IV

ugo Berengario regresó de su última misión de reconocimiento por la barbacana bien pasadas las diez de la noche, cuando todos los monjes disciplinados hubieran tenido que estar durmiendo como troncos en el dormitorio de la abadía. No le sorprendió descubrir que Cadfael no lo estaba. Ambos se encontraron en el patio grande cuando Cadfael regresaba de la cabaña en el huerto de hierbas medicinales. El crepúsculo estaba todavía muy claro y por el oeste brillaba una difusa y radiante luz.

—Me han dicho que habéis estado metido de lleno en la pelea —dijo Hugo, desperezándose y bostezando—. Me hubiera sorprendido mucho lo contrario. ¡Jóvenes insensatos que esperaban conseguir lo que sus mayores no consiguieron! ¡Y encima desmandándose y perdiendo la simpatía de los que inicialmente estaban a su favor! Ahora sus padres tendrán que pagar multas y, por culpa de los trabajos que se tendrán que hacer esta noche, la ciudad perderá más de lo que hubiera podido ganar. Cadfael, no me agrada tener en la cárcel a estos honrados e insensatos muchachos; me deja un mal sabor de boca. Venid un rato a la caseta de vigilancia y beberemos un trago de vino. Ahora ya podríais quedaros levantado hasta maitines.

—Aline os estará esperando —objetó Cadfael.

—Aline habrá tenido el sentido común de irse a dormir. Aún tengo que ir al castillo a informar sobre los disturbios. No creo que pueda reunirme con ella esta noche. Contadme qué ocurrió. He oído que todo empezó en el embarcadero donde vos estabais.

Cadfael acompañó a Hugo de buen grado. Ambos se sentaron en la antesala de la caseta de vigilancia, y el portero, acostumbrado a tales actividades nocturnas cuando el segundo alguacil del condado se alojaba en la abadía, les sirvió vino, preguntó amablemente cómo iban las cosas y les dejó solos.

—¿A cuántos habéis arrestado? —preguntó Cadfael tras haber referido los acontecimientos ocurridos junto al río.

—A diecisiete. Y hubieran tenido que ser dieciocho —reconoció Hugo con la cara muy seria— si yo no hubiera apartado a Edwy, el hijo de Bellecote. En ausencia de testigos, le metí miedo en el cuerpo y lo envié a casa con la mosca en la oreja. ¡Y pensar que aún no ha cumplido los dieciséis años! ¡Aun así, el muy bribón ha sido lo suficientemente listo como para saber muy bien lo que tenía que hacer! No hubiera tenido que protegerle.

—Su padre fue uno de los delegados que ayer acudieron a la abadía —comentó fray Cadfael—, y el muchacho es tan leal como audaz. Me alegro de que le permitierais regresar a casa. ¿Y el joven Corviser?

—No, a ése no le hemos echado el guante, pese a que una docena de testigos le vieron hacer de cabecilla y capitanear la asonada. Pero en algún momento tendrá que volver a casa, y entonces no escapará.

—Empezó hablando como un docto —dijo Cadfael muy serio—, y sin lanzar la menor amenaza. Los mozos sólo se alborotaron al ver que le golpeaban. ¡Yo fui testigo de ello! El hombre que le golpeó, se alarmó sin motivo, os lo aseguro.

—Acepto vuestra palabra y la tendré en cuenta. Pero él inició lo ocurrido y acabará junto con los demás, tal como debe ser. Sus padres tendrán que sacarles de allí previo pago de una fianza —añadió Hugo, pasándose los largos dedos por los cansados párpados—. ¿Os parece que estoy convirtiéndome en un terrible funcionario de la corona, Cadfael? ¡Eso no me gustaría nada!

—No —contestó Cadfael con aire de experto—, aún no estáis del todo perdido. Todavía conserváis el brillo de la mirada y la agudeza de la mente. ¡Y los seguiréis conservando!

—¡Muy amable de vuestra parte! ¿Y decís que ese mercader de Bristol golpeó al insensato joven sin mediar provocación?

