LA INSTITUCIÓN DE LA VIOLENCIA
En los hospitales psiquiátricos se acostumbra a amontonar a los pacientes en grandes salas, de donde nadie puede salir, ni siquiera para ir a los lavabos. En caso de necesidad, el enfermero de turno hace sonar una campana para que otro enfermero venga a buscar al paciente y le acompañe. La ceremonia es tan larga que numerosos pacientes se ven obligados a hacer sus necesidades en la cama. Esta reacción del enfermo ante una regla inhumana es interpretada como una «maldad» para con el personal, o como la expresión del grado de incontinencia del enfermo, estrechamente ligado con su enfermedad.
En un hospital psiquiátrico, dos pacientes yacen inmóviles sobre la misma cama. Cuando hay escasez de espacio, se aprovecha el hecho de que los catatónicos no se molestan entre sí, para ponerles de dos en dos en la misma cama.
Un profesor de dibujo en un centro de enseñanza media, mientras rompe la hoja de un alumno que ha dibujado un cisne al cual se le ven las patas, declara: «A mí los cisnes me gustan en el agua».
Los niños de un asilo están obligados a sentarse en su banco sin poder hablar, mientras la maestra se dedica a hacer punto de media. Se hallan bajo la amenaza de permanecer durante varias horas con los brazos levantados —lo cual es muy doloroso—, si se mueven, hablan o hacen cualquier cosa que distraiga a la maestra de su trabajo.
Cualquier enfermo admitido en un hospital civil —a menos que sea «pagante» de primera dase—, queda a merced de las oscilaciones de humor del médico, que puede desfogar sobre el paciente una agresividad a la cual éste puede ser completamente ajeno.
En un hospital psiquiátrico se somete a los enfermos agitados a la «estranguladora». Este rudimentario sistema —de uso bastante extendido en los ambientes manicomiales— hace perder el conocimiento al paciente por ahogo. Se le pone una tela sobre la cabeza —muchos veces mojada, para impedir su respiración—, y después la atan estrechamente alrededor del cuello: la pérdida del conocimiento es inmediata.
Madres y padres resuelven generalmente sus frustraciones ejerciendo constantes violencias sobre los niños que no satisfacen sus ambiciones competitivas. El niño se ve inevitablemente obligado a hacer tal o tal otra cosa mejor que éste o aquel otro, y a vivir como un fracaso el hecho de ser diferente. Cualquier mala nota es castigada: como si el castigo corporal o psicológico pudiese resolver la insuficiencia escolar.
En el hospital psiquiátrico donde ejerzo, hace algunos años se practicaba un sistema muy elaborado que permitía al enfermero de servicio ser despertado cada media hora por un enfermo, para poder firmar de este modo su hoja de servicio, como exigía el reglamento. Esta técnica consistía en encargar a un enfermo (que no podía dormirse), que extrajera tabaco de una mezcla con migas de pan. La experiencia demostró que este trabajo exigía media hora justa, después de la cual el enfermo despertaba al enfermero, y recibía el tabaco como recompensa. Entonces el enfermero timbraba su hoja (debía demostrar que se había despertado cada media hora), y se volvía a dormir, no sin antes encargar a otro enfermo, o al mismo, que empezara de nuevo —como una clepsidra humana—, su alienante trabajo.
De un número de «II Giorno», aparecido hace algún tiempo: «¡Basta de tristeza! La prisión de San Vittore perderá finalmente su aspecto gris y siniestro. Desde hace algunos días, un equipo de pintores de brocha gorda están trabajando en ello: ya la fachada que da sobre el bulevar Papiniano está pintada de un hermoso amarillo «shocking», que alegra el corazón. Cuando se haya renovado el conjunto, San Vittore ofrecerá un aspecto decente, menos angustioso y deprimente que antes». ¿Y en el interior? Las tinieblas persisten en las celdas, pero mientras tanto el amarillo shocking puede «alegrar el corazón».
Y así podríamos continuar hasta el infinito acerca de las instituciones sobre las cuales se basa nuestra sociedad. Lo que, en cualquier caso, une las situaciones-límite que acabamos de citar, es la violencia ejercida por aquellos que están de parte del sistema, sobre aquellos que se encuentran irremediablemente colocados bajo su dominio. La familia, la escuela, la fábrica, la universidad, el hospital, son instituciones basadas en una clara distribución de papeles: la división del trabajo (señor y siervo, maestro y alumno, dirigente y dirigido). Esto significa que lo más característico de dichas instituciones es una tajante separación entre los que detentan el poder y los que no lo detentan. De lo cual puede también deducirse que la subdivisión de los roles expresa una relación de opresión y de violencia entre poder y no-poder, que se transforma en la exclusión del segundo por el primero: la violencia y la exclusión se hallan en la base de todas las relaciones susceptibles de instaurarse en nuestra sociedad.
Los grados de aplicación de esta violencia varían según las necesidades que aquel que detenta el poder tiene de ocultarlas o disfrazarlas. De aquí derivan diversas instituciones que van de la familia a la escuela, de las prisiones a los asilos de alienados. La violencia y la exclusión son justificadas en estos sitios en nombre de la necesidad, como consecuencia de la finalidad educativa para las primeras, y de la culpa y de la enfermedad para las segundas. Estas instituciones pueden definirse como las instituciones de la violencia.
Ésta es la historia reciente (y en parte actual) de una sociedad basada en una división radical entre el que tiene (que posee, en un sentido real y concreto) y el que no tiene. De donde se deriva la mistificadora subdivisión entre el bueno y el malo, el sano y el enfermo, el respetable y el no respetable. Las posiciones, en este sentido, están aún claras y bien delimitadas: la autoridad paterna es opresiva y arbitraria; la escuela se basa en el chantaje y la amenaza; el patrono explota al trabajador; el asilo de alienados destruye al enfermo mental.
Sin embargo, la sociedad llamada del bienestar y la abundancia ha descubierto que no puede mostrar abiertamente su rostro de violencia sin ocasionar en el seno de sí misma el nacimiento de unas contradicciones demasiado evidentes, que terminarían por volverse contra ella. Por ello ha encontrado un nuevo sistema: extender la concesión del poder a los técnicos que lo ejercerán en su nombre, y seguirán creando —a través de otras formas de violencia: la violencia técnica—, nuevos excluidos.
La labor de estos intermediarios consistirá, pues, en mistificar la violencia a través de la técnica, sin llegar a cambiar por ellos su propia naturaleza, de manera que el objeto de la violencia se adapte a la violencia de que es objeto, sin llegar nunca a tomar conciencia de ello, ni convertirse a su vez en sujeto de violencia real contra lo que le violenta. Los nuevos concesionarios tendrían por finalidad extender los límites de la exclusión, descubriendo técnicamente nuevas formas de desviación, consideradas hasta hoy como pertenecientes a la norma.
El nuevo psiquiatra social, el psicoterapeuta, el asistente social, el psicólogo de empresas, el sociólogo industrial (por citar sólo algunos), son únicamente los nuevos administradores de la violencia del poder, en la medida en que —suavizando asperezas, disolviendo resistencias, resolviendo conflictos engendrados por las instituciones—, se limitan a permitir, mediante su acción técnica aparentemente reparadora y no violenta, la perpetuación de la violencia global. Su tarea —que se denomina terapéutica orientadora—, consiste en preparar a los individuos para que acepten sus condiciones de objetos de violencia, dando por sentado que, más allá de las diversas modalidades de adaptación que puedan elegir, ser objeto de violencia es la única realidad que les está permitida.
El resultado es, pues, idéntico. El perfeccionismo técnico-especializado llega a hacer aceptar la inferioridad social del excluido, del mismo modo como lo hacía, aunque de forma menos insidiosa y refinada, el concepto de diferencia biológica, que sancionaba, por otros caminos, la inferioridad moral y social del diferente: ambos sistemas tendían a reducir, efectivamente, el conflicto entre el excluido y el excluyente, mediante la confirmación científica de la inferioridad original del primero con relación al segundo. El acto terapéutico se revela de este modo como una reedición —corregida y revisada—, de la precedente acción discriminatoria de una ciencia que, para defenderse, creó la «norma» —más allá de la cual se cae en la sanción que la misma norma ha previsto.
La única solución válida para el psiquiatra será, en lugar de tender hacia las soluciones ficticias, hacer tomar conciencia de la situación global en la que vivimos, actuando todos a la vez como excluidos y excluyentes. La ambigüedad de nuestro rol de «terapeutas» subsiste mientras no nos damos cuenta del juego que se exige de nosotros. Si el acto terapéutico coincide con la prohibición, al enfermo, de tomar conciencia de su situación como ser excluido, al salir de su esfera «persecutora» particular (familia, vecinos, hospital) para elevarse hasta una situación global (conciencia de ser excluido por una sociedad que, realmente, no quiere nada con él), sólo nos queda rechazar cualquier acto terapéutico siempre que tienda tan sólo a mitigar las reacciones del excluido hacia el excluyente. Pero, para ello, es preciso que nosotros mismos —concesionarios del poder y de la violencia—, tomemos conciencia de que también somos excluidos desde el instante en que somos objetivados en el papel de excluyentes. .
Cuando luchamos por conseguir el poder (oposiciones a cátedra, puestos de médico-director, la conquista de una clientela adinerada), nos sometemos al examen del establishment, que de este modo se asegura de que estamos técnicamente en condiciones de cumplir nuestro cometido, sin dudas y sin desviaciones con respecto a la norma, es decir, que exige, en suma, que le garanticemos nuestro apoyo y nuestra eficacia técnica para la defensa y salvaguarda de sus intereses. Al aceptar nuestro cometido social, garantizamos un acto terapéutico que sólo es un acto de violencia hacia el excluido que nos ha sido confiado para que controlemos técnicamente sus reacciones en relación con el excluyente. Actuar en el interior de una institución de la violencia más o menos camuflada, significa rechazar el ordenamiento social, realizando en el plano de la práctica, y de forma dialéctica, esta negación: negar el acto terapéutico como acto de violencia mistificadora, con el fin de unir nuestra toma de conciencia de ser simples concesionarios de la violencia (y, por lo tanto, excluidos), a la toma de conciencia, que debemos estimular en los excluidos, de su situación como tales: siempre evitando cualquier cosa que pueda conducirles a instalarse en su exclusión.
