II
pesar de lo que dije —comentó Emma, dando unas finas puntadas a una cinta de lino destinada a un gorrito infantil, sentada bajo la clara luz del mediodía junto a la ventana del dormitorio de Aline—, siento mucho haber perdido aquellos guantes. Un cuero negro tan suave y con tantos bordados en oro. Nunca me había comprado guantes tan caros —llegó al final de la costura y cortó limpiamente el hilo—. Dicen que en esta feria hay un guantero muy bueno —añadió, alisando su labor—. Creo que iré a ver si tiene algo similar. Dicen que en Chester es muy conocido y que la condesa compra en su casa. Esta tarde daré un paseo por la barbacana y echaré un vistazo a lo que tiene. Con tantos trastornos, apenas he tenido tiempo de ver la feria.
—Buena idea —dijo Aline—. No vamos a pasarnos un día tan bonito como éste encerradas aquí dentro. Iré contigo.
—Oh, no, no debes hacerlo —protestó Emma, solícita—. Esta tarde no has dormido. No hace falta que me acompañes en un trecho tan corto. Sentiría mucho que te cansaras por mi culpa.
—¡No seas tonta! —replicó Aline alegremente—. Estoy tan bien que voy a reventar si no hago algo. Son Constanza y Hugo los que quieren convertirme en una inválida por el simple hecho de encontrarme en el mejor y más feliz estado en que pueda encontrarse una mujer. Hugo está con el alguacil y Constanza se ha ido a visitar a una prima suya que vive en el Wyle, por consiguiente, ¿quién se va a preocupar? Me pongo los zapatos y nos vamos. Quisiera comprar una caja de esas frutas confitadas que trajo tu tío de Oriente.
De pronto, pareció que Emma perdía interés por el paseo. La joven acarició la cinta bordada que acababa de terminar y estudió la pieza de lino destinada a cubrir la coronilla.
—No sé…, me parece que termino la labor primero. Pasado mañana ya no tendré ocasión y no me gustaría que tuviera que terminarla otra persona. En cuanto a la fruta confitada, le pediré a Rogelio que esta noche te traiga una caja cuando venga para decirme qué tal ha ido el día. Mañana la tendrás aquí.
—Eres muy amable —dijo Aline, poniéndose los zapatos de todos modos—, pero él no puede probarse los guantes por ti ni elegirlos con tu criterio. Vamos a verlos nosotras. No tardaremos nada.
Emma vaciló, tal vez porque no sabía qué decisión tomar o porque buscaba el medio de librarse de una situación comprometida.
—¡No, no debo hacerlo! ¿Cómo he podido pensar en semejantes vanidades en momentos así? Me avergüenzo de mí. Mi tío ha muerto y yo estoy aquí, soñando con galas y aderezos. No, no debo ser tan superficial. Déjame, por lo menos, seguir con mi trabajo para el niño, en lugar de pensar en adornos —añadió la joven, tomando la pieza de lino.
Aline observó que la mano que la sostenía temblaba ligeramente, y vaciló, sin saber qué hacer. Estaba claro que la muchacha deseaba salir con un propósito determinado, pero quería ir sola. «Y sola —pensó Aline—, no saldrá mientras yo pueda impedirlo».
—Bueno, pues —dijo Aline—, si tan decidida estás a guardar penitencia, no quiero hacer el papel del diablo tentándote. Saldré ganando porque coses tan bien que yo nunca podría igualar tu trabajo. ¿Quién te enseñó?
Quitándose los zapatos, Aline volvió a sentarse. Por lo menos, había averiguado algo. Ahora sería mejor dejarla en paz. Emma le agradeció que cambiara de tema. No tenía el menor inconveniente en hablar de su infancia.
—Mi madre era famosa por sus bordados. Empezó a enseñarme en cuanto pude sostener una aguja, pero murió cuando yo contaba apenas ocho años. Entonces tío Tomás me tomó bajo su protección. Teníamos un ama de llaves flamenca que se casó con un marinero de Bristol y enviudó al morir su marido en un naufragio. Ella me enseñó todo lo que sé, aunque nunca pude igualarla. Solía hacer lienzos para el altar y vestiduras para los sacerdotes, unas prendas preciosas…
«Lo cual significa —pensó Aline—, que te basta con un buen par de guantes negros porque tú misma puedes adornarlos a tu gusto. Las personas que saben hacer labores tan exquisitas, raras veces se muestran satisfechas con el trabajo de los demás».
