UNA ENTREVISTA: LA NEGACIÓN SOCIOLÓGICA

Gtan Antonio Gilli

Esta entrevista tiene por objeto la «carrera» de un sociólogo llamado —en calidad de consejero del staff médico del hospital de Gorizia— a ejercer su actividad en un hospital psiquiátrico. Las razones que justifican su presencia en esta obra merecerían un desarrollo más amplio, pero diremos que a grosso modo son las siguientes:

Desde hace algunas decenas de años, la investigación sociológica, o más generalmente las ciencias sociales, se han constituido poco a poco en sistema. Este sistema que ha elaborado su propia cultura presenta unas características definitivamente institucionales, entre otras, primo, la necesidad de erigirse en «modelo» frente a determinadas resistencias, y secondo, la exigencia de una integración absoluta de sus miembros. Esto significa que cualquier investigador, cualquier miembro de la comunidad de las ciencias sociales, sólo lo es en la medida en que se hayan interiorizado ciertas prescripciones, que se traducen sobre todo por la proposición y la defensa permanente de un modo particular de aproximación a la realidad (la aproximación sociológica) y ciertas interpretaciones y explicaciones de ésta (la razón sociológica). Si se admite la presencia en las ciencias sociales de estos caracteres institucionales, se comprenderá adecuadamente que este texto, que intenta ser expresión de un rechazo a la sociología, figura en una obra consagrada a la negación de la Institución. Sólo que el blanco sobre el cual se apunta ya no es la institución hospitalaria.

PREGUNTA: La literatura sociológica consagrada al hospital psiquiátrico ha conocido, desde los años cincuenta, una especie de boom. ¿Cuál es la significación de este fenómeno? ¿Cuál es, además, la posición del sociólogo en el hospital psiquiátrico?

RESPUESTA: Antes de responder quisiera recordar dos casos que me han impresionado particularmente. En 1951, un antropólogo obtuvo permiso para introducirse en un hospital psiquiátrico haciéndose pasar por enfermo mental. De este modo reunió material sobre los procesos de interacción en el interior del servicio donde había sido admitido; después, como es natural, dejó el hospital y publicó su documentación. El segundo caso es muy parecido. Hace algunos años, unos investigadores, fingiéndose alcohólicos, participaron en una serie de reuniones en la sede local de una sociedad antialcohólica: la Alcoholics Anonymous. Iban mal vestidos y habían «aprendido cuidadosamente... a estar sentados durante toda la reunión, mostrando cierta tensión y malestar». Esta experiencia fue también objeto de una publicación. Ambas investigaciones, criticadas casi siempre por razones «técnicas», también lo fueron recientemente por razones «morales»41. A decir verdad, se trata de situaciones límite. Por lo general, el investigador entra en el hospital psiquiátrico bajo apariencias menos alejadas de su verdadero rol: en calidad de «médico», «enfermero» y, a veces, también abiertamente de sociólogo.

Sin embargo, examinando más a fondo el rol del sociólogo en el hospital psiquiátrico, se llega a la conclusión de que entre los diferentes modos de «ingreso» no hay ninguna diferencia:

El investigador, en el hospital psiquiátrico, «desempeña un papel» que no ha escrito él mismo, y su libertad de decisión se halla limitada por el disfraz que adopte: el de enfermo, médico o sociólogo. Para intentar aclarar esta afirmación tomemos de nuevo los dos puntos de que se compone el problema.

El primer punto es el siguiente: ¿por qué se ha producido este boom inesperado de investigaciones sobre un sistema social —el hospital psiquiátrico— durante tanto tiempo olvidado por la sociología? Y he aquí la respuesta: la sociología ha «descubierto» el hospital psiquiátrico porque, tal y como aparece en la sociedad capitalista avanzada, representa un problema, una contradicción interna. Esto no nos dice nada acerca de las relaciones entre sociedad (esta sociedad) y sociología (esta sociología). Pero, mientras tanto, veamos por qué el hospital psiquiátrico constituye un problema. En términos muy generales se puede decir que la acción colectiva en las sociedades occidentales se ejerce según dos tipos de instrumentos fundamentales: las organizaciones y las instituciones. Estos dos tipos difieren en numerosos puntos, pero la diferencia esencial radica en el baremo según el cual son juzgados por el sistema más general del cual forman parte. Las organizaciones son juzgadas en términos de rendimiento, lo cual significa que deben alcanzar su finalidad reduciendo al máximo los «costos». A las instituciones, en cambio, no se les pide que sean eficientes, ni interesa saber si alcanzan su finalidad —a menudo puramente verbal e ideológica. El sistema espera de las instituciones que cumplan funciones muy determinadas, que prescinden por completo de la finalidad declarada o que a menudo se sitúan en el extremo opuesto, y que ningún representante oficial del sistema consentiría en admitir (en términos sociológicos, funciones «latentes»). Dado que la forma misma en que cada institución se halla estructurada asegura la ejecución de estas funciones, lo que el sistema general pide a la institución, y en nuestro caso al hospital psiquiátrico, es el mantenimiento del modelo original, de la intangibilidad de las fronteras, de las relaciones internas entre sub-subsistemas, de la distribución inmutable de los recursos (principalmente, del poder).

