II

l carcelero abrió la celda de Felipe poco antes del mediodía, y se apartó a un lado para que entrara el preboste. Padre e hijo se miraron con dureza, y, aunque Godofredo Corviser miraba con expresión ceñuda y Felipe se mostraba huraño e insolente, el padre se ablandó y el hijo se tranquilizó. En el fondo, ambos se comprendían muy bien.

—Te ponen en libertad porque he ofrecido garantías —dijo lacónicamente el preboste—. La acusación aún no se ha retirado. Deberás comparecer cuando te llamen, y, hasta entonces, esperemos que consiga hacerte trabajar un poco.

—¿Puedo irme a casa contigo? —Felipe estaba desconcertado; ignoraba los acontecimientos producidos y no estaba preparado para aquella repentina liberación. Inmediatamente se sacudió el polvo de la ropa, consciente de que no ofrecía un aspecto demasiado presentable para recorrer la ciudad al lado del preboste—. ¿Por qué han cambiado de idea? No habrán detenido a alguien por el asesinato, ¿verdad?

Eso hubiera borrado todos los recelos y le hubiera dejado libre de toda sospecha a los ojos de Emma.

—¿Qué asesinato? —replicó su padre con gesto adusto—. Dejemos eso ahora, ya lo sabrás cuando salgamos de aquí.

—Date prisa, muchacho —dijo el bondadoso carcelero, agitando las llaves—, antes de que cambien de parecer. Al paso que van las cosas en la feria, igual te encuentras con las puertas cerradas antes de salir.

El desconcertado Felipe salió del castillo con su padre. Una vez en el patio, la luz del mediodía le deslumbró con su cálido resplandor y el cielo le pareció de un azul tan profundo y brillante como los ojos de Emma cuando le miraron con alarma e inquietud. Le hubiera sido imposible no sentir alborozo, por muchos reproches que le esperaran en casa. La esperanza de la juventud volvió a renacer en él cuando su padre le refirió bruscamente todo lo ocurrido mientras él se moría de angustia en la cárcel sin noticia alguna.

—Entonces, ¿hubo dos ataques contra la embarcación y la caseta de la señora Vernold, le robaron sus bienes y sus hombres fueron asaltados? —Felipe había olvidado su andrajosa apariencia y caminaba con la cabeza levantada y expresión tan beligerante como cuando encabezó la malhadada expedición sobre el puente la víspera de la feria—. ¿Y no han detenido a nadie? ¿No han hecho nada? ¡Es posible que ella corra peligro! —la indignación le indujo a apurar el paso—. Pero, por Dios bendito, ¿qué piensa hacer el alguacil?

—Bastante tiene con aplastar los vergonzosos alborotos que armáis tú y tus amigos —contestó el padre echando chispas, aunque no consiguió provocar en su enfurecido retoño ni el más leve rubor—. Pero, puesto que quieres saberlo, la señora Vernold se encuentra a salvo en la hospedería del monasterio, bajo la custodia de Hugo Berengario y su esposa. Más te valdría pensar en tu propia situación, hijo mío, y mirar bien por dónde andas porque aún no estás fuera de peligro.

—¿Qué hice de malo? Sólo di un paso más de los que tú diste la víspera —Felipe no parecía demasiado dolido por el duro juicio de su padre, pues sus pensamientos giraban en torno a la muchacha—. Padre, en la hospedería también puede estar al alcance de los que han tramado esta conspiración contra su tío y su familia —la muerte de otro mercader de la feria no le interesó demasiado, considerando que no tenía nada que ver con el vengativo catálogo de delitos contra maese Tomás y todas sus posesiones—. Ante el alguacil habló con absoluta imparcialidad —añadió—. Y no quiso acusarme de cosas peores que las que hice.

