C-MUJERES: EL ÚLTIMO SERVICIO CERRADO

Letizia Jervis Comba

ENTREVISTADOR: ¿Hace muchos años que trabaja usted aquí, doctor?

MÉDICO: Desde 1945. He estado en el B, el C y el «D-Mujeres». Dirigí estos tres servicios durante quince años.

ENTREVISTADOR: El «C-Mujeres» ¿era diferente de los otros servicios? ¿Tenía un carácter particular?

MÉDICO: Cada servicio tenía sus características particulares. El B estaba reservado a las más agitadas. El C a las pacientes físicamente enfermas, y el D a las que se denominaba trabajadoras.

ENTREVISTADOR: ¿A partir de cuándo el servicio tomó su actual aspecto? ¿Cómo ha evolucionado en el curso de estos años?

MÉDICO: A partir de la llegada del profesor Basaglia, las cosas empezaron a cambiar. Antes, las agitadas eran enviadas al B: si se calmaban, las pasaban al C o al D. No se las llevaba al B como castigo, sino porque el personal y el conjunto del servicio estaban mejor equipados para vigilarlas. También porque allí había mayor número de celdas. El C fue constituido tal como es ahora cuando se abrió el servicio B: por supuesto, fue necesario elegir a las mejores enfermas para que se quedaran en el B, pero casi todas han acabado por irse del B, porque eran las peores.

ENTREVISTADOR: ¿Y han venido al C?

MÉDICO: La mayoría sí, especialmente aquellas que tenían tendencia a escaparse o las qué presentaban inclinaciones eróticas. En cuanto a las enfermas «físicas» que ya se hallaban en el C, han permanecido allí. Luego, a medida que se abrió

el D, algunos enfermos de este servicio también vinieron al C.

ENTREVISTADOR: Durante estos cinco años, ¿han enviado al C a enfermos que estuviesen poco tiempo allí?

MÉDICO: ¿Como castigo? Durante bastante tiempo se ha amenazado a los enfermos con mandarles al C.

ENTREVISTADOR: Es decir, que este servicio ha sustituido al servicio B.

MÉDICO: Sí, pero naturalmente sin las medidas coercitivas de antes. Se eliminaron inmediatamente las camisas de fuerza y, poco después, las camas de contención. Las camas de grilletes aún han sido utilizadas durante un año, creo, pero no se aplicaban a las agitadas, sino a las epilépticas o a las viejecitas que se levantaban sin cesar. Pero, incluso no teniendo la cosa nada de cruel, resultaba muy feo de ver.

ENTREVISTADOR: ¿A partir de cuándo el C dejó de ser un servicio, digamos, de «castigo»?

MÉDICO: Desde hace unos dos años. Hasta entonces, aún se tenía la costumbre de decir: «Te mandaré al C». Y se hacía. Pero esencialmente se trataba de una amenaza: siempre se hallaba un pretexto para no mandar allí a la enferma, lo cual no impedía que fuese una especie de espada de Damocles.

ENTREVISTADOR: ¿Pero esto sucedía cuando el C era aún el único servicio cerrado? ¡Estas características habrán asumido una connotación peyorativa!

MÉDICO: Sí, pero las características del C no han empeorado más que porque se ha puesto allí a los peores elementos. Es decir, que, gracias a los servicios del C, los otros servicios pueden permanecer abiertos.

ENTREVISTADOR: ¿Piensa usted que ha habido una gran diferencia entre los dos servicios C, masculino y femenino, haciendo abstracción del número de los internados? Dicho de otro modo, ¿por qué se abrió el «C-Hombres» dejando cerrado el «C-Mujeres»?

MÉDICO: Para empezar, entre los hombres no tenemos el problema de las tendencias eróticas. En segundo lugar, a mi modo de ver, las mujeres tienen, o parecen tener más a menudo, tendencia a escaparse. En cambio, cuando se produce algún tumulto, creo que los hombres son más violentos.

ENTREVISTADOR: Pero, dada esta tendencia a la fuga por parte de las mujeres, ¿por qué en los últimos tiempos ninguna o casi ninguna quería dejar el servicio cerrado para ir a un pabellón abierto?

MÉDICO: Bueno, sobre todo porque son mujeres. Tienen una mayor tendencia a permanecer en sú propio ambiente, a permanecer entre ellas, y tal vez también porque han sido mejor tratadas por las enfermeras que los hombres por los enfermeros. A veces puede oírse a las enfermeras levantar la voz, pero en el fondo quieren mucho a sus enfermas. Ya anteriormente, las enfermeras ofrecían pequeños regalos a las enfermas: bizcochos, chocolate, incluso se las llevaban a comer a sus casas. Por lo demás, las mujeres nunca han expresado el deseo de salir a dar una vuelta, a diferencia de los hombres, que tienen una imperiosa necesidad de salir. Las mujeres piden más permisos para ir a sus casas que para salir al jardín. •

ENTREVISTADOR: ¿Cree usted que la aproximación de las enfermeras hacia las enfermas ha tenido una importancia determinante?

MÉDICO: Ciertamente, las enfermas están más institucionalizadas aquí que entre los hombres, y las enfermeras también. La costumbre de hacer lo mismo durante años y años, permanece' siempre.

La historia del servicio «C-Mujeres» puede escribirse, como cualquier historia, con fechas, cifras, menciones de sucesos: «hechos». También se puede, con menor frialdad, intentar vivirla a través de los ojos de aquellos que, durante años, han trabajado en este servicio. Pero ¿por qué intentamos reconstruir este pasado?

El último servicio cerrado del hospital contaba, en octubre de 1767, con cien internadas: y ningún «hecho» puede darnos la medida de la violencia que ha puesto a estos personajes al margen de la nueva historia del hospital.

La eficacia institucional congeló en esta isla sin historia a las inválidas de la enfermería, las oligofrénicas graves, las viejas dementes, algunas «fugitivas notorias» y a las mujeres con problemas sexuales, clasificándolas como «buenas» pacientes capaces de colaborar activamente en los trabajos interiores del servicio.

Teniendo en cuenta la forma como han sido reunidas aquí; el médico sólo puede proporcionarnos algunas explicaciones, avanzar una justificación: los inválidos que están en cama 2 menudo son sólo el fruto de un defecto de asistencia (una fractura de fémur mal consolidada, la amputación de las piernas, una hemipléjica no reeducada y para la cual es imposible conseguir una silla de ruedas). Y se dice: «¿Cuál sería la diferencia para ellas si la puerta estuviese abierta, dado que están obligadas a permanecer en cama?». Para las oligofrénicas graves y las dementes, la necesidad de protegerlas se confunde con el deseo de hacerlo a costa del menor esfuerzo posible. Y se dice: «Para ellas abrir la puerta no tendría sentido: ni siquiera saben abrirla, y, por otra parte, ¿saben a dónde ir?».

A este núcleo de personas consignadas en un espacio cerrado, «físicamente inaptas» para la libertad, se han añadido otras reenviadas de servicios que estaban abiertos o que se acababa de abrir, o bien abandonadas desde hacía años en los lugares que habitaban. ¿«Psicológicamente inaptas» para la libertad? Por encima de esta vaga etiqueta, y a menos que recurramos a la coartada de las clasificaciones nosográficas, la medicina no tiene demasiadas cosas que decirnos acerca de estos enfermos, ni la psicología, rica en métodos estadísticos objetivantes. Sin embargo, podemos intentar el análisis de esta violencia institucional.