Numerosos hechos revelan, sin embargo, que en el sistema capitalista avanzado, que da un elevado premio a la eficiencia, las instituciones, al menos bajo su forma tradicional, están mal vistas. Sin duda, el ejemplo más contundente viene dado en Italia por la serie de reformas destinadas a organizar la administración pública según criterios de eficacia. En el caso del hospital psiquiátrico, sin embargo, este impulso hacia la «modernización» es aún más fuerte. En efecto, si el material sobre el cual trabaja la burocracia (su «recurso») está constituido por las informaciones, el recurso del hospital psiquiátrico son los individuos, el capital humano, puesto que, en las condiciones actuales de producción el capital humano, más que cualquier otro recurso (materias primas, energía), exige grandes inversiones iniciales y un costo elevado de manutención. Desde este punto de vista, la manera como una parte de este capital es «tratado» en el hospital psiquiátrico representa seguramente un «derroche»42. Es lícito preguntarse por qué esto no ha sido advertido desde el inicio (la reclusión masiva de enfermos en los manicomios corresponde más o menos a la pujanza de la industrialización en los primeros decenios del siglo xix). Podríamos plantear la hipótesis de que la profunda transformación de las estructuras productivas en el curso de los últimos cien años, y los cambios que han operado en la disponibilidad de los diferentes recursos, han determinado una revisión de la noción de fuerza-trabajo respecto a la del famoso empresario de Manchester, representado por el número de hombres, de mujeres y de niños concretamente útiles para satisfacer una exigencia productiva específica. El empresario moderno considera como fuerza-trabajo a todos aquellos que viven y vivirán en un área determinada: por lo tanto, debe mostrarse más selectivo, más cuidadoso con respecto a la buena conservación del capital humano. Siendo antes muy concreta (casi una definición demostrativa: estos individuos particulares, elegidos según criterios de proximidad geográfica, de robustez, de docilidad, etc., dentro de una masa prácticamente inagotable, como lo son —lo eran— el aire y el agua), esta noción se convierte en abstracta, analítica (casi una definición normativa: la fuerza-trabajo está constituida por la población de un espacio socio-geográfico dado). Pertenecer a la fuerza-trabajo no es un status adquirido, sino un status atribuido: en cierto modo se considera que todos forman parte de él.

Esta presunción y la definición extensiva de fuerza-trabajo que la sustenta, tropiezan con los muros del hospital psiquiátrico en su forma actual: la de un sistema que no rinde según los recursos que le han sido proporcionados, o rinde con un excesivo retraso, en cualquier caso, sin garantizar jamás de forma suficiente la posibilidad de reintegrar por completo a estos individuos. La presión del sistema general frente al hospital psiquiátrico se dirige entonces a obtener una mayor eficacia: salidas más numerosas, estancias más breves, resultados más seguros.

Esta exigencia del sistema general se manifiesta sobre todo en dos direcciones: por una parte, como ya hemos dicho, se pide al hospital psiquiátrico que funcione según criterios de eficiencia, y por otro, a nivel del individuo, se reclama la integración del paciente con el nuevo sistema hospitalario, que debería permitir reintegrarle en su categoría profesional. Estas consideraciones explican ampliamente la necesidad de una intervención (en forma de investigaciones), de la sociología, y el modo en el cual se concretiza. La sociología interviene en tanto que rama principal de la técnica social y debe indicar la forma como superar con menos gastos (y más alto rendimiento) ciertos choques y fricciones con la sociedad bien organizada. Evidentemente, esta aplicación de la sociología en el hospital psiquiátrico requiere, por otra parte, grandes inversiones en instalaciones materiales y recursos técnicos. Pero el rol del sociólogo, en particular, tiende a cumplir una tarea más compleja: redefinir el tejido social del hospital y formular nuevos esquemas de relaciones humanas que sean más funcionales y mejor adaptados al nuevo hospital concebido en términos de rendimiento. Esta experiencia de racionalización de las antiguas estructuras a veces es ideológicamente vivida por el Sociólogo como una experiencia de «humanización». Al mismo tiempo, tiene en sus manos la iniciativa de este proceso y lo dirige «contra» el sistema, para vencer sus resistencias. Por el contrario, nosotros debemos reafirmar con fuerza: 1) Que el sociólogo, o en general cualquiera que opere, pura y simplemente, en el sentido de una mayor liberalización, etc., del hospital psiquiátrico, no adopta de ningún modo una posición revolucionaria y subversiva, sino que colabora a la eliminación de un elemento de contradicción (el hospital psiquiátrico en su antigua estructura) en el seno del sistema general. 2) Que, independientemente de la colaboración del sociólogo y de cualquier iniciativa suya, la resolución de esta contradicción es una necesidad más que nada teórica, inherente al sistema, y que sólo el sistema puede resolver.