—¡Muy cierto! Su testimonio fue honrado y veraz, no podemos negarlo. Pero eso no es asunto tuyo, la muchacha está bien atendida. Tienes que pensar más bien en tu madre que ha estado despotricando contra ti durante todo este tiempo; ahora están buscando a los culpables del otro asesinato, ¡sin quitarte a ti la vista de encima, que conste!, y seguramente estará más calmada. De una u otra manera, recibirás una calurosa bienvenida.

Felipe no se preocupaba demasiado por eso, si bien, en cuanto entró en la casa situada detrás de la tienda del zapatero, recibió efectivamente una calurosa bienvenida, no de una u otra manera, sino de ambas a la vez. La señora Corviser, que era alta, hermosa y voluble, volvió la cabeza para mirar desde la repisa anterior de la chimenea donde en aquellos momentos se encontraba, emitió un grito entrecortado, soltó el cucharón y se acercó como un barco a toda vela para abrazarle, estrujarle, arrugar la nariz ante el olor de prisión que despedía, reprenderle por haber estropeado sus mejores chaqueta y calzón, tirarle de las orejas por reírse de su parrafada, quejarse amargamente de la cicatriz reseca que tenía en la sien y pedirle que se sentara inmediatamente y le dejara cortarle el pelo adherido a la sangre seca y limpiarle la herida. Lo más cómodo era someterse a sus deseos y dejarla hablar hasta que se cansara.

—Con la zozobra y los apuros que nos has hecho pasar y las angustias que me has causado, no mereces que te dé de comer, te lave y te remiende la ropa, desgraciado. ¡El hijo del preboste en la cárcel, qué humillación! ¿No te da vergüenza?

La mujer del preboste le limpió la sangre encostrada y se alegró al ver que la cicatriz era insignificante. Sin embargo, cuando su hijo le contestó alegremente «¡No, madre!», le tiró dolorosamente del pelo.

—¡Pues, tendría que darte, holgazán! Bueno, ya está. Ahora espero que te pongas a trabajar y nos compenses de todos los sinsabores que hemos pasado por ti, en lugar de andar por ahí aguijoneando a los hijos de los demás con tus descabelladas ideas…

—Son las mismas ideas de mi padre y el gremio de mercaderes, madre; a ellos hubieras tenido que regañar. Pregúntales a los que calzan mis zapatos si tienen alguna queja de mi trabajo.

En realidad, Felipe era un excelente artesano, tal como hubiera afirmado su madre si alguien hubiera puesto en duda su diligencia y habilidad. El muchacho la abrazó impulsivamente y la besó en la mejilla mientras ella lo apartaba con un gesto más parecido a un bofetón que a una caricia.

—Quítate de mi vista y no me vengas con arrumacos hasta que te hayas librado de la peor acusación y hayas pagado la multa por los alborotos. ¡Ahora, ven a comer!

Fue una comida tan excelente como las que su madre solía preparar los días de fiesta o en la festividad de algún santo. Al terminar, en lugar de quitarse la ropa que había llevado día y noche en la celda de la prisión, el muchacho se rasuró cuidadosamente la cara, hizo un hato con las mejores prendas que tenía después de las que había estropeado y salió de casa con él bajo el brazo.

—Y ahora, ¿adónde vas? —le preguntó inevitablemente su madre.

—Al río, a nadar un poco y lavarme.

Como otros muchos burgueses, tenían un huerto a la orilla del río bajo las murallas de la ciudad, donde cultivaban sus propias frutas y hortalizas y en el que había una pequeña cabaña y una extensión de césped en la que el mozo podía tenderse al sol. Felipe no dijo adonde iría después. Era una lástima que tuviera que presentarse con una chaqueta de inferior calidad, pero, como hacía mucho calor, tal vez no tendría ni siquiera que ponérsela. Con camisa y calzones, casi todos los hombres eran iguales, siempre y cuando la camisa fuera de excelente lino y estuviera bien lavada y planchada.

