a un paciente que «se porta bien», y que por lo tanto «está bien», sienten más el estímulo y la obligación de hacer salir a esta persona, que tienen constantemente ante sus ojos, que al paciente que trabaja regularmente en cualquier otro sitio del hospital. A mi modo de ver, está menos en cuestión el trabajo que el mecanismo tendiente a poner realmente en contacto al paciente con el exterior, y, por supuesto, no sólo en el sentido de irse a pasear por la ciudad.
JERVIS: Cuando consideramos a un paciente que trabaja todo el día en la colonia agrícola, no lo vemos. Para nosotros, el hecho de estar allí no constituye un problema, puesto que sabemos qué es lo que está haciendo: está catalogado. En cierto sentido, ha encontrado su solución: trabaja con la azada. Pero cuando el mismo paciente se queda en el pabellón durante todo el día, y nos preguntamos: «¿Qué sucede? Este enfermo es inactivo, hay que hacer algo», de hecho nos pone en crisis.
BASAGLIA: Sí, pero también pensamos que este paciente, al trabajar con la azada, se entrega a una actividad determinada que le es útil. Estarse todo el día sentado en el pabellón le es menos conveniente que labrar la tierra.
JERVIS: En cuanto a si esto es cierto o no, creo que es un problema a discutir.
DIZORZ: Ya que hablamos de adaptación a la sociedad, me parece que el trabajo también es necesario; no todos, al salir de aquí, tienen la suerte de vivir del aire...
JERVIS: En efecto, pero trabajo significa cualificación. Es indiscutible que una de las cosas más necesarias para la integrarían del enfermo en la sociedad es cualificarle, o, dicho de otro modo, suministrarle unos conocimientos que le permitan ejercer un trabajo semiespec;ializado o especializado. Y no creo que las actividades que ejercen los enfermos en el hospital sean actividades cualificadas. Todo lo más, podrán hacer de ellos peones, y ser peón hoy por hoy no es una cualificación, no sirve para nada.
DIZORZ: Los enfermos, tanto si son hombres como mujeres, son lo que son.
JERVIS: Lo que quiero decir es que existe una diferencia real en comparación con lo que sucedía hace veinte o treinta años. Hace veinte años, se podía pensar: «Este enfermo trabaja en la colonia agrícola, sabe labrar la tierra, ha aprendido el oficio de peón agrícola, cuando salga encontrará trabajo en una explotación agrícola». Pero hoy, la misma persona no encuentra empleo en una explotación de este tipo. Por tanto, este trabajo debe cambiar. Tal vez labrar la tierra sea útil, pero no sirve para reintegrar al enfermo en el mundo exterior. Si es barman, ya resulta mucho mejor, y aún así, no creo que un barman pueda encontrar fácilmente trabajo al salir.
BASAGLIA: Danieli lo ha encontrado.
JERVIS: En este caso tuvimos suerte.
VASCON: Yo creo que, actualmente, se trata de una cuestión a considerar desde el exterior. Quien dirige las actividades agrícolas tal vez nunca ha pensado en formas de trabajo más modernas, que por otra parte tendrían un valor pedagógico, como el cultivo de los frutos (las fresas, por ejemplo, cuyo cultivo no es muy costoso, pero cuya técnica hay que conocer); quienes aprendiesen este trabajo tendrían más posibilidades de encontrar un empleo, un empleo muy simple, pero ya algo especializado. Esta colonia agrícola sin duda está concebida al modo de las antiguas granjas, mientras que sería posible plantear, con pocos gastos, algunas conversiones que, además, serían terapéuticas. La relación entre conversión agrícola y terapia parece lejana, pero podría existir.
JERVIS: ¡Ya lo creo que podría existir! A mi modo de ver, esta colonia agrícola se parece en todo a las del siglo pasado: tanto desde el punto de vista terapéutico como desde el punto de vista de la productividad.
VASCON: Actualmente, en el campo, existen sin duda sectores en los cuales el jornalero ya no existe. En su lugar está el obrero especialista en árboles frutales, que debe tener unos conocimientos determinados. Es decir, que, concebida de una forma determinada, la conversión agrícola podría resultar eficaz.
BASAGLIA: Sí, pero seguimos enfrentándonos con dos posiciones distintas: o todos trabajan porque de este modo adquieren un cierto grado de rehabilitación, porque de este modo se olvidan de que están enfermos, o porque ello les ayuda a pasar el tiempo; o bien se acentúa el aspecto que podríamos llamar comunitario, el trabajo como ocasión de encuentros, posibilidades de diálogo, etc. En realidad, se trata de dos formas completamente distintas de considerar el trabajo de los enfermos.
JERVIS: No existe oposición entre ergoterapia, actividad y discusión; se trata más bien de enjuiciar la antigua concepción de la ergoterapia y de hallar una nueva forma de actividad; una forma de trabajo que pueda utilizarse para discutir y dialectizar este mismo trabajo. La oposición entre trabajo y discusión no me parece válida.
BASAGLIA: Tal vez podamos ponernos de acuerdo en cuanto a este punto. ¿Qué piensan ustedes de ello? ¿Conciben ustedes el trabajo únicamente como tal, el trabajo en sí, practicado desde la mañana hasta la noche? ¿O hay que considerarlo como una fuente de discusiones y encuentros?
DIZORZ: Comprendo, señor director, o al menos debo comprender, lo que usted quiere decir. Sé que la discusión tiene gran importancia, pero precisamente por ello —y esto no es una crítica—, debido a las reuniones que tenemos cada día, incluso si alguien tiene la intención de trabajar, de hacer algo, no puede hacerlo. Entonces, antes que interrumpir la discusión, que ustedes creen más útil, dejan a un lado la ergoterapia.
SLAVICH: Perdón, Dizorz, pero me parece que es éste un problema que ya hemos discutido extensamente. En definitiva, ¿por qué no hacer ambas cosas? Si se considera que la ergoterapia está ligada al hospital en tanto que iniciativa médica, yo no veo por qué debe practicarse veinticuatro horas al día. Tal vez se trate de organizar la ergoterapia de tal forma que una parte del día esté consagrada al trabajo, y otra parte a la discusión; o bien se discute mientras se trabaja; pero, en el fondo, las ocho horas de trabajo en el hospital no tienen nada que ver con la «ergoterapia». El único punto en común está en el hecho de que los servicios generales hacen sus ocho horas; dicho de otro modo, estas ocho horas no dependen de una exigencia terapéutica, sino de las necesidades del hospital.
JERVIS: De cualquier modo, yo creo que ocho horas es demasiado tiempo. No veo por qué razón haya que trabajar durante ocho horas. Envejecer con semejante programa de trabajo cotidiano, impide seguramente numerosos contactos interpersonales y numerosas participaciones comunitarias.
VASCON: Sin duda se trata de una pregunta que ustedes ya se habrán planteado, una pregunta desde «el exterior»; ¿en qué medida los que trabajaban estaban disponibles en relación a las actividades de la comunidad? ¿Encontraban su única razón de ser en el trabajo, y por tanto, se desligaban de la comunidad?
DIZORZ: No, también tenían intereses comunitarios. Tomaban la palabra y asistían gustosos a las reuniones. También discutían entre ellos.
VASCON: ¿Entonces piensa usted que el trabajo les hacía de algún modo más disponibles en relación con la comunidad?
DIZORZ: No sabría aclarárselo. La gente comprendía, se decían: «Hay que trabajar. Incluso al salir de aquí, habrá que trabajar». Entonces trabajaban y participaban.
En la primavera de 1967, los servicios C, de hombres y mujeres, eran la nota discordante de la comunidad: eran los únicos servicios cerrados en un hospital sin barrotes, y representaban la imagen de la antigua institución. Atormentaban al equipo médico, ansioso por quemar etapas hacia una liberalización total, e indisponían a los enfermos «libres», que pasaban con disgusto por el pasillo donde se encontraban los pabellones-jaula. Es cierto que la comunidad ya había aportado a estos servicios transformaciones y mejoras, pero aún faltaba abrir las puertas y hacer desaparecer los barrotes. A los pabellones C, por otra parte, habían ido a parar los enfermos más viejos y más regresivos, hasta tal punto que estos servicios merecían la denominación de «foso de las serpientes». Enfermos sucios y babeantes, vociferantes, dispuestos a pegarse por una colilla, o silenciosos desde hacía años, petrificados, y en los cuales sólo un movimiento de mano o de labios revelaba aún su presencia, enterrada quién sabe dónde, de retazos de imágenes y palabras: enfermos que eran ya más cosas que hombres. Por otra parte, al haberse efectuado gradualmente el proceso de liberalización era lógico que hubiese una última fase, posterior a las otras. Finalmente, la apertura de los pabellones C estaba subordinada a la adhesión total y a la íntima convicción de los miembros de la comunidad. Sin embargo, este momento era esperado por todos con la mayor impaciencia. La entrevista que sigue fue grabada con el médico responsable del pabellón C-hombres, poco antes de que este servicio se abriese.
VASCON: ¿Podría usted darme un ejemplo de lo que sucede en un pabellón cerrado, un ejemplo que ilustrara, por su dramatismo, lo que es el pabellón C en relación con los demás servicios de la comunidad?
PIRELLA: El servicio cerrado representa en un sentido el mantenimiento de las relaciones jerárquicas que nosotros consideramos antiterapéuticas, y también su conservación y su exasperación, puesto que no sólo conciernen al equipo médico, sino a una jerarquía propiamente dicha entre los mismos pacientes. En efecto, se opera una cierta estratificación de los pacientes en el interior de esta estructura cerrada, de esta institución hermética y aislada de la comunidad más vasta. Existe, por ejemplo, el enfermo que puede saborear su cigarrillo hasta el final y que lo fuma en paz, a pesar de las demandas más o menos apremiantes de los otros; también existe el que no puede fumarse el cigarrillo hasta el final porque debe cedérselo a un enfermo que le suplica que se lo dé, o que se lo exige. Se encuentra, luego, un tercer tipo de paciente, al cual los otros reclaman la colilla; y, finalmente, también hay un enfermo o dos que esperan poder aspirar una vez más esta última y minúscula colilla. Éstos son, a mi modo de ver, los restos de una situación institucional que hemos heredado y contra la cual, por supuesto, luchamos.
VASCON: Esta jerarquía de la colilla, por ejemplo, ¿corresponde al grado de enfermedad de los pacientes?
PIRELLA: A mi modo de ver, es en gran medida independiente de la enfermedad. Más bien entraría en relación, por una parte, con la personalidad vulnerable de algunos pacientes que, a partir de este hecho, han sufrido con más fuerza el peso de la institución cerrada, la violencia de este encierro; y, por otra parte, con un aspecto que yo calificaría de socioeconómico. En este servicio, lo cual es bastante significativo en el plano social, más del cincuenta por ciento de los pacientes nunca reciben visitas del exterior. Algunos de ellos son ciudadanos yugoslavos, y otros son personas que no tienen familia o cuyos parientes no los vienen a ver por desinterés.
VASCON: Son hombres abandonados...
PIRELLA: Sí, personas abandonadas, y no les es nada fácil procurarse dinero; no están en condiciones de ejercer una actividad. Por ello, creo que han aceptado, con total pasividad, esta regla de la «demanda» del cigarrillo.
VASCON: Todo ello está de un modo increíble en contradicción con el resto del hospital, de la comunidad, y toma un aspecto aún más dramático...
PIRELLA: Sí, el problema del servicio cerrado existe; sobre todo, en tanto que relación entre esta realidad residual, gravemente institucionalizada, y el resto del hospital, que madura. En este sentido, precisamente, se ha hecho un esfuerzo significativo: hemos centrado nuestra atención sobre este servicio y obtenido ya, este primer año, unos resultados que dejan entrever la posibilidad de modificar suficientemente, y en profundidad, la situación.
VASCON: Los enfermos del servicio cerrado, del pabellón C, ¿están más enfermos que los otros? ¿Tienen lesiones que hacen que la enfermedad se manifieste en ellos de forma más violenta, más dramática?
PIRELLA: Acabo de aludir a la personalidad frágil de estos pacientes. Existen, sin duda, enfermos que presentan lesiones orgánicas: se trata de dementes graves, encefalópatas, con respecto a los cuales se puede decir que el abandono en una situación de internamiento sólo ha servido para reforzar su tendencia a un comportamiento tan regresivo. Para otros pacientes, sin embargo, esto no resulta válido. Pensamos que, efectivamente, non el resultado de un fallo terapéutico, es lo que nosotros Humamos el fracaso de la psiquiatría institucional.
VASCON: ¿Entonces usted piensa que cuando se derrumbo el muro, cuando desaparezcan los barrotes, es decir, cuando se abra el servicio, se obtendrán mejores resultados?
PIRELLA: La supresión de las barreras materiales del servicio, y por tanto su apertura, está condicionada por una serie de compromisos que, a nuestro modo de ver, no dependen solamente del personal y del equipo médico, sino también de toda . comunidad. Yo creo que si la comunidad, en su conjunto, incluidos los hospitalizados de los servicios abiertos, no colabora, no se compromete a apoyar la apertura de estos dos pabellones aún cerrados, no obtendremos ningún resultado.
VASCON: Y el resto de la comunidad, ¿siente el problema de los servicios cerrados?
PIRELLA: Sí, y esto es bastante significativo, tanto que en el transcurso de largas discusiones en las asambleas generales, se ha pensado en la posibilidad de hacer algo a favor de estos servicios, y este algo se ha concretado gradualmente, de forma algo fragmentaria, pero tomando finalmente un sentido muy preciso. Efectivamente, se decidió cargar las compras y consumiciones efectuadas en el bar con un pequeño impuesto en favor de los dos pabellones cerrados, y de este modo, cada mes, reciben una pequeña suma de dinero. Por otra parte, podemos decir que esta suma da testimonio del interés de los pacientes de los servicios abiertos hacia los de los servicios cerrados, y permite, además, remediar de forma concreta ciertas situaciones como la de estos enfermos sin recursos, de la cual le he hablado.