PREGUNTA: Sin duda convendrá precisar mejor el sentido de esta colaboración y ver en qué medida, en el interior de su rol, el sociólogo puede conservar una actitud crítica frente a la instrumentalización, por el sistema general, de la reforma humanitaria del hospital psiquiátrico.

RESPUESTA: Un punto importante, por evidente que parezca, debe ser explicitado y llevado hasta sus últimas consecuencias. Para efectuar una investigación y penetrar en el hospital, para realizar encuestas, observar, es decir, para actuar como sociólogo, el sociólogo necesita un poder. Este poder le es conferido por el sistema general: independientemente de lo que cree, de la idea que se hace de sí mismo (por ejemplo, de ser un «mediador» entre el sistema social general y el mundo de los excluidos), de la simpatía que siente hacia el objeto de su investigación, sólo hay realidad en la medida en que ejerce este poder. Cuando éste le falta, dejará de existir como sociólogo. Si, por otra parte, ejercía de una forma en desacuerdo con las prescripciones del sistema, es decir, claramente contra él, seguiría siendo aprovechado por el sistema que es la base de este poder.

Pero volveremos más tarde sobre este aspecto que juzgamos fundamental. Por ahora sigamos al sociólogo que entra en un hospital psiquiátrico. Sabe que penetra en un mundo de excluidos; sabe, las estadísticas se lo han enseñado, que la población de los hospitales psiquiátricos se halla claramente seleccionada a partir de la clase social; sabe, por haberlo leído u observado, que se ejercen sobre el enfermo mental estereotipos que tienden a institucionalizarle en un papel desviante, a «premiarle» cuando su comportamiento responde a las expectativas de aquellos que le quieren «distinto»43, etc. Sin embargo, el sociólogo no alimenta ninguna inquietud, sobre todo en el plano metodológico. En primer lugar, porque se encuentra «al corriente» de este tipo de cosas y, por lo mismo, puede guardarse de ellas. En segundo lugar, porque el relativismo cultural en el cual se inspira, más o menos, le sugiere reconocer igualmente una legitimidad, una legalidad al sistema desviante. Sobre esta base se inicia la «fase de observación» propiamente dicha. El investigador entra en contacto con los médicos, los enfermeros y, sobre todo, los enfermos. La «normalidad» de estos pacientes viene a reforzar sus buenas disposiciones metodológicas (y esta sensación resulta más clara teniendo en cuenta que, en el fondo, esperaba encontrarlos «distintos»). Es decir, que descubre muy pronto que este mundo tiene su propia lógica. Por ello es fácil que en cierto momento se sienta igualmente distante del mundo externo que del mundo interno. Pero esta «equidistancia» es precisamente lo que el sistema general espera de él.

En el curso de esté primer período de observación, sin embargo, el proceso de tranquilización de su yo metodológico está aún latente. La finalidad inmediata de esta fase consiste sobre todo en precisar el objeto de la investigación y las hipótesis de base. Al consultar las obras consagradas al hospital psiquiátrico, se constata que cualquier investigación acaba por colocarse en uno de los siguientes grupos: investigaciones sobre la estructura y la organización hospitalaria; investigaciones sobre posición y participación del enfermo en el seno del hospital.

Las investigaciones del primer grupo, que se efectúan sobre los aspectos estructurales y la organización de la institución, son los más frecuentes. Se estudia la interacción de los enfermos, los modelos de leadership, la diferenciación y la estratificación, el modo de reaccionar de los pacientes ante diferentes formas de autoridad. Sin embargo —y para mantenernos en este último caso—, tanto en lo que concierne a la «reacción» de los pacientes como al uso de la autoridad, la gama de comportamientos de los enfermos considerados significativos, y la de las posibles utilizaciones de la autoridad, se hallan implícitamente separadas de una de sus extremidades: la que puede cuestionar la estructura profunda del hospital psiquiátrico. La escala que construye el sociólogo para «medir» la reacción de los enfermos incluye fácilmente el máximo de reacción positiva (el «buen enfermo»), pero excluye el máximo de reacción «negativa», la del paciente que no reacciona, que no se interesa por las cuestiones que se le plantean. Volveremos sobre este punto al tratar las técnicas de investigación. En cuanto a la utilización de la autoridad, la posible escala de modalidades va desde un uso autoritario a un uso «democrático», entendiendo por democrático la facultad ofrecida a los pacientes de tomar la palabra durante las reuniones, de decidir por mayoría si poner el primer o el segundo canal en la televisión, quiénes participarán en un paseo colectivo, etc. Hay una sola cosa de la cual nunca se habla: del poder real, siempre concentrado en las mismas manos, y nunca distribuido de nuevo. Sin embargo, este mismo poder que en un momento dado ha resuelto permitir a los enfermos que decidan sobre cuestiones de tanta importancia. Por supuesto, el punto débil de esta «democracia» (tan próxima a la democracia exterior) no consiste en que los pacientes puedan discutir cuestiones irrisorias, sino que esta posibilidad, lejos de ser una adquisición autónoma, les viene de una concesión exterior determinada por exigencias que no les concierne si no es de forma negativa: en primer lugar, la de asegurar un mayor «consentimiento» por su parte, haciéndoles participar en las reglas del juego.