La negación de un sistema es el resultado de un proceso de transformación; de su cuestionamiento en un campo de acción determinado. Éste es el caso de la crisis del sistema psiquiátrico, como sistema científico e institucional a la vez, que es subvertido y puesto en cuestión por la toma de conciencia del significado del campo específico, particular, en que opera. Esto significa que el encuentro con la realidad institucional ha evidenciado elementos —en abierta contradicción con la teoría técnico-científica—, que temiten a mecanismos a la enfermedad y a su curación. Lo cual sólo puede poner en cuestión las teorías científicas relativas a la enfermedad, así como las instituciones sobre las cuales descansan sus acciones terapéuticas, y remitirnos a la comprensión de estos «mecanismos ajenos» que tienen sus raíces en el sistema social, político y económico que los determina.
La integración del enfermo en el corpas médico fue lenta y laboriosa por parte de la ciencia. En medicina, la relación entre médico y paciente se sitúa al mismo nivel del cuerpo del enfermo, considerado como un objeto de investigación en su más estricta materialidad objetiva. Pero, en el terreno de la psiquiatría, las cosas no son tan simples, o al menos no están exentas de consecuencias. Si el encuentro con el enfermo mental se sitúa al nivel del cuerpo, sólo puede ser en relación con un cuerpo que se supone enfermo, realizando una acción objetivadora de carácter pre-reflexivo, de lo cual se deduce la naturaleza de la relación a establecer; en tal caso se impone al enfermo el papel objetivo sobre el cual ha de basarse la institución que le mantiene bajo su tutela. La aproximación de tipo objetivante acaba por influir sobre la idea que el enfermo se hace de sí mismo, el cual —a través de este proceso—, sólo puede vivirse como cuerpo enfermo, exactamente de la misma forma que le viven el psiquiatra y la institución que cuidan de él.
Por una parte, la ciencia nos ha dicho que el enfermo mental debía ser considerado como el resultado de una alteración biológica, por lo demás bastante mal identificada, y frente a la cual no se podía hacer otra cosa que admitir dócilmente su diferencia con relación a la norma; de aquí deriva la acción exclusivamente tutelar de las instituciones psiquiátricas, expresión directa de la impotencia de una disciplina que, frente a la enfermedad mental, se contenta con definirla, catalogarla y regularla de algún modo. Por otra parte, las teorías psicodinámicas que han intentado hallar el sentido del síntoma dirigiendo sus investigaciones hacia el inconsciente, han conservado el carácter objetivo del enfermo, si bien a través de una forma diversa de objetivación: no considerándole como cuerpo, sino como persona. Por otra parte, la ulterior contribución del pensamiento fenomenológico —a pesar de su desesperada búsqueda de la subjetividad del hombre—, no llegó a superar el terreno de la objetivación donde se halla arrojado: el hombre y su objetalidad son considerados aún como un dato sobre el cual sólo se puede intervenir con una comprensión genérica.
Éstas son las interpretaciones científicas del problema de la enfermedad mental. En cuanto a saber lo que se ha hecho del enfermo mental, sólo es posible averiguarlo en nuestros asilos de alienados, donde ni las denuncias del complejo de Edipo ni los testimonios de nuestro ser-en-el-mundo-de-la-amenaza, han permitido que se superara la pasividad y la objetalidad de su condición. Si estas «técnicas» se hubiesen introducido realmente en las organizaciones hospitalarias, si, aceptando la confrontación, se hubiesen dejado impugnar por la realidad del enfermo mental, por necesidad de coherencia deberían haberse transformado y extendido, hasta impregnar cada uno de los actos de la vida institucional, lo cual habría minado inevitablemente la estructura autoritaria, coercitiva y jerárquica de la institución psiquiátrica. Pero el poder subversivo de estos métodos de aproximación se mantiene en el interior de una estructura psicopatológica donde, en vez de poner en discusión la objetivación del enfermo, se siguen analizando las distintas formas de objetalidad, desde un sistema que, en suma, acepta cada una de sus contradicciones como un hecho inevitable. La única alternativa consistiría —como ha sucedido en algunos casos—, en superponer a las otras terapéuticas (biológicas o farmacológicas), la psicoterapia individual y de grupo, cuya acción sería de cualquier modo desmentida por el clima de vigilancia propio del hospital tradicional, o por el clima de paternalismo propio del hospital basado únicamente en concepciones humanitarias. Una vez planteada esta impenetrabilidad estructural de las instituciones psiquiátricas para cualquier tipo de intervención que sobrepase su finalidad de vigilancia, debemos reconocer obligatoriamente que por el momento, y casi en todas partes, no hay posibilidad de aproximación ni de relación terapéutica más que a nivel del enfermo mental, el cual escapa al intemamiento forzoso y cuyas relaciones con el psiquiatra conservan un margen de reciprocidad en estrecha relación con su poder contractual. En tal caso, el carácter integrante del acto terapéutico aparece de forma evidente en la recomposición de las estructuras y de los roles, ya en crisis, pero aún no rotos definitivamente por el tiempo de intemamiento.
La situación (la posibilidad de una aproximación terapéutica al enfermo mental) se revela bajo la estrecha dependencia de un sistema donde cualquier relación se halla estrictamente determinada por leyes económicas. Esto significa que los distintos tipos de aproximación no se hallan establecidos o decididos por la ideología médica, sino por el sistema socio-económico que determina sus modalidades a distintos niveles.
De hecho, la enfermedad —en tanto que condición común— reviste un significado concretamente distinto según el nivel social del enfermo.
Lo cual no quiere decir que la enfermedad no exista, sino que puntualiza un hecho real a tener en cuenta a partir del momento en que se entra en contacto con el enfermo mental de los asilos psiquiátricos; las consecuencias de la enfermedad mental difieren según el tipo de aproximación que se establece con ella. Estas «consecuencias» (y nos referimos al nivel de destrucción y de institucionalización del internado de los manicomios provinciales), no pueden considerarse como la evolución directa de la enfermedad, sino que deben imputarse al tipo de relación que el psiquiatra y, por lo tanto, la sociedad que éste representa, implanta con el enfermo. Se pueden plantear diversos casos:
1) La relación de tipo aristocrático, en la cual el paciente dispone de un poder contractual que oponer al poder técnico del médico. En tal caso, esta relación se mantiene en un plano de reciprocidad, al nivel de los respectivos roles, por el hecho de que se establece entre el rol del médico (alimentado por el mito del poder técnico) y el rol social del enfermo, que por sí solo actúa como una garantía de control frente al acto terapéutico del cual es objeto. En la medida en que el enfermo libre convierte en fantasma al médico, en tanto que depositario de un poder técnico, juega el papel de depositario de otro poder: el poder económico, que el médico «fantasmagoriza» en él. Si bien, en principio, se trata más de un enfrentamiento de poderes que de un encuentro entre hombres, el enfermo no asume pasivamente el poder del médico, al menos en tanto que su valor social corresponde a un valor económico efectivo, porque —una vez éste se termina— desaparece el poder contractual y el paciente empieza entonces su verdadera «carrera de enfermo mental», en un lugar donde su figura social no tiene ya ni peso ni valor.
2) La relación de tipo mutualista, donde se asiste a una reducción del poder técnico y a un aumento del poder arbitrario frente a un «asegurado» que no siempre tiene conciencia de su fuerza. En este caso la reciprocidad de la relación se ha esfumado, pero reaparece —de forma real— en el caso en que el paciente toma conciencia de su posición social y de sus derechos frente a una institución que debería tener por fin salvaguardar una y otros. Dicho de otro modo, la reciprocidad no existe, en el encuentro, más que si el paciente da pruebas de una madurez y de una conciencia de clase muy acentuadas, dado que el médico conserva a menudo la posibilidad de determinar a su gusto el tipo de relación, reservándose la posibilidad de entrar en el terreno del poder técnico en el caso en que su acción arbitraría fuese contestada.
3) La relación institucional, donde aumenta vertiginosamente el poder puro del médico (no es preciso que sea necesariamente técnico), porque disminuye el poder del enfermo. Por el simple hecho de ser internado en un hospital psiquiátrico, éste se convierte —automáticamente— en un ciudadano sin derechos, abandonado a la arbitrariedad del médico y de los enfermeros, que pueden hacer de él lo que quieran, sin posibilidad de apelación. En la dimensión institucional la reciprocidad no existe y, por lo demás, esta ausencia no es en modo alguno disimulada. Aquí es donde puede verse —sin velos y sin hipocresía— lo que la ciencia psiquiátrica, en tanto que expresión de la sociedad que la delega, ha querido hacer del enfermo mental. Aquí es donde se pone en evidencia que no es tanto la enfermedad en sí misma lo que está en juego, como la ausencia de cualquier valor contractual en el enfermo, el cual no tiene más posibilidad de oposición que un comportamiento anormal.
Este esbozo de análisis concerniente a las diversas formas de abordar y de vivir la enfermedad mental —de las cuales por el momento sólo conocemos esta apariencia, en este contexto—, revela que el problema no es el de la enfermedad en ti (qué es, cuáles son sus causas y su diagnóstico), sino solamente determinar cuál es el tipo de relación que se establece con el enfermo. La enfermedad, en tanto que entidad mórbida, juega un papel puramente accesorio, puesto que, incluso siendo el denominador común de las tres situaciones antes enunciadas, reviste siempre, en el último caso (y frecuentemente en el segundo), una significación estigmatizante que confirma la pérdida de cualquier valor social por parte del individuo, pérdida por otra parte implícita en la misma forma en que la enfermedad ha sido vivida anteriormente.
