UNA CONTRADICCION INSTITUCIONAL: EL SERVICIO CERRADO PARA ALCOHÓLICOS
BEN: Me opongo a que los alcohólicos vivan juntos, y si alguno me pidiese venir a la comunidad social32, primero le preguntaría el por qué. Yo prefiero vivir junto con los otros, puesto que creo que el problema de los alcohólicos no es diferente al de los demás, al de los otros hospitalizados por enfermedades, digamos, mentales. Personalmente estoy en contra porque, conviviendo con alcohólicos en otros institutos, en un momento dado les he oído decir: «Nosotros no estamos locos. Somos alcohólicos, y basta». Y yo, en cambio, pienso que los problemas de los alcohólicos y de los demás enfermos son semejantes.
CAS AGRANDE: Además de los motivos que usted acaba de expresar, y que a mi modo de ver conciernen al problema general de las relaciones entre los alcohólicos y los otros pacientes, ¿cree usted que existen otras razones estrechamente ligadas a la estructura de este hospital?
BEN: Sí. Me molesta ver un servicio reservado sólo para los alcohólicos. Ver, por ejemplo, a los enfermeros sin uniforme, contrariamente a sus colegas de otros servicios, ver cómo los alcohólicos comen juntos, etc., me parece injusto. Preferiría verles con los otros enfermos, no sólo porque tengan los mismos problemas, sino porque de este modo se podría poner a los esquizos con los esquizos, a los deprimidos con los deprimidos, y así sucesivamente, mientras que aquí se les hace vivir a todos juntos.
CASAGRANDE: Si le he entendido bien, usted cree que se ha creado una estructura que contrasta con el resto del hospital.
BEN: Sí, sí, exactamente esto. He tablado con alcohólicos que desgraciadamente ahora no están aquí y les he invitado a venir conmigo a esta reunión, y han respondido: «No, la mezcla entre alcohólicos y los demás no nos interesa».
Este diálogo fue registrado en una de las reuniones diarias del único servicio del hospital constituido según un parámetro nosográfico. En este servicio, calificado de comunidad social, viven, efectivamente, diecisiete alcohólicos. El paciente que interviene aquí no forma parte de este grupo, pero solicitó participar durante cierto tiempo en las reuniones a título de observador. Después de unos diez días, durante los cuales participó en las discusiones con aparente pasividad, cuando uno de los hospitalizados llevó la discusión a la forma como son considerados los pacientes de este servicio por el resto de la comunidad terapéutica, intervino, como hemos podido ver, poniendo en cuestión la validez de esta estructura con relación al conjunto de la institución.
Como lo demuestra claramente el diálogo, y como lo confirma indirectamente, por otra parte, el problema planteado por el hospitalizado del servicio «alcohólicos», Ben se hace portavoz lúcido y consciente de una contradicción propia de la mayor parte de aquellos que viven y trabajan en el seno de la comunidad hospitalaria, trátese de pacientes, médicos o enfermeros.
La denuncia de Ben halla respuesta en diversas manifestaciones de impaciencia que han acabado por desembocar en actos de ruptura.
El hospital vive actualmente una situación de libre movimiento y de libre comunicación, en la cual las contradicciones se ponen al desnudo y se manifiestan a todos los niveles; de ello proviene un estado de crisis que conduce a reconsiderar la significación del servicio «alcohólico», y que se hizo evidente en el curso de una reunión del equipo encargado de la curación que tuvo que analizar las razones de ser de un servicio considerado hasta entonces como la solución más avanzada y más de acuerdo con la organización general.
El servicio «alcohólicos» nació hace un año y medio, en abril de 1966. Fue un período difícil en la historia del hospital: los servicios aún estaban completamente cerrados, las asambleas generales empezaron a funcionar después de seis meses y no todos los servicios celebraban aún sus reuniones. En este período de transformación institucional aún en curso de la negación de una antigua organización concentracionaria que tiene por única finalidad envilecer al hombre y despojarlo de su dignidad, se pasaba a la creación de una nueva organización cuya ulterior evolución se ignoraba. En estas circunstancias, cualquier iniciativa que negase la institución tradicional tenía un valor y revestía una significación en una palabra: era buena. Era también el momento en que la comunidad terapéutica tomaba forma e iniciaba su expansión en el marco del hospital. Sería erróneo, sin embargo, creer que este servicio nacía sólo de un prurito de «estar de moda», o, al contrario, su constitución respondía a una exigencia, lo mismo que todas las realizaciones que la precedieron y que la seguirían. En la renovación del servicio «Admisión-Hombres» residen las premisas efectivas de su formación.