Este aspecto mistificador de la hipótesis de base es aún más evidente en el segundo tipo de investigaciones, específicamente centradas en el comportamiento del hospitalizado. Las investigaciones sobre grupos terapéuticos entran en esta categoría. Aquí, se recompensa el hecho de que el individuo se comporte como un buen miembro del grupo, que participe provechosamente en las discusiones, disminuya la tensión colectiva o siga llenando el espacio entre el grupo de los médicos y el de los enfermos. El razonamiento de base es más o menos el siguiente: el enfermo ha tenido que ser alejado de la sociedad porque se comportaba en ella de forma anormal; por tanto, hay que enseñarle a relacionarse correctamente con los otros, a practicar las relaciones humanas. En definitiva, se enseña la integración en pequeñas unidades —unidades de vecinaje y de barrio— a individuos que han sido excluidos por el efecto de mecanismos que superan, ampliamente a los de la unidad de vecinaje; individuos cuyas dificultades de comportamiento con sus vecinos, camaradas de trabajo, familia, son a menudo sólo el síntoma de un conflicto a mayor escala. Por ello, resulta evidente que el sociólogo dispuesto a analizar su propio rol debe reconocer que su forma de abordar el problema no tiene nada en absoluto de libre ni de original, que está severamente limitada y, en cierto modo, predeterminada. El investigador que reflexione sobre su propia experiencia en el hospital psiquiátrico, se da cuenta de que el enunciado del tema de investigación era sólo la expresión primera del poder que el sistema le ha conferido, y que este poder ha sido utilizado para cortar y orientar la situación social del paciente (antes y después de la hospitalización) perfectamente en función del sistema hospitalario y del sistema general.

PREGUNTA: Este ejercicio del poder que caracteriza la fase inicial de la investigación, ¿se encuentra nuevamente en las fases ulteriores y a propósito de los otros instrumentos?

RESPUESTA: La interrogación es legítima. No es raro ver una investigación criticada «desde la izquierda» partiendo precisamente de estas consideraciones, es decir, que los postulados fundamentales de la investigación tienen sus raíces en el sistema, incluso cuando pretenden adoptar una posición crítica o «neutra» con respecto al mismo. Sin embargo, debemos ir más lejos e intentar demostrar que el férreo control ejercido por el sistema general sobre la investigación sociológica se extiende mucho más allá de la fase inicial consagrada a la formulación de las hipótesis y a la definición del objeto de la investigación: la formación del indicio y la encuesta. Está claro que si nuestro sociólogo no quiere limitarse a un análisis de tipo estadístico o a una pura observación, deberá realizar una serie de encuestas sobre una muestra determinada de la población hospitalaria. Como se sabe, la muestra obtenida de una población dada será más o menos representativa. Normalmente, el sociólogo aspira a darle el grado más alto de representatividad, y a veces casi llega a ello, lo cual significa en la práctica que la muestra dará los mismos porcentajes de hombres y de mujeres que la población general, que la composición por edad, por antigüedad de hospitalización, etc., será casi la misma para el universo y para la muestra, que todos los servicios estarán justamente representados, y así sucesivamente. Pero, ¿de qué es representativa la muestra? Por supuesto, no de la población de los internados. En realidad, sólo representa al grupo de internados dispuestos a colaborar con el investigador, a escuchar sus preguntas y a responder. De este modo se muestra evidente la parte de mistificación que conlleva la noción (aparentemente «neutra») de representatividad: el hecho de que se trate de una representatividad parcial y enmascarada por la representatividad aparente. Sin embargo, esta mistificación fundamental no entraña conflicto alguno para el investigador adiestrado en el mito de la no-valoración. No pone en crisis la investigación porque se produce por encima de la investigación misma, tal y como la sociología burguesa la concibe. En la muestra, y por lo tanto en la investigación, no figuran los que rechazan esta última, que no responden a la encuesta. En cambio, se encuentran todos aquellos que aceptan las reglas del jueguecito de las «preguntas-respuestas».