Es decir, que dado que la enfermedad no es el elemento determinante de la condición del enfermo mental, como revelan nuestros asilos psiquiátricos, actualmente debemos examinar los elementos que, por extraños que sean a esta condición, juegan un papel tan importante en ella.
Al analizar la situación del internado en un hospital psiquiátrico (al cual seguimos considerando como el único enfermo estigmatizado independientemente de la enfermedad y el único del cual vamos a ocuparnos aquí), podremos empezar diciendo, antes que nada, que aparece como un hombre sin derechos, sometido al poder de la institución y, por consiguiente, a merced de los delegados de la sociedad (los médicos) que le ha alejado y excluido. Se ha visto, sin embargo, que esta exclusión o expulsión, por parte de la sociedad, está más relacionada con la falta de poder contractual por parte del enfermo (dada su condición social y económica), que con la enfermedad en sí misma. Entonces, ¿qué valor técnico y científico puede tener el diagnóstico clínico con el cual ha sido definido en el momento del internamiento? ¿Se puede hablar de diagnóstico objetivo, fundado en unos datos científicos concretos? ¿No se trata más bien de una simple etiqueta que —bajo las apariencias de un juicio técnico especializado— disimula más o menos bien su profunda significación discriminatoria? Un esquizofrénico rico, hospitalizado en una clínica privada, no tendrá el mismo diagnóstico que un esquizofrénico pobre, internado de oficio en un hospital psiquiátrico. Lo que caracteriza la hospitalización del primero no es sólo que le evita ser automáticamente etiquetado como enfermo mental «peligroso para sí mismo y para los otros, objeto de escándalo público», sino que el tipo de hospitalización del cual se beneficia le protegerá de ser deshistorizado, arrancado de su realidad. En efecto, la hospitalización «privada» no interrumpe siempre la continuidad de la existencia del enfermo, ni llega a reducir o abolir de forma irreversible su papel social. También le será fácil, una vez haya superado el período crítico, reintegrarse a la sociedad. El poder deshistorizante, destructivo e institucionalizante a todos los niveles, propio de la organización de los asilos, se ejerce únicamente sobre quienes no tienen más elección posible que el hospital psiquiátrico.
¿Se puede, entonces, continuar pensando que el número de los hospitalizados en las instituciones psiquiátricas corresponde al de los enfermos mentales de todas las capas sociales, y que sólo la enfermedad les reduce al grado de objetivación en el cual se hallan? ¿No es más justo pensar que —por el hecho mismo de que son social y económicamente insignificantes— estos enfermos son el objeto de una violencia original (la violencia de nuestro sistema social), que les arroja fuera de la producción y de la sociedad y les lleva hasta los muros del hospital? En definitiva, ¿no son los rechazados y los elementos inquietantes de una sociedad que no admite reconocerse a sí misma en sus propias contradicciones? ¿No se trata simplemente de aquellos que, partiendo de una situación desfavorable, están perdidos por anticipado? ¿Cómo continuar justificando nuestra actitud excluyente con relación a estos internados, en los cuales ha sido demasiado fácil definir cada acto, cada reacción, en términos de enfermedad?
El diagnóstico reviste el valor de un etiquetaje que codifica una pasividad considerada irreversible. Es decir, que esta pasividad puede ser de otra naturaleza: no es siempre ni únicamente patológica. A partir del instante en que se la considera únicamente en términos de enfermedad, la necesidad de su separación y exclusión se halla confirmada, sin que intervenga en ello la menor duda en cuanto a la significación discriminatoria del diagnóstico. La exclusión del enfermo libera de este modo a la sociedad de sus elementos críticos y confirma al mismo tiempo la validez del concepto de norma que ha establecido. A partir de estas premisas, la relación entre el enfermo y el que le cuida sólo puede ser objetivada en la medida en que la comunicación entre uno y otro se efectúa únicamente a través del filtro de una definición, de una etiqueta, que no deja posibilidad alguna de apelación.
Esta forma de abordar las cosas no revela una realidad subvertida, donde el problema ya no es la enfermedad en sí misma, sino la relación que se establece con ella. Es decir, que, en esta relación, se hallan implicados, como partes en causa, tanto el enfermo y su enfermedad como el médico —y, por tanto, la sociedad—, que define esta enfermedad y la juzga: la objetivación no es la condición objetiva del enfermo, pero tiende a la relación entre el enfermo y la sociedad que delega en el médico la facultad de cuidarle y de vigilarle. Esto quiere decir que el médico necesita una objetividad sobre la cual afirmar su subjetividad, del mismo modo que nuestra sociedad necesita zonas donde descargar y hallar compensación o relegar y disimular sus contradicciones. El rechazo de la condición inhumana para el enfermo mental, el rechazo del nivel de objetivación en que se le ha dejado, no pueden dejar de aparecer como estrechamente ligadas a la puesta en duda de la psiquiatría, de la ciencia de la cual se favorece y de la sociedad a la que representa. El psiquiatra, la ciencia y la sociedad se han librado prácticamente del enfermo mental y del problema que plantea su presencia entre nosotros, en la medida en que, frente a un enfermo ya violentado por su familia, por el lugar de trabajo y por la necesidad, somos nosotros quienes detentamos el poder, y esta defensa se transforma, inevitablemente, en una ofensa desmesurada al alimentar la violencia que seguimos ejerciendo sobre el enfermo bajo el velo hipócrita de la necesidad de su curación.
Porque, ¿de qué tipo será la relación con estos enfermos, una vez se haya definido lo que Goffmann16 llama la «serie de contingencias de carrera» ajenas a la enfermedad? La relación terapéutica ¿no actúa —de hecho— como una nueva violencia, como una relación política tendiente a la integración, desde el momento en que el psiquiatra —representante de la sociedad— tiene la misión de cuidar a los enfermos mediante actos terapéuticos cuya única significación es ayudarles a adaptarse a su condición de «objeto de violencia»? ¿No significa esto confirmar a los ojos del enfermo que ser el objeto de la violencia es la única realidad que se le reconoce, independientemente de las distintas modalidades de adaptación que puede adoptar?
Si aceptamos dócilmente este cometido al aceptar nuestro papel, ¿no nos convertimos, también nosotros, en objeto de violencia de parte del poder que nos impone actuar en el sentido que éste determina? Nuestra acción presente, en este sentido, no puede ser más que una negación que, nacida de una subversión institucional y científica, nos conduce a rechazar todo acto terapéutico que pretenda resolver los conflictos sociales, qufc no pueden superarse por la sumisión ante lo que los provoca. También los primeros pasos de esa subversión han consistido en proponer una nueva dimensión institucional, que calificamos al principio de comunidad terapéutica, tomando como modelo el anglosajón. Las primeras experiencias psiquiátricas de tipo comunitario, que podrían remontarse a 1942, vieron la luz en Inglaterra. Liberado del pensamiento ideológico de los países continentales de influencia alemana, el pragmatismo anglosajón supo desprenderse de la visión esclerótica del enfermo mental como entidad irrecuperable, acentuando el problema de la institucionalización, causa principal del fracaso de la psiquiatría de asilo. Las experiencias de Main, después de las de Maxwell Jones, fueron los primeros pasos de la nueva psiquiatría institucional comunitaria, establecida sobre bases esencialmente sociológicas.
Al mismo tiempo se iniciaba en Francia, bajo el impulso de Tosquelles, un importante movimiento psiquiátrico institucional. Refugiado antifranquista de la guerra civil española, Tosquelles entró como enfermero en el hospital psiquiátrico de Saint-Alban, en el Macizo Central de Francia, y —después de doctorarse nuevamente en Medicina— llegó a dirigirlo. Entonces aún se trataba de un pequeño hospital —y no un centro de estudios ni un nuevo instituto de investigación psiquiátrica—, que es el terreno donde nacen, en la práctica y bajo el imperio de la necesidad, un nuevo lenguaje y una nueva dimensión psiquiátrica institucional establecidos sobre bases psico-analíticas.
Estas dos tendencias que proceden, en el plano teórico, de diferentes puntos de vista, revelan la validez de su posición, en el plano práctico, al operar, unidas, la subversión de una ideología cristalizada en la contemplación especulativa de la enfermedad entendida como entidad abstracta, claramente separada del enfermo del instituto psiquiátrico.
Los países de lengua alemana, en cambio, prisioneros de la rígida ideología teutona, actualmente intentan resolver el problema de los asilos psiquiátricos mediante la edificación de estructuras perfeccionadas, donde siga reinando el espíritu de vigilancia. Basta con citar el ejemplo de Gütersloh, el hospital de Hermán Simón, hoy dirigido por Winkler, donde sólo se preocupan del perfeccionamiento técnico de la ideología ergo-terápica de Simón. La misma psiquiatría social, hoy tan en boga, no es aquí la expresión de un constante fracaso de la psiquiatría de asilo (y, por lo tanto, de una toma de conciencia de la objetivación del enfermo a nivel institucional y científico), sino que responde a una necesidad de aggiornamento intelectual que sólo puede desembocar en la fundación de institutos de psiquiatría social como el que surgirá —nueva Brasilia de la psiquiatría teutona— en Maguncia, bajo la dirección de Haefner.
