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odo empezó durante el habitual capítulo diario en el monasterio benedictino de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury, el día trece de julio del año del Señor de 1139. Siendo aquel día la víspera de la víspera de San Pedro ad Vincula, festividad de solemne y provechosa importancia para la casa que llevaba su nombre, los asuntos de la reunión estuvieron enteramente dedicados a las medidas necesarias para la celebración, dejando las cuestiones secundarias para otra oportunidad.
La casa estaba dedicada, en realidad, a dos santos, pero san Pablo tendía a ser olvidado y a veces incluso omitido de los documentos oficiales, o abreviado casi al extremo de desaparecer. El tiempo es oro, y a los amanuenses les cansa escribir el título completo, en ocasiones nada menos que veinte veces en un documento. Sin embargo, éstos habían tenido que modificar sus costumbres desde que el abad Radulfo tomara el timón de la barca monástica, tratándose de un hombre que no admitía chapuzas y exigía que su tripulación fuera tan meticulosa como él.
Fray Cadfael se encontraba en su huerto de hierbas medicinales desde antes de prima, observando complacido la floración de sus amapolas orientales y calculando el tiempo que tardarían las semillas en germinar. La estación estival se encontraba en pleno apogeo y prometía una rica cosecha dado que, tras unas copiosas nevadas, la primavera había sido muy húmeda y templada, y los meses de junio y julio muy calurosos y soleados, con esporádicos aguaceros que mantuvieron frescas las hojas y los capullos en sazón. La cosecha de heno se anunciaba muy abundante y el trigo ya estaba preparado para la hoz. En cuanto terminara la feria anual, comenzaría la siega. El fragante dominio de Cadfael, bañado por el rocío de la aurora y en trance de calentarse en la embriagadora dulzura del sol naciente, le llenó los sentidos de un placer del que a veces abomina el ascetismo de la Iglesia por considerarlo turbadoramente pecaminoso en su puro deleite. Algunas veces, el joven fray Marcos, que trabajaba con él en aquel deleitoso huerto, sentía la necesidad de confesar aquella alegría entre sus pecados y aceptar humildemente la penitencia. Era todavía muy joven y se le podía disculpar. Fray Cadfael, con más sentido común, no tenía tales escrúpulos. Los múltiples dones de Dios están ahí para que disfrutemos de ellos, y no sentir alegría sería una muestra de ingratitud.
Puesto que ya había trabajado en el huerto dos horas antes de prima y no tenía nada que ver con la feria de la abadía en la que se centraba la atención general, Cadfael se dispuso a echar una cabezadita, tal como tenía por costumbre, detrás de su columna protectora en el rincón más oscuro de la sala capitular, perfectamente preparado para despertar de golpe en caso de que le dirigieran alguna inesperada pregunta, y perfectamente capaz de responder con coherencia a cualquier cosa escuchada sólo en parte. Llevaba dieciséis años de monje, por propia y ponderada elección, cosa de la que jamás se arrepintió tras una vida extremadamente aventurera, de la que tampoco se arrepentía, y estaba completamente curado de espantos. Contaba cincuenta y nueve años, tenía un mundo de experiencias encerrado en su interior, y estaba más fuerte que un roble, según decía fray Marcos, casi tan patituerto como él. Cadfael dormitaba sin apenas roncar y tan silenciosamente como una flor de las que se cierran de noche. Dentro de la regla benedictina y sin apartarse de ella ni un ápice, se había forjado una disciplina diaria, admirablemente adaptada a sus necesidades.
Probablemente dormía como un tronco cuando el capataz de la granja, tras pedir debidamente disculpas, entró en la sala capitular y permaneció de pie, esperando a que el abad le autorizara a hablar. Pero estaba sin duda despierto cuando el capataz anunció:
—Mi señor, aquí, en el gran patio, se encuentran el preboste de la ciudad con una delegación del gremio de los comerciantes. Solicitan ser recibidos por vos. Dicen que el asunto es importante.
El abad Radulfo arqueó levemente las severas cejas y con un gesto indicó que recibiría de inmediato a los representantes de la ciudad. Las relaciones entre la ciudad de Shrewsbury situada en una orilla del río, y la abadía, en la otra, aunque nunca habían sido exactamente cordiales (cosa bastante improbable, habida cuenta de que sus intereses estaban a menudo en conflicto), siempre fueron correctas, y las escaramuzas se llevaban a cabo con exquisita cortesía. Si el abad olfateó una inminente batalla, no lo dio a entender. Aun así, pensó Cadfael contemplando su afilado y astuto rostro, tiene una idea bastante precisa de lo que vienen a buscar.