Este último grupo presenta para el tema que nos ocupa un interés técnico muy particular, sobre todo porque se trata de una figura general y el discurso puede extenderse de este modo a las otras ciencias sociales. Es posible, por ejemplo, establecer un paralelo entre estos internados que «colaboran» y los informantes de los antropólogos, esos informantes cuyas declaraciones, comportamientos, actitudes y creencias, constituyen la base de una importante parte de la antropología44. Desde el punto de vista teórico, resulta clara la analogía entre estas dos figuras. Se trata de individuos dispuestos a participar en la expresión de un poder. Pero, ¿qué significa en este caso «participar»? No es hacer gala de autonomía, ni de independencia, sino aceptar colocarse como objeto, como punto focal de un poder técnico expresado por el investigador (sociólogo, etnólogo, etc.). El miembro de la sociedad primitiva que presta su colaboración al antropólogo, así como el «buen enfermo» que acepta formar parte de la muestra, afrontan y sufren «voluntariamente» su reducción a objeto por parte del investigador. Esta «aceptación» puede llegar muy lejos: de este modo, el «buen enfermo» se convierte a menudo en el guía hábil y benévolo del hospital psiquiátrico, aquel que ilustra las nuevas realizaciones (televisión, juego de bochas, áreas floridas), y por grande que sea el esfuerzo del visitador, del «blanco» para comprender este mundo de excluidos, por grandes que sean la simpatía y su deseo de emancipar a los otros, el «buen enfermo» le supera ampliamente, en la misma medida en que llegue a aceptar, a justificar, los valores del mundo exterior (en virtud de los cuales ha sido excluido) antes que los de su propio mundo. Es sobre él, en cuanto objeto, que opera la investigación sociológica.

Pero veamos ahora de qué modo el enfermo puede rechazar, dejarse reducir a objeto, qué otras posibilidades se le ofrecen si no quiere prestar su colaboración, compartir (sufriéndola) esta opresión del poder. El otro término de la alternativa viene a ser el siguiente: si el enfermo no quiere colaborar, si no participa, el investigador (que detenta el poder) le deja de lado, no le toma en consideración. Esto significa que a los ojos del investigador, para la investigación y para el poder en tanto que proceso, este enfermo no existe (en términos «científicos»: no figura en la muestra). La elección objetiva impuesta al interno será, pues: aceptar ser objetivado o aceptar ser negado y, ulteriormente, excluido. Esta alternativa está extremadamente cargada de consecuencias y de sentido, y su alcance va mucho más allá de la actitud del recluido y del «negro» en general; quedando aclarado que concierne a la misma actitud del «blanco» (sociólogo, etnólogo) y se plantea con una crudeza igual. Sin embargo, veremos que el sociólogo puede subvertir esta alternativa, mientras no se vea claramente cómo puede esta transformación ser posible para el excluido, que debe, en cambio, sufrirla íntegramente.

Además, en este estadio de la investigación, el sociólogo no piensa aún en ninguna transformación (a lo más siente alguna incomodidad). Una vez constituida la muestra, se empieza la «campaña de encuestas». Por supuesto, dada la selección, las encuestas «van bien». Y tanto mejor si, como aconseja la técnica del. cuestionario, se está lo bastante preparado para retener algunas expresiones de la jerga hospitalaria, colocándolas en una pregunta en el momento apropiado. Finalmente, el conocimiento de la manera de expresarse de las clases inferiores resulta un excelente medio para que el interrogado se sienta bien45.

Pero, a pesar de esta muestra, pueden surgir problemas, y el mayor se plantea cuando el interrogado no cumple las reglas. La regla fundamental de la encuesta (y de las ciencias sociales, por supuesto) es la neutralidad. Un paciente que, durante la encuesta, pide cigarrillos, o cien liras, estableciendo de este modo una especie de contrato material con el realizador de la encuesta, viola la regla de neutralidad. Al mismo tiempo, la encuesta «se contamina»: nuestro sociólogo olvida las expresiones de argot hospitalario, el habla de las clases populares, y casi la pregunta que estaba a punto de hacer. Su azora-miento, su malestar, su «sincera decepción», son tan grandes que, olvidando que neutralidad y desapego han sido previstos para garantizarle un mejor (y más eficaz) uso del poder, se sirve de éste para asegurarse de nuevo la neutralidad. A partir de este momento, fatalmente, la encuesta se hace más «formal» y hasta que termina el sociólogo permanece en guardia.