Las reuniones de servicio tienen lugar antes o después de la cena, entre las 17 y las 19, al aire libre o en el interior, según la estación. Asisten a ellas un promedio de 15 a 30 personas. La discusión se produce de forma espontánea y sin programa. En los servicios de enfermos «crónicos», ésta se ve entrecortada por interminables silencios, pausas y rupturas, mientras que cuando se trata de enfermos en vía de curación en los pabellones de «paso», se desarrolla de una forma normal y rápida. Los debates giran alrededor de temas de orden general o de problemas inherentes al servicio. Los temas predominantes son las relaciones con la familia, el medio profesional, la sociedad o la obtención de permisos para salir. Estos permisos, en efecto, se conceden durante las asambleas, después de que el grupo de médicos y enfermeros hayan examinado las condiciones del enfermo, las hayan discutido con él y éste les haya asegurado que guardará un buen comportamiento en el exterior, un autocontrol riguroso y respetará los horarios establecidos. Estas seguridades se exigen sobre todo en el servicio para alcohólicos, donde los pacientes en vías de curación dominan la situación y son absolutamente intransigentes con respecto a la falta de palabra. He aquí, en relación con esto, la opinión del médico responsable.
CASAGRANDE: La comunidad hace suyos los éxitos o los fracasos de cada uno de sus miembros. Muchas veces sucede, por ejemplo, que una persona da su palabra o promete cosas que luego no mantiene. Cuando vuelve, pronto o tarde, y a veces incluso mucho tiempo después, la comunidad le llama al orden. Entonces el interesado se siente tanto más frustrado cuanto que tiene conciencia de haber traicionado a los demás. En cambio, cuando una persona le pide a otra que no beba y ésta mantiene su palabra, siente este éxito como suyo propio, puesto que si el otro ha podido controlarse, esto quiere decir que ella también puede conseguirlo. Éste es, a mi modo de ver, el factor que une a estas personas: tener un problema común y afrontarlo todos juntos. Pero el lazo que se crea de este modo no es suficiente. A menudo también recurrimos a las familias y una o dos veces a la semana tenemos reuniones con ellas. Por otra parte, los enfermos van frecuentemente de paseo, solos o acompañados por el enfermero. En ocasión de estas salidas, que ellos mismos organizan, muchas veces preparan sus comidas y se comprometen mutuamente a proseguir su lucha en el exterior. Efectivamente, la mayoría de ellos se abstienen de beber, y si alguno de ellos cae en la tentación de beber como máximo un cuarto de vino, lo primero que hacen los demás al volver es discutir sobre ello. Y no sólo pura reprochar al interesado el que haya bebido más o menos, sino para descubrir las razones que le han impulsado a beber.
VASCON: O sea que, en definitiva, es asumir nuevamente la responsabilidad.
CASAGRANDE: Además, están acostumbrados a tomar continuamente pequeñas decisiones. Me viene a la memoria el caso, reciente, de una persona que empezó a beber de nuevo, liste hombre regresó a vernos para hacerse hospitalizar, y había motivos bastante particulares que se oponían a su admisión (tenía un asunto pendiente con la justicia y su abogado no quería que se le hospitalizara en el momento en que el proceso iba a abrirse). La comunidad, entonces, le ofreció su cooperación bajo otras formas, pero siempre apelando a su sentido de la responsabilidad. En ese momento fue la comunidad, y no el médico, quien le puso frente a sus responsabilidades. Le dijo: «Te ayudaremos si haces esto y lo otro». Y lo que se le pidió fue que se comprometiese a venir cada día al hospital, desde la mañana hasta la noche. Él respondió: «Volveremos a hablar de esto el jueves.» «No», replicó la comunidad, «queremos saberlo ahora. Estamos dispuestos a ayudarte, pero queremos una respuesta inmediata». El hombre se sentía en un aprieto: tenía que hacer una pequeñísima elección, pero era incapaz de ello. Hasta el momento en que se encontró prácticamente en la obligación de aceptar lo que la comunidad, después de considerar diferentes posibilidades, le ofrecía. Se hizo lo posible para favorecerle al máximo, y luego se le puso entre una elección o la otra: o todo o nada, y tuvo que elegir. Desde entonces, como estaba convenido, viene al hospital, y actualmente está bien. Son estas pequeñas elecciones cotidianas las que preparan al individuo para elecciones más vastas, y también las que le enseñan a juzgar mejor la situación.
VASCON: Entonces usted experimenta todos los días la sensación de tener en este servicio a unos pacientes que comparten la responsabilidad de la acción médica...
CASAGRANDE: Sí, y yo diría incluso que su responsabilidad está constantemente comprometida, puesto que la misma situación se lo exige. En efecto, al no estar encerrados, al disfrutar de una gran libertad de movimiento, tienen sin cesar la posibilidad de hacer elecciones, como, por ejemplo, colaborar o no colaborar en el trabajo común, salir para ir a beber —lo que, en el fondo, es bastante fácil— o no salir en absoluto e intentar que les lleven el vino, participar o no en las diversas actividades, etc. Pues bien, la comunidad constantemente los «responsabiliza». En efecto, al ser colectivas las actividades, si alguien está ausente, el hecho es advertido y se le llama al orden. Desde luego, el que se encarga de llamarlo al orden debe a su vez «responsabilizarse» (autorresponsabilizarse), puesto que sabe muy bien que mañana puede ser él mismo el acusado. Y en tal caso, no será el padre, ni la madre, ni el médico quienes se encargarán de acusarle (el médico podría ser considerado como la autoridad constituida), sino los otros, los otros con quienes está en contacto y a los cuales intenta constantemente «instrumentalizar» y que, a su vez, le instrumentalizan sin cesar. Tarde o temprano, a fuerza de instrumentalizar a los otros y de ser, a su vez, instrumentalizado, el individuo entra en estado de crisis y se ve forzado, de un modo u otro, a elegir.
Vista desde cerca, la responsabilidad del grupo, aun hallándose lejos de alcanzar la perfección, es un caso apasionante. Debe, en efecto, abrirse camino en un medio difícil, receloso, que pasa por graves momentos de irresponsabilidad, de regresión, y cuesta, en cualquier caso, enormes esfuerzos, tanto a los enfermos como al equipo médico. De todas formas, la situación varía de un servicio a otro. En el pabellón A-Mujeres, donde se reúnen las pacientes recién admitidas y que se compone sobre todo de enfermos «pasajeros», las relaciones en el interior del grupo son más fluidas.
VASCON: Veo que tiene usted reuniones con los enfermos. ¿Obtiene resultados de ellas?
JERVIS: A decir verdad, nunca me he planteado esta cuestión. Se trataría de saber qué resultados se desea obtener. Las reuniones son diarias, y cuando, por cualquier motivo, las interrumpimos durante algunos días, pronto las necesitamos. Por lo demás, la estructura y el clima del servicio cambian en función de numerosos factores, cuya mayor parte no es directamente controlable: piense simplemente en la red de interacciones emotivas que se instaura entre enfermos, enfermeros y médicos. En todo el servicio repercuten factores inconscientes que conciernen a un gran número de personas y que sólo pueden ser analizados de forma muy somera. La reunión de la noche muchas veces sirve para registrar estos factores. Cuando se advierte que algo cambia en la estructura y el clima del servicio, no siempre se puede definir exactamente la causa principal de esta transformación. De cualquier modo, y desde este punto de vista, es cierto que las reuniones son muy importantes.
VASCON: ¿Y usted las dirige?
JERVIS: No siempre, pero en todo caso más de lo que yo desearía. Los pacientes se dirigen fácilmente al psiquiatra de una forma directa, atribuyéndole un poder que no tiene y que no puede tener. Éste es, por supuesto, uno de los temas de discusión más frecuentes. El ideal sería que estas reuniones fuesen aún más informales, donde la presencia del médico no fuese determinante y acabase siendo accesoria. A veces, parece que llega a ser así, pero de hecho, quiérase o no, la presencia del médico en una reunión de enfermos es siempre determinante. No hay que olvidar que estas reuniones son más que nada ocasiones de encuentros para grandes grupos de veinte a treinta personas, y no reuniones de psicoterapia o reuniones de trabajo. Se escinden muy fácilmente en pequeños grupos y a veces muchos enfermos del servicio no están presentes. Las «dinámicas», muy variadas, son a menudo apasionantes.
VASCON: El suyo es un pabellón de tránsito: allí se admite a las enfermas que llegan al hospital. ¿Tienen, en general, dificultades de adaptación? En lo que concierne a estas reuniones, por ejemplo.
JERVIS: No es fácil responder de forma general. Ello depende en gran parte de las modalidades de la admisión. Es evidente que las mayores dificultades aparecen con las admisiones forzadas, cuando los enfermos llegan aquí en ambulancia, a veces atados, o engañados. Pero también tenemos enfermas que vienen por propia iniciativa, a título de aseguradas sociales, muchas veces con problemas neuróticos familiares que el internamiento sólo resuelve en apariencia. Algunas de ellas provienen de capas sociales desahogadas; con estas personas existe una cierta dificultad en romper cierta tendencia hacia el aislamiento o la búsqueda de relaciones personales y privilegiadas con el médico. Muy a menudo, durante los primeros días de hospitalización, las reuniones se evitan; entonces se trata de averiguar si hay que estimular las relaciones de tipo personal con el enfermo, o si hay que orientarle hacia los grupos informales y las reuniones.
VASCON: Si le he entendido bien, usted prefiere la aproximación de grupo al acercamiento individual.
JERVIS: Me pregunto si éste es el verdadero problema, aunque, por mi parte, respondería afirmativamente. En cierto modo, es imposible eliminar la relación médico-paciente, y hay que medir la complejidad de este hecho. Por otra parte, tanto si es individual como de grupo, cualquier relación corre el riesgo de ser una relación puramente técnica, donde el médico acepta ser considerado como omnipotente o simplemente como «bueno», «justo» o «castigador»; en definitiva, se crean fantasmas. Por ello yo intento siempre, en la medida de lo posible, implicar a otras personas en estas relaciones: los parientes de la enferma, una enfermera o dos, otras pacientes, según el caso y la situación. No se trata de un grupo propiamente dicho, pero el carácter informal de estos encuentros los hace más reales. A veces, es preferible estar solos; pero la relación del psiquiatra con el paciente, a solas, puede revelarse tan artificiosa y falseada como estandardizada y aséptica una reunión de grupo.
Una psicóloga trabaja a tiempo completo en el hospital psiquiátrico de Gorizia. También aquí la definición del rol «parece de forma muy diferente que en la definición tradicional.
VASCON: Usted ha venido aquí para ejercer como psicóloga. ¿En qué consiste su trabajo?
LETIZIA JERVIS: No es fácil describir una actividad que, durante mucho tiempo, no ha tenido unas características digamos «positivas», que durante varios meses ha sido «negativa», como si permaneciese suspendida en el vacío. Por supuesto, he practicado algunos tests, pero pocos, y al principio ni siquiera eso.
VASCON: ¿En qué le ha parecido negativa esta actividad?
LETIZIA JERVIS: Más exactamente, yo dilía que ha sido una actividad «de negación». Me encontré en una situación privilegiada, es decir, que podía coger el arsenal tradicional de la psicología clínica e intentar usarlo «de una forma nueva», o bien podía entrar simplemente en el campo de acción e intentar actuar. Elegí la segunda solución, y es por eso justamente que antes hablaba de una actividad suspendida en el vacío. Como usted sabe, los médicos tienen como punto de referencia un rol tradicional que destruir: se enfrentan constantemente con lo que no quieren ser, y esto no se podría cambiar, puesto que se exige de ellos prestaciones técnicas que tienen la absoluta obligación de dar. Mi elección ha sido distinta, para poder confrontarme con la posición de ellos siguiendo diferente itinerario. .
VASCON: Es decir, que usted ha intentado hallar otra vía desechando totalmente las técnicas de su especialidad.
LETIZIA JERVIS: Sería ilusorio pensar que es posible desprenderse de todo aparato técnico; se puede elegir no utilizar ciertos medios, pero siempre se aborda la situación con la forma de ser que la especialidad impone al mismo tiempo que las técnicas. Yo elegí no tomar el rol tradicional como término de comparación, esto es todo. Intenté confrontarme con las personas y no con los papeles, ver por lo menos si eso era posible. Por lo demás, muchos psicólogos intentan actualmente definir su papel en la institución psiquiátrica, y en este sentido, las incertidumbres, como las divergencias, son numerosas. En Francia, por ejemplo, este problema fue abordado en un número de L’Information psychiatrique, y se llegó a la conclusión de que el aprendizaje psicoanalítico constituía la regla de oro para cualquier psicólogo que quiera integrarse realmente a la institución psiquiátrica.
VASCON: Usted no parece ser de esta opinión.
LETIZIA JERVIS: Actualmente, intento liberarme de una técnica de objetivación del enfermo, y pienso que antes de adoptar otra, hay que ver qué significa el rechazo de una actitud objetivante y tecnicista.
VASCON: Las experiencias de estos primeros meses, ¿le han proporcionado algunas indicaciones?
LETIZIA JERVIS: Sí, por supuesto, pero a mi modo de ver son aún indicaciones ambiguas. Por una parte, la ausencia de puntos de referencia que puedan «situarme», hace pensar que yo soy una especie de médico incompleto: hago lo mismo que mis colegas los psiquiatras, pero sin prescribir medicamentos, y, desde luego, sin ocuparme del paciente desde el punto de vista de la medicina general, del cual ellos deben ocuparse a veces.