—Creyó que le habían provocado. El mozo le sujetó el brazo para detenerle pero sin la menor intención de hacerle daño, y el hombre se asustó. Tenía un bastón en la mano, se volvió y le asestó un golpe. El joven cayó al suelo como si fuera un buey. Dudo que, después de eso, le quedaran fuerzas para volcar un tenderete. Ahora mismo podría estar inconsciente en algún lugar, a menos que sus amigos le hayan echado una mano.

Hugo miró a Cadfael desde el otro lado de la mesa de caballete en la que ambos tenían apoyados los codos, y esbozó una sonrisa.

—Si alguna vez necesito un abogado, vendré en vuestra busca. Bien, conozco a este muchacho, tiene mucha labia, pero mueve demasiado la lengua; posee un corazón ardiente y un temperamento fogoso, y los deja escapar junto con su sentido común…, ¡si es que lo tiene, tal como afirmáis!

El portero lego asomó su morena calva y su rubicundo rostro redondo por la puerta de la estancia.

—Mi señor, en la puerta hay una dama muy alterada que pide hablar con vos. Una tal señora Emma Vernold, sobrina del mercader Tomás de Bristol. ¿Queréis recibirla?

Ambos amigos se miraron a través de la mesa, arqueando las cejas.

—¿El mismo hombre? —preguntó Hugo Berengario asombrado.

—¡El mismo sin lugar a dudas! ¡Y la misma joven! Pero el tumulto ya ha terminado. ¿Qué querrá a esta hora y cómo permite su tío que ande sola por ahí de noche?

—Será mejor que lo averigüemos —dijo Hugo, resignado—. Que pase la dama, si soy el hombre que busca.

—Primero preguntó por un huésped de aquí, Ivo Corbière, que aún está revisando los preparativos en la barbacana. Cuando le mencioné que estabais aquí, pidió hablar con vos urgentemente. Pareció alegrarse de encontrar al representante de la ley despierto.

—Decidle, pues, que pase. Cadfael, quedaos si sois tan amable; la dama ya os conoce y puede que prefiera ver un rostro conocido.

Emma Vernold entró sin tardanza, pero se desconcertó en aquel ambiente desconocido y se apresuró a hacer una reverencia.

—Mi señor, os pido perdón por molestaros tan tarde… —al ver a fray Cadfael, la joven esbozó una media sonrisa de alivio a pesar de su inquietud—. Soy Emma Vernold, vine con mi tío Tomás de Bristol y nos alojamos en su barcaza junto al puente. Éste es Gregorio, el criado de mi tío.

Era el más joven de los tres mozos que la servían, un muchacho flaco y desgarbado, pero de aspecto muy fuerte, de unos veinte años de edad.

Berengario tomó su mano y la acompañó a un asiento junto a la mesa.

—Estoy a vuestro servicio en todo lo que gustéis mandar. ¿En qué puedo ayudaros?

—Señor, mi tío fue a inspeccionar el almacenaje de las mercancías en su caseta de la feria de caballos poco después de que el buen monje se retirara. Ya sabréis lo ocurrido allá abajo, ¿verdad? Mi tío fue a reunirse con los otros dos mozos que ya estaban allí, y me dejó con Gregorio. Pero de eso hace casi dos horas, y aún no ha regresado.

—Habrá tenido que almacenar muchas mercancías —sugirió razonablemente Berengario—. Ordenar bien las cosas lleva mucho tiempo, y supongo que vuestro tío quiere hacerlo todo como es debido.

—Por supuesto que sí. Pero no es sólo la tardanza lo que me inquieta. Los hombres que le acompañaban eran su jornalero Rogelio Dod y el mozo Warin. Warin duerme en la caseta para vigilar las mercaderías y Rogelio volvió a la barcaza hace una hora. Se sorprendió de que mi tío no hubiera regresado porque se marchó de la caseta mucho antes que él. Pensamos que, tal vez, se había entretenido charlando un rato con algún conocido; esperamos un poco, pero no volvió. He regresado a la caseta con Gregorio por si mi tío hubiera olvidado algo, pero no. Warin y Rogelio dicen que se marchó con la intención de regresar directamente a la barcaza, pues ya era muy tarde. No le gustaba…, no le gusta —rectificó Emma palideciendo— dejarme sola con los hombres en su ausencia.