Los dignatarios del gremio entraron en la sala capitular encabezados por el preboste y formando una sólida falange de diez individuos. Maese Godofredo Corviser era un hombre corpulento que aún no había cumplido los cincuenta años, alto, soberbio y perfectamente rasurado. Hacía los mejores zapatos y botas de montar de toda Inglaterra, y era muy consciente de la calidad de sus productos y de su propio valor. Para aquella ocasión, se había vestido con sus mejores galas, e incluso sin la larga túnica que debía de significarle un purgatorio en medio del sofocante calor estival, su figura hubiera causado una fuerte impresión, cosa que él pretendía sin duda. Cadfael conocía muy bien a varios de los que se agrupaban a su espalda: Edric Flesher, el representante de los carniceros de Shrewsbury, Martín Bellecote, maestro carpintero, Reginaldo de Aston, el platero… todos ellos hombres, todos ellos acaudalados. El abad Radulfo aún no los conocía porque sólo llevaba medio año en el cargo, tras haber sido enviado desde Londres para que pusiera un poco en cintura aquella casa provincial un tanto indolente y descuidada.
Tenía mucho que aprender sobre los hombres de la frontera, y él, que no era precisamente tonto, lo sabía muy bien.
—Seáis bienvenidos, caballeros —dijo cortésmente el abad—. Hablad libremente y os prestaré oídos atentos.
Los diez se inclinaron en profunda reverencia, y luego se quedaron plantados como en orden de batalla, mirando a su alrededor con ojos alerta y sin pronunciar palabra. El abad concentró en ellos su cortés atención, exactamente con la misma actitud. En una de las raras ocasiones en que había desempeñado tareas de pastor, Cadfael había visto dos carneros mirándose de aquella forma poco antes de entrechocar sus frentes.
—Mi señor abad —dijo el preboste—, tal como bien sabéis, la feria de San Pedro empezará pasado mañana y durará tres días. Precisamente de la feria hemos venido a hablar. Durante todo este período, las tiendas de la ciudad deberán permanecer cerradas y no se deberá vender otra cosa que vino y cerveza amarga. El vino y la cerveza amarga se venden libremente en la feria de aquí y también en la barbacana de la abadía, por lo que ningún hombre de la ciudad puede ganarse la vida con estos productos. Durante tres días, que son los que más beneficios nos permitirían obtener en todo el año, cobrando portazgos sobre los carros, las acémilas y los fardos transportados por los hombres que atraviesan la ciudad, no podemos recaudar ningún tipo de impuesto porque todos los portazgos pertenecen exclusivamente a la abadía. Las mercancías que llegan en barco por el río son descargadas en vuestro embarcadero y vos cobráis los impuestos. Nosotros no obtenemos nada. Y, a cambio de este privilegio, sólo pagáis treinta y ocho chelines y hasta para eso tenemos que tomarnos la molestia de deducirlo de las rentas de vuestros arrendatarios en la ciudad.
—¡Más que treinta y ocho chelines! —afirmó el abad Radulfo, arqueando un poco más las cejas gris acero, pero sin perder la compostura de semblante y de voz—. La suma se estableció como justa. Y no lo hicimos nosotros. Los términos del acuerdo los conocéis desde hace muchos años, creo.
—Ciertamente, y a menudo nos han parecido una pesada carga, pero los pactos deben cumplirse y nunca nos hemos quejado. Sin embargo, esa cantidad nunca ha aumentado, ni en los años buenos ni en los malos. Es muy oneroso para una ciudad tan castigada como la nuestra perder tres días de comercio y los mejores portazgos del año. El verano pasado, tal como sin duda sabéis aunque entonces aún no estabais con nosotros, Shrewsbury estuvo bajo asedio más de un mes y, al final, cayó con graves daños en sus murallas y sus calles. A pesar de nuestros esfuerzos, las reparaciones aún no han concluido y los hombres capaces de hacerlas escasean después de las numerosas pérdidas del verano pasado. No se han reparado ni la mitad de los desperfectos y, en estos tiempos que corren, ¿quién sabe cuando volverán a atacarnos? El tráfico de vuestra feria pasará por nuestras calles, contribuyendo a su empeoramiento, y nosotros no recibiremos ninguna ayuda para reparar los daños.