E' paso de un espacio cerrado a otro espacio cerrado, ha obedecido —por última vez quizá y de forma flagrante—, a las leyes de la eficacia institucional. Con el fin de abrir los otros servicios se ha ido relegando progresivamente los problemas (reales o fantasmagóricos), que parecían amenazar más gravemente el «éxito»de la operación. La enferma que había escapado una sola vez, quizás hace cinco años, o que permanecía de pie contemplando la puerta durante días enteros, era apartada y encerrada para no diferir la apertura de un servicio a causa de una sobrecarga de ansiedad en el personal (enfermeros, médicos y director), para que la «operación» pudiese repetirse; porque una duda inmediata y total hubiese sido ideológicamente perfecta, pero irreal. En cuanto a los internos, esta transferencia sólo ha servido para confirmar de nuevo su disponibilidad total para la institución, su histórica objetalidad.

El paso del servicio abierto al servicio cerrado tuvo, sin embargo, otra significación: la exclusión de la «mejor parte» del hospital, la parte abierta, que se desprendió de elementos de disturbio, y que utilizó la estructura asilar residual del servicio cerrado para crear una distancia entre ella misma y los otros, los peores (¿los verdaderos locos?). Durante-más de cinco años, es decir, desde el principio de la liberalización del hospital hasta estos últimos tiempos, el servicio C cumplió esta función con las mujeres que se escapaban o que tenían problemas sexuales y las internadas que eran fuente de graves disturbios para la vida en común («los problemas» como se las llamó después, deshumanizando a las personas incluso en el plano del lenguaje), fueron enviadas, provisional o definitivamente, al servicio cerrado.

Finalmente, debemos considerar el tercer grupo de personas que actualmente se encuentran en el «C-Mujeres»: las hospitalizadas que han sedimentado en este servicio del cual forman parte «desde siempre», sin que haya motivo alguno para tenerlas allí. Durante años no se hablado de ellas, han quedado allí, mezcladas con las demás, confundidas en el indistinto «residuo cerrado»: la violencia institucional revistió para ellas la apariencia del olvido.

Bajo todos sus aspectos, en la diversidad de sus orígenes o en sus diferentes justificaciones, la cantera de enfermas del servicio cerrado confirma las modalidades de violencia y de exclusión: castigadas por «faltas» reales o imaginarias, fueron simplemente olvidadas, han sido constante y activamente separadas del movimiento del hospital.

En el curso de estos últimos meses, casi todas las mujeres del C han visto cómo se abría ante ellas la posibilidad de ir a vivir a otro servicio: invitadas a dejar el espacio cerrado por una dimensión más vasta, nueva y «libre», han preferido no moverse.

La dificultad por salir del servicio tiene su primera explicación en el análisis de las relaciones internas propias de esta especia de «institución total» que es el pabellón cerrado; sin embargo, ésta aparece de diferente forma según el tipo de relaciones que se establecen entre el servicio y el resto del hospital. Creemos que no hace falta recordar la persistencia de ligámenes entre enfermos y personal, ni la naturaleza de violencia desenmascarada que revisten: los pequeños favores, los privilegios —a menudo esenciales en la vida del enfermo—, concedidos de vez en cuando, o denegados se revelan tanto más terroríficos, en cuanto que son solamente el fruto de un cambio, «una caja de galletas por limpiar el corredor», «puedes quedarte en cama si no te mueves», etc.). La posibilidad de romper el pacto siempre está presente detrás de esta apariencia: una de las dos partes tiene todo el poder de_ decidir si es válido, si debe ser respetado. La ley no es igual para todos: la relación entre el débil y el fuerte se establece en contradicción con el principio general, según el cual el «poder» está regulado por «valores morales». Aquí, la enfermera, no sólo posee la norma, el valor, sino que, además, es su depositaría hasta el punto de convertirse ella misma en norma o valor. En este estado de absoluta dependencia, que concierne por completo a su ser, la enferma no tiene poder alguno de decisión.

En el hospital completamente cerrado, el cambio de servicio depende de la arbitrariedad propicia al favoritismo: la adhesión del objeto transportado es puramente accidental. Pero, ¿qué sentido tendría ésta en un hospital que se abre o que, a excepción del «C-Mujeres», está completamente abierto? En otras palabras, ¿de qué posibilidad de elección efectiva, de qué «poder de decisión» dispondrá el paciente de un servicio cerrado, en el marco de un hospital abierto? ¿Y qué relaciones puede haber entre estas dos realidades?

Al hablar del «C-Mujeres» y decir que era una «isla congelada y sin historia», subrayamos implícitamente la analogía que existe entre las relaciones «asilo de alienados-sociedad», por una parte, y «servicio cerrado-hospital abierto», por otra. El asilo de alienados constituye en la sociedad una isla separada del mundo: utilizada e instrumentalizada en su función de «etapa final», no podría formar parte del contexto vivo y real de las cosas que cambian o que hacen cambiar. El asilo es un mundo sin historia. El tiempo se detiene en las barreras. Los días, allí dentro, siguen, idénticos y vacíos, indiscernibles, y sería necesario grabar cada noche una crucecita sobre el muro para medir esta duración.

Los últimos días, las últimas horas que preceden al internamiento son un «pasado inmediato» (incluso si la fecha está correctamente citada y se remonta a veinte o treinta años más tarde): la niña llora, tiene dos años, no ha crecido, y la hija de veinte años que viene a ver a su madre no puede ser la misma persona: su presencia no disminuye en nada la angustia, siempre actual, de la separación. Numerosos internados no conocen su edad ni su fecha de nacimiento, aunque conozcan el año y sean capaces de hacer cálculos simples. Cualquier suceso acaecido «dentro» (la víspera, es decir, hace diez años), es evocado de forma idéntica: no pertenece a la historia sino a la leyenda.

El hospital empieza a tener una historia —podríamos decir que la historia entra en el hospital— cuando la sociedad penetra allí rompiendo su aislamiento. Y la forma como esta penetración se efectúa, está mediatizada por las personas que, de algún modo, «hacen entrar» a la sociedad y no son sólo depositarios de la orden de vigilancia.

Los pacientes del servicio C encontraron un obstáculo particular, propio de la estructura del servicio-relegación femenino: la «permisividad».

En el «C-Mujeres» todo está permitido: algunas comen con los dedos y tiran al suelo lo que no les gusta; otras hacen gestos obscenos dirigidos al personal o a las enfermas. Ésta un lenguaje subido de tono y grosero, aquélla saca provecho del menor momento de descuido del personal para exhibirse detrás de los barrotes de las ventanas.

Nadie se escandaliza.

Los gestos han sido desprovistos de su contenido provocador. Congeladas bajo una mirada que no las ve, las enfermas se han vuelto desordenadas, inconvenientes, obscenas.

La obscenidad no es ya el gesto indecente y provocador, sino la distancia a la cual se coloca quien lo tolera, vaciándolo de este modo de toda significación, es decir, utilizándolo para objetivar a su autor, instrumentalizando la modalidad regresiva para reducir a este último a la más absoluta de las reificaciones.

En la reclusión, la «permisividad» va unida a la distancia.

La jerarquía que se establece entre las enfermas testimonia su esfuerzo por sustraerse a la continua invasión de lo obsceno, pero esta «recuperación» de la distancia, por sí, confirma de nuevo la objetivación de la otra. Y el juego se repite, puesto que siempre hay otra jerárquicamente superior que se encuentra en disposición de objetivar a la enferma: una vez más, la enfermera resulta ser la depositaría de los valores (del poder).