Al finalizar el trabajo, los pacientes —que mientras tanto se hallaban repartidos por grupos en los diversos pabellones— se reúnen de nuevo. Llevan aún elementos de diferenciación que poco a poco se han constituido y reforzado durante el período precedente. Así, por una parte, encontramos los «mutua-listas», pacientes a cargo de las mutuas, que tienen más o menos la posibilidad de rechazar la hospitalización, gozan de una gran libertad de movimientos, viven en habitaciones separadas y se benefician de una mejor alimentación. Junto p ellos están los psicóticos, considerados como los pacientes más vulnerables y, por tanto, los más necesitados de asistencia. Efectivamente, les es muy difícil mezclarse con los demás, y hasta ahora han formado parte de un grupo de psicoterapia precisamente constituido para facilitar su integración a la comunidad. Seguidamente vienen los alcohólicos, quienes también han seguido sesiones de psicoterapia y que ya pasaban la mayor parte de la jomada juntos, formando un grupo homogéneo que reducía al mínimo sus contactos con los otros pacientes. Finalmente, un último grupo comprendía los neuróticos, los deprimidos, los orgánicos y los viejos. El problema consiste en homogeneizar estas cuatro categorías, que seguramente no responden a exigencias nosográficas y que reflejan sobre todo cuatro connotaciones sociales derivadas de una situación particular. ¿Cómo es posible no ver auténticos privilegios de primera categoría en los «mutualistas»? Y los psicóticos, ¿no son los «incomprensibles», los únicos en ser considerados como verdaderos «locos», aquellos a quienes se debe distinguir continuamente y a quienes sería preferible mandar al servicio cerrado? En cuanto a los alcohólicos, ¿no se trata de viciosos, faltos de voluntad, que necesitan más que nada severidad y mano dura? Y los otros, ¿qué son si no gente que se hace hospitalizar para escapar a sus compromisos profesionales o viejos que se lamentan y lloriquean sin razón, es decir, «gente molesta e inoportuna»?
Homogeneizar a los privilegiados y a los oprimidos, a los culpables y a los parias no es nada fácil. Y no es una solución extender los grupos psicoterapéuticos a los otros enfermos, tanto por motivos de orden teórico como por otros de origen práctico. En efecto, falta tiempo para seguir a los que se ha empezado a cuidar y, por otra parte, es en extremo difícil para el médico desempeñar al mismo tiempo el doble rol de psicoterapeuta y de socioterapeuta comunitario. El problema, en todo caso, debe resolverse, y la vía más indicada —dado que una sala de servicio de los crónicos se halla desocupada— parece consistir en la separación de los alcohólicos. Pero, ¿por qué precisamente éstos y no otros cualesquiera de las demás categorías?
La formación de este grupo obedece a múltiples consideraciones: en primer lugar, es el más fuerte y el más numeroso, y también el que cuenta con un mayor número de reincidentes. Nuestra provincia pertenece a una de las regiones cuya media de alcohólicos es más elevada. Por otra parte, su separación deja presumir una mayor posibilidad de cohesión entre las otras categorías. Una nueva experiencia empieza y no podemos aún prever su evolución, pero esperamos que nos aporte nuevos datos sobre el problema del alcoholismo.
De este modo nace el nuevo servicio, constituido por un núcleo de pacientes entre los cuales figuran todos aquellos que forman parte del grupo psicoterapéutico. Tan pronto como las plazas quedas libres, son ocupadas por otros alcohólicos, procedentes en su mayor parte del servicio de admisión. Como criterio de selección, se tiene en cuenta la frecuencia de las recaídas y la dificultad de resolver cienos problemas sociales. Es decir, que se sigue acogiendo en el nuevo servicio a pacientes de tendencia alcohólica no reciente, muchos de los cuales han pasado ya por diversas hospitalizaciones en hospitales tradicionales y han conocido diversos episodios de intoxicación aguda con síntomas de deterioro psíquico. Por otra parte, muy a menudo se trata de personas ya «reconocidas», es decir, que han superado —según la ley de 1904 sobre la asistencia psiquiátrica— el período de observación estando asociadas al hospital y socialmente estigmatizadas.
El servicio está totalmente abierto, comprende un máximo de diecisiete pacientes y hasta hoy ha registrado la presencia de setenta y dos personas— Se rige de forma comunitaria, según las reglas del autogobierno. Cada noche se mantienen reuniones en las cuales participan los enfermos, el médico y el enfermero, quienes toman conjuntamente todas las decisiones. Estas reuniones son un medio de verificación y de impugnación recíproca, con todos los límites y las contradicciones que ello comporta (véase en este sentido el capítulo incluido en la presente obra sobre el autogobierno).