—Al grano, mi señor preboste —dijo el abad en tono pausado—. Habéis venido a formular una petición. Hablad sin rodeos.
—¡Así pienso hacerlo, padre abad! Nosotros creemos, porque hablo en nombre del gremio de comerciantes y de todos los ciudadanos de Shrewsbury, que este año tenemos derecho a que la abadía pague un tributo más alto por la feria o, mejor aún, que aparte una proporción de los portazgos de la feria sobre las mercancías transportadas a caballo, en carro o en embarcación, y la destine a la reconstrucción de las murallas de la ciudad. Vosotros, que os beneficiáis de la protección que os ofrece la ciudad, deberíais participar también en el mantenimiento de sus defensas. Sería suficiente con una décima parte de los beneficios y os lo agradeceríamos de todo corazón. No es una exigencia, sino una respetuosa súplica. Pero creemos que la décima parte es de estricta justicia.
El abad Radulfo permaneció sentado muy erguido, contemplando con severo rostro la falange de osados ciudadanos.
—¿Es ése el parecer de todos vosotros?
Edric Flesher habló sin temor:
—Lo es. Y el de todos nuestros conciudadanos también. Algunos lo expresarían en términos mucho más duros que los que ha utilizado el maestro zapatero. Pero confiamos en vuestra comprensión y esperamos vuestra respuesta.
El leve rumor que recorrió la sala capitular fue como un profundo suspiro. Casi todos los monjes contemplaban la escena con asombro e inquietud; los más jóvenes se movían y hablaban en susurros, pero con mucha cautela. El prior Roberto Pennant, que esperaba ascender al puesto de abad y había sufrido una amarga decepción cuando un forastero pasó por encima de su cabeza, mantenía una ascética calma, parecía mover los labios en una plegaria y con los párpados entornados miraba de soslayo a su superior, deseando en su fuero interno que, en su afán de mostrarse compasivo y generoso, cometiera un error irreparable. El anciano fray Heriberto, recientemente relevado como abad del monasterio y convertido en un monje más, dormitaba en un rincón, alegrándose de poder descansar.
—Mirad —dijo Radulfo al final—, lo que planteáis es un conflicto entre los derechos de la ciudad y los derechos de esta casa. En semejante equilibrio, ¿a quién debe corresponder el veredicto, a vosotros o a mí? ¡Por supuesto que a ninguna de las dos partes! Necesitamos un juez imparcial. Pero debo recordaros, caballeros, que existe una reciente decisión al respecto. A comienzos de este año, luego del asedio que lamentáis, Su Alteza el rey Esteban confirmó nuestra antigua carta con todas las concesiones de tierras, derechos y privilegios de que gozamos desde tiempo inmemorial. Ratificó también nuestro derecho a celebrar estos días de feria en la festividad de nuestro patrón san Pedro, con el mismo tributo que siempre hemos pagado, y en las mismas condiciones. ¿Acaso suponéis que hubiera ratificado esta concesión de no haberla considerado justa?
—Si queréis que os diga lo que pienso —contestó el preboste, acalorándose por momentos—, jamás supuse que la justicia tuviera algo que ver con este asunto. No quiero criticar las decisiones de Su Alteza, pero está claro que consideraba a Shrewsbury una ciudad hostil, y puede que la siga considerando tal, a causa de FitzAlan, que ahora se encuentra en Francia pero antes estuvo al mando de la guarnición del castillo y lo defendió durante más de un mes. Los habitantes de la ciudad no entrábamos ni salíamos en este asunto, ¡y poco hubiéramos podido hacer! El castillo se declaró a favor de la emperatriz Matilde y nosotros tenemos que arrostrar las consecuencias ahora que FitzAlan está lejos y a salvo. Mi señor abad, ¿es eso justicia?
—¿Estáis insinuando que Su Alteza, confirmando los derechos de la abadía, quiere vengarse de la ciudad? —preguntó el abad con suave y peligrosa dulzura.
—Lo que os digo es que jamás en su vida se preocupó por la ciudad ni por sus heridas, pues de lo contrario le hubiera hecho alguna concesión.
—¡Ya! En tal caso, ¿no os parece que deberíais dirigir la petición al señor Gilberto Prestcote, alguacil del rey, y no a nosotros?
—Ya lo hicimos en otra cuestión no relacionada con la feria. El alguacil no está facultado para anular una parte de los privilegios otorgados a la abadía. Sólo vos, padre, podéis hacerlo —se apresuró a decir Godofredo Corviser.