En el arenoso bajío junto al huerto el agua no estaba fría, pero, después de la comida, Felipe no quiso quedarse mucho rato ni alejarse demasiado de la orilla. Sin embargo, le gustó volver a sentirse el mismo de antes, libre incluso del recuerdo de su fracaso y su caída. Había un lugar junto a la orilla en el que el agua estaba casi inmóvil y reflejaba perfectamente su rostro y su cabello castaño cobrizo, que se peinó y alisó con los dedos. Después, Felipe se vistió con el mismo esmero con que se había rasurado la cara y regresó al puente, cruzándolo para dirigirse a la abadía. Los agravios de la ciudad, que tanto le preocupaban la última vez que pasó por allí, ya estaban casi olvidados; tenía otros asuntos más importantes en que pensar al otro lado del Severn.

—Hay alguien aquí —dijo Constanza, regresando del patio grande con una socarrona sonrisa en los labios— que solicita hablar con la señora Vernold. Un mozo que no está nada mal, por cierto, aunque todavía tiene las piernas un poquitín desgarbadas. Lo ha pedido con mucha educación.

Emma levantó rápidamente los ojos al oír mencionar a un joven. Ahora que en cierto modo ya había aceptado lo ocurrido y se había recuperado de un desastre del que ella no era culpable, recordaba constantemente las palabras de Ivo, a las que, en un principio, no prestó atención, pero que ahora estaban adquiriendo un reconfortante significado.

—¿Micer Corbière?

—No, no es él. A éste no lo conozco, pero dice llamarse Felipe Corviser.

—Yo le conozco —dijo Aline, levantando el sonriente rostro de su labor—. Es el hijo del preboste, Emma, el muchacho al que defendiste ante el alguacil. Hugo dijo que hoy se encargaría de que lo pusieran en libertad. Si hay alguien que en estos últimos dos días no ha hecho el menor daño a nadie, es él. ¿Quieres recibirle? Sería una muestra de amabilidad.

Emma casi le había olvidado, pero recordaba la defensa que hizo de él. Habían ocurrido tantas cosas desde entonces. Ahora le recordó, desgreñado, magullado, sucio y macilento a causa de la borrachera, aunque sin haber perdido del todo su abatida dignidad.

—Sí, lo recuerdo. Pues, claro que le recibiré.

Felipe siguió a Constanza hasta el aposento. Recién bañado en el río, con el húmedo cabello ensortijado rodeándole el rostro recién rasurado, y con la mirada altiva, aunque sin la belicosidad que ella había visto antes, el muchacho no se parecía para nada al humillado prisionero del castillo. La última mirada que le dirigió, volviendo la cabeza hacia ella mientras se lo llevaban…, sí, ésa todavía la conservaba un poco. Felipe saludó con una reverencia primero a Aline y después a Emma.

—Señora, acabo de ser puesto en libertad con la fianza de mi padre. He venido para agradecerle a la señora Emma su veraz testimonio en un momento en que yo no tenía ningún derecho a esperar la menor benevolencia por su parte.

—Me alegra de verte libre y con tan buena cara, Felipe —dijo serenamente Aline—. Querrás hablar a solas con Emma, supongo. Creo que otra compañía que no sea la mía le será beneficiosa, porque aquí no hablamos más que de niños —la esposa de Berengario se levantó y dobló cuidadosamente su labor de tal modo que la aguja quedara a la vista—. Constanza y yo nos sentaremos en el banco junto a la puerta de la entrada. Allí hay más luz, y yo no soy una costurera tan experta como Emma. Aquí podréis hablar sin que nadie os moleste.

—Lo primero que quise hacer una vez recuperada la libertad —dijo Felipe—, fue venir a veros para agradeceros lo que hicisteis por mí. Así lo hago ahora con todo mi corazón. Algunos de los que declararon allí me conocían de toda la vida y no tenían nada en mi contra, y, sin embargo, afirmaron que fui el primero en atacar y hacer toda suerte de cosas que no hice. Pero vos, que habíais sufrido por mi comportamiento, aunque bien sabe Dios que jamás tuve semejante intención, dijisteis sólo la verdad. Hace falta un corazón generoso y una mente ecuánime para hacer tanto por un desconocido al que no teníais ninguna razón para amar.