Sus ojos no parpadearon, pero le temblaban los labios y la misma firmeza de su mirada revelaba una profunda inquietud.

«Es consciente de su belleza, —pensó Cadfael—, y tiene derecho a servirse de ella. Puede que uno de ellos, ¿tal vez Rogelio Dod, el más privilegiado de los tres?, se haya enamorado de su ama, y con razón o sin ella, la muchacha no quiera quedarse con él sin tener a su tío al lado».

—¿Estáis segura de que no ha regresado a casa por otro camino mientras vos le buscabais en la caseta? —preguntó Hugo.

—Volvimos. Rogelio nos esperaba allí por si hubiera sucedido lo que vos decís, pero no, no ha vuelto. Pregunté por él a los que todavía estaban trabajando en la barbacana, pero nadie sabía nada. Entonces pensé que tal vez… —la muchacha miró con ojos suplicantes a Cadfael—. El joven que fue tan amable esta tarde… se aloja en la hospedería de aquí, según nos dijo. Puede que a la vuelta mi tío se haya tropezado con él y se hayan entretenido hablando… Él, por lo menos, conoce su cara y podría decirme si le ha visto. Pero el joven tampoco ha regresado.

—¿Entonces dejó el embarcadero antes que vuestro tío? —preguntó Cadfael.

—El joven parecía muy bien dispuesto a pasar un par de horas agradables en compañía de la dama, pero quizá su imponente tío tenía medios para transmitir, incluso a señores de considerables caudales, que sólo podían acercarse a su sobrina en su presencia.

Emma se ruborizó, pero no apartó la mirada. A pesar de su infantil semblante de leche y miel, sus ojos denotaban inteligencia, decisión y astucia.

—Poco después de que vos lo hicierais, hermano. Fue muy amable y correcto en todos los sentidos y he creído oportuno preguntar por él, pues me parece una persona en quien se puede confiar.

—Le diré al portero que vigile —dijo Cadfael— y que le haga pasar aquí cuando vuelva. En la feria de caballos ya estarán a punto de irse a dormir, y él necesitará descansar si mañana quiere conseguir alguna ganga, que es para lo que seguramente ha venido, supongo. ¿Qué decís a eso, Hugo?

—Me parece una buena idea —contestó Hugo—. Hacedlo, y nosotros adoptaremos disposiciones para que busquen a maese Tomás, aunque confío en que no le haya ocurrido nada a pesar de la tardanza. La víspera de la feria —añadió sonriendo para tranquilizar a la muchacha— se establecen contactos, los clientes ya empiezan a tantear el terreno… Un hombre puede olvidarse del sueño cuando tiene la mente ocupada en los negocios.

Fray Cadfael oyó que la joven suspiraba con sincera esperanza y gratitud mientras él salía para pedirle al portero que interceptara a Ivo Corbière cuando volviera. No hubiera podido ser más oportuno ya que, justo en aquel momento, éste apareció en la caseta de vigilancia. La puerta principal ya estaba cerrada y sólo quedaba abierto el portillo. La cabeza dorada que asomó por la abertura recibió toda la luz de la antorcha que ardía en lo alto, y brilló como un pequeño sol. Con la cabeza descubierta y el coleto descuidadamente colgado del hombro en la cálida noche del último día de julio, Ivo Corbière se encaminó despacio hacia la hospedería casi a regañadientes porque aún le quedaban muchas reservas de energía. La inmaculada camisa de lino resplandecía en la oscuridad con blancura espectral. Silbaba una cancioncilla que, por su cadencia, más parecía parisina que londinense. Sin duda había bebido más de la cuenta, pero no en demasía, por lo que conservaba despiertos todos los sentidos.