Estaba claro que el preboste era tan hábil en sortear las trampas verbales como el abad.
—¿Y qué respuesta os dio el alguacil?
—No hará nada por nosotros hasta que sean reconstruidas las murallas de su castillo. Nos ha prometido prestarnos hombres cuando los trabajos de allí hayan terminado, pero los hombres no nos faltan; lo que necesitamos es dinero y material, pero pasará más de un año antes de que nos ceda un puñado de hombres que nos ayuden. En esta situación, padre, ¿os asombra que la feria represente una carga para nosotros?
—Sin embargo, nosotros también tenemos nuestras necesidades, tan urgentes como las vuestras —replicó el abad tras meditar un momento—. Y quisiera recordaros que nuestras tierras y posesiones se encuentran más allá de las murallas de la ciudad e incluso más allá del meandro del río, dos protecciones de las que vosotros gozáis y de las que nosotros carecemos. ¿Deberíamos pagar impuestos por algo que no nos atañe?
—No todas vuestras posesiones —se apresuró a puntualizar el preboste—. Dentro de las murallas de la ciudad tenéis treinta y tantas casas con sus correspondientes tierras. Vuestros aparceros y sus hijos tienen que utilizar nuestras deterioradas calles tanto como los nuestros, y sus caballos se dañan las patas por culpa de los adoquines rotos, lo mismo que los nuestros.
—Nuestros aparceros reciben de nuestra parte un trato justo y considerado y de estos asuntos efectivamente somos responsables. No lo somos, en cambio, de la destrucción de la ciudad. No —dijo el abad, levantando perentoriamente la voz justo cuando el preboste estaba a punto de reanudar la discusión—, ¡no digáis más! Hemos oído y comprendido vuestra posición, y os manifestamos nuestra simpatía. Pero la feria de San Pedro es un derecho sagrado otorgado a esta casa en términos que nosotros nos impusimos; es un derecho que no me corresponde a mí como hombre sino que corresponde a esta casa y yo, en este puesto transitorio, no tengo autoridad para modificarlo o suavizarlo en lo más mínimo. Sería una ofensa al favor real, que confirmó la carta, y una ofensa a mis sucesores, ya que ello sería citado y tomado como precedente en los años futuros. No, no destinaré la menor parte de los beneficios de la feria para vuestro uso y tampoco aumentaré la cuantía del tributo que os pagamos por la feria ni os cederé una proporción de los portazgos que se perciban sobre las mercancías y los tenderetes. Todo eso pertenece a la abadía y aquí se recogerá, según la carta —mientras contemplaba la media docena de bocas abiertas a punto de protestar contra aquella despedida tan brusca, el abad se levantó muy erguido y anunció con gélida voz—: Este capítulo ha concluido.
Uno o dos componentes de la delegación hubieran querido insistir, pero Godofredo Corviser tenía una noción mucho más exacta de lo que era la dignidad de la ciudad y la suya propia, y también una idea mucho más precisa de lo que podría hacer mella en aquel hombre tan austero y seguro de sí mismo. Hizo una brusca reverencia ante el abad, dio media vuelta y abandonó la sala capitular mientras sus abatidos acompañantes se recuperaban de su asombro y le seguían con gesto altanero.
Ya se estaban levantando casetas en el gran triángulo de la feria de caballos y a lo largo de toda la barbacana, desde el puente hasta la esquina del recinto allí donde el sendero se desviaba hacia San Gil y hacia el camino real que conducía a Londres. Río abajo, se acababa de construir un embarcadero de madera en el paraje ocupado por los principales huertos y vergeles de la abadía, unas fértiles tierras llamadas el Gaye. En barca, en carros y a pie a través de los bosques tras haber cruzado la frontera de Gales, mercaderes de todas clases ya habían emprendido el camino de Shrewsbury. Al gran patio de la abadía afluían los nobles del condado y también de los condados vecinos, señores, caballeros, ricos propietarios de tierras con sus esposas e hijas, todos los cuales se alojarían en las hospederías llenas a rebosar durante los tres días que durara la feria anual. Los bienes de primera necesidad los cultivaban, criaban, elaboraban, tejían o hilaban ellos mismos en sus casas durante todo el año, pero, una vez al año, acudían allí para adquirir preciadas telas, exquisitos vinos, deliciosos frutos y objetos labrados en oro y plata, es decir, todos los tesoros que aparecían ante sus ojos en la festividad de San Pedro ad Vincula y que se esfumaban tres días más tarde. A la gran feria llegaban incluso mercaderes de Flandes y Alemania, y hasta de Francia con sus famosos vinos; trasquiladores con lana de Gales, pañeros con prendas ya confeccionadas, vestidos, coletos de gamuza, calzones y toda clase de novedades. Aún no había muchos mercaderes porque la gran mayoría llegaría al día siguiente, víspera de la fiesta y montaría sus tenderetes durante la larga noche estival para, de ese modo, empezar a vender a primera hora de la mañana. Pero los compradores ya estaban llegando en gran número con el fin de asegurarse las mejores camas durante su estancia.