El joven no eligió esta última palabra sino que le salió sin querer; sin embargo, en cuanto la oyó, se extendió por su rostro un rubor tan ardiente como el fuego que poco después quedó débilmente reflejado en las mejillas de la muchacha.

—Simplemente me limité a decir lo que había visto —contestó ella—. Todos hubieran tenido que hacer lo mismo, no es una virtud sino una obligación. La gente no piensa en lo que dice, no se toma la molestia de decir exactamente lo que ve. Es una lástima. Pero ahora todo ha pasado. Me alegro de que os hayan puesto en libertad. Me alegré cuando Hugo Berengario dijo que os dejarían libre, después de todo lo ocurrido sin que vos tuvierais en ello la menor parte. Pero, tal vez no os habéis enterado…

—Sí, me he enterado. Mi padre me lo ha contado —Felipe se sentó al lado de Emma en el asiento que había desocupado Aline, y se inclinó hacia ella con la cara muy seria—. Sin duda alguien tiene muy malas intenciones contra vos y contra vuestra familia, ¿cómo explicar si no todas estas afrentas? Emma, temo por vos…, temo el peligro que pueda amenazaros. Lamento vuestra pérdida y todas las penalidades que habéis sufrido. Ojalá pudiera encontrar algún medio de serviros.

—No tenéis que preocuparos por mí —contestó la joven—. Ya veis que estoy en las mejores manos; mañana terminará la feria, y Hugo Berengario y Aline me ayudarán a encontrar un medio seguro para regresar a casa.

—¿Mañana? —preguntó Felipe, consternado.

—Tal vez no sea mañana. Rogelio Dod se irá mañana con la barcaza río abajo, pero puede que yo tenga que quedarme un par de días más. Tenemos que encontrar un grupo que vaya al sur de Gloucester, para conseguir el salvoconducto, y tiene que ser un grupo en el que viajen otras mujeres. Quizá tardaremos uno o dos días.

Aquellos dos días serían tan valiosos como el oro, pero después ella se iría y Felipe quizá no volvería a verla jamás. Y, sin embargo, a pesar de que la noticia era un motivo de tristeza para él, el mozo sólo pensaba en el bienestar de la muchacha, temiendo que la amenazara algún peligro.

—En sólo dos días, fijaos cuántas cosas malas han ocurrido, y siempre cerca de vos. ¿Qué no podrá ocurrir en otros momentos? Desearía que, en estos instantes, ya estuvierais sana y salva en vuestra casa —dijo con vehemencia—, aunque bien sabe Dios que antes preferiría cortarme la mano derecha que dejar de veros —Felipe no se había dado cuenta de que aquella misma mano derecha había tomado la izquierda de Emma y la estaba apretando con fuerza—. Por lo menos, buscad algo en lo que pueda serviros antes de que os vayáis. Decidme, por lo menos, que estáis segura de que no le hice ningún daño a vuestro tío…

—Pues, claro —contestó Emma—, lo haré de mil amores. Nunca lo creí. Vos no sois una persona capaz de matar a un hombre por la espalda. Jamás lo pensé. ¡Pero me gustaría que pudiera demostrarse claramente ante el mundo, por vuestro bien!

Lo dijo con tanta sinceridad que Felipe se lo agradeció con toda el alma. Aunque fueran palabras nacidas de la generosidad y no tuvieran otro significado más profundo, el muchacho se alegró de que, por lo menos, la joven fuera tan amable y considerada con él.

—Y también por el mío —añadió Emma— y por el de la justicia. No es justo que un miserable asesino escape de la condena, y me apena pensar que la muerte de mi tío pueda quedar sin castigo.