El juego de las relaciones jerárquicas se encuentra igualmente entre las enfermeras: el poder se sustrae de la gestión común, se asiste al adiestramiento mortificador de las «reclutas» y al reconocimiento del liderazgo de aquellas que han cumplido mejor sus funciones en el subgobiemo del servicio.

Todo esto sirve para sustraer a cualquier relación el carácter de un encuentro entre personas, y para dar paso a una concepción particular de la mujer-institucional-asexuada, cuyo cuerpo, en definitiva, sólo está presente en la dimensión (no temible ya, porque cenada y deshistorizada resulta esterilizada), de lo obsceno. Además, se halla ya en el «C-Mujeres» —en tanto que servicio de enfermería—, la actitud de objetivación médica de los «enfermos físicos» a través de su cuerpo, incluso si éste no está muy cuidado, como sucede con el cuerpo de los pobres; actitud que va indisolublemente unida al desapego institucional, y, por tanto, no puede ser utilizada como primera etapa a negar ulteriormente para instaurar una relación diferente.

En contra de estos obstáculos (que como tales quizá no sean completamente diferentes en un servicio masculino), se halla el modelo social del cuerpo femenino propuesto en el curso de los últimos años tanto para el libre comportamiento de las enfermeras como para otras modificaciones institucionales. En efecto, a medida que enfermas y enfermeras han tenido ocasión de franquear los muros del servicio cerrado y de hallar términos de comparación en el campo más vasto del hospital completamente liberalizado, han surgido las primeras contradicciones. Algunas enfermeras han sufrido la limitación que les imponía su papel jerárquico y el matemalismo inherente al mismo, de cuyo sentimiento ha surgido la necesidad de comportarse de una forma más consciente, de acuerdo con la especificidad, la historicidad de su ser mujer. En cuanto a las internadas, han hallado fuera del servido múltiples solicitaciones: la instalación de un salón de peluquería, la importancia concedida a la modista, la forma de conducirse en otros servicios (fruto a su vez de la libre actitud de los médicos, del director, de las enfermeras, etc.), todo lo cual les indicaba nuevas posibilidades para recuperar su identidad perdida. La enferma se ha visto en la enfermera, cuyos valores ha adoptado y hecho ambiguamente suyos; no se ha planteado, en dos tiempos, sus relaciones con la enfermera y su identificación con la misma, sino que se ha apropiado de los márgenes de reciprocidad que se hallaban disponibles, dejando de este modo la puerta abierta a un pesado bagaje de contradicciones.

En esta situación, que permite a la enferma una recuperación inicial y espontánea de su cuerpo, las determinaciones culturales, íntimamente ligadas a la conducta, al comportamiento relacionado con el mundo, no se superponen bajo la forma de sucesivos aprendizajes, sino que se introducen en la dialéctica de las relaciones, las califican, las hacen accesibles (y muchas veces inaccesibles), a la reciprocidad.

Puesto que las determinaciones culturales de nuestra sociedad han propuesto el modelo de una mujer «segundo sexo» (con Simone de Beauvoir), en la cual la, objetivación no sólo tiene lugar en el plano de la relación individual, que está expuesta a la dialéctica del encuentro, sino que alcanza las mismas modalidades de este encuentro y en este sentido resulta genérica y generalizadora. Eternamente «Otra», la mujer no puede reconocerse como persona al mismo nivel que e1 hombre y se define siempre en función de él (las etapas históricas de este proceso son las mismas que derivan de la división del trabajo, donde los igualitarismos no tienen lugar alguno.

Se pueden discernir esquemáticamente los modelos que la sociedad nos propone. La mujer-femineidad, culturalmente encerrada en los gustos actuales bajo las apariencias de «profesión: sus labores», está muy bien descrita por Betty Friedman (en Mística de la feminidad), como el producto de una sociedad de consumo en estado avanzado: colmada por las tareas de la maternidad, esclava-señora de mil aparatos electrodomésticos, «esthéticienne» de sí misma con vistas a «conquistar» al hombre, es la consumidora ávida e idónea de los productos que el capital debe colocar. A pesar de que su nivel de vida sea muy superior al nuestro, representa para muchas obreras un espejo de libertad. Para otras, conquistar una dignidad en el mundo del trabajo corresponde a un nivel superior de emancipación de la mujer. Pero «emanciparse», como liberarse de una esclavitud, aún es un movimiento comprendido en la misma dialéctica, y la mujer-hombre que pretende subvertir un sistema en definitivo no hace más que consolidarlo integrándose al mismo.

Añadir a la exclusión de la mujer, la del enfermo mental, sólo podía contribuir a acentuar notablemente, el retraso de los servicios femeninos en relación con los servicios masculinos, y el cierre prolongado del «C-Mujeres».

Pero he aquí que, a partir del 22 de noviembre, una parte de este pabellón ha sido abierta. Las internadas entran en contacto con el resto del hospital y descubren nuevos puntos de comparación, nuevas posibilidades dé encuentro: al lado de los modelos femeninos que ofrecía el servicio cerrado, aparecen otros (entre los cuales destacan las pacientes de los servicios liberalizados desde hace mucho tiempo, y que actúan como leaders). A menudo, estos modelos están directamente inspirados, en la sociedad exterior. El más coherente de ellos, lo proporcionan indudablemente las religiosas, que realizan, a pesar de todo, a través de su rechazo del cuerpo, su ser-en-el-mundo, y reniegan de su papel individual para alcanzar un papel puramente social (recuperando de este modo la autoridad a un nivel «esterilizado»). Por otra parte, la religiosa propone también, bajo otra forma, los valores de «honestidad, de pudor y de virginidad», asociándolos al rol matriarcal, tradicionalmente femenino, que tiene su razón de ser en la abnegación protectora, en la previsión, con las cuales mantienen el orden en la organización.

La hospitalizada halla, pues, en este contexto, los modelos tradicionales de la propiedad doméstica y de la cocina, íntimamente ligados a la obediencia y al orden.

Así Antonia —antigua internada, madre y abuela feliz—, ofrece la imagen de un matriarcado bondadoso, pero fundado en una sólida autoridad. Su grandeza descansa a la vez en la edad, en la inteligencia debida a la experiencia y en un conocimiento de sí misma: puede dialogar en el mismo plano con la autoridad, a la cual atribuye y reconoce una indiscutible bondad, buscando la confirmación de esta creencia. No desprecia los valores tradicionales de la buena ama de casa —tejer y cocinar—, a condición de poderse entregar a ellos con toda independencia; asume competentemente tareas de dirección y de organización cuando se trata de «obras para la paz». Y muchos son los que agradecen su iluminado dominio conservador.

Pero hay otros medios de escapar a la grisalla institucional. La oposición dialéctica entre «pudor» y «belleza» penetra diariamente en el hospital con las jóvenes que vienen de visita, las enfermeras o asistentes sociales, las pacientes de los servicios de observación, que proponen una nueva apariencia de la feminidad: la de la mujer «moderna» que paga su derecho al placer con la obligación de aparecer siempre como un objeto seductor a los ojos del hombre. Utilizar espejo y lápiz de labios, llevar jerseys provocativos, examinar su propio cuerpo, retocarlo, prepararlo, encontrarlo «hermoso», son actos que se detienen en el límite de la identidad personal y que no pueden alcanzarla, puesto que sólo el mundo masculino (en el plano individual y social), posee su confirmación.