No era difícil tirar de la lengua a Emma, pero, aun así, Aline se preguntaba qué estaría pensando la muchacha y cuándo y cómo intentaría salir sola para cumplir su misteriosa misión. No hubiera tenido que inquietarse por ello ya que, poco después, llegó un hermano lego desde la caseta de vigilancia y anunció que Martín Bellecote ya había traído el ataúd de maese Tomás y solicitaba permiso para proseguir su tarea. Emma dejó su labor y se levantó con el rostro muy pálido. Por muy urgentes que fueran otros asuntos, nada apartaría a la joven de la iglesia hasta que su tío fuera colocado en el ataúd y éste se sellara para el viaje de regreso a casa, una vez rezadas las oraciones por su eterno descanso y celebrada la primera misa a la que ella asistiría al día siguiente. Aparte lo que hubiera sido para otras personas, Tomás fue para su sobrina huérfana un tío, un padre y un amigo, y ella no pensaba negarle las mejores honras fúnebres.
—Iré yo misma —dijo Emma—. Tengo que despedirme de él.
Aún no le había visto muerto, pero los monjes, expertos en el dulce arte de reconciliar la vida con la muerte, se habrían encargado de que pudiera recordarle sin zozobra.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Aline.
—Eres muy buena, pero prefiero ir sola.
Aline la siguió hasta el gran patio y vio cómo la pequeña procesión cruzaba el claustro. Emma caminaba al lado del carro de mano sobre el cual Martín y su hijo transportaban el féretro. Cuando levantaron la pesada caja y entraron con ella en la iglesia a través de la puerta sur, Aline permaneció de pie unos minutos, mirando a su alrededor. A aquella hora, casi todos los huéspedes y la mayoría de los criados legos estaban en la feria, y sólo los monjes iban y venían como de costumbre. A través de la vasta entrada del patio de los establos, Aline vio al joven mozo de Ivo Corbière almohazando una jaca, y al arquero Turstan Fowler, sentado en un poyo y silbando alegremente mientras sacaba brillo a una silla de montar. Sereno y ya recuperado de la borrachera, el apuesto muchacho poseía una figura gallarda y el semblante propio de quienes no tienen la menor preocupación en el mundo. Seguro que ya había sido perdonado y gozaba de nuevo del favor de su amo.
Fray Cadfael, que regresaba de los huertos, la vio contemplando la iglesia con expresión ensimismada. Al percatarse de su presencia, Aline esbozó una sonrisa.
—Martín ha traído el ataúd. Ahora están dentro y ella no pensará en otra cosa. Pero está dispuesta a escabullirse en cuanto pueda, Cadfael. Lo ha intentado. Quería ver si el guantero de la feria tenía unos guantes semejantes a los que ha perdido. Cuando me ofrecí a acompañarla, dijo que no y desistió de la idea.
—¡Guantes! —musitó fray Cadfael, rascándose la barbilla—. Es curioso que en pleno verano piense en guantes.
Aline no comprendió la insinuación y sólo captó el significado inmediato.
—¿Por qué curioso? Le han robado un par de guantes y, siendo ésta una de las pocas ferias donde pueden comprarse mercancías de valor, me parece muy natural. Claro que ir a comprarlos es una excusa. Cadfael no dijo más y se encaminó hacia el claustro. Lo más curioso no era que la joven quisiera sustituir una prenda perdida, teniendo ocasión de hacerlo. Lo extraño era que, enfrentada de pronto con la necesidad de hacer pasar por un vulgar robo algo que ella sabía muy bien que no lo era, uno de los objetos que afirmaba haber perdido fuera tan impropio de la estación que necesitara justificarse diciendo que acababa de comprarlo en Gloucester. ¿Por qué guantes?, a no ser que los guantes le rondaran por la cabeza por otro motivo. ¿Guantes? ¿O guanteros?
En la capilla del crucero, Martín Bellecote y su hijo depositaron el pesado ataúd sobre un caballete cubierto con lienzos, y colocaron reverentemente el cuerpo de maese Tomás de Bristol en su interior. Emma permaneció largo rato contemplando el rostro de su tío, sin lágrimas y en silencio. Comprendió que no le sería doloroso recordarle tan digno y distante en la muerte, con los huesos de las mejillas, la frente y la mandíbula más perfilados que en vida, y la sonrosada carne encogida en una cérea austeridad. En aquel momento, Emma hubiera deseado ofrecerle algo para que se lo llevara a la tumba, pero se daba cuenta de que, en medio de los trastornos de los dos últimos días, no había podido prepararse debidamente para la separación. Lo más importante para ella no era el hecho de la muerte sino la imperiosa necesidad de una ternura ritual, que nada tuviera que ver con las celebraciones públicas.
—¿Queréis que lo cubra? —preguntó Martín Bellecote en voz baja.