Buscad algo en lo que yo pueda serviros, le había dicho el joven; quizás ya lo había encontrado. Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por ella; hubiera cruzado el umbral de cualquier aposento aunque un sabueso guardara la entrada, si ella le hubiera necesitado. Pero no lo necesitaba porque estaba bajo la custodia del segundo alguacil y de su dama, los cuales velarían por ella hasta que iniciara el viaje de regreso a casa. Sin embargo, cuando Emma habló del desconocido que había apuñalado por la espalda a su tío, sus grandes ojos se encendieron con el azulado brillo de los zafiros y su rostro se quedó tan blanco como el mármol. Felipe se encargaría de borrar aquel agravio. Aún tendría ocasión de hacer algo por ella.

—Emma —dijo el joven en un susurro, respirando hondo antes de lanzarse a la empresa.

En aquellos momentos se abrió la puerta, aunque ninguno de los dos había oído llamar, y Constanza asomó la cabeza.

—Micer Corbière espera para veros cuando estéis libre —dijo la doncella, retirándose, pero dejando la puerta abierta.

Estaba claro que a micer Corbière no se le podía hacer esperar mucho rato.

Felipe se levantó. Emma se olvidó inmediatamente de él y sus ojos se iluminaron como lejanas estrellas al oír el nombre.

—No sé si os acordáis de él —dijo la muchacha, reservándole todavía un retazo de su atención—, es el joven caballero que acudió en nuestra ayuda en el embarcadero, junto con fray Cadfael. Ha sido muy amable conmigo.

Felipe lo recordaba, pese a que, en aquellos momentos, sus embotados sentidos lo veían todo deformado; un ágil y arrogante caballero saltó por encima de un tonel que rodaba por el suelo para sujetar a Emma cuando ya estaba a punto de caer al agua, el mismo caballero que, en honor a la verdad, confirmó en su declaración el veraz testimonio de Emma, aunque más tarde presentó a su halconero para que testificara sobre las estúpidas amenazas que él profirió aquella noche, cuando estaba más borracho que una cuba. Felipe no podía discutir aquel testimonio porque no podía pensar con claridad ni se acordaba de nada. Recordaba la repugnancia que sintió por sí mismo, y sufría al pensarlo. En contraste con él, el joven señor de la dorada cresta y las proezas de atleta parecía un personaje admirable.

—Pido licencia para marcharme —dijo Felipe, permitiendo a regañadientes que la joven retirara la mano de la suya—. Os deseo lo mejor en el viaje y en todo lo demás.

—Yo también os lo deseo a vos —contestó ella, añadiendo con inconsciente crueldad—: ¿Queréis decirle a micer Corbière que pase?

Jamás en su vida le habían pedido a Felipe que estuviera en cuerpo y alma a la altura de las circunstancias. El muchacho se retiró con una dignidad que nunca en su vida hubiera soñado alcanzar y, al toparse cara a cara con Corbière en el pasillo, le transmitió cortésmente la amable invitación de la señora Emma, ardiendo de celos por dentro. Ivo le dio amablemente las gracias y le miró con interés y respeto, al parecer sin recordar haberle visto en circunstancias mucho menos agradables.

«Nadie hubiera adivinado —pensó Felipe mientras salía al soleado patio—, que un zapatero y un gran señor propietario de tierras acababan de codearse en la hospedería del monasterio. Bueno, aunque tenga un castillo en el condado de Shrop y otros muchos en el de Chester y aunque sea pariente lejano del conde Ranulfo y frecuente su corte, yo tengo algo que puedo hacer por ella, y un oficio tan honrado como su noble linaje; y, si consigo mi propósito, tanto si ella viene a mí como si no, estoy seguro de que nunca me olvidará».