La evolución del servicio atraviesa diversas fases. Se asiste, en primer lugar, a un rechazo a colaborar. Las ausencias en las reuniones son numerosas, cada uno tiende a vivir por su cuenta e intenta crearse su propio espacio fuera del servicio. Pero las dificultades que el paciente encuentra en sus relaciones ccp los otros —una especie de dinámica de mala fe y de incomprensión entre alcohólicos y no alcohólicos—, determinan precisamente el retorno al seno del grupo. Entonces la participación se hace más activa: la «cultura comunitaria» se hace un patrimonio común y la finalidad terapéutica que une al médico, al enfermero y al enfermo poco a poco es reconocida. El primer servicio regido bajo la forma de comunidad terapéutica muy pronto pasa a representar un modelo. La unión se realiza a través de las discusiones acerca de hechos elementales, como la alimentación, o de otros más complejos que implican un sentido mayor de las responsabilidades. El paciente, de este modo, toma gradualmente conciencia de su poder de decisión en el ámbito del servicio y en el establecimiento de normas para regirlo. Empieza a sentirlo como suyo y no como una cosa que le viene impuesta desde arriba. Al principio se ha considerado como una persona apartada de las demás a la que se impedía permanecer en el servicio «admisiones» para asimilarle de algún modo a los enfermos crónicos; por ello rechazaba su nueva instalación e intentaba alejarse' de ella, sabotearla. Pero la penosa experiencia de sus relaciones con los otros le ha incitado a reintegrarse al servicio; descubre en él nuevas posibilidades, se siente seguro y se apresta a defenderlo. En el curso de este período inicial, algunos, huyendo del servicio, intentan integrarse a la comunidad participando en la asamblea general, donde cuentan la experiencia de sus dificultades; continuamente estigmatizados por los otros, se revelan incapaces de soportar los reproches que a veces les dirigen. Y si acceden a algún puesto de responsabilidad (como, por ejemplo, el de presidente de la asamblea), no consiguen llevar,. su trabajo a buen término. La mayor parte de sus intentos de manipulación son inmediatamente desmitificados, quedando frente a los demás sin defensa alguna, sin un biombo con el cual cubrirse. En el bar, a veces se les niega el vaso de cerveza que los otros consumen con toda libertad. Es decir, que descubren que ellos son los alcohólicos del hospital, aquellos a quienes se niega la menor comprensión. Si alguien grita o se pelea, la comunidad, en el fondo, lo soporta, así como cuando alguno se excede un poco con la cerveza y se hace molesto, se le comprende y se le ayuda. Pero cuando se trata de un alcohólico, este margen de tolerancia no existe: queda eliminado de improviso y él se convierte ,en víctima propiciatoria de todas las tensiones. Durante este período las reuniones de servido se reducen a menudo a largos silencios, y las raras interventores de los pacientes tienden a denunciar un clima de opresión y de vagas persecuciones que testimonian de ostracismo de que son objeto. De este modo surge para ellos la necesidad de crear su propio espacio en respuesta a esta extrusión.
Con el asentimiento se inicia una segunda fase. Las iniciativas se multiplican y provocan una distribución del trabajo. Algunos, por su capacidad, se ponen en evidencia y reúnen la adhesión de los otros. De este modo se revelan los primeros leaders, que proponen iniciativas, las llevan a buen término y responsabilizan de este modo a quienes les sostienen. Al aparecer como portavoces del servicio en las asambleas generales de comunidad, constituyen un nuevo punto de referencia en relación al médico y al enfermero. Sin embargo, cuando el alcohólico intenta una salida para establecer de nuevo relación con los pacientes de los otros servicios, experimenta un nuevo fracaso, que le confirma, de nuevo su marginalidad con respecto a la comunidad. Ello le conduce a reforzar su confianza en el grupo, donde descubre una forma diferente de relación con los otros que no es su dependencia alcohólica. Efectivamente, en el grupo, en vez de hallarse a merced una autoridad ciega que le culpabiliza sin cesar, que le remite a su dependencia alcohólica como única posibilidad de relación, rechazado y objetivante, experimenta una situación de conflicto donde se le proponen constantemente diversas alternativas. Ya no es el otro quien elige por él, sino es él quien tiene continuamente la posibilidad de ser él mismo. Sin embargo, esto sólo sucede en d interior del servicio, donde descubre precisamente su capacidad de enfrentarse al otro, y descubre que puede vivir con este último sin enmascararse ni mentir. En suma, se siente «comprendido y aceptado», mientras que fuera del grupo sigue marcado por un signo que hace de él un perseguido y que le obliga a jugar un rol que no acepta. Así buscará intensificar y profundizar las relaciones en el interior del grupo, con una necesidad constante de conciencia y de claridad, con vistas a alcanzar una homogeneidad cada vez mayor. Durante esta fase el servicio se refuerza y se pueden citar como ejemplos sus iniciativas (paseos por la ciudad, cenas, excursiones, organización de fiestas). Por otra parte, inicia relaciones en el exterior del hospital, bien por medio de estas iniciativas, bien haciendo participar cada vez más a las familias en las reuniones. Precisamente entonces, enfermos y enfermeros substituyen la denominación del servicio «alcohólicos» por la de «comunidad social», en un intento simbólico de rechazar la exclusión, recalcando el aspecto comunitario de la experiencia en curso. Pero, al mismo tiempo, los contactos con el resto de la comunidad van haciéndose más escasos.