Por otra parte, estas personas que llevan «dentro» los valores de la sociedad, no son amas de casa: su participación activa en el mundo del trabajo testimonia otra dimensión femenina que sufren por necesidad o en virtud de una «emancipación» que tiene de nuevo en cuenta los valores «masculinos» de carrera, de libertad, de familia, de competición (y de explotación).

Rebelde desde siempre, Ada rechazó la idea de dejarse integrar en la institución en el papel clásico de la buena enferma laboriosa e industrial, haciéndose juzgar al principio como «agitada» (se le ponía a menudo la camisa de fuerza), luego «impulsiva». Actualmente, como si quisiera demostrarse a sí misma su independencia, pasa la mayor parte de su tiempo fuera del servicio, frecuenta con asiduidad el bar, asiste a todas las asambleas generales y no falta a ninguna de las citas «sociales» (bailes, paseos, fiestas) ofrecidas por la vida comunitaria. Su participación en los debates es particularmente fecunda cuando se trata de problemas generales, y a menudo plantea cuestiones esenciales para la comunidad, y vuelve sobre las mismas sin cesar. Vulnerable e insegura en sus contactos personales (donde se consumiría más fácilmente el espacio que tanto le cuesta defender), eligió situarse en el plano social, lo cual le permitió poner en práctica todos sus recursos: desde el aspecto cuidado y la cortesía, heredados de su educación burguesa, hasta un sentido crítico desprovisto de agresividad.

Estos ejemplos —que demuestran de qué modo todos pueden tomar posesión de sí mismos de una forma diferente en el interior del hospital—, confirman de hecho la entrada de la sociedad externa con todas sus contradicciones, en el campo hospitalario, y la reducción de éste a un pequeño núcleo de contradicciones fácilmente integrables.

Sin embargo, las enfermas del C, últimas en abrírseles las puertas, son las primeras en enfrentarse con una realidad que no tiene un «más allá», un espacio cerrado ulterior, donde proyectar incómodas negaciones. De este modo, deben confrontarse con la situación real, de donde emergen dramáticamente los límites que la sociedad externa impide transgredir: las consecuencias de ello siempre acaban siendo pagadas por las personas.

La negación de los roles no puede ser un privilegio reservado al dominio hospitalario, y que todos irían abandonando a medida que se integrasen de nuevo en la sociedad exterior; se hace indispensable ser del mismo modo dentro o fuera. No introduciendo los «valores» de fuera, sino sacando al exterior el antiinstitucionalismo, la antijerarquización de los papeles y la antidivisión del trabajo, a los cuales la ambigüedad de nuestro «estar dentro» nos obliga.

La apertura de las puertas es una etapa obligatoria, sin embargo no existe regla alguna en cuanto a la forma de proceder, a pesar de los numerosos problemas que se plantean cada vez que un servicio se halla en «vías de apertura». En octubre de 1967, para el «C-Mujeres», último servicio aún cerrado, estas cuestiones fueron ampliamente discutidas. El interés particular del debate que transcribimos (y en el cual sólo participó, por desgracia, una parte del equipo terapéutico, dado que ciertos miembros directamente interesados en la marcha de los dos servicios en cuestión se hallaban ausentes), reside, a nuestro modo de ver, en el hecho de que los temas son abordados desde la perspectiva de una apertura total del hospital: anticipación que se revela inextricablemente unida al análisis de la realidad actual.

JERVIS: Creo que se han planteado dos problemas. El primero se refiere al tiempo y a las modalidades de apertura en relación con la evolución del hospital y la situación concreta en cada servicio; es un problema que debe tener en cuenta las exigencias que. surgen progresivamente en el interior del hospital actual. Mientras que hace cinco o seis años la apertura podía realizarse bruscamente, como una acción de ruptura en relación con la situación asilar, hoy se presenta en el interior de una realidad esencialmente comunitaria, y ya no puede ser un acto puramente subversivo dirigido contra esta situación. El otro problema me ha parecido más fundamental, puesto que concierne á la significación misma del servicio abierto. Se ha dicho en un momento dado: «¿Qué es un «servicio abierto»?

¿Cuáles son, en definitiva, las motivaciones que presiden su apertura?». Este problema se ha planteado, evidentemente, porque puede haber diversos grados de apertura o bien porque la apertura aparentemente más total puede ir acompañada de diferentes medidas de precaución, y en última instancia, resultar «mitigada» y mistificadora, aunque podemos preguntamos si esta noción es válida en sí o si sólo tiene sentido en el contexto de las modalidades particulares en las cuales se realiza.

BASAGLIA: Éste es precisamente el problema. A mi modo de ver, tanto cuando interviene en una situación estrictamente asilar como cuando el resto del hospital se halla totalmente «abierto», la apertura siempre será un momento de negación o, dicho de otro modo, un servicio cerrado será siempre un servicio de asilo de alienados, incluso cuando el hospital está abierto. La apertura de un servicio es siempre una acción de ruptura, puesto que es siempre un momento dialéctico de la negación. No llego a imaginármelo como el resultado de una elaboración conceptual por parte de las personas que viven en el sistema cerrado y que debe abrirse. Creo que la apertura es un acto «revolucionario», y un acto revolucionario no es un acto elaborado. No constituye por sí mismo un acto «maduro», yo diría incluso que es un acto inmaduro. Me explicaré: una acción elaborada puede entrañar por sus efectos una maduración de la situación de conjunto en una determinada dirección, pero la apertura es en sí misma un acto de ruptura, considerado, en relación con la norma, como un acto de inmadurez; pero esto es simplemente porque el acto «revolucionario» no reconoce la norma, puesto que se encuentra fuera de ella. El acto «revolucionario» no tiene en cuenta la sanción inherente a la norma, y la acción de ruptura, al desconocer la norma, desemboca aparentemente en el estado de «caos, desorden y anarquía» del cual hablábamos.

SLAVICH: Sí, pero esto me parece más la descripción de una forma de proceder «anárquica» que la de una praxis progresiva —«revolucionaria» si se quiere—, capaz de subvertir una norma que quiere que en todo hospital psiquiátrico haya servicios cerrados.

JERVIS: No creo. El acto «revolucionario» representado por la apertura del servicio puede ser concebido, a mi modo de ver, de dos formas: como la maduración necesaria, la culminación de un proceso que hace que, al hallarse reunidas determinadas condiciones objetivas, se proceda a la apertura (si bien debe ir precedida de una previa preparación en virtud de la cual se resuelvan ciertas contradicciones, de toda una maduración personal que desemboca en una toma de conciencia, y, por lo tanto, en la subversión de la norma, etc.); es lo que podríamos llamar la concepción tradicional del acto «revolucionario». O bien, según la nueva concepción algo diferente y bastante actual a la cual Basaglia parece referirse; la de la acción revolucionaria como toma de posición, como una decisión que, en cierto sentido, se adelanta al tiempo y se manifiesta cuando las condiciones objetivas aún no han madurado, y que no espera a que maduren, sino que acelera su proceso y las fuerza. Si las condiciones objetivas están verdaderamente maduras, entonces no se trata de tin acto revolucionario, sino de una simple subversión automática.

SLAVICH: Pero el acto «revolucionario», en un servicio cerrado, no creo que deba limitarse a la apertura de las puertas. Son las personas, la conciencia de quienes viven en el servido, las que engendran el sistema, la situación local. Y a mi modo de ver, se trata menos de intentar imponer la apertura de las puertas que de realizar una serie de actos —subversivos en relación con la norma del sistema— con miras a actuar sobre la conciencia misma de las personas que forman parte del servicio, y de este modo influir más profundamente sobre la situación en el sentido de la apertura.