Cuando fray Cadfael se acercó desde el arroyo Meole y sus huertos para participar en el rezo de vísperas, tras una dura y satisfactoria tarde de trabajo, el gran patio estaba completamente abarrotado de visitantes, criados y mozos, y las idas y venidas desde los establos formaban una procesión interminable. El monje se detuvo unos minutos a observar el espectáculo mientras fray Marcos, a su lado, contemplaba aturdido el juego de los colores y el movimiento bajo el sol.
—Sí —dijo Cadfael, observando con filosófica indiferencia lo que fray Marcos admiraba con emoción—, el mundo y su mujer vendrán aquí para comprar o para vender —miró con atención a su joven amigo. El muchacho apenas había visto mundo antes de entrar en la orden. Con sólo dieciséis años había sido obligado a la vida monacal por un tío muy tacaño que no quería mantenerle ni siquiera a cambio de un duro trabajo; hacía muy poco tiempo que el muchacho había pronunciado los votos definitivos—. ¿Ves algo aquí que te tiente a regresar al mundo profano?
—No —contestó fray Marcos serenamente—, pero puedo mirar y disfrutar, tal como hago en el huerto cuando las amapolas están en flor. No hay que censurar a los hombres por el hecho de que quieran adornar sus creaciones con todos los colores y las formas que Dios ha puesto en la suya.
Entre los numerosos visitantes que iban de un lado para otro en el gran patio y la plazuela de los establos, había ciertamente algunas de las más encantadoras creaciones de Dios: hermosas damas tan atrayentes como las amapolas, deseosas de aprovechar al máximo su única salida en todo el año. Algunas iban a lomos de sus propias jacas, otras montaban a mujeriegas detrás de sus esposos o prometidos, y hasta había una litera de caballos que conducía a una influyente viuda del sur del condado.
—Jamás vi tanta animación —dijo Marcos, extasiado.
—Aún no conoces bien lo que es la feria. El año pasado, la ciudad estuvo bajo asedio todo julio y parte de agosto y era poco probable que vinieran a Shrewsbury muchos compradores o vendedores. Yo tenía mis dudas incluso este año, pero parece que el comercio se ha puesto nuevamente en marcha y toda la nobleza está más deseosa que nunca de disfrutar de lo que se perdió el año pasado. ¡Imagino que será una feria muy provechosa!
—En tal caso, ¿no hubiéramos podido dedicar un diezmo a la reconstrucción de la ciudad? —preguntó Marcos.
—Tienes el don de hacer las preguntas más inoportunas, hijo mío. Sé muy bien lo que se proponía el preboste cuando habló, pero no estoy muy seguro de saber lo que pretendía el abad y tanto menos podría asegurar que dijo todo lo que pensaba. ¡Un hombre muy difícil de interpretar!
Marcos no le escuchaba. Sus ojos estaban clavados en un jinete que acababa de aparecer en la entrada y se dirigía cuidadosamente hacia los establos. Le seguían tres criados en sendas jacas, uno de ellos con un arco colgado de la silla. En tiempos tan peligrosos como los que corrían, ningún gentilhombre hubiera emprendido viaje por regiones de precaria paz sin antes tomar precauciones, y un arco tenía un alcance muy superior al de una espada. Aquel joven llevaba una espada, y tenía todo el aspecto de saber utilizarla aunque le acompañara un arquero para más seguridad.