—¿Cómo vos por aquí, hermano? ¿Fuera de la cama antes de maitines? —el joven soltó una leve carcajada, pero la reprimió en seguida al advertir que algo serio exigía su atención—. ¿Me buscabais? ¿Ha ocurrido acaso algo todavía peor? Santo cielo, espero que el viejo no haya matado a aquel insensato muchacho.

—Nada de eso —dijo Cadfael—. Pero aquí dentro, en la caseta de vigilancia, hay alguien que quiere haceros una pregunta. ¿Habéis estado por la zona de la barbacana y el recinto de la feria todo este rato?

—Me lo he recorrido todo —contestó Ivo, aguzando la mente—. En el condado de Chester tengo que amueblar una nueva mansión con muchas corrientes de aire. Busco piezas de lana y tapices flamencos. ¿Por qué?

—¿Habéis visto, durante vuestros paseos, a maese Tomás de Bristol? ¿O en algún otro momento desde que dejasteis su barcaza esta tarde?

—No —contestó Ivo extrañado, abriendo mucho los ojos en la diáfana luz estival cuando aún faltaba una hora para la medianoche—. ¿Qué ocurre? El hombre dio a entender claramente, ¡está acostumbrado a estas cosas, y es natural!, que a su sobrina sólo se la puede ver en su presencia y con su aprobación, porque la muchacha vale más que el oro, tanto si él tiene fortuna como si no. Respeté su actitud y me fui. ¿Por qué? ¿Ha sucedido algo?

—Entrad a verlo —se limitó a contestar Cadfael, acompañándole al interior de la caseta.

El joven parpadeó ante la súbita luz, y abrió los ojos sorprendido al ver a Emma. No se hubiera podido adivinar cuál de los dos se emocionó más. La joven se levantó, extendió las manos e inmediatamente las medio retiró. El muchacho se adelantó solícito para tomarlas en las suyas.

—¡Mi señora Vernold! ¿A esta hora? ¿Necesitáis…? —para entonces, Ivo ya había comprendido que ocurría algo grave—. ¿Qué ha sucedido? —preguntó, mirando a Berengario.

Berengario se lo contó en pocas palabras. Cadfael no se asombró demasiado de que el joven se tranquilizara en lugar de inquietarse. Aquella muchacha inexperta se había puesto innecesariamente nerviosa al quedarse sola una hora más de lo previsto, pero su tío, que sin duda era un hombre de mundo y podía cuidar perfectamente de sí mismo, no habría sufrido ningún percance sino que se habría entretenido a conversar con algún mercader o estaría ocupado en la valoración de las mercaderías y la situación de algunos de sus competidores.

—No le habrá ocurrido nada —dijo alegremente Corbière, mirando con una tranquilizadora sonrisa a Emma, la cual seguía muy preocupada a pesar de todo. No era tonta, pensó Cadfael, y conocía a su tío mucho mejor que cualquiera de los que la acompañaban en aquel momento—. Ya veréis que regresa cuando haya resuelto el asunto que tiene entre manos, y le sorprenderá que os hayáis inquietado tanto por él.

La muchacha hubiera deseado creerlo, pero su mirada decía que no estaba segura.

—Pensé que quizá os habíais tropezado con él o que, por lo menos, le habríais visto.

—Ojalá fuera así —replicó Ivo—; de este modo, tendría el placer de tranquilizaros. Pero no le he visto.

—Me parece —dijo Berengario— que debo encargarme del asunto. Todavía tengo media docena de hombres en el interior de las murallas; ordenaré que busquen a maese Tomás. En cuanto a vos, ya es muy tarde y no debierais andar sola por ahí. Será mejor que vuestro criado regrese a la barcaza y que vos, señora, si lo tenéis a bien, os reunáis con mi esposa en la hospedería. Su criada Constanza os hará sitio y dará todo lo que necesitéis para pasar la noche.