Fray Cadfael entró a través de la caseta de vigilancia tras varias horas de infructuosos merodeos por la feria y la orilla del río. Entre cientos de hombres ocupados en sus propias tareas, la búsqueda de una manga rota o recientemente remendada era casi como buscar una aguja en un pajar. Lo malo era que no conocía otro método mejor. Además, hacía mucho calor y tanto en las calles como en los tenderetes casi todos los hombres iban en mangas de camisa. Por si fuera poco, había otra posibilidad: el puñal del guantero había provocado la salida de sangre, lo cual significaba que atravesó la piel; sin embargo, junto con el fragmento de tela parda, no arrancó ni un solo hilo de lino blanco o sin blanquear. Si el intruso llevaba camisa, debía de ir con las mangas arremangadas y la prenda salió indemne, por lo que en aquellos momentos podía cubrirle la herida incluso una venda, en caso necesario. Cadfael quería echar un vistazo a la cabaña y llegar a tiempo para vísperas, más que nada porque no sabía qué hacer. Una pausa de silencio y meditación le ayudaría a aguzar el ingenio.

Mientras cruzaba el patio en dirección al huerto, se tropezó casualmente con Felipe, que salía de la hospedería. Enfrascado en sus propios pensamientos, el joven pasó por su lado casi sin fijarse en él, pero, de pronto, se detuvo y volvió la cabeza.

—¡Fray Cadfael! —Cadfael se volvió bruscamente, abandonando sus graves preocupaciones—. ¡Sois vos! —exclamó Felipe—. Declarasteis en mi favor ante el alguacil después de Emma. Fuisteis quien me ayudó a levantarme y me libró del peligro cuando los oficiales sofocaron los disturbios en el embarcadero. No había tenido ocasión de daros las gracias, fray, pero lo hago ahora.

—No tienes nada que agradecerme —dijo Cadfael, estudiando con interés al desgarbado mozo y alegrándose de que hubiera madurado tanto en tan poco tiempo, tal vez porque en la cárcel se había dedicado a hacer examen de conciencia o tal vez porque no había cesado de pensar en Emma—. Me complace verte de nuevo entre nosotros y con aspecto tan saludable.

—Aún pesa sobre mí una carga —contestó Felipe—. La acusación sigue en pie, ni siquiera se ha retirado la acusación de asesinato.

—Pero es una acusación que sólo se sostiene sobre una pierna y puede caer de un momento a otro —señaló jovialmente Cadfael—. ¿No te has enterado de que hubo otra muerte?

—Eso me han dicho, y otro acto de violencia también. Pero no creo que este último tenga relación con el resto. Hasta ahora, los delitos fueron contra maese Tomás. Este hombre era un desconocido de Chester. Fray, concededme unos minutos —añadió el mozo, apoyando ansiosamente una mano en la manga de Cadfael—. Aquella noche no tenía la cabeza muy clara…, todo lo que hice, todo lo que me hicieron. Quiero reconstruir todos los minutos de una noche que no consigo recomponer por mí mismo.

—No me extraña, después del garrotazo que recibisteis en la cabeza. Ven a sentarte un rato en el huerto, allí estaremos tranquilos —dijo Cadfael, tomando a Felipe del brazo, acompañándole a través de la arcada y sentándole junto al tupido seto en el banco donde Emma e Ivo se habían sentado juntos la víspera—. Bueno, pues cuéntame lo que te inquieta. No me sorprende que tus recuerdos sean confusos. Tienes una cabezota muy dura y una tupida mata de pelo; de otro modo, te hubieran sacado de allí en unas parihuelas.

Felipe frunció el ceño con la mirada perdida en la distancia entre los rosales en flor, vaciló sin saber qué decir y qué ocultar, vio por el rabillo del ojo la paciente mirada de fray Cadfael y dijo de golpe:

—Acabo de ver a Emma. Sé que está en mucho mejores manos que las mías, pero por lo menos he encontrado una cosa que podría hacer por ella. Quiere y necesita que el asesino de su tío sea llevado ante la justicia. Y yo me propongo encontrarlo.

—Lo mismo pretenden el alguacil y todos sus hombres —dijo Cadfael—, pero hasta ahora no lo han conseguido —Cadfael lo dijo no como reproche ni con deseo de desanimarle, sino como simple constatación de un hecho—. Yo también quisiera encontrarle, pero tampoco lo he logrado. La participación de otra persona podría contribuir al conocimiento de la verdad. ¿Por qué no? Pero ¿qué piensas hacer?