Pero la peor violación de la neutralidad tiene lugar cuando el enfermo resulta «demasiado enfermo»: no responde, escupe o da puntapiés. Frente a tal sujeto, el sociólogo, al final de algunas «pacientes tentativas» llega a la conclusión de que «¡La entrevista no es posible!» y un tipo de afirmación semejante nos revela, respecto a una técnica de primer plano como la encuesta, que los «instrumentos de investigación» son realmente instrumentos de poder. ¿Cuál es, en efecto, el sentido de la afirmación «La entrevista no es posible», y qué posición denota? Demuestra una vez más que los instrumentos del sociólogo operan en tanto que copias, modelos exactos de los mecanismos de opresión y de exclusión que actúan a nivel del sistema social general, en el sentido de que son utilizables en la medida en que los objetos de la investigación se hallan socialmente integrados. Consideremos este paralelo. El poder social determina la exclusión de un grupo de individuos: algunos de ellos son «recuperados» (reutilizados) con la condición de que admitan, hasta interiorizarlas, la validez y la legitimidad de las reglas del juego en virtud de las cuales han sido excluidos. Los que «no pueden» aceptarlas son posteriormente excluidos y negados. El procedimiento del sociólogo es idéntico: de esta masa de excluidos recupera una parte: todos aquellos para los cuales son aplicables los instrumentos clásicos de la investigación. En cuanto a los otros, los aparta, no los toma en consideración, los niega de la única forma que le permite su poder de sociólogo. Por lo tanto, incluso en lo que concierne a los fundamentos de la investigación, la confianza en la neutralidad del sociólogo y de sus instrumentos (encuesta, tests, escalas de aptitudes, etc.) no sobrevive a la constatación de que la población seleccionada de este modo coincide con la que el sistema socioeconómico general ha seleccionado para sus propios fines, según el criterio de la reutilización.

PREGUNTA: ¿Qué consecuencias entraña para el objeto de la investigación esta «crisis» referente a los instrumentos y a las, técnicas tradicionales?

RESPUESTA: Ya hemos dicho que cualquier investigación en el marco del hospital psiquiátrico tiene prácticamente por objeto bien ciertos aspectos de la interacción entre pacientes (o con los enfermeros, los médicos), bien la forma como el paciente se adapta a las estructuras del hospital. Las investigaciones del primer tipo, repitamos, tienden a determinar las modalidades de funcionamiento más eficaces para el instituto, sin perjuicio de la actual y total asimetría del poder. En el segundo caso, tienden a elaborar nuevas formas de integración al sistema hospitalario asegurando la adhesión sustancial del paciente. Si el sociólogo se propone colaborar con el sistema general para el mejoramiento de los hospitales psiquiátricos (para hacerlos más confortables, más eficaces, etc.), entonces las técnicas de investigación como están formuladas por la sociología contemporánea, responden perfectamente a estas finalidades. Que esta absoluta subordinación al sistema sea después pagada a un precio muy alto, por una falta de espíritu creador, por la esterilidad conceptual, etc., es ya un problema distinto.

Por lo contrario, si el sociólogo no está dispuesto a introducir esta crisis instrumental, sino que cree hallar una salida más satisfactoria (lo cual, le conduce a poner entre paréntesis su sumisión al poder material), necesita volver sobre el problema que constituye él objeto de su búsqueda. La cuestión es la siguiente: ¿existen (v en caso afirmativo cuáles son) objetos de investigación que no están instrumentalizados por el sistema social general y por el sistema hospitalario? He aquí nuestra respuesta: existe un solo tipo de investigación que correspondo, al menos inicialmente, a esta exigencia, y tiene por objeto h impugnación, en el seno del hospital psiquiátrico, del sistema hospitalario y del sistema social general. Digamos seguidamente que esta respuesta no resuelve en nada el problema del papel que juega la sociología en esta sociedad. Es una respuesta aún incompleta, esencialmente ambigua. Sin embargo, quisiéramos hablar de ello, en primer lugar porque en el curso de una experiencia concreta de investigación, al menos durante cierto tiempo, constituyó una «solución», y es probable que presente la misma apariencia para experiencias similares, o, dicho de otro modo, que se pueda generalizar. En segundo lugar, porque se trata de una respuesta que no sólo es interlocutoria, sino (cuando nace de la experiencia, de la investigación práctica) dialéctica, puesto que contiene las premisas de su superación.

¿Qué significa emprender una investigación sobre la impugnación en el seno del hospital psiquiátrico? Significa recoger y analizar cualquier manifestación (actitud, comportamiento) individual o colectivo dirigido contra el sistema social hospitalario y el sistema general del cual procede directamente. El propósito fundamental de esta investigación es que cualquier manifestación en el interior del sistema debe ser valorada en función de dos polos opuestos: el de la impugnación y el de la integración. Si un paciente rompe un vidrio, ensucia los muros, no quiere responder, comete actos agresivos, todo esto se considera como otras de las tantas expresiones de su impugnación. El hecho de que un individuo que fue víctima de abusos, que fue excluido de la sociedad, despojado de su identidad y reducido al estado de objeto, se halle actualmente sometido a tentativas de persuasión para que acepte las reglas en virtud de las cuales fue excluido, el hecho de que, en estas condiciones, reaccione y proteste, eventualmente de manera violenta, constituye el fenómeno crucial de la experiencia hospitalaria. Crucial porque va directamente unido a las perspectivas de una posible intervención: cuando el sociólogo colaboracionista estudia las formas de integración y de adaptación al hospital psiquiátrico en su forma actual, para consolidar esta institución, el sociólogo que adopta una posición crítica (por el momento no se puede decir más), investiga las formas de impugnación del sistema con vistas a su transformación. Esta impugnación, en efecto, no es un fin en sí misma, ni un simple desahogo. Es el resorte que pone en discusión, a cualquier nivel de regresión institucional, el conjunto del sistema, e intenta, aunque débilmente, negarlo.

