VI

l mes de agosto siguió con tiempo muy agradable, y todas las manos se entregaron gozosamente a la tarea de asegurar las cosechas. Hugo Berengario y Aline, con todas sus esperanzas y sus compras, emprendieron el camino hacia Maesbury como hizo el mercader de Worcester hacia su casa, un día más tarde, bien recompensado, por orden del alguacil, por el alquiler de su caballo en un caso de extrema necesidad, y con una bonita historia que contar durante el resto de su vida en los momentos adecuados. El preboste y el consejo de Shrewsbury redactaron una digna misiva de gratitud a la abadía por su dádiva, lo suficientemente cordial como para expresar lo mucho que apreciaban aquel gesto y lo suficientemente hábil como para no poner en peligro cualquier justa reivindicación futura. El alguacil archivó las diligencias de un asunto criminal, basándose en las declaraciones de la joven que había sido atraída con falsas promesas, con el aparente propósito de robarle una carta que conservaba en custodia, pero cuyo contenido ignoraba. Se sospechaba de la existencia de una conjura, pero, puesto que la señora Vernold no tenía conocimiento del contenido de lo que guardaba y, en cualquier caso, todo se había perdido irremediablemente en el incendio, ya no era necesaria ni posible cualquier actuación ulterior. El malhechor había muerto; su criado, convicto asesino por orden de su amo, estaba a la espera del juicio y alegaría que se había visto obligado a obedecer, por su condición de siervo de la gleba a merced de su amo. El señor de quien era vasallo el muerto había sido informado. Otro hombre, a discreción del conde de Chester, tomaría posesión de la mansión de Stanton Cobbold.

Todo el mundo respiró tranquilo, se sacudió el polvo de las manos y regresó a sus tareas.

Fray Cadfael subió a la ciudad el segundo día para curar la mano de Emma. El preboste y su hijo estaban trabajando juntos, más contentos que unas pascuas. La señora Corviser regresó a la cocina y dejó solos al médico y la convaleciente.

—Deseaba hablar con vos —dijo Emma, mirándole muy seria mientras él le cambiaba la venda de la mano—. Tiene que haber una persona a quien pueda contarle la verdad, y preferiría que fuerais vos.

—No creo —replicó Cadfael— que le dijerais al alguacil ni una sola mentira.

—No, pero no le dije toda la verdad. Dije que ignoraba el contenido de la carta y que no sabía a quién se destinaba ni quién la enviaba. Eso era cierto, yo no sabía nada, aunque conozco a la persona que la entregó a mi tío y sé que tenía que entregarse al guantero. Pero cuando Ivo me exigió la carta y yo traté de ganar tiempo, preguntándole qué importancia podía tener una carta, él me dijo lo que, a su juicio, contenía. El reino del rey Esteban estaba en peligro, me explicó, y el hombre que le proporcionara los medios de eliminar a sus enemigos recibiría en recompensa nada menos que un condado. Señaló que los partidarios de la emperatriz estaban presionando al conde de Chester para que se uniera a ellos y que éste no quería tomar ninguna decisión hasta saber con qué fuerzas contaba la emperatriz. La carta era la prometida respuesta, para convencerle de que se aliara con ellos. Ivo dijo que en la carta podrían figurar nada menos que cincuenta nombres secretamente partidarios de la emperatriz e incluso la fecha en que Roberto de Gloucester se propone traer a su hermanastra a Inglaterra y tal vez el puerto donde piensan desembarcar. ¡Todo eso, vendido de antemano al rey, hombres, tierras y bienes, y con ellos el conde de Chester por haber tenido la osadía de establecer estos contactos! Todos perderían la vida y él recibiría a cambio una recompensa. Eso es lo que me dijo. Eso es lo que no sé por conocimiento directo y sin embargo, en el fondo de mi corazón lo sé porque estoy segura de que me dijo la verdad. No conozco lo bastante al rey Esteban como para saber lo que haría —añadió Emma, humedeciéndose los labios con la lengua—, pero recuerdo lo que hizo aquí el verano pasado. Vi a todos aquellos hombres, tan honrados en su lealtad como los partidarios del rey, encarcelados y privados de sus vidas, y sus familias despojadas de sus tierras y medios de vida, algunas obligadas incluso al exilio…, intuí muertes y venganzas y más amarguras si las circunstancias volvían a cambiar. Por eso hice lo que hice.

—Sé lo que hicisteis —dijo fray Cadfael en un susurro mientras vendaba la prueba de lo ocurrido.

—Pero aún no estoy segura de si hice bien y si me movió una justa razón —insistió Emma con la cara muy seria—. El rey Esteban, por lo menos, mantiene la paz en su reinado. Mi tío era acérrimo partidario de la emperatriz, pero, si todos sus partidarios se levantan y unen a ella, ya no habrá paz en ningún sitio. Dondequiera que mire, veo muerte. En aquel momento, lo único que yo quería era impedir que él obtuviera beneficios por medio de la traición y los asesinatos. Y el único medio era destruir la carta. Desde entonces me pregunto… Pero ahora creo que debo mantenerme fiel a lo que hice. Si tiene que haber luchas y muertes, que ocurra lo que Dios quiera, no lo que quieren los hombres perversos y ambiciosos. Si no podemos salvar vidas, por los menos no contribuyamos a destruirlas. ¿Creéis que obré correctamente? Necesitaba que alguien me dijera algo, y preferiría que fuerais vos.

—Puesto que me preguntáis lo que pienso —dijo Cadfael—, creo, hijo mía, que, si conserváis de por vida las cicatrices de los dedos de esta mano, deberíais lucirlas como si fueran joyas.

Los labios de la joven esbozaron una tenue sonrisa.

—Pero no debéis decírselo a Felipe —dijo Emma, sacudiendo dubitativamente la cabeza mientras asía la manga de Cadfael con la mano sana—. Yo tampoco se lo diré. Dejadle que me crea tan inocente como él… —de pronto, la muchacha se detuvo, frunciendo el ceño como si aquella palabra no expresara exactamente lo que quería decir, aunque no encontraba otra más adecuada. No era inocencia lo que quería decir porque no era culpable de nada. ¿No sería más bien simplicidad, claridad, pureza? Ninguna de ellas le parecía apropiada. Quizá fray Cadfael lo entendería de todos modos—. En cierto modo me sentí mancillada —añadió—. No quiero que él se vea mezclado con la intriga, eso no es para él.

Fray Cadfael le hizo la promesa y se marchó. Mientras atravesaba la ciudad, reflexionó sobre lo complicadas que eran las mujeres. Emma tenía mucha razón. Felipe, a pesar de sus dos años de ventaja, su inteligencia y su madurez recién adquirida, siempre sería el más joven, el más sencillo y, sí, ¡ella misma acertó con la palabra!, el más inocente. Por la experiencia que tenía Cadfael, sería un matrimonio muy dichoso en el que la mujer tendría pleno conocimiento de sus responsabilidades.

El trece de septiembre, justo a los dos meses del término de la feria de San Pedro, la emperatriz Matilde y su hermanastro Roberto de Gloucester desembarcaron cerca de Arundel y entraron en el castillo de la región. Pero el conde Ranulfo se quedó astutamente en su condado, ocupado en sus propios asuntos, y no movió ni un pie ni una mano en favor de su causa.