La participación de los alcohólicos en las sesiones de la asamblea general se hacen esporádicas, y cuando asisten lo hacen en grupo, con el fin de instrumentalizar la asamblea para realizar cierto proyecto: son los únicos que no participan nunca en los paseos colectivos. Individualmente, intentan camuflarse lo más posible, no exponerse, realizando una acción de grupo que les lleva a adoptar una posición de vanguardia. Ante su exclusión de la comunidad han reaccionado creando un servicio piloto, que a su vez tiende a excluir. Actualmente, sienten que tienen algo constructivo que oponer a los otros, y constatan con satisfacción que el resto del hospital sigue su ejemplo. El punto culminante se alcanza cuando la asamblea decide por unanimidad que, para el año nuevo, cada servicio se encargará de sus excursiones. De este modo, el servicio «alcohólicos» alimenta la ilusión de haber ganado su batalla. Actualmente el conjunto del hospital está abierta y todos gozan de libertad de movimiento. Las comunicaciones entre los diversos servicios y los mismos pacientes se hallan igualmente liberalizadas. De este modo, los cambios de opinión están facilitados, y se crea una mayor necesidad de confrontación, incluso fuera del cuadro institucional que representan las asambleas. De este modo, los alcohólicos se dan cuenta de que su espacio está demasiado restringido y sienten la necesidad de ampliarlo, conscientes de haber sido conducidos a la hospitalización por el mismo mecanismo que los otros pacientes: conscientes, en suma, de haber sido excluidos de la sociedad. Entonces les parece lógico intentar una fusión con el resto del hospital. Se organiza una fiesta ofrecida por la «comunidad social en favor de la comunidad hospitalaria», que les vale las alabanzas y el agradecimiento de todos. El momento es considerado propicio para pasar a la acción. Pero esta contraofensiva no tiene en cuenta ciertos hechos significativos.
Después de algún tiempo sucedió que ciertos pacientes procedentes de otros servicios, aconsejados por el médico y aceptados —después de presentación y discusión— en el servicio «alcohólicos», manifestaban un comportamiento regresivo. Tomemos por ejemplo, el caso de Giovanni, a quien se ofreció el traslado al servicio «alcohólicos» para permitirle un enfrentamiento más tranquilo con sus. propias dificultades. En realidad, él consideró esta invitación como una orden y, durante los días que siguieron, no dejó de realizar gestos de ruptura. Al preguntarle cuál era la razón, él afirmaba haber sido obligado a cambiar de servicio porque se había dado cuenta de que un rechazo de su parte no habría impedido al médico obtener lo que quería a fuerza de persuasión. Este comportamiento que por una parte tendía a cuestionar el rol del médico en tanto que autoridad opresiva, recalcaba por otra parte el rechazo de una condición que sentía como negativa. Esto se confirmó con el caso de otros dos antiguos pacientes, hospitalizados en el servicio «admisiones» por una reincidencia, y que se negaron a ser trasladados, siempre participando espontánea y activamente en las asambleas. Además, era frecuente, durante las reuniones de servicio o en la asamblea general, al discutir el caso de ciertos hospitalizados, que, en el curso de un permiso o de una salida, habían abusado de las bebidas alcohólicas incomodando a la gente de su alrededor, escuchar, como una amenaza, la posibilidad de traslado del interesado al servido «alcohólicos», considerado no como un lugar privilegiado, sino como un lugar de castigo.