Nadie hubiera podido adivinar si Hugo había intuido con la misma perspicacia que Cadfael su renuencia a regresar a la barcaza, o si simplemente deseaba que estuviera a salvo en el mejor lugar posible. Sea como fuere, la joven se alegró tan visiblemente y le dio tan efusivamente las gracias que no cupo la menor duda de que estaba contenta.

—Venid, pues —dijo Hugo amablemente—, os dejaré al cuidado de Constanza mientras nosotros nos encargamos de buscar a vuestro tío.

—Os echaré una mano en la búsqueda —terció Corbière, volviéndose a poner rápidamente la chaqueta—, si me lo permitís.

Recorrieron toda la barbacana, Berengario, sus seis hombres armados, Ivo Corbière, tan entusiasta y despierto como al mediodía, y fray Cadfael, que no tenía ninguna razón legítima para acompañarles, como no fuera el hecho de que todo aquello le olía a chamusquina, y la manifiesta inutilidad de acostarse a aquella hora, sabiendo que tendría que levantarse de todos modos a medianoche para el rezo de maitines. Si aquello era excusa suficiente para tomar un trago con Berengario, también lo sería para tomar parte en la búsqueda de Tomás de Bristol. Ciertamente, pensó Cadfael, sacudiendo la cabeza al pensar en los turbulentos sucesos de aquella tarde, no descansaré hasta que vea de nuevo el mofletudo rostro de azuladas mejillas y oiga la sonora y autoritaria voz. En un día cualquiera, Cadfael hubiera coincidido con Corbière en que la inusitada ausencia del mercader no tenía nada de alarmante, dado que todo hombre se aparta alguna vez de la norma, pero, desde aquel mediodía, habían ocurrido demasiadas cosas, demasiadas personas se habían visto atrapadas en insólitas y afrentosas acciones, y se habían desatado demasiadas pasiones como para que aquel día pudiera considerarse una jornada corriente. ¿Alguien se había apartado de la norma al extremo de cometer un deliberado acto de violencia al amparo de la noche, y vengar así lo que se había hecho abierta e impulsivamente a la luz del día? ¡Dios no lo quisiera!

En primer lugar se dirigieron al embarcadero para averiguar si se sabía algo. No, Tomás no había aparecido por allí ni había enviado recado. Rogelio Dod recorrió la orilla del río, sin alejarse demasiado de las mercancías que vigilaba, preguntando infructuosamente a los demás mercaderes por su amo.

Rogelio Dod era un vigoroso y apuesto joven de unos treinta años y de modales algo bruscos y retraídos. Parecía muy preocupado. Contestó a las preguntas de Hugo con muy pocas palabras y se mordió el labio con gesto dubitativo al enterarse de que la sobrina de su amo se alojaba en la hospedería del monasterio. Gustosamente les hubiera acompañado en la búsqueda, pero tenía que vigilar los bienes de su amo y responder de su seguridad cuando éste regresara. Se quedó por tanto en la barcaza y envió al taciturno y soñoliento Gregorio para que les acompañara a la caseta alquilada por maese Tomás. El oficial de Berengario, con tres hombres, recorrería poco a poco la barbacana e interrogaría a todos los mercaderes que ya estuvieran levantados. Los demás siguieron al mozo hasta el recinto de la feria. El gran espacio abierto se encontraba a aquellas horas medio dormido, pero aún brillaban algunas antorchas y braseros, y se oían murmullos de voces. Cada año, durante aquellos tres días, el lugar se transformaba en una pequeña y populosa ciudad que a partir del cuarto día desaparecía como por ensalmo.

Tomás había elegido una caseta muy grande casi en el centro del terreno triangular. Las mercancías estaban cuidadosamente colocadas en su interior y el vigilante estaba despierto. Recorría la zona con cierta inquietud, por lo que acogió con un suspiro de alivio la llegada de los representantes de la autoridad. Warin era un curtido hombre de mediana edad que debía de llevar muchos años trabajando y gozaba de la plena confianza de su amo, si bien nunca había logrado alcanzar la posición de Rogelio Dod.