—Pues, si puedo demostrar, ¡pero demostrar de verdad!, que yo no lo hice, quizás encuentre algo que me conduzca al que lo hizo. De momento, quisiera averiguar qué me ocurrió aquella noche. No sólo para defenderme —dijo Felipe— sino porque considero que el alboroto que promoví sirvió para cubrir el asesinato, quien lo hizo debió de tenerlo en cuenta, aprovechando la circunstancia que yo le ofrecí en bandeja y a sabiendas de que, cuando el crimen se descubriera, el primer nombre que acudiría a la mente de todos sería el mío. Quienquiera que fuera debió de seguirme en todas mis idas y venidas ya que, de lo contrario, no hubiera podido serle útil. Si me rodearan constantemente diez amigos, el alguacil me hubiera descartado inmediatamente para buscarme otro lado. Pero estaba borracho y mareado, y pasé mucho rato solo a la orilla del río, es lo único que recuerdo. El rato suficiente como para que sospecharan de mí. Y el asesino lo sabía.

—Es un razonamiento muy atinado —convino Cadfael—. ¿Qué piensas hacer?

—Empezar desde la orilla del río donde recibí el garrotazo y seguir mi propio rastreo hasta que aclare todo lo que ahora está confuso. Recuerdo todo lo que ocurrió hasta que vos me apartasteis de los hombres del alguacil y otros dos me arrastraron, pero estaba aturdido, me flaqueaban las piernas y no recuerdo quiénes eran. Podría empezar por ahí, si vos les conocierais.

—Uno de ellos era el jornalero de Edric Flesher —contestó Cadfael—. Al otro le había visto, pero no recuerdo su nombre, un mozo vigoroso y corpulento, dos veces más grueso que tú, con el cabello como la estopa…

—¡Juan Norrenys! —exclamó Felipe, chasqueando los dedos—. Me parece recordar que más tarde estuve con él. Es suficiente, empezaré por ahí, averiguaré dónde me dejaron y cómo… o dónde me separé de ellos, tal como seguramente hice ya que no debía de ser una compañía muy agradable para unos cristianos —el muchacho se levantó, echándose la chaqueta sobre los hombros—. Desenredaré toda la madeja de aquella noche, si puedo.

—¡Muy bien! —dijo Cadfael, complacido—. Te deseo mucha suerte de todo corazón. Y, si piensas visitar algunas cervecerías de la barbacana, tal como parece que hiciste aquella noche, ¿te importaría mantener los ojos abiertos en mi nombre? Si encuentras a tu asesino, es posible que encuentres también al mío —con sumo cuidado, el monje le explicó al joven lo que tenía que buscar—. Un brazo levantando una jarra o extendido sobre una mesa, puede mostrarte lo que ando buscando. Una manga izquierda con un desgarrón largo como una mano, desde el puño de una chaqueta de color pardo bermejo, cosido con un hilo de color más claro. Tendría que estar en la parte inferior de la manga. O, si los brazos están cubiertos, busca el rasguño hecho por el cuchillo cuando desgarró la manga, o la venda que lo podría cubrir si todavía sangra. Si lo encuentras, no le desafíes ni hagas nada; dime tan sólo su nombre, si lo conoces, y dónde puedo encontrarlo.

—¿Es el asesino del guantero? —preguntó Felipe, tomando nota de los detalles mientras asentía con la cara muy seria—. ¿Creéis que pueda ser el mismo hombre?

—Si no el mismo, es posible que ambos se conozcan y formen parte de la misma conspiración. Si encontramos a uno, estaremos muy cerca del otro.

—En cualquier caso, estaré bien atento —dijo Felipe, alejándose con paso decidido hacia la caseta de vigilancia para iniciar su búsqueda.