Cuando se propone incorporarse a la comunidad, el alcohólico descubre una realidad completamente distinta a como la imaginaba. La libre comunicación en el seno del hospital le coloca de nuevo ante las contradicciones que había experimentado viviendo en el mundo restringido de su servido. Así, al participar en las asambleas generales, a menudo toma conciencia de que este servicio, que hasta entonces había defendido tan celosamente y que creía el mejor, está considerado por los otros como un lugar de castigo. Se da cuenta de que la frase que ha oído durante tantos años, y que él mismo ha pronunciado: «Si no eres razonable te mandarán al C» (el servicio cerrado), es reemplazada por otra: «Si bebes y nos molestas, te mandaremos a la rama»33. Es decir, constata que está más estigmatizado que nunca. La apertura total del hospital tuvo, entre otras consecuencias, la de hacer descubrir a la comunidad que los reclusos —los encerrados porque no comprendían nada, por ser malos o porque huían, y que por lo tanto eran irresponsables—, en el fondo son como todos. Sólo las circunstancias han querido que fuesen últimos en ser liberados. Apropiándose de forma responsable del nuevo espacio que se les concede, recalcan aún más las dificultades que siente el alcohólico al apropiarse del suyo, siempre excesivamente restringido o dilatado. Es decir que el alcohólico es el irresponsable y el que se enfrenta a la regla.
De pronto, la dificultad de la transferencia se le presenta claramente: usa el servicio, no como un lugar creado por la institución para ayudarle y defenderle, sino para defenderse a sí mismo de los mecanismos autodestructivos que a veces pone en acción. Al contacto con los otros servicios, se da cuenta de que el margen de tolerancia que poseen los demás, hacia el cohospitalizado alcohólico es elevado, y que sólo a partir de un cierto límite se desencadena un mecanismo de exclusión que le remite, como por azar, al servicio «alcohólicos». De este modo se le ofrece una elección: combatir su exclusión y unirse a los demás, reconociéndoles como semejantes, o ser vencido de nuevo.
El alcohólico que llega al hospital, ya se halla excluido de una sociedad que no le comprende y que no acepta a los débiles: una sociedad que se desprende de los miembros que juzga indeseables, objetivándoles, transformándoles en algo diferente a sí misma para no verse obligada a ponerse en cuestión.
El alcohólico es, pues, confiado a la institución para que ésta le aparte de la vista de los demás, para que le guarde, o, en el mejor de los casos, para que le devuelva tal como la sociedad le desea. «Déle algunos comprimidos para que deje de beber», «Hágale más amable», «Es amable cuando no bebe, me escucha, hace lo que yo quiero, pero cuando bebe siempre tiene algo de qué protestar». Estas son las palabras que a menudo acompañan su entrada. En cualquier caso, se halla en la misma situación que los demás hospitalizados y responde de la única forma que conoce: aprovechando la libertad de la cual se beneficia para beber y abandonarse a gestos de ruptura. Sin embargo, experimenta poco a poco una nueva posibilidad de relación y se une al grupo, donde se encuentra a sí mismo, y deja de sentirse rechazado. Retomado de este modo en el seno del grupo, entra en competición, gracias al mismo, con el resto de la comunidad, al tiempo que toma conciencia de su exclusión, que es también la de los otros pacientes del hospital, en los cuales acaba por reconocerse. Pero a partir del momento en que intenta establecer una relación de igualdad con ellos, es conducido de nuevo, brutalmente, al punto de partida. En efecto, él no es Luigi ni Mario, sino el alcohólico, el culpable, el diferente. Es el único, en una situación donde todas las etiquetas son puestas entre paréntesis, que soporta el peso de la suya. Objetivado de nuevo, reducido a su espacio, del cual ha intentado salir desesperadamente, cae de nuevo en una situación aún más trágica al darse cuenta de que es el excluido de una comunidad de excluidos. Su trabajo se hace extremadamente difícil. Debe batirse a la vez en demasiados frentes: asaltado por una ansiedad que no llega a dialectizar, impugna la institución que le ha encerrado en el ghetto e intenta ponerla en crisis volviendo contra ella las armas que esta misma le ha proporcionado. Su única posibilidad es destruir un servicio que contradice abiertamente la evolución de la comunidad. El servicio entra en crisis sobre este fondo. La crisis tiene, pues, un sentido, una significación y una finalidad. La institución no puede ignorar esta situación, y debe asumir el problema y resolverlo.
Pero cualquier búsqueda de una solución positiva sólo es un intento de enmascarar el fracaso de la empresa. La experiencia nace de una elección práctica, determinada por la evolución del hospital y sostenida por una exigencia metodológica que debe culminar en la negación de la exclusión. Pero incluso estos dos aspectos de la misma realidad, la elección terapéutica y el rechazo de la exclusión, se contradicen. Por modificada que se halle debido a una experiencia necesaria, la realidad institucional experimenta actualmente la urgencia de oponerse a ella, al tiempo que revela su contradicción.