BASAGLIA: Nos hallamos de nuevo ante el famoso problema de las vanguardias. No hay mucho que decir: si hubiésemos querido «instruir» al hospital sobre la apertura o las perspectivas de Ja nueva psiquiatría institucional, creo que aún tendríamos algo de qué hablar; pero, en realidad, hemos forzado los acontecimientos. Tal vez haya sido una acción «prematura», pero esto es sólo, a mi modo de ver, una apariencia. No creó que existan momentos de objetividad apropiados para medir el grado de madurez de una acción. No nos es posible ser objetivos, debemos tomar partido, realizar ciertas elecciones: en caso contrarío, no podríamos hacer lo que quisiéramos.

SLAVICH: Por supuesto, tomamos partido, actuamos de forma subjetiva, e incluso facciosa, pero cada una de nuestras acciones ha exigido siempre un tiempo determinado para alcanzar su finalidad. Creo, pues, que, en el caso que nos ocupa, se imponen una serie de actos entre los cuales la apertura en sí misma, y para sí misma, ocupa una posición mediana y no constituye el acto inicial. La apertura del servicio pierde su mágica coloración y se convierte en una simple etapa dentro de un proceso cuyo objetivo es la apertura real del servicio. La apertura material pura y simple del servicio debe ir precedida por una serie de actos preparatorios, realizados en un tiempo determinado y sin retrasos, según una línea estratégica que debemos fijar conscientemente.

BASAGLIA: Si delegamos a la situación comunitaria, tal como nosotros la entendemos, la decisión de abrir el servicio, sería necesario que todos, absolutamente todos, estuvieran convencidos de la oportunidad de hacerlo.

SLAVICH: En efecto, puesto que un servicio está constituido exclusivamente por personas, creo que la mejor forma de abrirlo es actuar sobre las personas.

BASAGLIA: Quisiera recordar a Slavich que, cuando iniciamos esta nueva acción institucional, éramos sólo nosotros dos: actualmente, somos por lo menos un centenar; y se trataba de una acción inmadura, invertida, se trataba de un tipo de acción que no era en absoluto objetiva para nadie: una serie de actos realizados por una determinada vanguardia que decidía hacer determinadas cosas que desembocaban en determinados resultados.

SLAVICH: Exactamente: «que desembocaban en determinados resultados». Se trataba, en efecto, de acciones subjetivas, pero no eran instantáneas.

BASAGLIA: La instantaneidad concierne, por ejemplo, al momento de la apertura. Durante la asamblea de hoy, alguien dijo: «Es cierto que los médicos han puesto la llave en la cerradura, pero son los enfermos quienes han dado la vuelta a la llave». Si hoy han dicho esto, si pueden decirlo, es porque los enfermos, han adquirido, tal vez tanto como nosotros, una cierta conciencia de la situación. Pero cuando decíamos: «Abrimos la puerta», nos situábamos limpiamente fuera de la norma y todos teníamos miedo de lo que pudiese pasar.

JERVIS: Pero el problema también está en saber por qué se ha tomado esta iniciativa. Es una coincidencia desgraciada, incluso sin ser fortuita, que la vanguardia que decide abrir un servicio esté representada sólo por la cúspide jerárquica de la institución, es decir, por el director y los médicos. Esto crea una situación algo ambigua, puesto que prácticamente la vanguardia se identifica, en la práctica, con el poder institucional.

BASAGLIA: Bueno, digamos que, en este caso, la vanguardia no ha podido más que identificarse con el poder institucional; porque sin duda habría sido difícil que «la isla de los excluidos» pudiese madurar una conciencia tal, pudiese tomar conciencia de la exclusión hasta el punto de decir: «Abramos las puertas», y sobre todo, que pudiese hallar todos los medios para hacerlo.

JERVIS: Me parece que Slavich se refiere a la exigencia de que esta vanguardia, después de cierto número de años en que el hospital ha vivido una situación con tendencia comunitaria, deje de estar representada sólo por la cúspide jerárquica, quiero decir, que no se identifique necesariamente con la cima del poder, sino que sea una vanguardia compuesta por una minoría de personas, y que esta minoría a su vez abarque los cuadros intermedios, lo cual me parece bastante justo. En cierto sentido, es una lástima que después de estos años de comunidad terapéutica nos hallemos de nuevo en una situación que sólo al principio era plenamente justificada, o dicho de otro modo, que la decisión de abrir un servicio parte siempre de la cúspide. Actualmente sería necesario que esta vanguardia volviera a crearse espontáneamente en el interior de la comunidad y a los niveles intermedios, por ejemplo, entre los enfermeros o —en la mejor de las hipótesis—, entre los enfermos.

BASAGLIA: Eso equivale a decir paradójicamente: «Si se ha hecho la revolución en un Estado, ¿por qué después de algunos decenios el ejemplo no estimula a otro Estado a hacer su propia revolución?». Nuestro hospital comprende ocho servicios, de los cuales se abrieron sucesivamente cinco, luego seis y luego siete. El proceso parecía continuo, pero el último servicio fue difícil de abrir. ¿Por qué? A mi modo de ver porque esta última isla representa la norma, y es absolutamente necesario romperla.

JERVIS: Creo que en este sentido todos estamos de acuerdo.

SLAVICH: En efecto, no creo que estemos discutiendo sobre la necesidad de romper esta norma, sino, al menos a mi modo de ver, sobre la forma de hacerlo. En mí opinión, es necesario que en el interior del servicio se constituya un verdadero grupo de poder, en abierta contradicción con los otros grupos, que tienda claramente a abrir el servicio, y que la deci-ción de apertura no esté sólo representada por el médico.

BASAGLIA: De cualquier modo, este grupo de poder sería así porque participaríamos nosotros en el mismo. No: no creo que podamos esperar a que el servicio madure para abrirlo.

JERVIS: Por otra parte, es preciso constatar —y debemos sentirnos bastante satisfechos por ello—, que actualmente existe en el hospital una presión en favor de la apertura del «C-Mujeres», una presión que no sólo viene de nosotros, sino de numerosos enfermeros de los otros servicios, de los enfermos (a juzgar por lo que se oye en las asambleas), e incluso, según creo, de algunas enfermeras del «C-Mujeres».

BASAGLIA: Si no hay una intervención de ruptura al abrir el servicio, éste quizá podría abrirse, pero de forma potencialmente reformista, puesto que se habrá dado tiempo para reconstituir una norma que, a mi modo de ver, corre el riesgo de vaciar esta apertura de toda significación; y, por otra parte, me parece que en un momento dado, la apertura del «C-Hombres» también ha sido forzada; no todos los enfermeros estaban de acuerdo.

JERVIS: Supongamos que, en el servicio cerrado, el conjunto del personal se oponga a la apertura y que subsista, por lo tanto, una condición objetiva de inmadurez, ejerciéndose, al mismo tiempo, por parte de los enfermeros y de los enfermos del resto del hospital, una fuerte presión para abrir este último servicio. En tal caso, creo que el servicio debería abrirse por una acción de ruptura, mientras que Slavich parece ser de la opinión que es necesario dar a la vanguardia tiempo para organizar esta apertura desde el interior. Creo que, dado el actual estado de cosas, el «C-Mujeres» va a abrirse desde fuera. En rigor, deberíamos evitar que la apertura dependa de la acción del director y del equipo médico. En cierto modo, debería ser la masa de enfermeros y de enfermos del resto del hospital quienes deberían obligar al servicio a que se abriera y a que se adaptara a la nueva situación.