Pero, por el momento, nos interesa menos la impugnación en sí misma que la significación, para él sociólogo crítico, de una investigación sobre la impugnación. El sociólogo colaborador, por sí mismo, no puede estudiar .literalmente la impugnación bajo este aspecto, porque en tanto que sociólogo no llega a verla; hemos intentado demostrar que, si utiliza los instrumentos y las técnicas de su profesión, cualquier expresión de contestación se halla excluida por anticipado de la investigación (los «malos enfermos» no figuran en la muestra) o será pronto descartada si se manifiesta en el curso de ésta («¡No es posible continuar la encuesta!»)La literatura sociológica abunda en ejemplos de este tipo; me viene a la memoria una obra, entre otras muchas, donde el autor ilustra una serie de fases que atraviesa un grupo terapéutico. La segunda de estas fases, sobre todo, presenta desde nuestro punto de vista un interés extraordinario, puesto que es rica en cuestionamientos; en efecto, al margen de graves infracciones al reglamento y de numerosos casos de destrucción de objetos, surge un bloqueo en las comunicaciones del grupo con el staff médico, y, además, este bloqueo es controlado por el grupo, que castiga a los infractores. ¡Entonces, el autor de la obra interpreta esto como una fase de «desorganización social»! «Todos los médicos —concluye tristemente— notaron que durante este período la terapia se revelaba ampliamente ineficaz»46. Por suerte, las cosas mejoraron en las fases siguientes: se reanudaron las relaciones con los médicos, las manifestaciones de acting-out disminuyeron, y sin duda la misma terapia hizo enormes progresos encontrando de nuevo la indispensable «cooperación» de los pacientes...

Otra forma de no acogerse al hecho de la impugnación es reintegrarla a la categoría de la desviación; en este sentido, basta con definir al desviado como un individuo que se comporta de forma diferente a los otros, y según modos inaceptables para ellos. En pocas palabras, es desviado cualquier individuo que molesta, que atrae sobre él la atención irritada de los otros, que sistemáticamente realiza obstrucciones...47 Esta dilución de la respuesta es una «desviación» de orden general tiene razones teóricas muy precisas. La desviación, en efecto, no sale de los límites del sistema: a lo más, representa un alejamiento de los fines reconocidos por este último, o los medios legítimos previstos para alcanzarlos. Por ello, acepta y reconoce implícitamente fines y medios, mientras que al final de la contestación, por débil, torpe y «regresiva» que sea, se halla de hecho la desposesión del sistema.

PREGUNTA: Tal vez haya llegado el momento de ver en qué sentido, no sólo para el internado, sino también para el sociólogo, se plantea la alternativa «objetivación-negación», y, más generalmente, el problema de las relaciones entre el papel del sociólogo y el poder.

RESPUESTA: Antes de abordar el problema del poder, necesitamos justificar la afirmación hecha anteriormente y según la cual una investigación sociológica que tiene por objeto la contestación debe ser a su vez superada, puesto que representa una posición ambigua y no satisfactoria, y ver, sobre todo, cómo se la puede superar.

La causa primordial de esta ambigüedad se nos presenta claramente desde que consideramos que el sistema social general instrumentaliza la investigación sociológica en dos maneras distintas. La primera y más evidente, se refiere a la función de técnico social que tiene la sociología: la investigación social proporciona al sistema informaciones útiles para reestructurar el hospital psiquiátrico (como la fábrica, la escuela, etc.). La segunda modalidad de instrumentalización es más sutil, pero no menos importante: por el simple hecho de emprender una investigación sociológica, el sociólogo ejerce un poder por cuenta y a favor del sistema social, hasta el punto de que existe una estrecha correspondencia entre las técnicas de investigación sociológica y las del poder material en general. Queda entonces claro que una investigación sobre la impugnación tal vez llegará a eliminar el primer tipo de instrumentalización, pero dejará intacto el segundo: la investigación en sí misma, sea la que sea, es la expresión de un poder. El hecho de que éste vaya dirigido contra el sistema, tiene menos valor que el hecho de ser ejercido de cualquier modo.