Por lo mismo, en Italia, donde la cultura psiquiátrica oficial estuvo influida sobre todo por el pensamiento alemán, la situación institucional se ha movido muy lentamente, con varios años de retraso respecto a Inglaterra y Francia. La experiencia de tipo «sectorial» (1), de clara inspiración francesa, y la experiencia «comunitaria», de la cual tratamos aquí, tenían precedentes a los cuales referirse. Sin embargo, en lo que nos concierne, nos pareció urgente adaptar nuestros medios de acción a la realidad; por lo tanto, no podíamos contentarnos con modelos ya codificados y aplicables a cualquier circunstancia. Además, al tomar la comunidad anglosajona como modelo, creíamos elegir un punto de referencia general, propio para justificar los primeros pasos de una acción de negación, en relación con la realidad de los asilos, puesto que tal acción implicaba inevitablemente la negación de cualquier clasificación nosográfica, cuyas subdivisiones y elaboraciones revelaban su carácter ideológico en relación con la condición real del enfermo. La referencia al modelo anglosajón, pues, ha seguido siendo válida hasta el momento en que el campo de acción se ha
(1) La organización de tipo sectorial —principalmente orientada y desplegada hacia el exterior— ofrece la ventaja de una acción profiláctica más capilar y más rápida. Pero, si no va acompañada de una destrucción simultánea del hospital psiquiátrico como espacio cerrado, represivo e institucionalizante, su acción es desmentida por la existencia misma del asilo de alienados, que sigue actuando como una fuerza amenazadora, a la cual el enfermo sólo puede escapar por la huida.
En efecto, la acción profiláctica de un servicio de higiene mental eficaz debería funcionar de forma que evitara a muchos enfermos el peligro de una hospitalización y los riesgos que éste comporta dado el estado actual de nuestros hospitales psiquiátricos; pero no se puede negar que el principio de la profilaxis psiquiátrica exterior se halla sometida al clima institucionalizante del miedo al intemamiento: el internamiento es la medida extrema a la cual se recurre por obligación cuando los otros medios han revelado su impotencia. La creación, en los hospitales psiquiátricos, de estructuras del tipo de los servicios llamados «abiertos», no resolvería en principio la cuestión. Incluso en el marco hospitalario, el privilegio de los enfermos que tienen la suerte de ser admitidos bajo garantía mutualista subsistiría, mientras que los internados de oficio seguirían «marcados en los «servicios cerrados» transformado, cambiando la apariencia de la realidad institucional.
En el curso de las ulteriores etapas, la calificación de comunidad terapéutica aplicada a nuestra institución se reveló ambigua. En efecto, podía —y puede aún— pasar por un modelo acabado (el momento positivo de una negación dado como definitivo), que, en la medida en que es aceptado y englobado por el sistema, llega a perder su función contestataria. Sea como sea, recorriendo poco a poco los diversos estadios evolutivos de nuestra transformación institucional, se hará más clara la necesidad de una ruptura continua de las líneas de acción que —inscritas en el sistema—, por el hecho mismo de su inscripción, deben ser negadas y destruidas.
Nuestra comunidad terapéutica tiene, pues, como origen el rechazo de una situación presentada como un dato, en vez de serlo como un producto. El primer contacto con la realidad del asilo de alienados puso en claro cuáles eran las fuerzas en juego: el internado, lejos de aparecer como un enfermo, se revela como el objeto de una violencia institucional que actúa a todos los niveles, habiendo sido definida cada impugnación que viene de ella en el marco único de la enfermedad. El nivel de degradación, de objetivación y de aniquilación total que presenta, es, con mucho, menos la pura expresión de un estado mórbido que el producto de la acción destructora de una institución destinada a proteger de la locura a los normales. Sin embargo, una vez el paciente se ha desprendido de las superestructuras y de las incrustaciones institucionales, se nota que .sigue siendo objeto de una violencia que la sociedad ejerció y sigue ejerciendo sobre él, en la misma medida en que —antes de ser un enfermo mental— es un hombre sin poder social, económico ni contractual: un hombre reducido al estado de simple presencia negativa, aproblemática y acontradictoria, para camuflar las contradicciones de nuestra sociedad.
Y dada esta situación, ¿cómo consagrarse a la enfermedad como dato? ¿Dónde reconocerla, dónde identificarla, si no es en otro lugar al cual, por el momento, aún no podemos llegar? ¿Podemos ignorar de qué naturaleza es la distancia que nos separa del enfermo culpando de ella sólo a su enfermedad? ¿No es mejor apartar una por una las cortezas de la objetivación para ver finalmente lo que queda?
Si el primer estadio de esta acción subversiva puede ser emocional (dado que rehusamos negar al enfermo la humanidad), el segundo sólo podrá ser la toma de conciencia de su carácter político, puesto que cualquier acción relacionada con el paciente sigue oscilando entre la aceptación pasiva y el rechazo de la violencia sobre la cual se basa nuestro sistema socio-político. El acto terapéutico se revela como un acto político de integración en la medida en que tiende a reabsorber, a un nivel regresivo, una crisis ya en curso; dicho de otro modo, haciendo aceptar mediante un retroceso lo que la ha provocado.
Así nació, en el plano práctico, un proceso de liberación que, a partir de una realidad de violencia altamente represiva, se comprometió por el camino de la subversión institucional. Recorriendo de nuevo las etapas del proceso —por medio de notas de trabajo que sirvan para la elaboración de la acción en curso—, será tal vez más fácil desentrañar el sentido de una empresa que rechaza proponerse como modelo definitivo y cuyos resultados no harán más que confirmar el sistema.
En 1925, algunos artistas y escritores franceses que firmaban en nombre de la «revolución surrealista», dirigieron a los directores de hospitales psiquiátricos un manifiesto que terminaba con estas palabras: «Mañana, a la hora de la visita, cuando ustedes intenten sin la ayuda de léxico alguno comunicarse con estos hombres, podrán ustedes recordar y reconocer que sólo tienen sobre ellos una superioridad: la fuerza».
Cuarenta años más tarde —sometidos como estamos, en la mayoría de los países europeos, a una antigua ley, aún dubitativa, entre la asistencia y la seguridad, la piedad y el miedo—, la situación no es diferente: limitaciones, burocracia y autoritarismo regulan la vida de los internados para los cuales ya había reclamado Pinel en su momento el derecho a la libertad... El psiquiatra parece que aún no ha descubierto que el primer paso hacia la curación del enfermo es el retorno a la libertad, de la cual él mismo le ha privado hasta hoy. En la compleja organización del espacio cerrado donde el enfermo mental se ha visto reducido durante siglos, las necesidades del régimen, del sistema, sólo han exigido del médico un papel de vigilante, de tutor interior, de moderador de los excesos a los cuales podía abocar la enfermedad: el sistema tenía más validez que el objeto de sus cuidados. Pero hoy el psiquiatra se da cuenta de que los primeros pasos hacia la «apertura» del manicomio producen en el enfermo un cambio gradual de su manera de situarse en relación con la enfermedad y el mundo; de su forma de ver las cosas, restringida y disminuida no sólo por la condición mórbida, sino por un prolongado internamiento. Desde que franquea el muro del internado, el enfermo penetra en una dimensión de vida emocional..., se le introduce, en resumen, en un espacio concebido desde sus mismos orígenes para hacerle inofensivo y cuidarle, pero que se revela, en la práctica y de forma paradójica, como un lugar construido para aniquilar su individualidad: el lugar de su objetivación total...
Sin embargo, en el curso de estas primeras etapas hacia la transformación del manicomio en un hospital de curación, el enfermo no se presenta ya como un hombre resignado y sometido a nuestra voluntad, intimidado por la fuerza y por la autoridad de sus vigilantes... Se presenta como un enfermo, transformado en objeto por la enfermedad, pero que ya no acepta ser objetivado por la mirada del médico que le mantiene a distancia. La agresividad-que, como expresión de la enfermedad, pero sobre todo de la institucionalización, rompía de vez en cuando el estado de apatía y de desinterés—, cede el paso, en numerosos pacientes, a una nueva agresividad, surgida, más allá de sus particulares delirios, del sentimiento oscuro de una «injusticia»: la de no ser considerados como hombres desde el momento en que están en «el manicomio».
Es entonces cuando el hospitalizado, con una agresividad que trasciende la misma enfermedad, descubre su derecho a vivir una vida humana...
Para que el asilo de alienados, después de la destrucción progresiva de sus estructuras alienantes, no se convierta en un irrisoria asilo de domésticos agradecidos, el único punto en el cual al parecer puede apoyarse, es precisamente la agresividad individual. Esta agresividad —que nosotros, los psiquiatras, buscamos para fundar en ella una relación auténtica con el paciente— permitirá instaurar una tensión recíproca, que actualmente puede servir para romper los lazos de autoridad y de paternalismo que han representado, hasta ahora, una causa de institucionalización... (agosto 1964).
...Por lo que a nosotros concierne, nos encontramos ante una situación extremadamente institucionalizada en todos los sectores: enfermos, enfermeros, médicos... Hemos intentado provocar una situación de ruptura, de forma que haga salir los tres polos de la vida hospitalaria de sus roles cristalizados, sometiéndolos a un juego de tensiones y de contratensiones en el cual todos se encontrarán implicados y serán responsables. Esto significa correr un «riesgo», única forma de poner en un plano de igualdad a enfermos y médicos, enfermos y staff, unidos en una misma causa, tendiendo hacia un fin común. Esta tensión debía servir de base a la nueva estructura: si ésta era relajada, todo caería de nuevo en la situación institucionalizada anterior... La nueva situación interna debía, pues, desarrollarse a partir de la base, y no de la cúspide, en el sentido de que, lejos de presentarse como un esquema al cual la vida comunitaria debía corresponder, esta misma vida estaba llamada a engendrar un orden respondiendo a sus exigencias y a sus necesidades; en vez de fundarse sobre una regla impuesta desde arriba, la organización se convertía, por sí misma, en un acto terapéutico...