—No, mi señor —contestó angustiado—, ni una sola palabra desde que se marchó, y eso que estoy vigilando desde entonces. Se fue hacia su barcaza un cuarto de hora antes que Rogelio. Lo habíamos almacenado todo a su gusto y estaba contento. Había sufrido una caída poco antes y creo que estaba deseando irse a la cama. Al fin y al cabo, ya no es muy joven, y tiene muchas responsabilidades.

—¿En qué dirección se fue?

—Pues, hacia el camino, que no está muy lejos, por cierto. Supongo que debió de bordear la barbacana.

A la espalda de Cadfael, una sonora y conocida voz dijo burlonamente en galés:

—Vaya, vaya, hermano, ¿tan tarde vos por aquí? ¡Y nada menos que en compañía de los representantes de la ley! ¿Qué quiere preguntarle a esta hora el segundo alguacil del condado al vigilante de Tomás de Bristol? ¿Acaso siguen el rastro de todos los parientes de Gloucester? ¡Y yo que pensaba que el comercio estaba por encima de la anarquía! Estaba equivocado.

Unos ojos entornados miraron con picardía a Cadfael a la luz de las antorchas dispersas y de las lejanas estrellas que constelaban el despejado cielo estival. Rhodri de Huw se rio en voz baja de su propia broma y de su fingido tono de escandalizado asombro.

—¿Tenéis por costumbre velar amablemente por los bienes de vuestros vecinos? —preguntó Cadfael con ingenua aprobación—. Veo que vuestras mercaderías no han sufrido el menor daño.

—Olfateo los peligros y tengo el suficiente sentido común como para apartarme de ellos —contestó Rhodri de Huw con aire relamido—. ¿Qué le ha ocurrido a Tomás de Bristol? Al parecer, no ha tenido tanto olfato. Hubiera debido soltar las amarras y adentrarse en el río hasta que cesaran los disturbios. Hubiera estado tan seguro como en el oeste.

—¿Acaso visteis cómo le golpeaban? —preguntó Cadfael con astucia, pero Rhodri no se dejaba atrapar fácilmente.

—Le vi golpear al insensato joven —contestó Rhodri con una sonrisa—. ¿Por qué? ¿Le sucedió algo cuando me fui? ¿Y a quién de los dos buscáis, a Tomás o al muchacho? —preguntó, observando con marcado interés a los hombres del alguacil que buscaban en la parte de atrás de los tenderetes, miraban debajo de las mesas de caballete y se dirigían hacia el camino.

Estaba claro que nada podía ocurrir en la feria sin que Rhodri de Huw estuviera presente o recibiera rápida y cumplida información al respecto. ¿Por qué, pues, no aprovechar su perspicacia?

—La sobrina de Tomás está preocupada porque su tío no ha regresado a la barcaza. Eso tal vez no signifique nada o tal vez signifique mucho, pero tarda tanto que hasta sus hombres están empezando a inquietarse. ¿Le habéis visto abandonar su caseta?

—Pues, sí. Hace más o menos dos horas. Y el jornalero salió poco después. Con lo alto y corpulento que es, parece un poco raro que se haya perdido entre la feria y el río. ¿No se ha sabido nada de él desde entonces?

—No será fácil sin preguntar a todos los mercaderes y haraganes que andan por ahí. Pero los más listos ya se han ido a dormir para estar descansados cuando empiece la feria.

Llegaron a la barbacana y giraron en dirección a la ciudad, todavía acompañados de Rhodri, el cual iba inspeccionando los espacios oscuros entre los tenderetes, igual que los hombres del alguacil. Allí no había tantas antorchas ni braseros, los tenderetes eran más modestos y la quietud de la noche lo envolvía todo como un sudario. A su izquierda, bajo la muralla de la abadía, se levantaban unas cuantas casetas de apariencia muy sólida. La primera de ellas, pese a estar cerrada a cal y canto, dejaba escapar por una rendija la luz de una vela. Rhodri dio un fuerte codazo a las costillas de Cadfael.