SLAVICH: Conviene tener presente el efecto que tendría esta posición por parte de los otros servicios: esta imposición de una superioridad que sería interpretada como la consecuencia de una nueva norma: la «superioridad moral» del servicio abierto sobre el servicio cerrado.

BASAGLIA: Por el momento, en el C no hay nada. Ni siquiera un sentimiento de grupo entre los enfermeros, y esto seguirá así mientras el servicio no se abra. Con la apertura, la ansiedad hará su entrada, y la ansiedad es sin duda el elemento más importante en la dinámica terapéutica del servicio.

SLAVICH: Esta ansiedad penetra en el servicio mucho antes de que se abra la puerta.

BASAGLIA: ¡Pero si ya está allí! El miedo de ver abrir el servicio ha creado una situación de incertidumbre. Es una discusión que desde el principio hemos mantenido con Slavich: yo me manifiesto siempre a favor de plazos breves, él también, pero algo menos, a causa de la necesidad que siente de ver con claridad lo que se hace. Mientras que por mi parte siempre he mantenido que si damos tiempo para organizarse a los que no quieren moverse, terminarán por no moverse en absoluto.

SLAVICH: El hecho es que todos los riesgos, como por ejemplo el de la apertura, que hemos corrido en los últimos años, los hemos corrido —al menos hasta cierto limité— con suficiente lucidez. En este sentido, antes de abrir un servicio hemos pesado y examinado la situación, realizando cierto número de operaciones sobre algunas resistencias particulares, tomando ciertas medidas de seguridad...

BASAGLIA: En el fondo era un estudio muy relativo. Cada vez que hemos separado los problemas, la práctica nos ha demostrado que los verdaderos problemas no estaban allí. Por consiguiente, puede ser que con estas operaciones queramos asegurarnos mutuamente de algo que, en el fondo, no admite seguridad alguna. En el fondo, nosotros sabíamos muy bien que todo lo que hacíamos sólo era válido para aquel momento, porque después los problemas cambiarían. No debemos dejar que se organicen los que intentan ganar tiempo.

SLAVICH: A mi modo de ver, debemos guardarnos de maximalizar la fórmula «todas las manzanas podridas están en el cesto». Tal vez sea preferible pensar que este último servicio también posee un contraste representativo de todas las tendencias expresadas por los enfermeros a propósito de la apertura, y que incluso en el servicio cerrado pueden haber personas aptas para constituir la vanguardia de cierta situación. En efecto, no debemos dejar que se organicen quienes pretenden ganar tiempo programáticamente, y si podemos olvidar y negar, en líneas generales, esta tendencia al retraso, en las situaciones concretas y particulares debemos tener en cuenta estas resistencias para poderlas superar una por una.

BASAGLIA: Desde el momento en que queremos realizar determinadas cosas, y no podemos hacerlo porque nuestro efectivo no está completo, es necesario iniciarlas con esta vanguardia, aunque quede reducida a nosotros. Es bastante grave, pero no veo qué otra cosa podamos hacer. En todo ello hay un riesgo: el de la situación contradictoria en la cual vivimos. El sistema, del cual a pesar nuestro formamos parte, nos conduce a realizar en contra de sí mismo actos definitivamente desviacionistas. Al principio, aquí, en el hospital, todo el mundo decía: «¡Oh, ellos saben muy bien —los médicos— lo que quieren hacer!» Y, en realidad, no sabíamos en absoluto lo que íbamos a hacer al día siguiente. Nos enfrentábamos con la situación alegremente, sin programa, y todo iba bien. Entonces decían: «Se equivocan ustedes al no instruirnos. Si estuviésemos al corriente podríamos ayudarles, mientras que ahora no sabemos lo que piensan ustedes hacer, ustedes se contentan con explicarnos las cosas cuando ya están hechas». Pero lo importante era que se iniciaba esta necesidad de hacer algo juntos.

SLAVICH: En esto no estoy de acuerdo. Concebíamos las cosas en breves plazos, de acuerdo, pero siempre había un tiempo operatorio, períodos de preparación en el curso de los cuales, al menos, formulábamos nuestras ideas, tal vez para negarlas inmediatamente después. Procediendo a tientas, conocíamos las resistencias, y si más tarde nos veíamos obligados a cambiar nuestros planes, el hecho de haber vencido estas resistencias dejaba su rastro, y todo esto nos llevaba cierto tiempo... A mi modo de ver, deberíamos fijar un plazo y demostrar, mediante una serie de actos, que el proceso de apertura se ha realizado de forma irreversible: respetando los plazos, demostrando que esta apertura se realizará a pesar de ciertas resistencias, explicando su necesidad y discutiéndola a todos los niveles. Creo que es esencialmente de este modo como la apertura puede revestir un sentido más profundo, y no sólo simbólico, y cómo puede influir realmente sobre la situación interna del servicio, aún típicamente asilario.

BASAGLIA: ¿Qué sucederá si abrimos en contra de la voluntad del personal? Probablemente se producirá, de forma oculta o manifiesta, una reacción bastante violenta en contra de nosotros. Por otra parte, creo que es necesario que corramos este riesgo inherente al proceso de negación. La negación es siempre algo veleidosa en sí misma. Para cambiar realmente la situación del servicio, debemos ir más allá de la negación. Por su naturaleza, es una negación dialéctica. No es un simple «no»: sobre el «no», no se construye nada. Sin embargo, puede constituir el punto de partida de una dialéctica que permitirá la construcción de una nueva realidad, en nuestro caso, un nuevo servicio. Cuando se abre, se está realmente «loco» para hacerlo, puesto que nunca se sabe demasiado bien lo que pueda suceder. Por otra parte, es un tipo de «locura» que se halla en el origen de cualquier subversión efectiva.

SLAVICH: Sin embargo, no creo que el único acto subversivo y «loco» sea el de abrir. El hecho, por ejemplo, de que algunas pacientes del servicio cerrado, «malas» y, en cualquier caso, estigmatizadas, vayan a un hermoso servicio abierto, y que este servicio, contrariando a la opinión predominante del servicio cerrado, manipule de forma terapéutica su relación con estos pacientes, es también un acontecimiento subversivo, una negación que inclina hacia la apertura.

JERVIS: De nuevo nos hallamos ante el problema: «¿Qué significa la apertura del servicio? ¿Es una condición necesaria y suficiente para cambiarlo todo?» Tengo la impresión de que, por mecanismos que aún permanecen oscuros, al menos para mis ojos, hay una relación orgánica entre el hecho de que las puertas estén cerradas con llave y el hecho de que en el interior del servicio el paciente se halle sometido a una serie de abusos, aunque no sean necesariamente físicos. Me parece extraño que una cosa tan simple como una puerta cerrada se halle tan ligada a una dinámica microsociológica muy determinada en el interior del servicio. Lo cual me hace pensar que, en razón de la dinámica misma del servicio cerrado, sus miembros, enfermos o enfermeros, no pueden saber lo que significa vivir o trabajar en un servicio abierto, y que, por lo tanto, en cierto modo, la apertura proviene siempre desde fuera.

BASAGLIA: Es una característica propia de las instituciones totalitarias; desde el momento en que la situación se abre, todas las relaciones cambian. El gran problema del hospital surgirá cuando todos los servicios estén abiertos; entonces se crearán nuevos problemas y no será ya el momento de la negación. Hasta la apertura del último servicio, nos hallaremos en una fase de negación, pero cuando el hospital esté completamente abierto, se tratará de construir a partir de la negación, y éste será el mayor problema.