Emma se sobresaltó al oírlo y miró a su alrededor, casi desconcertada. El hombre, alto, apuesto y sereno, esperó sus órdenes sin impaciencia. El muchacho, muy serio y silencioso, la miró con sus grandes ojos color avellana. Desde la superioridad de los cuatro años que le llevaba, Emma se preguntó por la conveniencia de que una criatura tan tierna hiciera aquel servicio, pero en seguida comprendió que aquellos ojos estaban más interesados por ella que por el cuerpo de su tío, y que la vigorosa savia que circulaba en su interior se extendía hacia la luz y la vida como hacia el sol, y sólo reconocía la sombra en virtud de su proximidad a la luz. Lo cual, evidentemente, era justo y saludable.
—No, esperad un momento —contestó Emma—. ¡Vuelvo en seguida!
Una vez fuera de la iglesia, la joven miró a su alrededor, buscando el camino que conducía a los huertos. Vio la verde hilera de un seto y las copas de los árboles del otro lado y llegó a un sendero donde se habían plantado flores. Los monjes eran expertos hortelanos y valoraban con razón el cultivo de las especies comestibles, pero también tenían tiempo para las rosas. Eligió el arbusto más florido, con flores de pétalos amarillos y rosados en los extremos, y arrancó una sola flor. No un capullo y ni siquiera un globo perfecto sino una flor completamente abierta que ya había superado su plenitud, pero aún se conservaba intacta. La tomó y regresó corriendo a la iglesia. Él no era joven y ni siquiera estaba en su cénit sino que ya se inclinaba hacia el otoño, por lo que aquélla era la rosa más apropiada.
Fray Cadfael, que la había visto salir, la vio entrar de nuevo y la siguió hasta la capilla aunque se quedó a cierta distancia, envuelto en las sombras. Emma se acercó con la rosa y la depositó en el féretro, junto al corazón de su tío.
—Ahora podéis cubrirlo —dijo, apartándose para que pudieran trabajar tranquilos. Cuando terminaron, les dio las gracias y ellos se retiraron, dejándola sola, tal como era su deseo. Lo mismo hizo fray Cadfael en silencio.
Emma permaneció arrodillada un buen rato sobre las piedras del crucero, ajena a las molestias y con la mirada clavada en el féretro colocado delante del altar sobre el caballete cubierto con lienzos. Yacer de semejante forma en la iglesia de una gran abadía donde se cantaría una misa especial para él, y ser conducido después a casa en un hermoso féretro para la celebración de un solemne entierro era una gloria que a su tío le hubiera gustado indudablemente. Todo tendría que hacerse tal como él hubiera deseado. ¡Todo! Emma quería que su tío no tuviera ninguna queja de ella.
Sabía cuál era su deber; rezó por él numerosas oraciones que le permitieron dejar volar la mente mientras sus labios formaban las palabras. Haría lo que él hubiera querido que se hiciera, lo que sólo a ella le había revelado a medias. Se encargaría de cumplir la misión para que él estuviera contento y pudiera descansar en paz. Y después…, apenas había pensado en ello, pero en su espíritu soplaba una perfumada brisa estival que le hablaba de su juventud y hermosura, de las riquezas que la aguardaban y de los jóvenes que, como el hijo del carpintero, la miraban con interés y complacencia. Y también de otros jóvenes no tan tiernos…
Al final, la muchacha se levantó, se alisó las arrugadas faldas, abandonó apresuradamente la capilla para dirigirse a la nave central del templo y, al rodear las columnas de piedra de la esquina del crucero, se tropezó de frente con Ivo Corbière.
La estaba esperando en silencio en aquel sombrío rincón y no quiso entrar en la capilla hasta que ella terminara sus rezos. La precipitación con que la joven terminó sus oraciones estuvo a punto de arrojarla directamente a sus brazos. Emma jadeó de sorpresa y él extendió las manos para sostenerla, sin darse excesiva prisa en soltarla. En aquel oscuro lugar, su cabeza dorada resplandecía como el bronce y su rostro, solícitamente inclinado hacia ella, estaba tan moreno por el sol que casi brillaba con los mismos reflejos metálicos.
—¿Os he alarmado? ¡Lo siento! No quería molestaros. En la caseta de vigilancia me dijeron que el carpintero ya se había marchado y que vos estabais aquí. Pensé que, si esperaba pacientemente, podría hablaros. Si hasta ahora no os he presentado mis respetos —añadió Ivo con una expresión muy seria— no es porque no haya pensado en vos. ¡Lo he hecho constantemente!