VASCON: ¿Es difícil de modificar esta opinión de los enfermos con respecto a usted?
LETIZIA JERVIS: ¡No se trata sólo de los enfermos! Antes, esta actitud es tomada por los colegas, los enfermeros..., o por mí misma; temo que todos mis esfuerzos para evitar enfrentarme con el rol tradicional del psicólogo no alcancen más que a compararme con los médicos. En cambio, hay numerosos pacientes que en seguida comprendieron el lado nuevo de la cosa, y me han planteado, para intentar definirme, multitud de preguntas personales. Entre nosotros no había la mediación de las técnicas: las medicinas, los tests (diría incluso para puntualizar: la situación de test).
VASCON: De este modo, se ha instaurado sin duda una relación muy nueva con los enfermos.
LETIZIA JERVIS: Se ha puesto en evidencia una posibilidad con relación al estereotipo tradicional del psiquiatra. La primera indicación anti-institucionalizante, para el psicólogo por lo menos, que ha suministrado mi trabajo, ha sido hacerse definir por los pacientes y esforzarse constantemente en superar con ellos esta definición. De cualquier modo, ello implica enormes riesgos: no analizar realísticamente esta «nueva» relación y caer en las improvisaciones de una práctica cotidiana liberada de la técnica, y, por lo tanto, incontrolable de hecho; tal vez, sacar partido de una falsa reciprocidad para tener la conciencia limpia y justificar de este modo la pérdida del rol, es decir, de nuestra identidad, la pérdida de la fachada habitual, que obliga a renovarse continuamente con relación a los otros.
«Cuando vemos que el enfermo llega hasta aquí y que parece condenado y que hay que seguirle y seguirle sin descanso, y le seguimos, y al final podemos decir: ya es capaz de valerse por sí mismo y para nosotros es un placer». Así es como se expresa el enfermero Di Lillo, cuyas palabras, simples y espontáneas, resumen el estado de ánimo de la mayor parte de sus ciento cincuenta colegas, hombres y mujeres. Los más jóvenes, sobre todo, se sienten satisfechos y orgullosos de los resultados obtenidos por la comunidad. Y también de su nueva condición. Sus funciones, después de algunos años, han cambiado por completo: ellos son quienes han hecho desaparecer los lúgubres cerrojos. «Nosotros éramos carceleros», dicen. Hoy, en cambio, el hecho de estar en contacto permanente con los enfermos —en los servicios, durante los paseos, en el bar o durante las partidas de naipes—, les permite ponerse al nivel de cada uno, teniendo en cuenta la situación general, y viceversa. Por lo tanto, resultan intermediarios indispensables entre el enfermo y el equipo médico: como una lupa que puede precisar o aclarar los puntos de vista. Algunos han permanecido indiferentes a las transformaciones surgidas en el hospital, otros incluso han añorado las fórmulas antiguas, cuando bastaba correr los cerrojos e impedir a los enfermos que huyeran; tenían pocas responsabilidades y ninguna satisfacción. De hecho, si existe un pequeño grupo de oposición entre las enfermeras y los enfermeros, hay que ver su razón de ser, según creo, en la espera frustrada de una mejora de orden económico, que podría expresarse con la fórmula: a mayor responsabilidad, mayor salario. Desgraciadamente, no es de la microsociedad de la cual forman parte que puede llegarles este tipo de mejora, sino de la sociedad, y según sus normas, los contratos de trabajo, las luchas sindicales, es decir, la evolución de las condiciones en todo el sector de los hospitales italianos.
De la entrevista con algunos enfermeros (Augusto Benossi y Silvestre Troncar) y enfermeras (Anita Jerman y Luciana Marega), se desprenden dos grandes temas: la renovación institucional y el descubrimiento de un nuevo tipo de relación con el enfermo.
VASCON: Es decir que, aplicando los métodos actuales, ¿su trabajo es más pesado que antes?
JERMAN: No se trata de que sea más pesado que antes, sino de una nueva situación, completamente diferente, donde el enfermero, en vez de ser un guardián, es miembro de la comunidad.
VASCON: ¿Puede usted citarme algunos ejemplos?
MAREGA: Por mi parte, lo esencial es asistir a los enfermos; pero importa menos la asistencia que el darles confianza en sí mismos, para que puedan reintegrarse a la sociedad. Creo que esto es algo que todos han comprendido.
VASCON: ¿Cómo reaccionan los enfermos?
JERMAN: Digamos que reaccionan bien cuando se les aborda como es debido: cuando la aproximación entre el enfermero y el enfermo es libre en la medida de lo posible. Si se da al enfermero o a la enfermera un sentimiento de confianza y de responsabilidad en su trabajo, ellos sabrán comunicarlo a los enfermos. Cuanto más libre es el enfermero, mejores son sus relaciones con el enfermo.
VASCON: ¿Qué regla adoptan ustedes con los que vienen aquí por primera vez?
MAREGA: Al principio, y desde el primer momento, intentamos comprenderles, estar lo más cerca posible de ellos. Pero se adaptan muy de prisa, porque aquí el medio es muy libre...
VASCON: Y al llegar, ¿no están predispuestos en contra del hospital?
MAREGA: Por supuesto, llegan con ciertas prevenciones, pero se adaptan en seguida, a partir de los primeros contactos con nosotros y con el medio. Desde el momento en que ven lo que sucede alrededor de ellos, se habitúan.
JERMAN: Más de uno llega mal dispuesto. Yo creo que este es uno de los combates que debe sostener el hospital: el de los prejuicios de la sociedad ante el enfermo mental. El enfermo que llega aquí por primera vez, llega con las ideas falseadas.
VASCON: Y después, ¿supera esta predisposición?
JERMAN: La supera, puesto que se da cuenta-de que no se le trata como temía.
MAREGA: Como le hacía creer el tópico del antiguo hospital psiquiátrico...
JERMAN: La sociedad sigue imaginando el hospital psiquiátrico como era hace años, y siempre piensa en el enfermo clásico de los chistes, cuando se trata de algo muy distinto. Aquí todos viven libremente y nadie experimenta la sensación de hallarse en un hospital. El enfermo se siente libre y se ayuda a sí mismo.
VASCON: ¿Ha sido usted testigo de progresos sensibles en algunos enfermos?
JERMAN: Yo diría que en todos los enfermos los progresos son sensibles. Trabajo en este hospital desde hace cinco años, y, prácticamente, he vivido la experiencia desde sus comienzos. Cuando llegué ya no se utilizaban las camisas de fuerza ni los medios de contención mecánica, pero los servicios aún estaban cerrados. Tuve, pues, la posibilidad de asistir a la apertura del primer pabellón.
VASCON: ¿Qué sucedió?
JERMAN: No sucedió nada en absoluto, nada de lo que se pensaba. Se creía que saldrían en tropel..., lo único que hubo fue el descontento de numerosos enfermeros, e incluso de algunos médicos, que juzgaban el método inadecuado. Ellos creían que no se obtendría ninguna mejora abriendo el hospital, liberando prácticamente al enfermo. Mientras que, actualmente, la mayoría, yo diría que todos, han cambiado de opinión. La mejora es tan evidente...
VASCON: Y entre los enfermos, ¿hubo desánimo?
JERMAN: Que yo sepa no. El mayor problema fue sacarles de su apatía. En lo que concierne a las fugas, su frecuencia no aumentó: incluso creo que disminuyó.
VASCON: Y ¿por qué esta apatía?
JERMAN: Porque habían permanecido encerrados, abandonados a sí mismos, sometidos a este enclaustramiento desde Dios sabe cuánto tiempo. Por tanto, se hallaban en la imposibilidad de ejercer la menor iniciativa personal.
VASCON: ¿Halla muchas dificultades para entrar en contacto con los enfermos?
BENOSSI: Sobre todo durante sus primeros días de hospitalización. Intentamos por todos los medios favorecer su adaptación a la comunidad, a los grupos. A mi modo de ver, es un método excelente y que, por otra parte, simplifica nuestra labor.
VASCON: Y las reuniones, ¿aportan satisfacciones?
BENOSSI: Sí, muchas. Se escuchan las opiniones, los deseos de todos. Todo el mundo, incluso nosotros, los enfermeros, tiene libertad para expresar su pensamiento, lo cual es muy importante. Hace alrededor de veinticuatro años que estoy aquí, y he podido constatar personalmente este progreso.
VASCON: Prácticamente, el visitante, como yo, el profano, circulando por el hospital, no tiene la impresión de hallarse en un hospital psiquiátrico.
BENOSSI: Es cierto, sobre todo cuando se entra en ciertos servicios, como el nuestro, donde todo ha sido renovado» desde los muros hasta las instalaciones. Pero más que nada es el ambiente, la atmósfera, que ha cambiado. Actualmente es un medio familiar.
VASCON: Hace una semana, vi aquí a un muchacho particularmente agresivo, y hoy le encontré ya calmado. ¿A qué cree usted que se debe esta mejora?
BENOSSI: Sobre todo a los contactos con los otros, y al medio. Como puede ver, nos esforzamos cuanto podemos por hacer que esta comunidad exista verdaderamente. No sólo con palabras, sino también con hechos.
VASCON: ¿También usted, Troncar, cree que el restablecimiento de las relaciones con el enfermo se ha facilitado?
TRONCAR: La conversación en grupo va muy bien, porque hace que la gente se sitúe en el plano de las realidades: se puede discutir acerca de diversos problemas, aconsejar, comprender...
VASCON: Tengo la impresión de que actualmente el trabajo para ustedes debe ser más pesado que antes.
TRONCAR: Desde luego el trabajo es más pesado porque impone más responsabilidades, pero, sin embargo, también tenemos más satisfacciones: constatar que progresamos, que somos útiles. Antes, en cierto modo, éramos como carceleros: uno hacía su trabajo, cobraba su paga y santas pascuas.
VASCON: Actualmente, ustedes tienen de hecho una función más precisa.
TRONCAR: Algo más precisa, sí, en todo caso más pesada, puesto que ahora siempre estamos un poco ansiosos y nos preguntamos: «¿Lo he hecho bien? ¿Lo he hecho mal?» Antes la responsabilidad era menor: uno echaba el cerrojo, prestaba atención a que los enfermos no se peleasen, distribuía algunos comprimidos, los medicamentos que el médico recetaba. Es decir, que entonces estábamos a las órdenes, y las órdenes, una vez ejecutadas bien, nos dejaban tranquilos y con la conciencia limpia: curar a los enfermos era la labor de los médicos. Actualmente se puede ver cómo el enfermo mejora, cura ante nuestros ojos, estando cerca de él...
VASCON: Es decir, resumiendo, que ustedes colaboran en la curación. ¿Cómo se comportan ustedes con el paciente? ¿Podría ponerme un ejemplo?
TRONCAR: Antes, y a partir de su admisión, el paciente era desvestido. Se le hacía tomar un baño y luego se le metía en una pequeña habitación, o más exactamente, una celda. Ahora, por el contrario, hablando con él, se le invita a entrar en la enfermería, se le toma la tensión, se le pregunta de dónde es, de forma que se pueda trabar amistad con él, que tome confianza para que se sienta a gusto, como si estuviese en su casa, en familia. Luego, poco a poco, se le presenta a los colegas, se le conduce hasta la habitación donde se encuentra su cama, y si hay otros enfermos, se le presenta. Es decir: intentamos que se sienta seguro y que poco a poco se habitúe. Por la noche, se le invita a asistir a la asamblea del servicio, para que conozca a todos, que hable con la gente y que, de este modo, poco a poco se integre en la comunidad.
Los residuos de la anterior atmósfera manicomial son claramente perceptibles donde aún perduran. La entrevista que sigue fue realizada con uno de los enfermeros (Orlando Andrian), del último servicio cerrado reservado a los hombres (el C), poco tiempo antes de que el pabellón fuese abierto, e ilustra el momento de transformación en que se encuentra.
VASCON: He constatado que usted se ocupa muy activamente de la vida del servicio.
ANDRIAN: Sí, es el servicio que presenta más dificultades. Es un servicio integrado con pacientes muy heterogéneos en cuanto a su enfermedad. Sin embargo, intentamos mejorar las cosas. Hemos practicado esta separación (señala la puerta) que ya es en sí una pequeña reforma.
VASCON: ¿En qué sentido?
ANDRIAN: Divide el servicio en dos: los enfermos más regresivos a una parte, y los que lo son menos, a la otra. Esto no ha sido inútil. Desde hace algún tiempo habíamos empezado a tener reuniones de comunidad, como en los otros servicios. Y constatamos que, si bien en nuestro caso, aún no se puede hablar de participación, existe, sin embargo, cierto interés. Algo que se mueve, que también les da un sentido a ellos y que les responsabiliza.
VASCON: Casi todos son viejos, ¿no?
ANDRIAN: Algunos llevan ya treinta años aquí: el hospital empezó a funcionar en 1933. Y entonces muchos ya estaban internados en otros hospitales.
VASCON: Es decir, que hay gente de ochenta años.
ANDRIAN: La media es de cincuenta y seis años. Se puede decir que muchos de ellos han pasado toda su vida aquí o en otros hospitales.
VASCON: Debe ser particularmente difícil actuar sobre estos enfermos.
ANDRIAN: Es bastante difícil porque ahora ya están institucionalizados. Han estado durante mucho tiempo abandonados a sí mismos. Antes de la nueva orientación, la del trabajo en comunidad, se limitaban a practicar la asistencia directa, pero sin intentar hacer activo al enfermo, darle una responsabilidad cualquiera que pudiese ser para ellos una razón de ser. Simplemente se les impedía dañar a los demás y dañarse a sí mismos.
VASCON: ¿Cree usted que, abriendo este servicio, y a pesar de que los enfermos que hay en él sean regresivos, se obtendrían buenos resultados?