SLAVICH: Se hablará verdaderamente de la proyección hacia el exterior.

BASAGLIA: La realidad estará verdaderamente en el exterior, a menos que, por miedo o por ansiedad, efectuemos un retroceso y transformemos todo el hospital en un gran servicio cerrado, lo cual sería una acción reformista. Haríamos del hospital un gran instituto liberalizado, regido por ciertas normas, por ciertas sanciones, y pensaríamos que hemos resuelto el problema. Por ahora nos hallamos aún en una fase típica de negación. En el fondo, estar entre los negadores es como echarse al monte. Y, terminada la revolución, ser integrados por América, ¿no es cierto? Esto es lo más difícil, y no echarse al monte. Nuestro mayor problema surgirá cuando hayamos abierto el «C-Mujeres». Entonces habrá dos posibilidades: hacer un hospital verdaderamente abierto, en el sentido total, o bien hacer un gran servicio cerrado, aparentemente abierto, y con una particular mediación hacia el exterior. Pero esto también depende de la forma como abramos el «C-Mujeres».

JERVIS: Volvamos atrás. Es bastante singular que la mayoría de los enfermeros se halle de nuestra parte. ¿Es por simple oportunismo? No creo.

BASAGLIA: Tal vez no vean otra forma mejor de trabajar y consideren que no es posible volver al trabajo tradicional.

SLAVICH: En mi opinión son muy pocos los que añoran el tiempo pasado. Aparte de algunos del servicio C...

BASAGLIA: De hecho el hospital abierto funciona actualmente con un número muy reducido de enfermeros. Incluso diría que funciona sólo con una parte de los enfermeros: el resto llega por la mañana y no sabe qué hacer, si no es ponerse a barrer el suelo. Es decir, que su ansiedad se concreta barriendo el suelo.

PIRELLA: Creo que éste es uno de los grandes argumentos en contra de la apertura: su presencia en el servicio no tiene sentido. Durante tino de los primeros días de la apertura del «C-Hombres», un jefe de enfermeros dijo que antes era mucho mejor, puesto que él estaba en su dispensario y dirigía el servicio a su alrededor. Quedarse en el dispensario cuando todo está abierto ya no tiene sentido: los pacientes pueden empujar la puerta y salir.

BASAGLIA: En este momento de extrema importancia para la transformación de la situación institucional y tradicional, la ansiedad es la única condición de trabajo. Las tres asistentes sanitarias que vinieron aquí, por ejemplo, no se atrevían, después de un mes, a ir a cobrar su salario: se sentían culpables. Habían vivido durante un mes sumergidas en la ansiedad y no comprendían que esta ansiedad debía estar retribuida. En este trabajo comunitario nunca hallamos nuestro rol: recurrimos al fantasma del rol porque buscamos la norma, y continuamos rechazándola. Es desagradable vivir en la ansiedad. El momento de la negación que perseguimos sin cesar es tal vez el elemento determinante de nuestro trabajo comunitario, pero la mayor parte de ustedes, ya lo sé, no están de acuerdo respecto a este punto.

JERVIS: Sí, formulado de este modo, estamos de acuerdo.

SLAVICH: Yo no creo que la negación sea negativa hasta el punto de no dejar lugar a la dialéctica.

BASAGLIA: En suma, buscamos un papel dinámico, del cual por otra parte no sabemos absolutamente nada.

JERVIS: Tal vez sepamos más o menos de qué se trata, pero sin cesar nos preguntamos si no será otra cosa.

BASAGLIA: Hace ya veinticinco años que soy doctor en Medicina, y nunca comprendí lo que debía hacer hasta que vine a ejercer aquí. Pero, ¿se trata de un trabajo de médico? Desconozco por completo lo que es un trabajo de «médico» o de «psiquiatra» en una institución.

PIRELLA: En cambio, el rol de negación emerge perfectamente. Me acuerdo de que las primeras veces que vine aquí, una de mis preocupaciones era que no se produjera ningún accidente. Uno de mis principales cuidados, en el servicio que iba a abrirse, o acababa de ser abierto, ¿ra «evitar los inconvenientes», es decir, que se trataba de una preocupación esencialmente restrictiva. Después comprendí que era preciso negar d servicio tradicional.

JERVIS: ¿Nos preguntamos, pues, por qué se quiere abrir un servicio? Porque todos los esfuerzos, en un momento dado, conducen a este punto. En diversos aspectos, existe una ansiedad de perfeccionamiento: para poder decir que el hospital está abierto por completo, para declarar finalmente: «He abierto este servicio», para tener la satisfacción de crear un caos y de hallarse implicado en él, con enfermeros y enfermos, en una nueva situación de ansiedad, etc. Pero desde el punto de vista institucional, desde el punto de vista de la destrucción del hospital, ¿qué significa esto?

BASAGLIA: Yo diría que, desde el punto de vista institucional, se trata de una exigencia personal que se sitúa dentro de la significación general de una toma de posición política. Nuestro trabajo no consiste en abrir los servicios, pero, en la medida en que somos psiquiatras que operan en una realidad institucional dada, nuestro empeño consiste en romper la institución de la realidad sobre la cual actuamos.

JERVIS: Desde el punto de vista institucional, la apertura del servicio se justifica tal vez en tanto que ruptura violenta de una posición de equilibrio para alcanzar otra posición de equilibrio. El servicio cerrado tiene su equilibrio, su dinámica. Al abrir las puertas, se le obliga a hallar una nueva dinámica y un nuevo equilibrio.

BASAGLIA: Para mí no puede haber nuevo equilibrio sin que todos los servicios sean abiertos. Por el momento, existe aún un servicio por abrir, lo cual nos permite continuar negando. Después será necesario buscar otra negación para poder negarlo prácticamente todo.

JERVIS: Sí. En suma, abrir el conjunto de los servicios nos lleva a la realidad. Mientras quede uno sin abrir, habrá siempre en el fondo el falso problema de la apertura del servicio. En cierto modo, es un problema que absorbe todos los demás. Éstos no podrán ser planteados con claridad hasta que el último servicio se abra.

BASAGLIA: Nuestro problema está en fundar la comunidad terapéutica sobre la negación y no partir de una base ya reformada. Supongamos que entrásemos con todo nuestro stftff en una situación como ésta, en un hospital abierto. ¿Qué haríamos? Nuestra actitud sería sin duda muy diferente de como fue al principio. Si partiésemos de aquí, por ejemplo, y si otro staff, radicalmente distinto nos reemplazase, realizaría sin duda un trabajo muy diferente que no se basaría en la negación.

JERVIS: En cierto modo, es muy fácil, actualmente, hacer no-psiquiatría.

BASAGLIA: Nosotros no hacemos no-psiquiatría.

JERVIS: Una vez abiertos todos los servicios, será necesario definir con más claridad a nuestros enemigos para no debilitar la negación de la psiquiatría. Por el momento, aún somos destructores de hospital, y creo verdaderamente que, para pasar por la ruptura del hospital a la ruptura de la psiquiatría, deberemos dar un salto cualitativo.

BASAGLIA: Nosotros realizamos simultáneamente la ruptura de los servicios y de la psiquiatría.

SLAVICH: Al abrir el conjunto de los servicios, nos hallamos en el punto en que las deudas son abolidas y se distribuye la tierra entre los campesinos. Sin embargo, en este momento, cuando todos los servicios estén abiertos, el problema de la naturaleza psiquiátrica de nuestra acción se plantea con una urgencia creciente.