No obstante, si la enfermedad está igualmente unida, como sucede en la mayoría de los casos, a factores sociales a nivel de resistencia al impacto de una sociedad que desconoce al hombre y sus exigencias, la solución de un problema tan grave sólo puede hallarse en una posición socioeconómica que permita, además, la reintegración progresiva de aquellos que han sucumbido bajo el esfuerzo, que no han podido jugar el juego. Cualquier intento de abordar el problema sólo servirá para demostrar que esta empresa es posible, pero queda inevitablemente aislada —y, por lo tanto, ausente de la menor significación social—, mientras no vaya unida a un movimiento estructural de base que tenga en cuenta las realidades que encuentra el enfermo mental a su salida del hospital: el trabajo que no encuentra, el medio que le rechaza, las circunstancias que, en vez de ayudarle a reintegrarse, le empujan poco a poco hacia los muros del hospital psiquiátrico. Considerar una reforma de la ley psiquiátrica actual significa no sólo enfrentarse con otros sistemas y otras reglas sobre las cuales fundar la nueva organización, sino, sobre todo, atacar los problemas de orden social que van unidos a ella... (marzo 1965).
... Analizando cuáles son las fuerzas que han podido actuar en profundidad sobre el enfermo hasta el punto de aniquilarle, se llega a la conclusión de que sólo una es capaz de provocar un daño tal: la autoridad. Una organización basada únicamente en el principio de autoridad, y cuyos fines primordiales sean el orden y la eficacia, debe elegir entre la libertad del enfermo (y, por lo tanto, la resistencia que éste puede oponer), y la buena marcha del asilo. Siempre se ha elegido la eficacia, y el enfermo ha sido sacrificado en su nombre... Pero después que los medicamentos, por su acción, han revelado concretamente al psiquiatra que no se hallaba ante una enfermedad, sino ante un hombre enfermo, éste ya no puede seguir siendo considerado como un elemento del cual la sociedad deba protegerse. Esta sociedad siempre tenderá a defenderse de lo que la asusta y continuará imponiendo su sistema de restricciones y de limitaciones a los organismos delegados para cuidar a los enfermos mentales; pero el psiquiatra no puede asistir por más tiempo a la destrucción del enfermo que le ha sido confiado, del paciente reducido al estado de objeto, de cosa, por una organización que, en vez de buscar establecer diálogo con él, continúa su método de soliloquio...
Para rehabilitar al institucionalizado que vegeta en nuestros asilos, lo más importante será que nos esforcemos —antes de edificar a su alrededor un nuevo espacio, acogedor y humano, del cual también tiene necesidad—, por despertar en él un sentimiento de oposición al poder que hasta aquí le ha determinado e institucionalizado. Con el despertar de este sentimiento, el vacío emocional, en el cual el enfermo ha vivido durante años, se llenará nuevamente con las fuerzas personales de reacción y de conflicto, la agresividad, que —por sí sola— podrá servir de punto de apoyo para su rehabilitación...
Nos encontramos, pues, ante la necesidad de disponer de una organización y la imposibilidad de concretarla; ante la necesidad de formular un esbozo de sistema al cual referirse, para sobrepasarlo y destruirlo; ante el deseo de provocar los sucesos desde arriba y la necesidad de esperar que se elaboren y se desarrollen en la base; ante la búsqueda de un nuevo tipo de relación entre enfermo, médico, staff y sociedad, donde el papel protector del hospital sea equitativamente repartido entre todos...; ante la necesidad de mantener un nivel de conflicto que estimule, en vez de reprimirlas, las fuerzas de agresividad y de reacción individual de cada enfermo (junio 1965).
La constitución de un complejo hospitalario regido de forma comunitaria y basado en unas premisas que tienden a destruir el principio de autoridad, nos pone ante una situación que se aparta poco a poco del plan de realidad sobre el cual vive la sociedad actual. Dicho estado de tensión sólo puede mantenerse mediante una toma de posición radical, por parte del psiquiatra, que vaya más allá de su papel y se concrete en una acción de desmantelamiento dirigida contra la jerarquía de los valores sobre la cual se funda la psiquiatría tradicional. Esto nos obliga, de hecho, a salir de nuestros papeles para correr un riesgo personal, para intentar esbozar algo que, llevando en sí los gérmenes de futuros errores, nos ayude momentáneamente a romper esta situación cristalizada, sin esperar que sólo las leyes sancionen nuestros actos...
Concebida de este modo la comunidad terapéutica, sólo puede oponerse a la realidad social en la cual vivimos, puesto que —basada en postulados que tienden a destruir el principio de autoridad, intentando programar una condición comunitariamente terapéutica—, se halla netamente en contradicción con los principios en los cuales se inspira una sociedad de hecho identificada con las reglas que la canalizan, ajena a cualquier posibilidad de intervención individual, hacia unas formas de vida anónimas, impersonales y conformistas (febrero de 1966).
...Sin embargo, en Italia, aún seguimos prisioneros de un escepticismo y de una pereza que no tienen justificación.
La única explicación es de orden socioeconómico: nuestro sistema social —que está muy lejos de ser un régimen de pleno empleo—, no tiene ningún interés en rehabilitar al enfermo mental, que nunca puede ser bien recibido en una sociedad donde el problema del trabajo de los miembros sanos no se halla enteramente resuelto.
En este sentido, cualquier exigencia científica por parte de la psiquiatría corre el riesgo de perder su significación más importante —es decir, su anclaje social—, a menos que su acción en el interior de un sistema hospitalario ya caduco no se una a un movimiento estructural de base, que tenga en cuenta todos los problemas sociales inherentes a la asistencia psiquiátrica.
Si la comunidad terapéutica puede ser considerada como una etapa necesaria en la evolución del hospital psiquiátrico (sobre todo por la función desmitificadora que tuvo y que sigue teniendo, en cuanto a la pretendida imagen del enfermo mental y por haber permitido definir papeles antes inexistentes más allá del nivel autoritario), no constituye por ello una finalidad, sino una fase transitoria, en espera de que la situación misma evolucione y proporcione nuevos elementos de clarificación...
La comunidad terapéutica es un conjunto en el cual todos los miembros —enfermos, enfermeros y médicos— (y ello es importante) están unidos por un compromiso total. Un lugar en el cual las contradicciones de la realidad son el humus del cual surge una acción terapéutica recíproca. El juego de estas contradicciones —entre médicos, médicos y enfermeros, enfermeros y enfermos, enfermos y médicos— rompe continuamente una situación que, de otro modo, desembocaría fácilmente en una cristalización de los roles.
Vivir dialécticamente las contradicciones de la realidad es, pues, el aspecto terapéutico de nuestro trabajo. Si ecas contradicciones —en vez de ser ignoradas, o sistemáticamente alejadas, en el intento de crear un mundo ideal— son enfrentadas dialécticamente, si los abusos cometidos por unos en detrimento de los otros, y la técnica de la víctima propiciatoria —en vez de tenerse por inevitable—, son dialécticamente discutidos, de forma que se pueda comprender su dinámica interna, entonces la comunidad se convierte en terapéutica. Pero no hay dialéctica posible en presencia de una sola posibilidad, o dicho de otro modo, sin alternativa. Si el enfermo no tiene alternativa, si su vida se le presenta ya fijada, organizada, si su participación personal consiste únicamente en adherirse al orden, sin otra salida posible, se encontrará prisionero del terreno psiquiátrico, como lo estaba antes del mundo exterior, cuyas contradicciones no llegaba a enfrentar dialécticamente. Como la realidad que no llegaba a impugnar, la institución, a la cual no pudo oponerse, le deja una sola escapatoria: la huida en la producción psicótica, el refugio en el delirio, donde no existen ni contradicción ni dialéctica...
La primera etapa —a la vez causa y efecto del paso de la ideología de tutela a una concepción más propiamente terapéutica—, consiste, pues, en una transformación de las relaciones interpersonales entre cada uno de los interesados. Por el cambio o la estabilización de motivaciones válidas, nuevos roles tienden a constituirse, y éstos no tienen ya la menor analogía con los tradicionales de la situación precedente. Desde este terreno aún informe, cada personaje va en busca de su rol, y la nueva vida terapéutica institucional resurge.
En la situación comunitaria, el médico, cotidianamente controlado y cuestionado por un paciente al cual no puede alejar ni ignorar por el hecho de que testimonia constantemente, y en persona, sus necesidades, no tiene la posibilidad de reducirse a un espacio de algún modo aséptico, donde puede ignorar las interrogaciones que la misma enfermedad la plantea.
No tiene ya la posibilidad de entregarse en una generosa donación de sí mismo que, inevitablemente transcendido en un papel apostólico y misional, establecería un tipo de distancia y de diferenciación tan grave y destructor como el primero. La única actitud que le estaría permitida sería un nuevo papel, construido y destruido por la necesidad que siente el enfermo de fantasmagorizar por su cuenta (es decir, de hacerse fuerte y protector), y después negarlo (para sentirse más fuerte en su contexto); un papel a través del cual la preparación técnica le permitiría —más allá de la relación estrictamente médica con el paciente, que permanece intacta—, seguir y comprender las fuerzas en juego, de forma que pueda representar, en esta relación, el polo dialéctico que controla y cuestiona, siendo él a su vez controlado y cuestionado.
Sin embargo, la ambigüedad de este rol persistirá mientras la sociedad no haya definido claramente su cometido, teniendo el mismo médico, en efecto, el rol pasivo que la misma sociedad le asigna: controlar una organización hospitalaria destinada a guardar y a cuidar al enfermo mental. Sin embargo, se ha visto hasta qué punto la noción de vigilancia (en tanto que medida de seguridad indispensable a la prevención y a la contención del peligro que representa el enfermo), contradice la noción de curación que debería tender, por lo contrarío, a la expansión espontánea y personal del paciente; y de qué forma la niega. ¿Cómo podrá, el médico, conciliar esta doble exigencia, contradictoria en sí misma, mientras la sociedad no establezca hacia cuál de los dos polos (la vigilancia o la curación) quiere orientar la asistencia psiquiátrica?... (octubre 1966).
... Cualquier sociedad cuyas estructuras se basan únicamente en diferencias de cultura y de clase, así como también en sistemas competitivos, crea en sí misma áreas de compensación para sus propias contradicciones, en las cuales puede concretar la necesidad de negar o de fijar objetivamente una parte de su subjetividad...