Emma le miró con una fascinada admiración que jamás hubiera mostrado a plena luz del día, y casi olvidó apartarse de él. Las manos de Ivo se deslizaron por sus brazos y, al llegar a sus manos, las estrecharon por mutuo acuerdo.
—¡Hace casi dos días que no hablo con vos! —dijo el joven—. Es una eternidad y lo he pasado muy mal, pero estabais muy bien acompañada y yo no tenía ningún derecho… Pero, ahora que os tengo aquí, ¡permitidme reteneros una hora! Venid a dar un paseo conmigo por los huertos.
Abandonaron juntos la iglesia, cruzaron el jardín del claustro y atravesaron el bullicioso patio. Ya era casi la hora de vísperas, las horas más sosegadas de la tarde ya habían terminado, los monjes se iban congregando poco a poco tras haber interrumpido sus distintas tareas, y los huéspedes regresaban de sus paseos por la feria y la orilla del río. Resultaba agradable pasear entre la gente, del brazo de un noble señor, cuyas propiedades abarcaban los condados de Chester y Shrop. ¡Para una hija de artesanos y mercaderes, aquello constituía sin duda un gran honor! Ambos jóvenes se sentaron en un banco de piedra del jardín junto a un tupido seto, y aspiraron la embriagadora fragancia del herbario de fray Cadfael, llevada por la suave brisa que soplaba de vez en cuando.
—Tendréis que tomar molestas disposiciones —dijo Corbière con la cara muy seria—. Si puedo ayudaros en algo, decídmelo. Tendré mucho gusto en serviros. ¿Le llevaréis a Bristol para el entierro?
—Es lo que él hubiera querido. Mañana se celebrará una misa por él y después le conduciremos a la barcaza para regresar a casa. Los monjes han sido muy buenos amigos.
—¿Y vos? ¿Regresaréis también en la barcaza?
Emma vaciló. ¿Por qué no confiar en él? Era amable, considerado y comprensivo.
—No, no sería… prudente. Viviendo mi tío, desde luego, pero ahora no puede ser. Uno de nuestros cuatro criados…, no debo hablar mal de él porque siempre tuvo un comportamiento correcto, pero… me aprecia demasiado. Es mejor que no viajemos juntos. Sin embargo, no quiero ofenderle, insinuándole que no me fío de él. Le he dicho que debo quedarme aquí unos días por si el alguacil tuviera que hacerme más preguntas o se aclarara algo sobre la muerte de mi tío.
—Pero, entonces —comentó Ivo, sinceramente preocupado—, ¿cómo regresaréis a casa? ¿Qué medio utilizaréis?
—Me quedaré con la esposa de Berengario hasta que encontremos un grupo que viaje al sur y en el que haya mujeres. Hugo Berengario me tendrá al corriente. Tengo dinero y puedo pagarme el viaje. Ya me las arreglaré.
Ivo la miró largo rato en silencio hasta que su seriedad se transformó en una sonrisa.
—Habiendo tantas personas que os aprecian, estoy seguro de que llegaréis a casa sin contratiempos. Yo también quisiera ocuparme de ello. Pero ahora prefiero olvidar que habrá una partida y aprovechar al máximo las horas que permanezcáis aquí —el joven se levantó y la tomó de la mano para atraerla hacia sí—. Olvidaos de las vísperas y de que somos huéspedes de una abadía, olvidaos de la feria y de los negocios y de todo lo que ello pueda exigiros en el futuro. Pensad tan sólo que estamos en verano y el atardecer es precioso y vos sois joven y tenéis amigos… Venid conmigo hasta el arroyo, más allá de los estanques de los peces. Todo eso pertenece a la abadía, no me atrevería a llevaros más lejos.
Emma le acompañó complacida y sintió la fuerza de su mano en la suya. Junto al arroyo se estaba muy fresco, la luz brillaba en el agua y los pájaros gorjeaban alegremente en las ramas. Tan grande era el placer que experimentaba en aquellos momentos que casi olvidó la sagrada carga que le oprimía. Ivo se mostró amable y cortés y no insistió cuando ella le dijo a regañadientes que ya era hora de regresar, pues Aline podía preocuparse por su tardanza. La acompañó todo el camino sin soltar su mano y se empeñó en presentarse ante Aline para que la anfitriona de Emma pudiera examinarle, aceptarle y dar su aprobación. Tal como ésta hizo efectivamente.
Ivo se comportó con exquisita delicadeza. Permaneció en la casa un tiempo prudencial, tratándose de una primera visita, contestó a todas las amables preguntas de Aline y se retiró mucho antes de que finalizara el plazo que él mismo se había dado.