ANDRIAN: Hemos obtenido algunos buenos resultados con el grupo de musicoterapia. Recuerdo a un enfermo con el cual nunca nadie podía comunicarse. Actualmente, en cambio, responde, habla, nos ayuda incluso en los menores trabajos interiores. En resumen, se ve claramente que algo sucede, poco a poco, pero algo.
Desde los comienzos de la liberalización del hospital hasta el verano de 1967, las religiosas nunca han tomado parte en las asambleas ni en las reuniones del servicio. Como quiera que el hospital psiquiátrico de Gorizia muestra abiertamente y de forma detallada, al visitante, su vida de relación, resultaba sorprendente no encontrar a las hermanitas, personajes clásicos de la escena de hospital. Caritativas y autoritarias a la vez, ellas prefieren trabajar al margen, y seguir ejerciendo su ministerio tradicional en los servicios femeninos. Haciéndolo así, cumplen legítimamente su función, siempre presentes y dispuestas al más duro trabajo.
Por otra parte, el resto de la comunidad siempre se ha portado con ellas de acuerdo con la lógica comunitaria: no obligar a nada a los individuos o a los grupos, dejar el máximo de libertad y de espontaneidad a las actitudes. Sin embargo, aún se nota un cierto inmovilismo, fértil en malentendidos, hasta el punto de que, cuando pregunté a la madre superiora un testimonio de sí misma y de las demás religiosas, me respondió: «¿Está usted seguro de que el director aprueba esto?»
Desde hace algún tiempo, las religiosas toman parte en la primera reunión del día, la de las ocho y media.
VASCON: ¿Hace mucho tiempo que hay religiosas aquí?
MADRE SUPERIORA: Mucho tiempo, treinta y dos años.
Y también nosotras estamos satisfechas por el cambio del hospital: usted mismo puede constatar que se trata verdaderamente de una transformación. Ahora debemos prestar más atención.
VASCON: ¿Cree usted que resulta más pesado?
MADRE SUPERIORA: Más pesado, no sé, pero desde que los servicios se han abierto hay más responsabilidades. Cuando aún estaban cerrados, la vigilancia no era tan importante, mientras que actualmente, siempre hay que estar a punto.
RELIGIOSA: Los enfermos están menos agitados, no es como antes, exigen menos cuidados. Nos encontramos a gusto.
VASCON: ¿Era más tensa la atmósfera antes?
MADRE SUPERIORA: Los enfermos estaban encerrados y la forma de cuidarles era distinta. Entonces teníamos días, períodos, más o menos agitados. Ahora se les cuida de otro modo, y los enfermos están más calmados.
VASCON: Hablando desde su experiencia ¿hay una gran diferencia entre el nuevo sistema y el antiguo?
MADRE SUPERIORA: Hay, en efecto, una diferencia, e incluso una mejora, pero antes se veía que los enfermos eran más aptos para el trabajo, cuando estaban conscientes, tal vez tenían más energías. Actualmente, en cambio, están más débiles, más apáticos, menos entregados al trabajo. Les falta voluntad y prefieren dormir.
VASCON: Según usted ¿esto depende también de las medicinas?
MADRE SUPERIORA: Yo creo que sí. Antes, cuando el enfermo estaba agitado, se le podía contener con los medios algo rudos que se utilizaban entonces. Actualmente esto se ha terminado. Durante el buen período, antes, se sentían bien, sonrientes, mientras que ahora siempre están un poco melancólicos.
VASCON: Entonces, y según usted ¿había antes mucha más gente que trabajaba?
MADRE SUPERIORA: En el exterior, desde luego, y en los talleres. Ahora se consagran a trabajos más lucrativos, mientras que en los talleres, la cocina, la lavandería, etc., son menos numerosos. El hospital tenía más ayuda, pero actualmente es mejor para los enfermos, porque se benefician de una paga.
VASCON: El bar, que está abierto desde hace tres años, y que está regido por los enfermos, es, a mi modo de ver, una acertada iniciativa.
MADRE SUPERIORA: Sí, los enfermos se encuentran bien así. Para ellos es incluso mejor, porque antes no ganaban nada, no recibían este poco de dinero, esta pequeña recompensa. Les daban otra cosa: los hombres tenían cigarrillos, las mujeres un salario mucho más reducido. El nuevo sistema es más satisfactorio para ellos. Hay que decir que las excursiones que hacen actualmente, las empezamos a hacer nosotras, las religiosas, con las mujeres, y les gustaba, porque como eso sucedía una vez al año, esperaban la salida con ilusión. Organizábamos estas excursiones con esas pequeñas contribuciones que servían también para hacer una merienda para todas. Hay que reconocer que, ahora, las cosas han mejorado mucho. Es importante el hecho de que los enfermos están retribuidos por la administración provincial, así es mucho mejor.
VASCON: Es decir, que hay cierta diferencia entre ayer y hoy. Antes se utilizaban a menudo métodos antiguos, métodos que podríamos llamar coercitivos, ¿no?
MADRE SUPERIORA: Sí, los enfermos permanecían aislados durante algunos días en celdas. También se usaba la camisa de fuerza, pero no se puede decir que se utilizaran métodos de fuerza, sobre todo cuando se ha conocido a los superiores de antes; que eran muy severos y querían que los enfermos estuviesen bien tratados, no sólo rechazando los golpes y demás, sino también con palabras. Querían que los enfermos recibiesen un buen trato, que fuesen respetados como tales. En cuanto a los aspectos negativos, no sé, la terapéutica era distinta.
VASCON: Según usted la nueva terapéutica, es decir, dar libertad al enfermo, darle la posibilidad de salir, etc., ¿es positiva o no? Si le hago esta pregunta, a pesar de que no sea usted médico, como tampoco lo soy yo, es en función de su experiencia.
MADRE SUPERIORA: En ciertos casos ello contribuye a una mejora notable; en otros, aún no podemos decir lo mismo: tal vez debido a la naturaleza del mal o a sus inclinaciones. Pero el hecho es que algunos enfermos mejoran.
VASCON: Es decir, que, para usted, la experiencia es positiva.
MADRE SUPERIORA: Para los enfermos, y en tanto que experiencia, es un bien.
VASCON: ¿Considera usted que esta situación, en su conjunto —puesto que evidentemente hay más trabajo, los servicios están abiertos, hay que seguir al enfermo de cerca, etc.—, suscita cierta angustia, cierta ansiedad, incluso un poco de anarquía o de caos?
MADRE SUPERIORA: Mire usted, hay tres servicios para mujeres abiertos actualmente15. Si uno de estos servicios está reservado a los enfermos crónicos, que guardan cama, es decir, a la enfermería, se han puesto aquí las enfermas peligrosas, al menos aquellas que tenían tendencia a escaparse. Y ahora plantean, incluso preparan, la apertura de este servicio. En verdad no la desaprobamos, pero nos preocupa. Conociendo a las enfermas, y sabiendo que muchas de ellas tienen tendencia a ser peligrosas, estamos un poco inquietas. Pero, en el fondo, estamos siempre dispuestas a colaborar.
VASCON: Tengo la impresión, después de la pregunta que me hizo usted esta mañana, de que ustedes se sienten algo aisladas en el seno de la comunidad.
MADRE SUPERIORA: No, yo no he dicho esto...
La madre superiora no quiere que su respuesta sea grabada. Poco después continuamos.
VASCON: En lo que se refiere a las diversiones, de vez en cuando se organizan fiestas. ¿Toman ustedes parte en su organización?
MADRE SUPERIORA: Sí, pero sólo en parte, y asistimos a ellas, e incluso varias veces al día. Durante los tres días que duró la fiesta, fuimos allí, incluso por la noche.
Y tomamos parte en el espectáculo. Colaboramos, también, en la organización de la fiesta, haciéndonos útiles de diversos modos: ayudamos al conjunto del personal encargado de los preparativos, e incluso en la preparación de la cena. En fin, tuvimos un trabajo enorme. Cuando se hace necesario, sabemos colaborar.
VASCON: Tal vez tiene usted la impresión de que, en una atmósfera de trabajo, una cierta disciplina que crea obligaciones, hacía más conscientes a los' enfermos.
MADRE SUPERIORA: No podemos pronunciarnos en este sentido...
VASCON: ¿Por qué dice usted, entonces, que le parecen más indolentes?
MADRE SUPERIORA: Tal vez porque disponen de más dinero, porque están mejor retribuidos. Tienen libertad para salir, tienen el bar, donde pueden reunirse, hacen excursiones y paseos, tienen más diversiones, todo ello desgasta su buena voluntad. Antes, sólo salir del pabellón ya era mucho, e iban al taller de muy buen grado, estimando que aquello les hacía superiores a los otros. Actualmente, todos ellos son libres, y envidian a los que se pasean por los jardines mientras que ellos están obligados a trabajar.
VASCON: Es cierto; antes, sólo los que colaboraban, los que trabajaban, podían salir: se trataba de una situación excepcional. Como quiera que hoy no hay sistemas excepcionales, tienen menos estímulos. Sin embargo, aún quedan algunos de ellos trabajando. ¿Hacían, antes, pequeños trabajos organizados?
MADRE SUPERIORA: No, no en los pabellones.
VASCON: Lamento, madre, que se haya usted interrumpido cuando iba a hacerme partícipe de su punto de vista personal. Esto podría habernos llevado a una mejor relación, a una mejor comprensión. En mi opinión, a veces es bueno decir las cosas claramente, discutir, hablar...
MADRE SUPERIORA: Nosotras, las religiosas, tenemos ya una cierta edad. No somos como la juventud, el personal nuevo, que hace su aprendizaje. Tenemos ya una experiencia...
VASCON: Si la he comprendido bien, como todos los que ejercen una profesión comprometida, ustedes trabajan desde hace muchos años. Es decir, que esta profesión, agotadora para todos, lo es igualmente para las religiosas. ¿No cree usted, sin embargo, que la nueva situación creada aquí, puede interesar más a un joven?
MADRE SUPERIORA: No, no para nosotras, para el conjunto... no sé cómo expresarme.
VASCON: Sí, pero en este sentido, ustedes, como todos los otros, han adquirido la mayor parte de su experiencia practicando otro sistema.
MADRE SUPERIORA: Sí, así es, pero no nos quejamos, no tenemos nada que objetar, del mismo modo que no vemos nada reprochable en el período precedente. Seamos francos: tal vez sea lamentable que se haya exagerado en los métodos pasados, pero en realidad los responsables eran castigados. ¡Ay de quien tocara a un enfermo! La disciplina era muy rigurosa. ¡Queremos tanto, tanto, a nuestros queridos enfermos! Algunos, sin embargo, debido a su enfermedad exageran un poco y dirán: «Nos han pegado, nos han maltratado». ¡Nunca quisiéramos que tal cosa fuese cierta! Porque el director era de una severidad tal que, ¡ay del médico o del enfermero que tocaba a un enfermo! ¡Ay si le maltrataba! Incluso había multas. Y el personal sorprendido cometiendo tales actos era trasladado.
VASCON: A mi modo de ver, en esta comunidad, lo que se critica son los antiguos métodos de la psiquiatría, métodos aún utilizados en numerosos hospitales italianos. Hay algo nuevo que se encuentra en funcionamiento de este modo.
MADRE SUPERIORA: Y nosotras no hacemos más que adaptarnos encantadas, porque, evidentemente, las cosas han mejorado mucho. Han mejorado en numerosos aspectos, hay que reconocerlo. Cuando antes nos reuníamos en la iglesia, teníamos un solo uniforme. Las enfermas tenían la cabeza afeitada, y no cuidada como ahora, desde que tenemos una peluquera.
VASCON: Tienen efectivamente una apariencia humana.
Y hay algo más de orden, es cierto, incluso siendo modesto, puesto que este establecimiento no es una clínica, sino un hospital de pobres.
MADRE SUPERIORA: Nuestra provincia no es muy grande, hace lo que puede, de todas formas...
VASCON: He visto que también ustedes toman parte ahora en la reunión de las ocho y media.
MADRE SUPERIORA: Es una excelente forma de exponer nuestros problemas: hablando se entiende la gente.
VASCON: También yo lo creo: ¡ya se lo decía yo! Sin duda es la mejor forma de exponer un punto de vista y poder llegar a comprenderse. Le doy las gracias.
El problema de la «vocación» se plantea de forma muy distinta en otros casos. Me ha parecido interesante, en este sentido, entrevistar a diversas personas cuyo trabajo en el hospital es más específicamente voluntario.
El «exterior» penetra en el hospital a través del trabajo de las asistentes sociales y de los voluntarios. Este equipo actúa a modo de amortiguador en las relaciones entre el equipo médico y los pacientes, entre el exterior y la comunidad. Las asistentes sociales están en contacto con las familias, así como con las instituciones y los organismos administrativos, para todo lo relativo a las pensiones, los subsidios y la previsión. Con quinientos enfermos, de los cuales cada uno es un «caso», y con su «caso» que resolver, el trabajo de las asistentes se pierde de oficina en oficina en inevitables papeleos, cuando su presencia sería tan necesaria en el servicio para suscitar iniciativas y animar el medio. En cuanto a la acción de los voluntarios, está en manos de la buena voluntad de cada uno y de la sinceridad de su actitud. La entrevista que sigue está sacada de una grabación registrada entre las asistentes sociales del hospital y un grupo de interinas (entre otras Sonia Baiss) que terminan aquí su aprendizaje. Por aquella época (junio de 1967), el servicio «C-Hombres» aún no estaba abierto.
VASCON: ¿No siente usted algo de miedo? ¿No se siente usted incómoda cuando se encuentra aquí, en el hospital?
BAISS: No, nunca he sentido nada parecido, en contra seguramente de la opinión general. Yo, al igual que mis colegas, nunca había entrado en un hospital psiquiátrico, y la idea que me había hecho del mismo a través de las películas, tenía algo de pesadilla. Por lo contrario, aquí tiene uno la impresión de hallarse en un lugar cualquiera: en cualquier sitio donde existe una comunidad.