El racismo, bajo todas sus formas, es únicamente la expresión de esta necesidad de áreas compensadoras. Y opera de este modo ante la existencia de los asilos de alienados —símbolo de lo que se podrían denominar «reservas psiquiátricas», comparables al «apartheid» del negro o al ghetto—, con la expresa voluntad de excluir todo aquello de lo cual duda porque es desconocido e inaccesible. Una voluntad justificada, y científicamente confirmada, por una psiquiatría que ha considerado el objeto de su estudio como incomprensible, y por lo tanto, fácilmente relegable en la cohorte de los excluidos...
El enfermo mental es un excluido que, en una sociedad como la actual, nunca podrá oponerse a lo que le excluye, puesto que cada uno de sus actos se encuentra constantemente circunscrito y definido por la enfermedad. La psiquiatría es, pues, la única manera —en su doble papel médico y social—, de informar al enfermo de la naturaleza de la enfermedad, y de lo que le ha hecho la sociedad al excluirle: sólo tomando conciencia de haber sido excluido y rechazado podrá, el enfermo mental, rehabilitarse del estado de institucionalización en que se le ha sumido...
Porque es aquí, detrás de los muros del asilo de alienados, que la psiquiatría clásica ha demostrado su fracaso: en efecto, en presencia del problema del enfermo mental, ha tendido hacia una solución negativa, separándole de su contexto social y por lo tanto de su humanidad... Colocado a viva fuerza en un lugar donde las modificaciones, las humillaciones y la arbitrariedad son la regla, el hombre —sea cual fuere su estado mental—, se objetiviza poco a poco, identificándose con las leyes del internamiento. Su caparazón de apatía, de indiferencia y de insensibilidad, sólo sería en suma un acto desesperado de defensa contra un mundo que le excluye y después le aniquila: el último recurso personal de que dispone el enfermo para oponerse a la experiencia insoportable de vivir conscientemente una existencia de excluido.
Pero sólo tomando conciencia de su condición de excluido, y de la parte de responsabilidad que tiene la sociedad en dicha exclusión, el vacío emocional en que ha vivido el enfermo durante años será reemplazado progresivamente por una carga de agresividad personal. Ésta se resolverá en una acción de rebelión abierta contra la realidad, que el enfermo rechaza, no a causa de enfermedad, sino porque se trata, efectivamente, de una realidad que no puede ser vivida por un hombre: su libertad será, por ello, el fruto de su conquista y no un regalo del más fuerte... (diciembre 1966).
... Si, originariamente, el enfermo sufre la pérdida de su identidad, la institución y los parámetros psiquiátricos le han confeccionado otra, a partir del tipo de relación objetivante que han establecido con él y los estereotipos culturales de los cuales le han rodeado. Así, pues, se puede decir que el enfermo mental, colocado en una institución cuya finalidad terapéutica resulta ambigua por su obstinación en no querer ver más que un cuerpo enfermo, se ve abocado a hacer de esta institución su propio cuerpo, asimilando la imagen de sí mismo, que ésta le impone... El enfermo, que ya sufre una pérdida de libertad que puede considerarse como característica de la enfermedad, se ve obligado a adherirse a este nuevo cuerpo, negando cualquier idea, cualquier acto, cualquier aspiración autónoma que pudieran permitirle sentirse siempre vivo, siempre él mismo. Se convierte en un cuerpo vivido en la institución y por ella, hasta el punto de ser asimilado por la misma, como parte de sus propias estructuras físicas.
«Antes de partir, las cerraduras y los enfermos fueron controlados», puede leerse en las notas redactadas por un turno de enfermeros del equipo siguiente, para garantizar el perfecto funcionamiento del servicio. Llaves, cerraduras, barrotes, enfermos, todo forma parte, sin distinción, del material del hospital, del cual son responsables los médicos y los enfermeros... El enfermo es ya únicamente un cuerpo institucionalizado, que se vive como un objeto y que, a veces, intenta —cuando aún no está completamente domado—, reconquistar mediante acting-out, aparentemente incomprensibles, los caracteres de un cuerpo personal, de un cuerpo vivido, rehusando identificarse con la institución.
La aproximación antropológica al mundo institucional, permite interpretar de otro modo las modalidades tradicionalmente atribuidas al paciente psiquiátrico. El enfermo es obsceno, desordenado, se comporta de forma inconveniente. Éstas son las manifestaciones de agresividad en el seno de las cuales el enfermo intenta, todavía, de una forma diferente, en un mundo diferente (tal vez, el de la provocación), escapar a la objetivación en la cual se siente encerrado, y de la cual da testimonio en cualquier caso. Pero, en un hospital psiquiátrico hay una razón psicopatológica para cualquier acontecimiento, y cada acto tiene su explicación científica. De este modo, el paciente que no ha podido ser objetivado inmediatamente a partir de su admisión, y en el cual el médico puede haber visto tan sólo un cuerpo enfermo, es finalmente domesticado y clasificado bajo una etiqueta con la bendición de la ciencia oficial... De este modo, el paciente llega a encontrarse en una institución que tiene por finalidad la invasión sistemática del espacio personal, ya de por sí reducido por la regresión enferma. La modalidad pasiva que la institución le impone no le permite vivir los acontecimientos de acuerdo con una dialéctica interior. Le impide vivir, ofrecerse, ser con los otros, y tener —además— la posibilidad de salvaguardarse, defenderse, cerrarse. El cuerpo del internado es únicamente un lugar de paso: un cuerpo sin defensa, desplazado, como un objeto, de servicio en servicio. Por la imposición del cuerpo único, aproblemática y sin contradicciones de la institución, se le niega —de forma concreta y explícita—, la posibilidad de reconstruirse un cuerpo propio que logre dialectizar el mundo. Se trata, pues, de una comunidad completamente antiterapéutica por su obstinación en ser sólo un enorme receptáculo lleno de una cantidad de cuerpos que no pueden vivirse, y que están allí, en espera de que alguien les tome, para hacerles vivir a su manera, en la esquizofrenia, la psicosis maníaco-depresiva o el histerismo: definitivamente cosificados... (marzo de 1967).
... Si la situación del asilo de alienados ha revelado el carácter esencialmente antiterapéutico de sus estructuras, cualquier transformación que no vaya acompañada por una puesta en cuestión interna desde la base, resulta completamente superficial y pura apariencia. Lo que se ha revelado como antiterapéutico y destructor, en las instituciones psiquiátricas, no es una técnica o un instrumento particular, sino el conjunto de la organización hospitalaria, la cual —'^diñada por completo hacia la eficacia del sistema—, ha objetivado inevitablemente al enfermo, que debía constituir su única razón de ser. Desde este punto de vista resulta evidente que la introducción de una nueva técnica terapéutica en el antiguo terreno institucional es al— menos precipitada, cuando no claramente nociva. En efecto, la realidad institucional al ser puesta al desnudo por primera vez, en tanto que problema a resolver, corre el riesgo de ser recubierta velozmente con un nuevo vestido que la presente bajo un aspecto menos dramático. La «socioterapia», en sí misma, entendida como expresión de la elección por parte de la psiquiatría de la vía de la integración, corre el riesgo —dado el actual estado de cosas— de reducirse a un simple camuflaje de problemas. Un camuflaje que-al igual que el vestido del rey, en el famoso cuento de Andersen—, se revela inexistente, puesto que la estructura que lo sostienen sólo puede negarlo y destruirlo... (abril de 1967).
... Ante la imposibilidad de excluir al enfermo mental como problema..., se intenta actualmente integrarle en la sociedad —con todos los temores y los prejuicios que siempre la han caracterizado—, recurriendo a un sistema de instituciones que pueda preservarla, de una forma u otra, de la diferencia que este enfermo representa...
Entonces se abren dos caminos a seguir: o nos decidimos a mirar al enfermo cara a cara sin intentar proyectar sobre él el mal que no queremos para nosotros, y le consideramos como un problema que, al formar parte de nuestra realidad,. no puede ser eludido, o nos aprestamos —con el mismo esfuerzo que la sociedad— a mitigar nuestra angustia levantando una nueva barrera para restablecer la distancia, apenas colmada, entre ellos y nosotros, y construimos de repente un soberbio hospital. En el primer caso, el problema no puede mantenerse en los estrechos límites de una «ciencia» como la psiquiatría, que ignora el objeto de su búsqueda, sino que se convierte en un problema general, y reviste un carácter más específicamente político al implicar el tipo de relación que la sociedad actual quiere o no quiere establecer con algunos de sus miembros... (enero de 1967).
... Sin embargo, poner en discusión la psiquiatría tradicional —que ha resultado inadecuada para su cometido por haber atribuido un valor metafísico a los parámetros sobre los cuales se basa su sistema—, es correr el riesgo de llegar a un callejón sin salida análogo, si no se conserva un cierto nivel crítico en el interior mismo, al de la praxis... Esto significa que, partiendo del enfermo mental, del asilado como única realidad, se corre el peligro de abordar el problema de una forma puramente emocional. Pero, pasando del negativo al positivo, la imagen del sistema coerdtivo-autoritario del antiguo asilo de alienados, corremos el riesgo de curar nuestro sentimiento de culpabilidad en relación con los enfermos con un impulso humanitario que sólo servirá para confundir nuevamente los términos del problema... Por ello sentimos la exigencia de una psiquiatría que quiera someterse constantemente a la prueba de los hechos, y que de este modo pueda hallar, en la realidad, los elementos de contestación necesarios para contestarse a sí misma...
La psiquiatría de asilo debe reconocer, pues, que ha faltado a su cita con la realidad, rehuyendo la verificación que hubiese podido operarse en ella a través de dicha realidad. Al habérsele escapado la realidad, ha tenido que limitarse una vez más a hacer «literatura», a elaborar sus teorías ideológicas mientras el enfermo pagaba las consecuencias de este divorcio —encerrado en la única dimensión que se juzga apropiada para él: la segregación... Pero para luchar contra los efectos de una ciencia ideológica, es preciso combatir igualmente el sistema que la sostiene.