—¡Euan de Shotwick! Nadie le asaltará jamás por detrás; siempre que puede, elige un rincón entre dos paredes. Viaja solo con una jaca de carga, lleva armas y sabe utilizarlas muy bien. Es un alma solitaria, no se fía de nadie. Hace las veces de mozo (menos mal que sus mercaderías pesan poco, a pesar de lo que valen) y de vigilante.

Ivo Corbière se quedó un poco rezagado junto a unos tenderetes todavía desocupados, esperando a los comerciantes locales que llegarían al amanecer. Pese a que la oscuridad dificultaba la búsqueda, el joven estaba más que dispuesto a pasarse la noche sin dormir, alentado por el recuerdo de los brillantes ojos de Emma. Cadfael y Rhodri de Huw se encontraban a varios metros de distancia cuando le oyeron gritar con voz apremiante:

—Dios bendito, pero ¿qué es esto? ¡Berengario, venid aquí!

El tono fue suficiente para inducirles a regresar a toda prisa. Corbière se había apartado del camino para buscar en la oscuridad entre las mesas de caballete y los toldos amontonados, pero, cuando ellos miraron, la luz de las estrellas bastó para revelarles lo que él había visto. Por debajo de una liviana estructura de madera y un toldo estirado, asomaban dos pies inmóviles calzados con botas, apuntando hacia el cielo. Por un instante, todos contemplaron asombrados el espectáculo. Ninguno de ellos creía, en realidad, que el mercader hubiera podido sufrir algún daño. Después, Berengario tomó el armazón de madera y lo apartó del caballete contra el que estaba apoyado. Entonces apareció la imponente figura de un hombre cubierta por una capa que le ocultaba el rostro. No observaron el menor movimiento ni oyeron el menor sonido.

El oficial se inclinó sobre ella con la única antorcha que llevaban, y Berengario extendió la mano hacia los pliegues de la capa para retirarla de la cabeza y los hombros. El movimiento de la capa dejó escapar una fuerte vaharada de un olor que le indujo a detenerse con recelo y que también molestó al cuerpo, el cual emitió un sonoro ronquido y una nueva vaharada espirituosa.

—Borracho como una cuba y sin poder tan siquiera levantarse —dijo Berengario con alivio—. No creo que sea el hombre que buscamos. En el estado en que se encuentra, me parece que debe de llevar varias horas aquí. Si consigue levantarse antes del amanecer, será un milagro. Vamos a echarle un vistazo —retiró la capa con menos precauciones y el borracho dejó que lo arrastraran por los pies, soltando gruñidos de desagrado, y volvió a dormirse en cuanto le soltaron. La luz amarillenta y resinosa de la antorcha iluminó un enmarañado cabello cobrizo, unos anchos hombros cubiertos por un coleto de gamuza y un rostro que debía de ser vivaz e incluso hermoso cuando su propietario estaba despierto y sereno, pero que, en aquel momento, aparecía deformado e hinchado, con la boca abierta y babosa, y los ojos enrojecidos.

Corbière se acercó para examinarle con más detenimiento y ahogó un jadeo y una maldición.

¡Fowler! ¡Que el diablo se lleve al muy borrachín! ¿Así es cómo me obedece? ¡Por Dios, que le haré sudar por eso! —gritó el joven, asiendo un mechón de cabello del borracho y agitándole con furia, pero no consiguió arrancarle otra cosa que un ronquido más sonoro, la parcial abertura de un ojo empañado y un murmullo sin palabras que cesó en cuanto él le soltó con una mueca de repugnancia.

—Este bribón borracho es mío…, es Turnan Fowler, mi arquero y halconero —explicó Ivo con amargura, propinándole al hombre un suave puntapié en las costillas. El borracho tardaría varias horas en recuperar el conocimiento y ya habría tiempo para darle su merecido—. ¡Lo arrojaré al río! No le di permiso para abandonar la abadía, pero, por la pinta que tiene, habrá salido a beber por ahí, en cuanto di media vuelta… Qué barbaridad, huele que apesta, a saber qué clase de vino habrá bebido.