—Conque ése es el joven que fue tan amable y cortés cuando empezaron los disturbios —dijo Aline, una vez a solas con su amiga—. ¿Sabes una cosa, Emma? Creo que en él tienes un sincero admirador. (Un pretendiente ganado, pensó, podría sustituir a una anfitriona perdida). Perteneciente a una noble familia —añadió, recordando que ella había aportado dos castillos como dote; pese a lo cual, no veía la menor diferencia entre su propia persona y la de su invitada. Ignoraba en su inocencia que aquéllos cuya riqueza procedía de la artesanía y el comercio, y no de las tierras, ocupaban una posición tan honrada y orgullosa como la de los nobles—. Los Corbière son parientes lejanos del conde Ranulfo de Chester. Es un joven muy estimable.
—Pero no para mí —dijo Emma como si, en cierto modo, lo lamentara—. Soy hija de un cantero y sobrina de un mercader. No es probable que un noble propietario de tierras pretenda a alguien como yo.
—Pero no se trata de alguien como tú —dijo Aline con mucho sentido común—. ¡Se trata de ti!
Al salir de completas fray Cadfael miró a su alrededor y vio que todo estaba en precario equilibrio. Emma ya estaría a salvo en la hospedería y Berengario ya habría regresado a casa. Por una vez, se fue a dormir con sus hermanos a la hora prevista y durmió como un tronco hasta que le despertó la campana de maitines. Los monjes bajaron a la iglesia por la escalera nocturna en el profundo silencio de la medianoche para iniciar los rezos del nuevo día. Cuando ocuparon sus lugares a la débil luz de las velas del altar, ya había comenzado el tercer día de la feria de San Pedro. El tercero y último.
Cadfael siempre se levantaba para maitines y laudes de buena gana y sin pereza, incluso algo más despierto que en otros momentos de la jornada, como si sus sentidos se agudizaran, gracias al aislamiento de la comunidad congregada a aquella hora, hasta extremos imposibles de alcanzar durante el día. La mortecina luz, la solidez de las sombras, los susurros de las voces, la ausencia de fieles, todo contribuía a intensificar la sensación de refugio cerrado en el que todos quienes lo compartían eran de su misma carne, sangre y espíritu, tan responsables de él como él de ellos, incluso de quienes, durante las arduas actividades cotidianas, no le inspiraban el menor afecto y de los cuales tampoco pretendía ninguno. La carga de sus votos se convertía también en un privilegio, y la primera adoración de la noche era la fuerza que le ayudaba a enfrentarse con el nuevo día.
Las sombras tenían para él perfiles muy precisos, las siluetas de la columna, el capitel y el arco clamaban como vibrantes notas musicales, la vista y el oído percibían con acrecentada sensibilidad, los detalles poseían una trémula insistencia. El perfil de fray Marcos contra la luz de la vela resultaba penetrantemente claro. Una nota desafinada de un adormilado anciano escocía como el aguijón de una avispa. Y la solitaria mancha blanca bajo el caballete que sostenía el féretro de maese Tomás era como un agujero en la realidad, algo que no podía estar allí. Y, sin embargo, persistía. Le llamó la atención al principio de laudes, y después ya no pudo librarse de ella. Dondequiera que mirara y por mucho empeño que pusiera en centrar los ojos en el altar, la seguía viendo por el rabillo del ojo.
Cuando terminó el rezo de laudes y la silenciosa procesión empezó a desfilar hacia la escalera nocturna y el dormitorio, Cadfael se apartó, se agachó y recogió la mota que tanto le inquietaba. Era un solitario pétalo de rosa, con el color imposible de distinguir bajo aquella luz, pero más bien pálido y algo más oscuro en el borde. Comprendió inmediatamente lo que era y, con aquella agudización de los sentidos que le regalaba la noche, supo cómo había llegado hasta allí.
Por suerte, había visto a Emma traer la rosa elegida y depositarla en el ataúd. De lo contrario, el pétalo no le hubiera dicho nada. Ahora, en cambio, se lo decía todo. Con el hierático cuidado y ceremonia que suelen mostrar los jóvenes cuando se mueven, la muchacha llevó la ofrenda en el hueco de ambas manos, y ni una sola hoja ni un solo grano de polen amarillo de su corazón abierto cayó al suelo.
Quienquiera que con tanta insistencia buscara algo que creía en posesión de maese Tomás, tras registrar su cuerpo, su barcaza y su caseta, no se había detenido ante el sacrilegio de registrar su ataúd. Entre completas y maitines, el ataúd había sido abierto y vuelto a cerrar; y un solo pétalo de la marchita rosa de su interior se había desprendido, cayendo inadvertidamente al suelo como prueba de la profanación.