VASCON: ¿A pesar de ser interina, le han confiado una tarea específica?
BAISS: Sí, me han enviado al servicio «C-Hombres». Al principio, con la excusa de preparar las fiestas de Navidad, para intentar reactivar un poco a los enfermos, puesto que los enfermeros no tenían apenas tiempo. Luego decidieron que me quedara allí, y yo lo acepté porque ese trabajo me parece verdaderamente apasionante. Sobre todo ante la perspectiva de una eventual apertura del servicio.
VASCON: Siendo el servicio C el único servicio «hombres» que aún permanece cerrado, ¿por qué razón lo eligió usted?
BAISS: No creo que me encontrara en disposición de elegir, puesto que apenas conocía el hospital. Lo acepté porque tengo la convicción de que esta labor concreta, en el último servicio de «hombres» que sigue cerrado, responde simultáneamente a dos exigencias. En primer lugar, la exigencia objetiva de la institución, que es aplicarse a resolver la penosa situación de más de setenta pacientes, obligados a vivir en un clima que aún conserva las características del asilo de alienados, y de remediarla. En segundo lugar, pensé que sería provechoso trabajar con personas muy enfermas, y no sólo para los enfermos, sino también para mí.
VASCON: ¿Qué cree usted que dicen!os enfermos de usted?
BAISS: No se trata sólo de lo que yo pienso, sino de lo que en realidad dicen. Hemos conseguido establecer unas relaciones lo bastante francas, intentando decirnos mutuamente lo que pensamos. Al principio yo les cohibía: la idea de una presencia femenina en el servicio les excitaba; luego se han habituado a ello. Actualmente me aceptan como a alguien que forma parte del servicio y a quien se dirigen para entrar en contacto con su familia, informarse sobre pensiones o subsidios, para que les acompañe fuera o para organizar un paseo. En definitiva, parecen haber comprendido bastante bien mi papel.
VASCON: ¿Ha hecho usted ya algunas salidas con los enfermos del pabellón C?
BAISS: No, y tal vez sea a causa de las relaciones que se lian establecido con los enfermeros. Se tiende a reservar estas actividades (excursiones, paseos por la ciudad o en el hospital) sólo a los enfermeros. Según ellos, yo no vivo lo bastante en el servicio para conocer bien a los pacientes: tienen más confianza en ellos mismos, porque me consideran como interina, y no llegan a concederme responsabilidad suficiente.
VASCON: En cierto modo hace usted el papel de «novato».
BAISS: Sí, en cierto modo. De todas formas, mis relaciones con los enfermeros se han clarificado. Después de dos meses, hemos llegado a entendernos, y ahora colaboramos bastante bien.
VASCON: Usted pasa gran parte de su tiempo en este servicio cerrado, donde se encuentran los enfermos graves o gravísimos. Algunos de ellos no hablan o tienen actitudes particularmente regresivas. ¿Qué piensa usted de estos enfermos, de sus posibilidades de curación y de asimilación a la comunidad?
BAISS: Para empezar, no se puede decir que se trate de los enfermos más graves: en los otros servicios también se encuentran enfermos que están como ellos. Lo que sucede con éstos es que han tenido la mala suerte de permanecer en el pabellón cerrado. En cuanto al hecho de que no hablen, yo creo que después de haber pasado veinte años en un servicio donde nadie le dirige la palabra, usted mismo llegaría a perder la costumbre de hablar. Si no dicen nada, no es a causa de una enfermedad particular o por motivos especiales de agresividad. Han quedado reducidos a este estado porque precisamente la institución les ha llevado a él, y estoy convencida de que en poco tiempo se les podría cambiar. Ciertamente no se trata de una cuestión de días o de meses; si consideramos que un enfermo ha permanecido encerrado veinte años en un servicio como éste, o en un hospital tradicional, yo creo que en un año o dos se le puede ayudar enormemente, e incluso se puede conseguir que cambie como de la noche al día.
VASCON: ¿Ha constatado ya resultados en este sentido?
BAISS: Sí, he presenciado resultados notables: hemos conseguido, por ejemplo, organizar reuniones de comunidad donde la participación es espontánea y siempre bastante concurrida, con una media de treinta personas por reunión, aunque sólo hablen unos diez. Los demás escuchan, o comentan en voz baja, porque aún no se atreven a expresarse en público. Algunos, en cambio, hacen comentarios cuando la reunión se ha levantado, vienen a pedirme informaciones, o hablan de ello con los enfermeros. Sea como sea, se revelan mucho más activos. También empiezan a reclamar cosas, a tener exigencias: quieren tener dinero, ser libres. Hemos organizado así, en el cuadro del servicio, un comité, siempre de participación voluntaria, en el cual intentamos administrar los fondos que el Club les ha dado. Creo que podemos considerar todo esto como buenos resultados. Si se piensa que hay reuniones, que hemos podido constituir comités, que las personas se presentan espontáneamente cuando tienen ganas de salir, que se lamentan de tener los peores vestidos del hospital y quieren ir a elegir solas su guardarropa, que se preocupan por distinguir de los otros su único vestido decente, yo creo que todo esto constituye resultados muy notables, y además, obtenidos en poco tiempo.
La importancia de la elección personal —factor que, prácticamente, caracteriza el conjunto de la comunidad del hospital de Gorizia— se percibe claramente en esta entrevista con un médico.
VASCON: Doctor Schittar, también usted es un voluntario, o al menos lo ha sido durante bastante tiempo. ¿Qué le ha impulsado a venir a este hospital?
SCHITTAR: Cuando llegué a Gorizia me encontraba completamente «en ayunas» en materia de práctica psiquiátrica, y apenas mejor en el plano teórico. La psiquiatría siempre me había interesado mucho, pero hacía medicina general: estaba de asistente en la sección de Neumología de un hospital civil, y por otra parte había iniciado, sin demasiado entusiasmo, la carrera de médico mutualista.
VASCON: Es decir, que había usted iniciado una carrera que es la de la mayoría de los médicos jóvenes. ¿Por qué la abandonó tan repentinamente?
SCHITTAR: Resulta difícil discernir exactamente los motivos que conducen a elecciones tan importantes. Mi reacción fue, en parte, una reacción emotiva en relación con el tipo de papel que yo debería haber representado como practicante de la medicina general. En efecto, me parece evidente, al menos en la práctica corriente a la cual un médico recién diplomado debe limitarse, que la profesión médica se nutre cotidianamente de mala fe. El papel del médico es, por definición, el de un ser «superior»: el médico es, por definición, un ser cultivado, informado, objetivo, bueno y desinteresado, porque cumple una «misión». Sobre todo, conoce el arte de la medicina, conoce las enfermedades y sabe curarlas. «Ciencia y conciencia» son las cualidades que se le reconocen. Pero, desgraciadamente, es un hecho que todo eso sólo sirve para justificar el «poder» que, a pesar de todo, conserva el médico en nuestra sociedad. Las relaciones entre el médico y el paciente son casi siempre (y absolutamente siempre en la práctica mutualista y en las salas de los hospitales) relaciones de autoridad. Relaciones que encubren y disimulan a veces defectos infinitamente graves, que van desde una real ignorancia científica a los innumerables abusos que los pacientes deben soportar a diario. Es una situación extremadamente penosa para quien intenta establecer otro tipo de relaciones humanas.
VASCON: ¿Y ha encontrado usted este tipo de relaciones en Gorizia?
SCHITTAR: Yo creo que sí. En Gorizia se tiende por lo menos, a establecer otras relaciones que no sean las autoritarias. Tanto entre los miembros del equipo médico como con los pacientes y enfermeros. Se tiende a reducir el papel del médico al de un técnico: es una fea palabra, pero tiene el mérito de ser bastante clara. Un técnico de la salud, y no precisamente de la salud mental, de la cual todos podemos ser considerados —médicos, enfermeros o pacientes—, como «técnicos». Sin embargo, hay algo más: el entusiasmo que suscita ese tipo de trabajo proviene también de sus aspectos voluntaristas y «humanitarios», pero sobre todo —y ello permite escapar al neo-fitismo—, de sus corolarios «políticos». Aquí un médico joven se siente capaz de llevar a cabo, de un modo u otro, a través de su trabajo y participando en las numerosas reuniones de grupos a todos los niveles, el doble fin de una actividad profesional y de una batalla de ideas cotidiana: ¡y esta última da, sin duda, más satisfacciones que la primera!
Las posibilidades de trabajo ofrecidas por la comunidad son pocas. Se reducen a un taller donde se fabrican sillas, otro donde se confeccionan cajas de cartón, y un tercero donde se forran botellas con paja. En total ocupan a unas treinta personas. Hay también un equipo bastante restringido que trabaja en la granja. Más numerosos son, en cambio, los enfermos empleados en los servicios del hospital: cocina, lavandería, etc. Estas actividades por tradición, corren a cargo de un reducido número de enfermos crónicos perfectamente adaptados a sus modestas funciones. En general, el trabajo de los enfermos no es obstaculizado, sin embargo, tampoco es favorecido, para evitar así determinadas formas de colonización. El enfermo, sin recibir una retribución normal (ninguna ley prohíbe el trabajo de los enfermos en los hospitales psiquiátricos), puede dar buenos resultados como campesino, obrero o artesano. También, y dejando aparte cualquier consideración sobre el valor de la ergoterapia, la comunidad niega la validez del trabajo, partiendo de la base que las economías realizadas por la administración pública gracias al trabajo de los internados no sirven a los interesados ni contribuyen a su readaptación.
La única actividad organizada por la comunidad en estos últimos tiempos, era una sección de musicoterapia, eficaz y muy frecuentada, basada en la enseñanza de los ritmos simples de la «Musik für Kinder», de Karl Orff. La sala de música fue cerrada y ya nadie habla de musicoterapia, debido a un problema sindical surgido entre la administración y el enfermero encargado de la sección. En efecto, este enfermero había seguido un curso de especialización en Salzburgo, y solicitó, después de algunos años de actividad, que se le reconociese la cualificación de musicoterapeuta. Pero, desgraciadamente, esta nueva función, además de ser difícil de clasificar, no había sido prevista en el régimen burocrático de la administración provincial.
Muy recientemente aún, la comunidad publicaba una revista mensual titulada II Picchio (El Pico), bien porque volvía insistentemente sobre los mismos problemas, del mismo modo que el pájaro golpea el tronco del árbol, bien como una alusión irónica a la enfermedad mental. Esta publicación, continuada durante tres años, resultaba particularmente interesante, puesto que expresaba la evolución de la vida institucional. Hoy ya no se publica porque la liberalización del hospital ha hecho innecesarios los medios de comunicación mediatos. El Picchio estaba dirigido por un enfermo, Furio, que es uno de los leaders de la comunidad. Furio es un hombre de unos cincuenta años, inteligente y cultivado, y el mejor informado, entre los enfermos, de los problemas del hospital psiquiátrico. La conversación, grabada, que mantuve con él, resume de forma espontánea y exhaustiva la breve historia de la liberalización, así como el pensamiento y la actual posición del enfermo en el seno de la comunidad.
VASCON: Personalmente, me gustan mucho estos cigarrillos...
FURIO: A decir verdad, cuando volví a Italia, no sabía qué cigarrillos fumar. Mi reserva de Gauloises se terminó y no pude comprar más porque eran demasiado caros.
VASCON: Antes de finales de año el precio tendrá que bajar. Los franceses se lamentan de que los italianos los venden demasiado caros.
FURIO: Como en Francia se venden pocos cigarrillos extranjeros, esto restablece el equilibrio...
VASCON: Estos cigarrillos, en Francia, se venden a 80 francos antiguos, de manera que en Italia, con los impuestos y todo, se podrían vender por 150 liras. Pero los italianos los venden a 290, lo cual resulta un poco abusivo. En fin, de cualquier modo, empecemos nuestra conversación sobre los mismos temas de ayer, e intentemos trazar de nuevo el conjunto histórico de la comunidad, empezando, por ejemplo, hace seis años.
FURIO: Sí, seis años, porque ya estamos a finales de año. Prácticamente aquí todo empezó en julio-agosfo de 1962.
VASCON: ¿Había ya empezado en 1962 lo que actualmente se llama la comunidad terapéutica?
FURIO: No. Se inició liberando a los enfermos del régimen represivo que estaba en vigor. Al principio se levantaron las rejas, luego pequeños muros, y ahí detuvimos todo durante dos meses, para estudiar las reacciones. Yo creo que, incluso para el director, que tenía la convicción científica de que era necesario liberar el hospital de ciertas trabas institucionales, se trataba de una experiencia nueva: tenía que experimentar el método, ver cómo funcionaba. Al comprobar que lós resultados eran positivos, empezamos a liberalizar verdaderamente.
VASCON: Es decir, que la primera fase fue la liberalización del hospital, que empezó en 1962. Esta liberalización fue declarada, entiendo que todos los enfermos estarían al corriente. ¿Había empezado el equipo médico a dialogar con ellos?
FURIO: Sí...
VASCON: ¿O sólo se discutió con algunos de los enfermos?
FURIO: Con algunos, no con todos. Pero nosotros, por nuestra parte, debíamos intercambiar opiniones con los otros. Aún hoy seguimos discutiendo: muchos creen que la causa de la liberalización ha sido la bondad del director, pero muchos otros se dan cuenta de que sin la colaboración de los enfermos y de los enfermeros, el equipo médico no hubiese podido hacer gran cosa.
VASCON: Es decir, ¿que usted excluye la idea de que este primer gesto deba interpretarse como un acto humanitario?