JERVIS: Sí, pero Basaglia dice, precisamente, que existe una determinada forma, que no es una forma cualquiera, de realizar la apertura de los servicios. Y ésta constituye ya una premisa para una negación ulterior, para una impugnación de la psiquiatría que va mucho más allá de la simple negación de la realidad asilar tradicional; es decir, que hacemos mucho más que sostener la necesidad de abrir los servicios. En suma, se trata de una preparación de la acción a realizar cuando los servicios estén abiertos.

SLAVICH: Cuando todos los servicios estén abiertos, se podrá empezar a atacar ciertos mecanismos internos de poder: el hecho, por ejemplo, de que ciertas personas obliguen a los enfermos a hacer economías. Éste será, naturalmente, un problema bastante grande.

JERVIS: En cierto modo, yo diría que podemos ser bastante optimistas, puesto que la apertura del servicio es un problema y no una finalidad. .

BASAGLIA: Yo creo que, después de la negación institucional, es el problema de la psiquiatría el que está en juego.

PIRELLA: Creo que ha llegado el momento de dilucidar el problema psiquiátrico.

BASAGLIA: Sí, pero de hecho ignoramos qué es la psiquiatría moderna, cuando muy probablemente no es más que el perfeccionamiento de la antigua psiquiatría, es decir, el hospital mejorado.

PIRELLA: La psiquiatría moderna no es más que el intento de hacer menos manifiesta y más obligatoria la exclusión.

Puede ser interesante recordar, como ejemplo de verificación práctica del precedente debate, los tiempos y las modalidades de apertura de los dos últimos servicios cerrados, el «C-Hombres» y el «C-Mujeres». A pesar de que el grado de participación del servicio haya sido diferente en los dos casos, la constante presión de lo que se ha denominado «la vanguardia» —formada por algunos médicos, la psicóloga, la asistente social y algunos enfermeros— se ha revelado necesaria para desembocar en una decisión que, vista desde cualquier punto, sería un acto de ruptura cualitativa en relación con el pasado. En cuanto a la actitud de los pacientes, oscilaba entre la antigua dependencia institucional y una cierta ambivalencia en relación con las opiniones del personal. Sin embargo, algunos expresaban una opinión claramente favorable.

La apertura del «C-Hombres» se efectuó el 14 de julio de 1967. Vino precedida, durante el último año, de una serie de decisiones liberales, siendo la más significativa la de conceder a un número creciente de pacientes la facultad de salir del servicio cuando lo desearan, sin ser acompañados. Poco antes de la apertura, se tomó la decisión, en el curso de las reuniones de servicio, de verificar, de forma concreta, la posibilidad de proceder a ello. El equipo médico y un cierto número de enfermeros sostenían, con más o menos vehemencia, que era necesario abrir inmediatamente las puertas, mientras que el resto del personal no dejaba de presentar una oposición. Las etapas de la decisión fueron las siguientes: primero se decidió, durante las reuniones, que la apertura tendría lugar en una fecha próxima a la fiesta anual de la comunidad, o en la primera semana del mes de agosto. Seguidamente, y a causa de las presiones ejercidas por los impacientes (la espera debía parecer tanto más intolerable o absurda cuanto que no iba acompañada de ningún «preparativo» particular, sobrevino la oportunidad de abrir inmediatamente el servicio. Se fijó la fecha en el 17 de julio, un lunes. Esta decisión se tomó en una reunión que tuvo lugar el 13 de julio.

El servicio se abrió al día siguiente, en el curso de una significativa ceremonia. Se efectuó un brindis —con naranjada—, a petición de un leader de otro pabellón, que quiso hacerse fotografiar lanzando a lo lejos un manojo de llaves. El Servicio había elegido libremente, pues, adelantar la fecha de la apertura, gracias a la acción persuasiva de un enfermero-jefe, entusiasta partidario de esta iniciativa.

Notemos que un interesante elemento de contradicción entrañó la adhesión final de los que se oponían. Efectivamente, éstos se dieron cuenta de que sólo la apertura liberaría definitivamente al servicio de la connotación negativa de ser un lugar donde se relegaba a los últimos excluidos. Y se manifestó de una forma tan espectacular, que un enfermo del C, laborioso y «útil» para los trabajos de limpieza, solicitó en diversas ocasiones cambiar de servicio. La imposibilidad de oponerse a su demanda puso en evidencia que seguir manteniendo una posición de rechazo mantendría al servicio en una condición de degradación y de «relegación». Poco a poco, los «mejores» enfermos se irían, y el resto del hospital pasaría por la tentación de «trasladar» a los peores. La apertura del servicio respondía de este modo no sólo a una decisión de la «vanguardia», sino a exigencias objetivas e incontestables. Paradójicamente, el servicio cerrado en un hospital abierto se ve obligado a negarse a sí mismo.

Durante los últimos meses que precedieron la apertura del «C-Hombres», la existencia de un problema análogo para la mitad femenina del hospital quedó casi completamente relegada a la sombra. Esta situación persistió después de la apertura del ultimo servicio masculino cerrado, como si el triunfo obtenido con la apertura de la mitad del hospital no permitiese pensar en otra cosa.

Cuando se fijó finalmente la atención en el «C-Mujeres», la asamblea general se convirtió en el lugar natural donde se planteó el problema: el último servicio cerrado fue considerado como la «culpa» de todos, pero en particular de las enfermeras de este servicio, que se sintieron tácitamente acusadas de no haber dado el paso hacia delante que todo el mundo esperaba de ellas. La cuestión fue discutida en el curso de unos reuniones semanales reservadas a las enfermeras de todos los servicios femeninos: las enfermeras del C fueron acusadas por sus colegas, hasta experimentar un sentimiento de ineluctabilidad y de parálisis. No en vano tuvieron la impresión de jugar el papel de «cabeza de turco». En el curso de este período, una minoría de ellas empezó a tomar el punto de vista de la vanguardia; pero no llegaron a estructurarse y a hallar un leader capaz de oponerse a los elementos del personal que seguían boicoteando sordamente la liberación del servicio.

El resultado fue una adhesión casi fatalista al proyecto de apertura, y una actitud pasiva en relación con el director y el equipo dirigente que «de cualquier modo abriría el servicio».

Esta desresponsabilización delegó de hecho en el equipo la tarea de fijar la fecha de apertura. Al principio se dio por inminente —«antes de Navidad»—, de forma bastante vaga, con el fin de permitir eventuales «preparativos» (en particular, la transferencia a otros servicios ya abiertos de ciertos enfermos —«los problemas»—, decidida por los pacientes y las enfermeras del servicio de procedencia, discutida y aceptada por el servicio de destino). La espera se acortó: «dentro de un mes», para que «los preparativos» fuesen acelerados, pero se pudo comprobar que todos estos preparativos no bastaban para garantizar la apertura y que el plazo fijado iba acompañado de ambiguas justificaciones.

Así, la noche del 25 de noviembre, en la reunión semanal del conjunto de las enfermeras, el director preguntó: «¿Por qué no mañana?» Y nadie se opuso.

La dinámica interna del grupo de enfermeros había sufrido una modificación evidente, puesto que éstos asumían la responsabilidad de controlar el servicio después de la apertura y de enfrentarse con la nueva situación, rehusando asumirla en tanto que libres protagonistas de la transformación.

La institución negada: Informe de un hospital psiquiátrico
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