En efecto, si la psiquiatría —al confirmar científicamente la incomprensibilidad de los síntomas— ha jugado su papel en el proceso de exclusión del «enfermo mental», debe ser considerada, además, como la expresión de un sistema que, hasta hoy, ha creído poder negar y abolir sus contradicciones apartándolas, rechazando su dialéctica, intentando mantenerse, en el terreno ideológico, como una sociedad sin contradicciones...
Si el enfermo es la única realidad a la cual es preciso referirse, es necesario enfrentarse con las dos caras de que se compone esta realidad: el hedió de ser un enfermo, con sus problemas psicopatológicos (no ideológicos, sino dialécticos), y el de ser un excluido, un estigmatizado social. Una comunidad que pretende ser terapéutica debe tener en cuenta esta doble realidad —la enfermedad y la estigmatización— para poder reconstruir poco a poco el rostro del enfermo, tal y como debía ser antes de que la sociedad, con sus numerosos actos de exclusión y la institución que ha inventado, actuara sobre él con toda su potencia negativa (junio de 1967).
... En el campo real de la praxis, la relación llamada terapéutica emite unas fuerzas que —bien consideradas—, no tienen nada en común con la «enfermedad», pero que juegan un papel digno de tenerse en cuenta. Nos referimos aquí, en particular, a la relación de poder que se instaura entre el médico y el enfermo, y en la cual el diagnóstico es mero accidente, una ocasión para que se cree un juego de poder-regresión que resultará determinante en las formas de desarrollo de la enfermedad en sí misma. Tanto si se trata del «poder institucional» casi absoluto, del cual el psiquiatra está investido en el marco del asilo de alienados, como si se trata de un poder llamado «terapéutico», «técnico», «divino» o «fantasmagórico», el psiquiatra goza, con relación al enfermo, de una situación privilegiada que inhibe en sí misma la reciprocidad del encuentro, y, por lo tanto, la posibilidad de una relación real. Por lo demás, el enfermo, en tanto que enfermo mental, se acomodará tanto más fácilmente a este tipo de relación objetivada y «aproblemática», cuando más desee escapar a los problemas de una realidad que no sabe afrontar. Su objetivación y su desresponsabilización se hallarán de este modo avaladas, en sus relaciones con el psiquiatra, por un tipo de aproximación que sólo servirá para alimentar y cristalizar su regresión...
El psiquíatra dispone de un poder que, hasta ahora, no le ha permitido comprender gran cosa del enfermo mental y de su enfermedad, pero se ha servido del mismo, en cambio. para defenderse de ellos, utilizando —como arma principal—, la clasificación de los síndromes y las esquematizaciones psicopatológicas... Por ello, el diagnóstico psiquiátrico ha revestido inevitablemente la significación de un juicio de valor, y por lo tanto, de una etiqueta. En efecto, en la imposibilidad de comprender las contradicciones de nuestra realidad, basta con descargar la agresividad acumulada sobre el objeto provocador que no se deja comprender. Pero esto significa que el enfermo ha sido aislado y puesto entre paréntesis por la psiquiatría, con el fin de consagrarle a la definición abstracta de la enfermedad, a la codificación de las formas y a la clasificación de los síntomas, sin temer las eventuales posibilidades desmentidas por parte de una realidad que, de este modo, era negada... En su diagnóstico, el psiquiatra se reviste de un poder y de una terminología técnica para sancionar lo que la sociedad ya ha producido, excluyendo a quien no ha entrado en el juego del sistema. Sin embargo, esta sanción está desprovista de todo valor terapéutico, puesto que se contenta con operar una distinción entre lo que es normal y lo que no lo es, donde la norma no es un concepto elástico y discutible, sino algo fijo y estrechamente ligado a los valores del médico y de la sociedad de la cual es representativa...
El actual problema del psiquiatra es, pues, únicamente un problema de elección, en el sentido de que una vez más se halla en la posibilidad de usar los instrumentos que tiene en su poder para defenderse del enfermo y del problema de su presencia. La tentación de aplacar rápidamente la ansiedad que le produce esta relación real con el enfermo, cuando en ella reside el testimonio mismo de la reciprocidad de su relación...
Éste es actualmente el peligro: la psiquiatría ha entrado en una crisis real. Más allá de la ruptura que entraña esta crisis, sería posible empezar a vislumbrar al enfermo mental desprovisto de las etiquetas que hasta hoy le han enterrado o clasificado en un rol definitivo. Pero el reformismo psiquiátrico está pronto a partir al asalto, armado con una nueva solución, que sólo podría ser una nueva etiqueta que viene a superponerse sobre las viejas estructuras psicológicas. El lenguaje es aprendido fácilmente y consumado, sin que las palabras vayan necesariamente de acuerdo con los actos (mayo de 1967).
¿Crisis psiquiátrica o crisis institucional? Una y otra parecen ir tan estrechamente unidas que no se puede distinguir cuál de las dos es consecuencia de la otra. Una y otra presentan un denominador común: la forma de relación objetivada que se establece con el enfermo. La ciencia, al considerarlo como un objeto de estudio susceptible de ser desglosado de acuerdo con un número infinito de clasificaciones o de modalidades; la institución, al considerarlo (en nombre de la eficacia de la organización o de la etiqueta que confirma la ciencia), como un objeto de la estructura hospitalaria con el cual está obligada a identificarse... ¿No es necesario destruir lo que se ha hecho para evitar quedar inmóvil en algo que aún guarda el germen (el virus psicopatológico) de esta ciencia, cuyo resultado paradójico fue inventar un enfermo a imagen de los parámetros utilizados para definirle? La realidad no puede ser definida a priori: en el mismo momento en que se corre el riesgo de hacerlo, la realidad desaparece para transformarse en abstracción.
En el momento actual, el peligro reside en querer resolver el problema del enfermo mental por medio de perfeccionamientos técnicos...
En tal caso, el psiquiatra sólo perpetuaría con sus organizaciones ultramodernas y perfectamente equipadas, o con teorías perfectamente lógicas, una relación que yo calificaría de metálica, relación de instrumento a instrumento, donde la reciprocidad seguiría siendo negada sistemáticamente.
El análisis de la crisis deja entrever la total incapacidad de comprensión, para la psiquiatría, de la naturaleza de una enfermedad cuya etiología permanece desconocida, y que reclama intuitivamente un tipo de relación diametralmente opuesto al que se ha venido adoptando hasta ahora. Lo que actualmente caracteriza esta relación a todos los niveles (psiquiatría, familia, institución, sociedad), es la violencia (la violencia sobre la cual se basa una sociedad represiva y competitiva), que se usa para acercarse al enfermo mental con la finalidad de desembarazarse inmediatamente de él... ¿Y qué es esto, más que exclusión y violencia, el motivo que impulsa a los miembros que se consideran sanos de una familia, a canalizar sobre el más débil la agresividad acumulada por las frustraciones de todos? ¿Qué es, más que violencia, lo que incita a una sociedad a apartar y a excluir a los elementos que no juegan el juego de todos? ¿No es exclusión y violencia lo que está en la base de instituciones cuyas reglas tienen por finalidad precisa destruir lo que aún queda de personal en el individuo, so pretexto de salvaguardar la buena marcha de la organización general?...
Analicemos el mundo del terror, el mundo de la violencia, el mundo de la exclusión. Si no reconocemos que este mundo somos nosotros —nosotros, que somos las instituciones, las reglas, los principios, las normas, las ordenanzas y las organizaciones—, si no reconocemos que formamos parte integrante del mundo de la amenaza y de la prevaricación por el cual el enfermo se siente aplastado, no comprenderemos nunca que la crisis del enfermo es nuestra propia crisis... El enfermo sufre, sobre todo, por verse obligado a elegir una forma de vida «aproblemática» y «adialéctica», dado que las contradicciones y las violencias de nuestra realidad son, muy a menudo, insostenibles. Por tanto, la psiquiatría sólo ha acentuado esta elección, asignando al enfermo el único espacio que se le había concedido: el espacio de una sola dimensión creado para su uso (junio de 1967).
Pero no es la comunidad terapéutica, en tanto que organización establecida y definida según nuevos esquemas, distintos a los de la psiquiatría de asilo, la que garantizará el carácter 'terapéutico de nuestra acción, sino el tipo de relación que se instaurará en el interior de esta comunidad. Ésta se convertirá en terapéutica en la medida en que sabrá discernir los factores de violencia y de exclusión presentes tanto en el instituto como en la sociedad entera: al crear los presupuestos para la toma de conciencia progresiva de esta violencia y de esta exclusión, de modo que el enfermo, el enfermero y el médico —en tanto que elementos constitutivos de la comunidad hospitalaria y de la sociedad global—, puedan afrontarlas, dialectizarlas y combatirlas, reconociéndolas como estrechamente unidas a una estructura social particular, y no como un estado de hecho ineluctable. En el interior de la institución psiquiatra, cualquier investigación científica sobre la enfermedad mental en sí sólo es posible después de haber eliminado por completo las superestructuras que nos remiten a la violencia del instituto, a la violencia de la familia, a la violencia de la sociedad y de sus instituciones (octubre de 1967).
La reconstrucción, efectuada a partir de los documentos, del proceso de transformación en nuestra institución, no intenta ser la descripción de una técnica ni de un método de trabajo más eficaces o más positivos que otros. La realidad de hoy no es la de mañana: a partir del instante en que es fijada, queda desnaturalizada o sobrepasada. Se trata únicamente de la elaboración teórica de una acción que ha madurado a medida que el sistema de vida concentracional cedía el paso a otras relaciones más humanas entre los miembros de la institución. Los problemas y las formas de afrontarlos se han modificado poco a poco, mientras se clarificaba y ampliaba gradualmente nuestro campo de acción. Y es esto lo que nos interesa en nuestra acción cotidiana.