FURIO: La excluyo por completo. Sin duda estaba inspirado por una convicción científica. Si pudo ser interpretado como un gesto humanitario, fue porque las anteriores condiciones de vida eran inhumanas.
VASCON: Volvamos al 62, o, mejor, a algunos años antes. ¿Cómo estaba dirigido el hospital?
FURIO: Al modo tradicional. La gente vivía encerrada en los pabellones, y el enfermo no tenía prácticamente ninguna participación en la vida del servicio, así como ninguna actividad más allá de los trabajos materiales. Existía el buen enfermo. Y creo que esta prerrogativa aún perdura en los hospitales tradicionales. Los médicos ven a los enfermos bajo dos aspectos, es decir, que hay dos tipos de enfermo: el buen enfermo y el malo. El buen enfermo es aquel que ayuda a los enfermeros en la limpieza y en los trabajos del sei-vicio y el mal enfermo aquel que no quiere colaborar.
VASCON: El enfermo utilizable o no utilizable.
FURIO: Sí, el enfermo con el que se puede contar: «Haz esto, haz lo otro», el enfermo sumiso, digamos.
VASCON: Y, consecuentemente, horarios para levantarse, para acostarse...
FURIO: Horarios para levantarse, para comer... Los enfermos pasaban prácticamente todo el día en una habitación sin hacer nada.
VASCON: ¿Se usaban medios coercitivos?
FURIO: No, en todo caso no en mi pabellón. Al menos desde que yo estoy allí. Los medios coercitivos como la camisa de fuerza o la cama con barrotes no eran utilizados. Los enfermos más agitados, los que no sabían estarse quietos y debían permanecer en la cama, eran atados con las sábanas.
VASCON: Bien, sobre esta base se empezó la liberalización del hospital. Cuando se empezó a hablar en los servicios de esta apertura, ¿cómo fue acogida?
FURIO: La eliminación de las rejas fue acogida con entusiasmo. «¡Al fin podremos salir! ¡Podremos ir a donde nos plazca!» Hasta entonces, la tendencia normal era la de escapar de los lugares cerrados. Tuvimos muchas más fugas cuando el hospital estaba cerrado, y entonces podían considerarse como fugas; mientras que ahora, si alguien se va, puede parecer una salida. No hay vigilancia.
VASCON: Las cosas son distintas.
FURIO: Sí, muy distintas. Algunos pensaban: «Si quitan las rej:ts podremos irnos».
VASCON: ¿Y, como consecuencia, miedos, dudas?
FURIO: Yo creo que las dudas y el miedo se daban más entre los enfermeros, porque se decían: «¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a retener a los enfermos?» En la práctica, los primeros días que siguieron a la supresión de las rejas, había un enfermero en el patio con los enfermos, y, en cierto sentido, con su sola presencia les impedía alejarse: era como si aún permanecieran las rejas.
VASCON: ¿No había, entre los enfermos, cierta ansiedad? ¿Estaban alegres?
FURIO: En algunos, tal vez sí, había una cierta ansiedad, yo creo que provocada por la costumbre, puesto que se trataba de una ruptura en las costumbres. El enfermo estaba tan habituado... A menudo se comprobó que después de la supresión de las rejas, incluso después de suprimir la vigilancia del enfermero en el patio, había muchos enfermos que no salían. El enfermo se había convertido en un autómata, en una máquina.
VASCON: Y antes, con su sola presencia, el enfermero impedía...
FURIO: Sí, impedía que se alejasen. Pero luego fue la costumbre que lo impidió. La gente estaba sumida en un estado angustioso: «¿Qué me espera fuera? ¿Qué voy a encontrar?» Hay que aclarar que los primeros servicios que se abrieron fueron aquellos en los que ya había un buen número de enfermos que salían durante el día bien para ir a trabajar, bien acompañados, etc. No hubo, pues, una verdadera ruptura. Los que más notaron el cambio fueron aquellos enfermos que nunca dejaban los pabellones. Entre ellos pude escuchar reflexiones como ésta: «¡Ahora que no hay muros ni rejas, podríamos ir a dar un paseo por el parque! Sí, pero ¿tú sabes lo que hay fuera? ¿Con quién nos vamos a encontrar?». Sentían esta ansiedad porque no sabían qué hacer una vez fuera. Y yo creo que sin duda se debía a la costumbre de muchos años de internado: ya no sabían lo que era el mundo exterior.
VASCON: ¿En el transcurso de esta primera fase, se constató una mejora en las condiciones de los enfermos? ¿Aportó la apertura una mejora sensible?
FURIO: Aportó una mejora, sobre todo en el terreno de las relaciones sociales: el enfermo se hizo más sociable. En la sala de estar de los servicios cerrados a veces había un enorme barullo, y otras veces un silencio casi total: todos estaban replegados sobre sí mismos. Pero, cuando había ruido, prácticamente no existía ningún tipo de conversación, ningún contacto entre los enfermos. Intercambiaban algunas palabras al llegar al servicio de admisión: «¿También te han encerrado a ti? ¿Qué tienes? Aquí, por ahora, puedes estar tranquilo, Dios sabe cuándo saldrás. No saldrás más, yo hace una eternidad que estoy aquí». Y hasta ahí llegaban. Por el contrario, con la apertura, cada uno ha sentido la necesidad de solicitar la compañía de los demás para salir. Empezaron por salir en grupos de tres o cuatro, y en el interior de estos grupos se establecía el diálogo. En resumen, empezaban a establecer relaciones sociales.
VASCON: Y entonces intervino lo que se denomina la acción comunitaria. Llegamos, así, a la fase de liberalización...
FURIO: Sí, al llegar a esta fase de liberalización, dos pabellones permanecieron cerrados por razones técnicas, médicas y demás. Creo que también hubo dificultades de orden legal: no podíamos liberalizarlo todo de la noche a la mañana. Hacía falta que un servicio conservara las características del servicio cerrado, que fuese en realidad un servicio cerrado. Además, al principio, los enfermos que planteaban problemas de asistencia y demás en los servicios abiertos, eran enviados al servicio cerrado.
VASCON: Como al exilio.
FURIO: Sí, cuando su comportamiento no permitía tenerles en un servicio abierto, se les mandaba a un servicio cerrado, separado de los otros.
VASCON: Se trataba, pues, de una fase muy imprecisa.
FURIO: Muy imprecisa, sí. Desde hace dos años, los médicos hacen todo lo posible para que ningún enfermo vaya a un servicio cerrado; incluso cuando el enfermo atraviesa un período de gran excitación, debe permanecer en el servicio abierto.
VASCON: Y es entonces que interviene la fase comunitaria, aquella que, por medio de reuniones, etc., permite contactos individuales o colectivos entre enfermos, entre enfermo y médico, entre médico y personal. Esta fase, caracterizada como es natural por numerosas reuniones preparatorias, etc., ¿fue bien acogida?
FURIO: Yo diría incluso que fue aceptada con entusiasmo. Yo, al menos, la veía así, sobre todo cuando se inauguró la asamblea de la comunidad, que constituía la segunda iniciativa. Antes, sólo existía en un servicio, el B-Hombres, denominado «comunidad terapéutica». El primer pabellón que se abrió, y donde se mantenían reuniones colectivas, donde se discutían los problemas inherentes al servicio. Estas reuniones fueron seguidas con gran interés al principio, porque, a fin de cuentas, el enfermo comprendía que debía ir allí para contestar, para protestar contra una serie de cosas que, en su opinión, dejaban mucho que desear, pero aún no se mantenían conversaciones de importancia. Después se empezó a discutir acerca de la salida definitiva del compañero, de sus problemas particulares.
Y fue el principio de una madurez comunitaria. Aquello producía el mismo efecto de una asamblea de comunidad. Al principio la asistencia era numerosa, incluso siendo casi siempre los mismos quienes tomaban la palabra, dado que muchos no sabían expresarse o no se atrevían a hacerlo, por una especie de pudor. Participaban en la asamblea de la comunidad porque ésta determinaba, según creían, la vida del hospital. Esto es cierto sólo en parte, puesto que esta asamblea debería ser un diálogo, un coloquio, para ahondar en los problemas y resolverlos en lo posible; en lo que dependiera de nosotros, es decir, de la comunidad, con el apoyo de los médicos y de los enfermeros. Pero cuando se presentaban problemas que la comunidad no podía resolver, o dicho de otro modo, cuando, la última palabra dependía de la administración o del exterior, entonces la comunidad se daba cuenta de que perdía un poco del poder que creía tener.
VASCON: Esta equivocación acerca de los poderes de la asamblea ¿se manifestó desde el principio?
FURIO: Así es, y a menudo podía escucharse: «¿Qué estamos haciendo aquí? Nunca podremos tomar una decisión, no hacemos más que discutir y nunca decidimos nada». Era la crítica más frecuente. Efectivamente, ese problema que antes presentaran ante el médico: «Quiero que me lleven a casa, ¿cuándo volveré a mi casa?», era planteado, después de estos cambios, a la asamblea, con entera franqueza. Y está claro que la asamblea puede intentar analizar cada caso. Pero de ningún modo puede decir: «Bueno, entonces vuelve a tu casa».
VASCON: Así que ha sido necesario un gran esfuerzo de educación y de autoeducación para llegar a hacer comprender los límites y las posibilidades de la asamblea. ¿Y esta fase duró, digamos, algunos años?
FURIO: En mi opinión duró tres años, y en algunos aspectos aún dura.
VASCON: Volveremos sobre esto. ¿Cree usted que las reuniones han servido también para una autoeducación, es decir, que han proporcionado de un modo u otro cierta cultura, dando a algunos los medios de expresarse, de utilizar una terminología, de no temer a equivocarse?
FURIO: Más que un factor educativo, yo diría que han estimulado más que enseñado, a conversar.
VASCON: Pero, de cualquier modo, existe el aspecto educativo.
FURIO: Sí, muy poco, pero indudablemente existe. He podido oír a más de un enfermo que se expresaba de una forma completamente distinta a como lo hacía antes.
VASCON: Tal vez haya colaborado también en ello el hecho de que se montó inmediatamente una biblioteca, se publicó un diario, etc., ¿no?
FURIO: Todo esto ha tenido, sin lugar a dudas, su importancia.
VASCON: ¿Y fue durante el período en que usted se convirtió en dirigente del grupo de la redacción, cuando empezaron a elaborar el Picchio?
FURIO: Esto que acaba usted de afirmar es inexacto. Puede que hoy exista esa impresión, pero no es cierto que yo intentara dirigir a los demás, ser un dirigente. Por otra parte, todos me impulsaron a ello, particularmente el director que me dijo: «Tanto por su propio bien como por el bien de los demás, Furio, puesto que tiene usted capacidad suficiente, utilícela, conviértase en una persona activa en la comunidad». Naturalmente, yo también veía que alguien debía, al menos parcialmente, servir de guía. Mi papel en esta época fue algo así como el de amortiguador entre el personal médico y los enfermos: atenuar ciertas desavenencias, algunas cosas que eran evidentes. Por ejemplo, cuando un enfermo era tratado con rudeza por un enfermero, se dirigía inmediatamente a mí para decirme: «Mira, Furio, este enfermero ha hecho esto y aquello...». De hecho, yo no podía enfrentarme con el enfermero en cuestión, pero hablaba del caso durante las reuniones de servicio, y decía: «No se comporte de este modo porque su actitud irrita a ciertas personas».
VASCON: Como quiera que sea, ¿fue durante este período que apareció el Picchio?
FURIO: El Picchio sale desde el mes de agosto de 1962, con la doble finalidad de acelerar la liberalización y responsabilizar al equipo de la redacción; con él se pretende formar un grupo piloto. Prácticamente, el grupo piloto salió del diario, pero a pesar de todos mis esfuerzos, a pesar de todo lo que yo hiciese y dijese, y a pesar de nuestras llamadas a la colaboración, ésta no fue excesiva por parte de los enfermos. El peso del periódico descansaba casi por entero sobre mí, hasta el punto de que los amigos tendían a identificar el Picchio con Furio. A veces jugaban con las palabras y decían Furio por Picchio.
VASCON: Es una confusión que puede producirse.
FURIO: Yo hice cuanto pude para remediarla.
VASCON: Como experiencia personal, este hecho de manifestar una actividad tan intensa en el seno de la comunidad, ¿le ha beneficiado?
FURIO: Indudablemente me ha hecho bien, puesto que debo decirle que yo he tenido una de las existencias más atormentadas, tanto por mi culpa como por culpa de los otros. Poco a poco había ido madurando la decisión de ponerle fin: ya no esperaba nada de la vida. «La he derrochado, la he quemado, la he tirado», me decía a mí mismo. «¿Qué más puedo hacer aquí?». Me internaron después de un intento de suicidio, que repetí más tarde en el hospital.
VASCON: ¿Y esta actividad le ha hecho bien?
FURIO: Mucho bien. En todo caso, este pensamiento dejó de ser obsesivo. Comprendí que aún podía hallar una finalidad. Antes tenía vacía la cabeza a causa de la apatía que se había apoderado de mí; sentía apatía hacia todo, y este problema, este sentimiento de que haciendo algo aún podía ser útil a los otros, me ha hecho mucho bien, incluso teniendo en cuenta que debía recibir continuamente estímulos para superar los períodos de apatía. En cuanto comprendí que podía ser útil a los demás, por supuesto no logré desprenderme por completo de esta idea, que era una idea fija, pero sí logré atenuarla mucho.
VASCON: Supongo que se habrá producido el mismo proceso, aunque de forma diferente y bajo distintos aspectos, para muchos otros.
FURIO: Yo diría que para todos. Creo, efectivamente, que para la mayoría de personas, sobre todo para algunas, se trata de un problema parecido al mío. Algunos, al ver que debían ir a un pabellón cerrado, o se han escapado o han intentado una y otra vez escapar. Desde que el servicio ha sido abierto, estas tentativas han cesado. Creo que estas personas se habrán dicho lo mismo que yo: «Si lo hago, me arriesgo a que sea negativo, no sólo por mí, sino también para los otros». Por lo demás, no necesitaban huir, puesto que no tiene sentido huir, de un lugar abierto.