Por tanto, resulta evidente que esta posición (la investigación sobre la contestación) es de las más equívocas, y nos sugiere la imagen de un sociólogo en estado de ansiedad; a la caza de la menor expresión de impugnación, y que a su vez termina por impugnarlo todo, salvo su propio rol. Pero resulta interesante ver de qué modo nuestro sociólogo llega a justificar la no inclusión de su rol entre los objetos de impugnación. La principal justificación es que el sociólogo ejerce efectivamente un poder, pero se trata de un poder técnico, y por lo tanto neutro (sic), o tal vez un poder «bueno» que se puede utilizar en contra del sistema. Pero esta última defensa del rol de sociólogo se revela, después de un primer análisis, abstracta y antihistórica; mas precisamente no se da cuenta del hecho de que, conjuntamente con la división del trabajo, se ha producido una división del poder social. En relación al poder social indiferenciado, el poder técnico no es el resultado de un proceso de depuración y de purificación, sino más bien de diferenciación del poder originario, que fue distribuido entre diversos agentes, de la forma más apropiada al sistema, poder técnico y poder material. La tecnicidad del poder significa que se lia distinguido entre manipuladores del poder y simples ejecutantes, operándose después entre estos últimos una división del trabajo entre ejecutantes técnicos y ejecutantes materiales. El poder técnico es tal en la medida en que va acompañado de un poder ejecutivo concerniente a las decisiones, la explotación y la exclusión. Además, dondequiera que exista un poder técnico en estado «puro», el uso de este poder se hace factible mediante mecanismos de poder material de igual «pureza». (El etnólogo no tiene necesidad de estar armado, le basta con que lo esté la policía colonial.)

El abandono de esta última posición y el cuestionamiento del propio rol revisten una importancia crucial para el sociólogo. Éste viene a ser el último capítulo del balance general de su intervención, balance que podría formularse simplemente de este modo: «La observación participante no funciona, la encuesta tampoco, la muestra no da nada, y la hipótesis de base más avanzada no es menos ineficaz... ¡Pero entonces es la posibilidad misma de la investigación lo que se halla en tela de juicio!»

Exacto. Tal vez más que en otros sistemas caracterizados por una asimetría del poder (en el hospital psiquiátrico, esta asimetría es total), la experiencia de investigación en el seno del hospital psiquiátrico consiste justamente en poner de nuevo progresivamente en cuestión los instrumentos y las técnicas de investigación, para llegar a la crisis de la investigación en su conjunto, y finalmente a la crisis de la misma noción de investigación y a la renuncia a ella.

En este acto final de su colaboración con el sistema, el sociólogo se da cuenta, además, de que no era el sujeto, sino el objeto del poder, y que en el ejercicio de este pequeño poder sufría la opresión de otro, mucho mayor, aceptando aparecer como objeto a un nivel quizá no más elevado que el del enfermo o del «negro», pero de cualquier modo infinitamente alejado de la cima. Por otra parte, si el sociólogo tiene, más claramente que el paciente, la posibilidad de transformar la alternativa, sólo puede hacerlo de una forma: rechazando la moción misma de investigación, no aceptando su papel de sociólogo, es decir, suicidándose como tal.

No se ve claramente qué permanecerá después de esta negación violenta de sí mismo. Nos parece probable que quede aún algo, que sea necesario llevar el discurso más adelante. Este rechazo de la investigación no debe entenderse como una simple implicación cognoscitiva-operativa, sino sustancialmente como un rechazo del poder. Esto plantea más de un problema, y, en primer lugar, el siguiente: ¿es posible y tiene un sentido emprender investigaciones a partir de una absoluta falta de poder? ¿En qué medida, en otros términos, la idea de investigación va unida al hecho de detentar un poder? Sin duda es superfluo precisar que no estamos, por el momento, en condiciones de responder a estas cuestiones. Sin embargo, es posible indicar las dos condiciones principales para cualquier intento de respuesta. La primera consiste en saber mucho más de lo que se sabía sobre el rol del sociólogo tal como se le concibe comúnmente, así como sobre la división del trabajo y la diferenciación social que implica. En particular, ¿por qué existe bajo esta forma en nuestra sociedad el rol del sociólogo? ¿Porque ésta es una sociedad compleja o porque se trata de una sociedad capitalista?

La segunda condición es aún más imperiosa. Para asegurarse lazos de unión entre investigación y poder, para liberar, como esperamos, la investigación de la empresa del poder, hay que efectuar investigaciones. Esto también sirve para la fase precedente: el suicidio del sociólogo sólo tiene sentido si se efectúa en el mismo terreno de la investigación. Es la práctica lo que lleva a operar esta elección fundamental, y es en la práctica donde debe ser laboriosamente verificada la corrección teórica de una eventual intervención en calidad de no-sociólogo.

La institución negada: Informe de un hospital psiquiátrico
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