De cualquier modo, como es normal —en la medida en que actuamos en el seno de una institución terapéutica—, se nos pregunta generalmente si la nueva condición comunitaria constituye la solución al problema de las instituciones psiquiátricas y si, a partir de los resultados estadísticos, los enfermos se curan más aprisa. Es difícil responder en términos cuantitativos, y aunque se pueden ofrecer, en este sentido, datos clásicamente positivos, no es ésta la mejor forma de plantear el problema.
Una visión de conjunto de los hospitales psiquiátricos basta para revelarnos que, en líneas generales, la terapia farmacológica ha dado en todas partes resultados a la vez sorprendentes y desconcertantes. Los medicamentos ejercen una indudable acción, cuyos resultados se han podido ver en nuestros asilos a través de la disminución del número de enfermos «asociados» al hospital. Pero —a posteriori—, pueden empezar a comprobarse las modalidades de su acción, tanto a nivel del enfermo como del médico. Los fármacos actúan simultáneamente sobre la ansiedad del enfermo y sobre la ansiedad de quien le cuida, poniendo de este modo en claro una situación paradójica: por medio de los medicamentos que administra el médico calma su propia ansiedad frente a un enfermo con el cual no sabe establecer relaciones, ni hallar un lenguaje común. De este modo, compensando mediante una nueva forma de violencia su incapacidad de controlar una situación que aún juzga incomprensible, sigue aplicando, bajo una fórmula perfeccionada, la ideología médica de la objetivación. El efecto «sedante» de los medicamentos fija al enfermo en su rol pasivo de enfermo; el único factor positivo de esta situación es que permite la posibilidad de establecer una relación, incluso cuando ésta se halla subordinada al juicio subjetivo del médico, quien puede sentir o no necesidad de ella. Por otra parte, los medicamentos actúan sobre el enfermo atenuando su percepción de la distancia real que le separa del «otro», lo cual le permite entrever una posibilidad de relación que, de otro modo, le sería negada.
En definitiva, lo que se transforma bajo el efecto de las medicamentos no es la enfermedad, sino la aparente actitud (en la medida en que siempre se trata de una forma de defensa, y por lo tanto de violencia) del médico en relación con ella. Lo cual confirma, por lo demás, nuestras conclusiones precedentes: a saber, que la enfermedad no es la condición objetiva del enfermo y que lo que le confiere la cara que tiene, reside en la relación con el médico, que la codifica, y la sociedad, que la niega.
El hecho de que en 1839 —antes de la era farmacológica—, Conolly hubiese podido crear una comunidad psiquiátrica completamente libre y abierta, da testimonio de lo que venimos afirmando. La acción de los medicamentos ha hecho evidente lo que nosotros, los médicos, más preocupados por la enfermedad en abstracto que por el enfermo real, no habíamos intuido. Bien examinada, constituye un desafío al médico y a su escepticismo, más allá del cual se esboza la posibilidad de iniciar un diálogo que podrá abarcar o no la acción de los medicamentos.
Conscientes de esto, en el momento en que nuestra acción se halla sometida al juicio de la opinión pública, que se encuentra directamente interesada, estamos situados ante una elección fundamental: o bien exaltamos nuestro método de trabajo que —a través de una primera fase destructiva— nos ha permitido crear una nueva realidad institucional, y la proponemos como solución-modelo al problema de las instituciones psiquiátricas, o bien nos proponemos la negación como única modalidad actualmente viable en el interior de un sistema politicoeconómico que absorbe cualquier nueva afirmación y que la utiliza como nuevo instrumento de su propia consolidación.
En el primer caso, es evidente que la conclusión sólo podría ser otra cara de la misma realidad que hemos destruido: la comunidad terapéutica, en tanto que nuevo modelo institucional, aparecería como un simple perfeccionamiento técnico, tanto en el interior del sistema psiquiátrico tradicional como del sistema sociopolítico general17. Si nuestra acción de negación ha tenido por efecto poner en claro que el enfermo mental es uno de los excluidos y una de las víctimas propiciatorias de un sistema contradictorio que intenta negar en ellos sus contradicciones, ahora el mismo sistema tiende a mostrarse comprensivo en relación con esta exclusión flagrante: la comunidad terapéutica como acto reparador, como resolución de conflictos sociales a través de la adaptación de sus miembros a la violencia de la sociedad, puede cumplir su tarea terapéutico-integrante, y hacer de este modo el juego a aquellos mismos en contra de los cuales ha sido creada. Después de un período inicial de clandestinidad (cuando todavía su acción podía escapar al control y a una codificación cristalizante, que convertiría en fin lo que era sólo una simple etapa a lo largo del camino de la subversión radical), la comunidad terapéutica ha sido descubierta del mismo modo en que se descubre un nuevo producto: cura más, del mismo modo que OMO lava más blanco. De este modo, no sólo los enfermos, sino también los médicos y los enfermeros que han contribuido a realizar esta nueva y buena dimensión institucional se encontrarían cautivos de la prisión sin barrotes que ellos mismos han edificado, se encontrarían excluidos por la realidad sobre la cual creían actuar, en espera de ser readmitidos y reintegrados al seno de un sistema que se apresura en disimular los fallos más evidentes para enseñar muy pronto otros más subterráneos.
La única posibilidad que nos queda, es preservar el ligamen del enfermo con su historia —que siempre es una historia de abusos y de violencia—, denunciando de forma clara y permanente el origen de la violencia y del abuso.
He aquí porqué rehusamos proponer la comunidad terapéutica como un modelo institucional que sería interpretado como una nueva técnica de resolver los conflictos. Nuestra acción sólo puede proseguir en una dimensión negativa, que sea, en sí misma, a la vez destrucción y superación. Una destrucción y una superación que, yendo más allá del sistema coercitivo-penitenciario de las instituciones psiquiátricas, o ideológico de la psiquiatría en tanto que ciencia, pueda entrar en el terreno de la violencia y de la exclusión inherentes al sistema socio-político, rehusando dejarse instrumentalizar por el objeto de su negación.
Somos perfectamente conscientes del riesgo que corremos: sucumbir a una estructura social basada en la norma establecida por ella misma, y más allá de la cual se entra en las sanciones previstas por el sistema. O nos dejamos reabsorber e integrar, y la comunidad terapéutica se mantendrá en los límites de una rebelión interior al sistema psiquiátrico y político, sin atacar los valores {lo cual implica recurrir, para lograr la supervivencia de nuestros proyectos, a una ideología psiquiátrica comunitaria propuesta como solución al problema específico y parcial de la psiquiatría), o bien seguimos minando —hoy a través de la comunidad terapéutica, mañana bajo nuevas formas de rebelión y de rechazo—, los mecanismos del poder en tanto que fuerte de regresión, de enfermedad, de exclusión y de institucionalización a todos los niveles.
Nuestra condición de psiquiatras nos obliga a una elección directa: o aceptamos ser los concesionarios del poder y de la violencia (y cada acción de renovación, mantenida en los límites de la norma, será aceptada con entusiasmo como la solución del problema), o rechazamos esta ambigüedad e intentamos (en la medida de lo posible, conscientes de formar parte, nosotros mismos, de este poder y de esta violencia), afrontar el problema de forma radical, exigiendo que se englobe en una discusión de conjunto que no puede contentarse con soluciones parciales y mistificadoras.
Y hemos hecho ya nuestra elección que nos obliga a mantenernos anclados al enfermo entendido como el resultado de una realidad que no se puede evitar poner en cuestión. Por ello nos limitamos a verificaciones y a superaciones continuas, interpretadas demasiado apresuradamente como signos de escepticismo o de incoherencia relacionados con nuestra acción. Sólo el examen atento de las contradicciones de nuestra realidad puede librarnos de caer en la ideología comunitaria, cuyos resultados esquemáticos y codificados sólo podrían ser destruidos por una nueva subversión.
Mientras tanto, el establishment psiquiátrico define —aunque de forma no oficial—, nuestra empresa como falta de seriedad y de respetabilidad científica. Este juicio sólo puede halagarnos: finalmente nos asocia a la falta de seriedad y de respetabilidad atribuidas desde siempre al enfermo mental, del mismo modo que a todos los excluidos.
Un cuento oriental18 relata la historia de un hombre que andaba enfrentándose con una serpiente. Un día que nuestro hombre dormía, la serpiente, deslizándose por su boca entreabierta, fue a colocarse en su estómago, y desde entonces se dedicó a dictar desde allí su voluntad a aquel desgraciado, que de este modo se convirtió en su esclavo. El hombre se encontraba a merced de la serpiente: no era dueño de sus actos. Hasta que, un buen día, el hombre volvió a sentirse libre: la serpiente se había marchado. Pero de repente se dio cuenta de que no sabía qué hacer con su libertad. «Durante todo el tiempo en que la serpiente había mantenido sobre él un dominio absoluto, el hombre se había acostumbrado a someter por completo su voluntad, deseos e impulsos a la voluntad, deseos e impulsos de la serpiente, y por ello había perdido la facultad de desear, querer y actuar con autonomía... En vez de la libertad, sólo hallaba el vacío..., pero con la partida de la serpiente perdió su nueva esencia, adquirida durante su cautividad», y sólo fue necesario que aprendiera a reconquistar, poco a poco, el contenido precedente y humano de su vida.
La analogía entre esta fábula y la condición institucional del enfermo mental es sorprendente: parece ilustrar, en forma de parábola, la incorporación, por parte del enfermo mental, de un enemigo que le destruye con la misma arbitrariedad y la misma violencia que la serpiente de la fábula ejerce para subyugar y destruir al hombre. Pero nuestro encuentro con el enfermo mental nos ha demostrado, además, que —en esta sociedad— todos somos esclavos de la serpiente, y que si no intentamos destruirla o vomitarla, llegará el momento en que nunca más podremos recuperar el contenido humano de nuestra vida.