VASCON: Entonces hemos llegado a una fase en que, prácticamente, después de seis años, todos los pabellones para hombres están abiertos. En el pasado julio tuvo lugar la apertura del servicio C, y dentro de poco le llegará el turno al servicio de «mujeres» que aún sigue cerrado. He creído notar una dialéctica bastante rica entre enfermos y médicos, etc. ¿Qué piensa de ello, usted que vive en el hospital y conoce bien la situación?
FURIO: Indiscutiblemente hay diálogo, si bien por una parte persisten algunas reservas que hay que respetar, y por la otra, el enfermo utiliza muy a menudo una expresión reveladora: «los superiores». En efecto, hablando de los médicos, de los enfermeros, de las monjas o del sacerdote, dicen a menudo: «el superior», es decir, la persona que manda, a la cual se debe obedecer y a la cual se debe estar sometido. Y estamos sometidos, por supuesto, ya que el enfermo no puede hacer lo que quiere, al menos como persona, ni siquiera en el exterior. De todos modos aquí se intenta eliminar este temor. Yo creo que hay una diferencia entre decir: «No hagas esto porque va en contra de ciertas reglas de la convivencia, de la vida en comunidad», o decir: «No lo hagas por temor a tus superiores». Muchos aún dicen: «No haré esto para no enojar al director». Es una noción de dependencia que me esfuerzo en corregir: «No sólo no debes hacerlo para no enojar al director, en tanto que director, sino también en tanto que persona perteneciente a nuestra comunidad».
VASCON: Existe algo evidente, me parece, y es que muchos dicen: «Aquí no tengo miedo, me siento bien, estoy protegido, soy lo bastante libre, siento que tengo una función, o sea, que me protejo del exterior mientras estoy aquí».
FURIO: Sí, es un hecho, pero hay otro igualmente real, y es el deseo de dejar el hospital, al menos para la mayoría de los enfermos. Puede haber una minoría que, prácticamente, se ha dejado ganar por una especie de resignación, es decir que, en definitiva, se ha hecho a la idea de quedarse aquí por el resto de sus días. Y de hecho es comprensible, tratándose de personas que están encerradas aquí desde hace unos veinte o veinticinco años, personas olvidadas por la sociedad, representada por la familia y particularmente por las personas allegadas. Yo creo que acaban por llegar a un estado tal de resignación, que se dicen: «Aceptemos quedarnos aquí, tampoco se está tan mal». Pero estoy persuadido de que, en el fondo de sí mismos, no ha desaparecido el deseo de irse.
VASCON: El fin que persigue la comunidad es curar al enfermo y reincorporarle a la vida exterior, ¿no existe el peligro de que se cierre en sí misma al tratar de defender a sus miembros?
FURIO: Creo que algunos han alcanzado ese estado de resignación, pero también creo que si la sociedad les tiende la mano, estas personas necesitarán salir de nuevo. Ahora que estamos en el estadio en que el exterior debe preceder en prioridad al interior, hemos obtenido la apertura interior; también será necesario obtener la apertura hacia el exterior.
VASCON: La apertura hacia el exterior, o dicho de otro modo, la aceptación del enfermo mental por parte de la sociedad. Según usted, según su experiencia ¿es muy dura todavía la posición del exterior en relación con el enfermo mental?
FURIO: Sin lugar a dudas. Los prejuicios ante el enfermo mental y la enfermedad mental se hallan muy expandidos y profundamente arraigados. A menudo oigo a familiares que dicen: «No puedo tenerla en casa porque tengo miedo», y yo replico: «A mi modo de ver, su miedo no tiene ninguna razón de ser, puesto que esta persona no es peligrosa en absoluto. No es peligrosa porque no hace nada peligroso. Que yo sepa, levantar la voz de vez en cuando no tiene nada de peligroso: esto sucede en las mejores familias. Creo más bien que usted se halla instalado en exceso en esa posición cómoda que descarga su conciencia diciendo: «Tengo miedo, es peligroso, no puedo tenerle en casa, estaremos más tranquilos de este modo: él por una parte y yo por otra». De esta manera, nunca se enfrentará usted con el problema. Puesto que hemos visto que, al enfrentarse con el problema, hay mucha gente que ha vuelto a su casa, después de diez, quince o veinte años de hospital.
Y han podido hacerlo cuando han tenido una apertura al exterior, cuando el problema ha pasado al exterior, hacia la familia, fuera del hospital.
VASCON: En este sentido, efectivamente, las salidas han sido numerosas.
FURIO: Ellos dicen: «Se está bien aquí, etc.», pero en mi opinión, repito, si lo dicen es porque están resignados: una resignación que proviene de la costumbre de haber sido abandonados por el exterior desde hace muchos años, porque el exterior no hace prácticamente nada por nosotros. Tomemos, por ejemplo, el caso de una persona que estaba aquí: usted me ha hablado de Mila, que trabajó durante mucho tiempo en el bar y que ha salido (una persona con la cual pasé muchos momentos agradables). Éramos muy amigos, también por razones de trabajo. Era muy activa y colaboraba. Cuando yo le decía: «Está aflojando la marcha», ella respondía: «Por supuesto, si el exterior no me ayuda, si no resuelvo mi problema fuera, no tengo otra posibilidad». En efecto, sólo desde el exterior ha podido enfrentarse con el problema, dado que en el hospital no había problema, desde el momento en que la enferma estaba curada y lo demostraba mediante sus actividades. Sólo ha podido resolverlo cuando la han mandado a su casa. En definitiva esta persona estaba resignada, porque estaba incomunicada con el exterior. Cuando vio que el exterior estaba dispuesto a aceptarla, nuevamente deseó salir.
VASCON: Así, pues, una vez superada la fase de liberalización, al entrar en la fase comunitaria, el problema se desplaza por completo hacia el exterior. O sea, que la comunidad terapéutica es sólo una fase transitoria, ¿no?
FURIO: Sí, es una fase transitoria. Tiene posiblemente aspectos positivos en el plano terapéutico: el enfermo no conoce ya aquellas, digamos, rupturas sociales que antes tenía en un hospital tradicional. Hoy, al llegar aquí, el enfermo no está aislado. Tiene constantemente la posibilidad de entrar en contacto con los otros, con sus semejantes. Es decir, no hay una clara ruptura, como antes, sino que la ruptura depende mucho del exterior.
VASCON: Es decir, que la sociedad es desmentida, en su concepción del enfermo tradicional, por el mismo enfermo y por los otros, cuando la comunidad consigue curaciones y demuestra al mismo tiempo que el enfermo no es peligroso.
FURIO: Todo es posible, pero no llego a imaginar que un enfermo que sale de nuestro hospital pueda cometer un acto de violencia sin justificación. Discutimos acerca de uno de estos actos, cometido por un antiguo hospitalizado de otra ciudad. Yo di mi opinión, que fue compartida por diversas personas, enfermeros o enfermos: si se hubiese tratado de uno de nuestros enfermos, y si en el momento oportuno se hubiese reclamado la presencia de un enfermo, un médico o un enfermero que hubiesen tenido relación con él, no hubiera pasado nada. Me refiero a ese hecho reciente, usted lo recordará, que ha demostrado que los métodos del hospital psiquiátrico tradicional pueden llegar a matar a un policía. Entonces los artículos del diario dejaron entender muchas cosas. Leí una frase que me afectó mucho, personalmente. La mujer llamó por teléfono a la policía, diciendo: «Mi marido está muy agitado». Le respondieron: «No podemos intervenir simplemente porque usted tiene miedo. Hace falta que su marido pase a los actos, en tal caso llámenos e intervendremos». Poco después la mujer telefoneó: «Me ha amenazado con su revólver. Está armado y me está amenazando». Entonces enviaron a ese policía que fue muerto. Se pensó que apenas llegó el policía el otro ya le había disparado, pero no fue así. El policía se presentó y habló en el rellano con la mujer y la hija del enfermo. Entonces entró y habló con el hombre, luego salió de nuevo, dejando la puerta abierta y dijo a la mujer: «Ahora está calmado, pero de todos modos nos lo llevaremos». Sí, dijo estas palabras: «de todos modos nos lo llevaremos».
VASCON: Y esto fue lo que exasperó al enfermo.
FURIO: Precisamente. Por ello nosotros pensamos que, si en lugar del policía hubiesen mandado a un enfermero, otro enfermo o un médico que hubiesen tenido relación con él .durante su hospitalización, el drama, a mi modo de ver, no se hubiese producido.
VASCON: Es cierto. No habrían provocado la violencia que este hombre llevaba en sí mismo, tal vez por razones relacionadas con su familia, por otra parte.
FURIO: Yo opino que un policía no está calificado ni tiene los requisitos y la preparación necesarias para discutir con un enfermo.
VASCON: Y también hay que tener en cuenta el contenido de la frase, admitiendo que haya sido pronunciada de este modo, o poco menos, lo cual no admite dudas puesto que por lo general se cree que el enfermo es una cosa.
FURIO: Evidentemente: «Nos lo llevamos», como si se tratara de un mueble.
VASCON: Por lo general, se imagina al enfermo como a alguien furioso, violento. De hecho, cuando se viene aquí por primera vez, todo el mundo se sorprende y pregunta: «¿Dónde están los enfermos?».
FURIO: Algunos enfermos pueden resultar molestos, pero no veo que sean peligrosos. Podrán molestar repitiendo constantemente la misma frase, al pedir un café, o un cigarrillo, pero no creo que esto pueda considerarse como peligroso.
VASCON: ¿En qué medida cree usted que el estado de absoluta no violencia que se constata aquí es atribuible a la acción de los medicamentos o a la acción de la comunidad?
FURIO: En mi opinión, esta no-violencia se debe en un 80 r. o a las relaciones sociales. Que los médicos son eficaces en la curación general, está fuera de duda, pero en el comportamiento del enfermo las relaciones sociales juegan por lo menos un SO %.
VASCON: El hecho de no sentirse ya una cosa, sino una persona, de reclamar unas responsabilidades ¿es esencial?
FURIO: Sí, y se puede constatar que se produce una especie de regresión cuando, en vez de actuar con convicción y sinceridad, uno se deja ir hacia formas alarmantes de paternalismo, que a veces resultan ofensivas. Uno no se da cuenta, pero muchas veces, no se puede tratar a un adulto como si fuese un niño caprichoso.
VASCON: ¿No teme usted que esto pueda producirse alguna vez?
FURIO: Por supuesto, se produce.
VASCON: Es decir, que existe una forma paternalista de abordar al enfermo: «Vamos, pobrecito, ven, hablemos un poco...».
FURIO: Sí, de forma conmiserativa. Y creo que, en el fondo de nosotros mismos, todos sufrimos por ello: «Si me tratan de una forma conmiserativa, quiere decir que soy inferior». Mucha gente, que no está abierta a estos problemas, piensa que basta con tratar al enfermo con paternalismo para hacerle un bien, lo cual a mi modo de ver no es cierto en absoluto.
VASCON: ¿Cuándo cree usted que se produce esto?
FURIO: Cuando el enfermo, por una u otra razón, adopta una actitud de rebeldía, cuando se irrita y dice: «¿Pero por qué, etc.?». Entonces se le responde: «Lo he hecho por tu bien. Perdona». Puesto que, si se ha cometido una injusticia con el enfermo, es necesario discutirla, y no refugiarse en los: «Tienes razón, perdona, me equivoqué; no tenía que haberlo dicho». La rebeldía debe realizarse en un plano de igualdad, puesto que, en caso contrario, el enfermo sufre por ello, incluso a veces sin darse cuenta. A menudo, hay muchos que se complacen en hacerse compadecer, pero otras veces les irrita.
VASCON: Es decir, que, en este sentido, se impone una educación de la sociedad, ¿no?
FURIO: Sobre todo una educación, puesto que en rigor aún muchas veces la comprensión se reduce a pura palabrería.
VASCON: Sin duda la evolución actual de la sociedad hacia una mayor cultura, etc., la conduce a una cierta comprensión de tipo humanitario, del tipo de: «Bah, pobrecitos, que también ellos tengan su bienestar, que también tengan una sala de cine...».
FURIO: Al menos por lo que a mí concierne, intento que las diversiones en el interior del hospital tengan siempre esta significación: «Vivir con los demás». En mi opinión no se trata sólo de ir a ver una película, de ir a un baile para mirar mientras los otros bailan, o incluso bailar uno mismo, sino de estar juntos. Cuando uno va al baile no se contenta con bailar: el baile implica unas relaciones personales entre enfermos y allegados. Se forman grupos, se discute. Y esto, en mi opinión, resulta útil.
VASCON: ¿Tal vez, durante estos últimos años, el potencial de discusión ha crecido? ¿Había antes debates, discusiones, intervenciones, de interés concreto?
FURIO: Sí, pero, en mi opinión, no demasiadas. Nunca hay que olvidar que los enfermos que llegan a estos hospitales vienen de los estratos más bajos de la sociedad, y que, en razón de su misma enfermedad, casi nunca han recibido la menor educación. Muchos ni siquiera han ido a la escuela, y esto es lo que importa: no el hecho en sí mismo de que nunca hayan ido a la escuela, y que por lo tanto no sepan leer ni escribir —y que luego, por otras vías, hayan aprendido a leer y a escribir—, sino que creo que la escuela, prácticamente, además de los conocimientos necesarios, enseña al niño a vivir en sociedad. Es decir que, al no haber conocido la vida de grupo durante su infancia, al no haber formado parte de grupos, suelen ser algo apáticos en el plano de sus relaciones sociales. Por lo contrario, el género de vida que tenemos aquí estimula las relaciones sociales.