—Una cosa es segura —dijo Hugo con aire divertido—, éste no está en condiciones de levantarse e irse a la cama. Dado que os pertenece, ¿qué pensáis hacer con él? No os aconsejo que lo dejéis aquí. Si lleva algo de valor, aunque sólo sean los calzones, es posible que por la mañana despierte sin ellos. De noche andan muchos granujas por aquí…, ninguna feria se les escapa.

Ivo retrocedió y contempló al borracho.

—Si me prestáis dos hombres y tomamos una de estas tablas, lo llevaremos a la abadía y lo encerraremos en una celda de castigo para que duerma la borrachera en el suelo de piedra, eso le servirá de lección. Si le dejamos toda la mañana allí en ayunas, puede que la próxima vez se ande con más cuidado. ¡Como vuelva a hacerlo, lo despellejo!

Colocaron al borracho sobre una tabla de madera, donde en seguida pareció encontrarse a sus anchas y se pasó todo el camino hasta la barbacana durmiendo apaciblemente. Quienes lo transportaban se sintieron tentados de arrojarle al suelo para vengarse del esfuerzo que estaban haciendo por su culpa. Cadfael, Berengario y los demás componentes de la partida se los quedaron mirando con cierta tristeza, recordando que aún no habían cumplido su misión.

—Vaya, vaya —dijo Rhodri de Huw al oído de Cadfael—, ¡veo que Euan de Shotwick tiene cierto interés en averiguar lo que ha sucedido esta noche!

Cadfael se volvió y vio que, en la caseta cerrada, se había abierto una puerta, y una cabeza perfilada por la pálida luz de la vela se asomaba a echar un vistazo. Reconoció la altiva nariz aguileña y los huesudos hombros antes de que la puerta volviera a cerrarse en silencio y el guantero desapareciera.

Registraron minuciosamente el camino hasta la orilla del río donde Rogelio Dod les esperaba angustiado, pero no encontraron ni rastro de Tomás de Bristol.

Una embarcación rezagada que subió por el Severn desde Buildwas al día siguiente y fue amarrada junto al puente sobre las nueve de la mañana, retrasó la descarga de su cargamento de objetos de cerámica mientras se avisaba al alguacil que a bordo traían otro cargamento, recogido en una ensenada cerca de Atcham, el cual sería de mucho interés para las autoridades. Gilberto Prestcote, ocupado en otros asuntos, mandó desde el castillo a su propio oficial, con órdenes de informar primero a Hugo Berengario en la abadía.

El cargamento especial del alfarero estaba envuelto en una pieza de tela marinera al fondo de la embarcación y el agua que rezumaba había formado una mancha oscura sobre las tablas. El barquero retiró el lienzo y mostró a Berengario el cuerpo de un corpulento hombre de unos cincuenta y cinco años de edad, cabello ralo entrecano, mejillas azuladas y facciones desfiguradas por la muerte: maese Tomás de Bristol, despojado de su complicado capuchón, su lujosa túnica, sus anillos y su dignidad, tan desnudo como vino al mundo.

—Recogimos su cuerpo que flotaba junto a la orilla —dijo el alfarero, contemplando el cadáver—. Puedo mostraros el lugar, a este lado de los bajíos y la isla en Atcham. Nos pareció oportuno trasladarle aquí, tal como hubiéramos hecho con un ahogado. Pero éste —añadió con la cara muy seria— no se ahogó.

No, Tomás de Bristol no se había ahogado. Eso ya resultaba evidente porque le habían quitado todo lo que llevaba encima, cosa que él jamás hubiera hecho con sus propias manos ni por su voluntad. Pero todavía con más certeza por la herida increíblemente delgada que tenía en la paletilla izquierda, blanqueada y cerrada por el agua del río, en el lugar donde una daga de hoja finísima le había penetrado hasta el corazón.