VASCON: Es decir, que este hospital está reservado únicamente a los pobres, ¿no?
FURIO: Sí, es exactamente eso: un hospital de pobres. Los que tienen posibilidades no vienen aquí: se hacen tratamientos en privado, o bien van a las casas llamadas de reposo. En parte, y tal vez inconscientemente, creo que las personas que están aquí se sienten inferiores, por no haber recibido una educación, pero esto sólo sucede en algunos casos.
VASCON: Me parece que esta vez hemos puesto el dedo en la llaga.
FURIO: Sí, repito que hablo desde mi punto de vista personal. A partir de mi experiencia, creo que las relaciones que mantengo con mis amigos a veces están algo falseadas porque ellos me consideran como a alguien con superior capacidad a la de ellos. Dicen, por ejemplo: «Esto déjalo pata Furio, que él se ocupe, sólo él está a la altura necesaria».
VASCON: Es porque ahora usted ejerce una función.
FURIO: Sí, ejerzo una función que, a mi modo de ver, es incompatible con la comunidad. Por ello, a menudo, me inhibo.
VASCON: Porque usted siente, entre nosotros podemos decirlo francamente, que su posición es de algún modo contradictoria: o forma usted parte de la comunidad en tanto que leader, terapeuta, promotor, o lo hace como enfermo. Y actualmente usted ya no es un enfermo, pero tampoco es un médico, y su situación resulta algo ambigua.
FURIO: Cierto, esta situación me da un cierto malestar continuo.
VASCON: Sin embargo, si le confiaran una función precisa, ¿la aceptaría?
FURIO: Bueno, yo creo que una función precisa... me da miedo que una función oficialmente reconocida... En resumen, usted lo que quiere decir es, si me dijesen, por ejemplo: «Furio, a partir de hoy, usted deja de ser un hospitalizado más y se convierte en empleado con esta función y esta otra». Bueno, yo creo que esto es imposible. No podría aceptar: siempre sentiría que mi lugar está del otro lado.
VASCON: Porque usted cree que en este sentido la comunidad no...
FURIO: Mire, tomemos como ejemplo el caso de un enfermero de Udine que vino para pedirme algunos consejos en materia de socioterapia. Me dijo abiertamente: «Estoy irritado porque, muchas veces, debería tomar partido en contra de la dirección y a favor del enfermo, y no puedo hacerlo porque soy un empleado».
VASCON: Es decir, que esto terminaría por situarle en una posición falsa.
FURIO: También yo se lo he dicho: también yo soy consciente del hecho de que no debe usted aplicar la socioterapia al enfermo, sino que muchas veces es necesario aplicarla al personal.
VASCON: Ha tenido usted una expresión muy reveladora, v no se trata de un lapsus. Usted ha dicho: «Del otro lado».
FURIO: Sí, del otro lado.
VASCON: Es decir que, según usted, no hemos llegado a desprendernos de una identidad: hay un lado y hay el otro lado.
FURIO: Esto se siente tanto de una parte como de la otra. El enfermo siente que el enfermero y el médico son distintos que él. por otra parte el enfermero y el médico, incluso cuando intentan de buena fe probar lo contrario, sólo consiguen acusar automáticamente esta distancia: «Yo soy el enfermero y tú eres el enfermo».
VASCON: ¿Y a qué cree usted que se deba el hecho de que el equipo médico no haya podido eliminar tal estado de cosas?
FURIO: El equipo médico hace todo lo posible para eliminarlo, pero, repito, como quiera que muchas decisiones no pueden tomarse comunitariamente, las que pueden tomarse así, así son tomadas, y las otras deben correr a cargo del equipo médico. Naturalmente, esto refuerza la desconfianza del enfermo, quien dice: «De acuerdo, he preconizado esta solución, pero en definitiva ¿quién decide?». Si usted participase en nuestra vida, podría ver que nos hallamos muchas veces en un callejón sin salida. Que nos resulta difícil tomar una decisión. Actualmente tenemos el ejemplo a propósito del servicio «C-Mujeres», como lo fue anteriormente el «C-Hombres». Pedimos su apertura, puesto que queremos que los amigos de este servicio se encuentren en un plano de igualdad con respecto a nosotros, que su servicio sea liberalizado. Y, sin embargo, esto no era una decisión que pudiéramos tomar por nuestra propia cuenta y riesgo: dependía de la dirección médica, que debía repartir los problemas del servicio cerrado con el fin de poder dar a estos enfermos los mismos derechos que a los otros. Así, cuando hablamos del «C-Mujeres» aún cerrado, decimos actualmente: «Señor director, ¿quiere usted tomar las disposiciones necesarias para abrir este pabellón?».
VASCON: Usted cree, después de haber estudiado la cuestión, que se puede tomar la decisión de abrir el pabellón...
FURIO: La dirección médica se ha visto obligada a responder, ante nuestra demanda de apertura: «Cuidado, que hay este o aquel problema».
VASCON: Y, por consiguiente, el hecho de que la dirección médica sea la única en ejercer el poder de decisión, engendra, según usted, la división en dos campos.
FURIO: Sí, ha creado dos campos. Muchas veces hace que el enfermo se sienta perteneciente a la comunidad, pero no le hace sentirse partícipe en las determinaciones de la vida comunitaria. La comunidad se convence de que no es posible, por esta o aquella razón, realizar ciertas cosas, pero al mismo tiempo se siente en cierta forma menospreciada. Y cuando vuelve a presentarse otro problema a resolver con el concurso de la comunidad, la gente, como es natural, no participa.
VASCON: Es decir, que hay una especie de crisis.
FURIO: No hay que olvidar una cosa, y es que el médico, como los enfermeros, por el sólo hecho de que una vez han terminado su servicio pueden salir y marcharse a su casa, irse, son, a los ojos del enfermo, seres privilegiados. Es un tema que reaparece constantemente. Esta diferencia de situación crea un sentimiento de inferioridad.
VASCON: ¿No es consciente, el enfermo, de que debe permanecer aquí durante una temporada para que puedan cuidarle?
FURIO: Sí, pero tenemos enfermos crónicos que están aquí desde hace varios años, y este período es ya tan prolongado,, que se hace interminable cuando se piensa en el porvenir.
Y muchos son conscientes de ello.
VASCON: O sea, que persiste la posibilidad de crisis y, de malentendidos, entre los enfermos por una parte y el personal y los médicos por otra. Y esta crisis siempre está determinada por el exterior, es decir, por el hecho de que los médicos no consiguen reincorporar a la sociedad, ya curado, al enfermo que desearía salir.
FURIO: El hecho está ahí, y nosotros lo impugnamos. Para el enfermo, los médicos y los enfermeros pertenecen al mundo del exterior. Son gente de fuera. Se siente nuestra debilidad, y creo que los médicos se dan perfecta cuenta de ella. La dificultad está ahí: en sensibilizar al exterior con relación a los problemas del enfermo mental.
Esta serie de entrevistas y de comentarios sería incompleta sin un último testimonio que permitiese al lector comparar dos situaciones: la de la comunidad terapéutica inglesa de Maxwell Jones y la de Gorizia.
VASCON: Usted que ha estado en Dingleton puede comparar las dos comunidades.
FRANCA BASAGLIA: A mi modo de ver, la situación inglesa, con relación a la de Gorizia, revela una fricción menos importante entre la microsociedad hospitalaria y el exterior. Esto se puede atribuir a diversos factores: una mayor disponibilidad de los ingleses hacia las innovaciones técnicas y científicas (y por lo tanto una mayor tolerancia por parte del medio social), y el carácter menos político de la experiencia inglesa (en lo que concierne, igualmente, a la lucha contra la jerarquización y la estructura de las categorías, limitada, entre ellos, a la realidad institucional). En este sentido, lo que diferencia la experiencia de Gorizia es poner en tela de juicio, globalmente —a través de la suspensión de juicio institucional—, las estructuras que permiten la perpetuación de una realidad coercitiva y opresiva, de la cual el asilo de alienados ofrece un ejemplo. Se podría hallar un punto común a ambas experiencias en el callejón sin salida en que se encuentran ambas en estos momentos: el riesgo de una evolución que podría bloquear la acción «contestataria» al nivel de un perfeccionismo técnico, y en negar a la vez la significación esencial. Esto se hace particularmente notorio en Dingleton, cuyo hospital está abierto desde 1949 (incluso antes de la constitución de la comunidad terapéutica por Maxwell Jones). La estructura hospitalaria se halla estabilizada hasta tal punto, que llega a enumerar las alternativas ofrecidas a los enfermos en el interior de la institución, lo cual impide cualquier espontaneidad, y atenúa las contradicciones internas. La utilidad de esta comparación sería sobre todo mostrar el peligro que corre actualmente Gorizia: que después de haber sobrepasado el estadio de la subversión institucional (con la apertura de todos los servicios, etc.), no alcance el estadio de actuación sobre el exterior, sino que se encierre en un perfeccionismo interno, estéril y falto de profundidad.
VASCON: Y los ingleses, ¿tienen consciencia de ello?
FRANCA BASAGLIA: Digamos que no parecen tener por finalidad actuar sobre las estructuras exteriores por una acción anticonstitucional. Las proposiciones y las tentativas de cambio (como, por ejemplo, las reformas de tipo sectorial), se mantienen en los límites de un perfeccionamiento de la asistencia psiquiátrica, y todo lo más, tienden a una «resolución ideológica» de los conflictos sociales. En este sentido, y ello sería un fracaso para Gorizia (reconocer que hace falta reducir el nivel político de nuestra acción, limitándola a la institución), en Dingleton la acción general tiende simplemente hacia la realidad. En definitiva, la finalidad es diferente.
VASCON: Es decir, que la comunidad terapéutica inglesa estaría, en cierto sentido, más cristalizada que la italiana, ¿no?
FRANCA BASAGLIA: En conjunto sí, por el hecho de que Gorizia se halla todavía en el estadio de la negación, y Dingleton prefigura de algún modo el porvenir que le espera cuando se haya superado esta fase. El problema actual de Gorizia es ver en qué medida la acción negadora puede ejercerse en el exterior, siendo su objetivo la estructura social misma, y no una institución particular.
VASCON: En definitiva, ¿cuáles son las diferencias?
FRANCA BASAGLIA: Por una parte, el carácter político de la acción goriziana y por otro, en Dingleton, un compromiso didáctico y terapéutico más elevado a nivel del staff, pero que se encierra en la particular esfera de los intereses institucionales.
Con esta entrevista —que nos ha permitido definir las relaciones entre comunidad y sociedad en dos países cuyas situaciones políticas, económicas y sociales son diferentes—, termina mi documental sobre la comunidad terapéutica de Gorizia. Espero que la lectura de estos testimonios habrá demostrado claramente que no han sido alterados en nada, y que, a riesgo de parecer oscuros a veces, hao sido transcritos con fidelidad.
Escuchando estas entrevistas por magnetófono, o al releerlas, algunos me han preguntado si los pacientes entrevistados estaban ya curados o se encontraban entre los enfermos menos afectados. Al poder elegir con toda libertad mis interlocutores, he obrado sin ningún tipo de discriminación: Andrea, Margherita, Carla, son enfermos crónicos hospitalizados desde hace muchos años, literalmente abandonados por sus familias. Están solos en el mundo y la sociedad no tiene ningún interés en acogerlos.
Por otra parte, hay que subrayar que la mayor parte de los enfermos, y dejamos de lado a aquellos que presentan lesiones orgánicas, han tenido una vida aventurera y a veces inverosímil. Las encuestas realizadas por el equipo médico han dado como resultado la comprobación de que algunos antiguos hospitalizados, cuyas historias se remontaban hasta los lejanos orígenes del internado, presentaban, después de su primera admisión en los asilos, ligeras formas de enfermedad que los sucesivos retornos a hospitales no hicieron más que agravar. Estas segregaciones repetidas hasta el internamiento definitivo, se deben casi siempre a la actitud de las familias, que no han sabido tolerar en sus casas la presencia de un pariente inactivo y molesto.
Muchos han sido víctimas de la guerra, como, por ejemplo, Carla, que fue admitida en un hospital a la salida de un campo de exterminio nazi. Poco importa el hecho de que Carla haya tenido o no a la princesa Mafalda por compañera de cautiverio, y tal vez se atribuye este lazo para ennoblecer su sufrimiento, como si sus vicisitudes personales no fuesen suficientes. En cualquier caso, el hecho es que lleva en el antebrazo un tatuaje con el número que confirmaría, si ello fuese necesario, la realidad de su calvario de marginada. Durante las entrevistas, así como a lo largo de las reuniones, el interés de la asistencia y su grado de participación están en función del tema tratado. Si éste interesa a un amplio número de personas, la discusión es fluida, en caso contrario languidece, como en todas partes. Sin embargo, es raro que no haya al menos un momento de interés, después que los enfermos han comprendido que su opinión es escuchada, solicitada y considerada por igual que la de los demás.
Escribo «los demás» deliberadamente, puesto que, como dice Furio en su entrevista, a pesar de los esfuerzos de todos, las barreras de clase, de status, subsisten en el seno de la comunidad. Los enfermos constatan, en efecto, su exclusión cuando, después de una jornada de vida en común, de compromisos comunes, deben quedarse en el hospital mientras que «los otros» son libres de salir. Este es un factor de crisis. Se alcanza otro punto crítico, a mi modo de ver, cuando el enfermo declara que sólo puede vivir al amparo de la microsociedad constituida por el hospital liberalizado, cuando se encierra, por propia voluntad, en la ciudadela donde se ha concretado y desarrollado la corriente de acción y pensamiento que tiende a hacer de él un hombre libre y responsable, a quien no se pueda tomar por un objeto de escándalo público.