El que más le llamaba la atención a Marcos era el amo. Le debían faltar uno o dos años para cumplir los treinta, había superado las incertidumbres de la primera juventud, caso de que alguna vez las hubiera sufrido, y estaba en su momento de máximo esplendor. Lujosamente ataviado y montado en un lustroso caballo bayo, mostraba el tranquilo porte del que acostumbra montar desde su más tierna infancia. El calor estival le había obligado a quitarse la corta túnica de montar, que descansaba ahora sobre sus rodillas, y a desabrocharse la camisa sobre un pecho musculoso en el que brillaba una cruz colgada de una cadena de oro. Su cuerpo, cubierto por una sencilla camisa de hilo y unos calzones oscuros, parecía orgulloso de su prestancia, y la cabeza que lo coronaba mostraba un sonriente rostro de hermosas facciones en el que destacaban unos grandes ojos negros. El cabello rubio oscuro hubiera sido rizado si lo hubieran dejado crecer un poco más. Los ojos de Marcos lo siguieron con nostalgia, pero sin el menor asomo de envidia.
—Debe de ser agradable estar hecho de tal modo que los que te miren experimenten placer al verte —comentó con aire pensativo—. ¿Pensáis que él es consciente de su apostura?
Marcos era más bien bajo, a causa de la desnutrición que padeció en su infancia, y poseía un rostro de rasgos vulgares, con un lacio cabello pajizo alrededor de la tonsura. No se miraba mucho en el espejo, y tampoco se daba cuenta de que poseía unos grandes ojos grises ante cuya inmaculada claridad la belleza común palidecía. Por su parte, Cadfael no pensaba recordarle ninguna de sus cualidades.
—Tal y como suele ir el mundo —contestó Cadfael con ironía—, lo más seguro es que su inteligencia no le permita ver más allá de sus largas y sedosas pestañas. Pero reconozco que es un placer mirarle. Sin embargo, la mente es más duradera. Alégrate de tener una que te durará mucho tiempo. Ahora, vamos, todo eso seguirá hasta la hora de cenar.
Esta última palabra atrajo especialmente a fray Marcos. Había pasado hambre toda su vida hasta que entró en el monasterio y aún conservaba el hábito del apetito, por lo que la comida era para él una fuente de placer tan grande como la belleza. Gustosamente acompañó a Cadfael al rezo de vísperas y a la cena que seguiría a continuación.
Fue Cadfael quien se detuvo bruscamente, cuando una cristalina voz le llamó por su nombre y le indujo a volver la cabeza de inmediato.
Era una joven y esbelta dama de abundante cabellera dorada, hermoso rostro ovalado y claros ojos del color de los iris bajo la luz del crepúsculo. Su cuerpo, tal como observó fray Cadfael al primer vistazo, aunque no parecía todavía muy abultado y mantenía un orgulloso porte, estaba ceñido muy alto y redondeado por debajo del ceñidor. Allí había una vida. No era tan inocente como para no reconocer las señales. Hubiera tenido que esforzarse en bajar los ojos, pero no pudo; la joven resplandecía tanto como todas las pinturas de la Visitación de la Virgen que él había visto en su vida. La muchacha extendió las manos hacia él y le llamó por su nombre. Fray Marcos inclinó la cabeza a regañadientes y prosiguió solo su camino.
—¡Hija mía —exclamó fray Cadfael, tomando gustosamente sus manos—, parecéis una rosa! ¡Hugo no me avisó de vuestra llegada!
—No os ha visto desde el invierno —contestó la muchacha, sonriendo con el rostro arrebolado por la emoción—, y entonces aún no lo sabíamos. Entonces no era más que un sueño. Y yo no os volví a ver desde que nos casamos.
—¿Sois feliz? ¿Y él, cómo está?
—¡Oh, Cadfael, cómo podéis preguntarlo! —la pregunta era de todo punto innecesaria ya que el resplandor que enardeció a fray Marcos estaba deslumbrando también a Cadfael—. Hugo está aquí, pero ha tenido que ir a ver al alguacil. Querrá veros seguramente antes de completas. He venido para comprar una preciosa cuna de madera labrada para nuestro hijo. Y también una bonita colcha de lana de Gales o tal vez una piel de oveja. Y madejas de fina lana para tejerle los vestidos.
—¿Y vos estáis bien? ¿El niño no os causa ningún malestar?
—¿Malestar? —repitió la joven, sonriendo—. No he tenido ni una sola molestia, sólo alegría. Oh, fray Cadfael —añadió, rompiendo a reír—, ¿cómo es posible que un monje me haga preguntas tan acertadas? ¿No habréis tenido algún hijo por ahí? ¡No me extrañaría nada! ¡Conocéis demasiado bien a las mujeres!
—Porque supongo que nací de una de ellas, como todos nosotros —contestó Cadfael con prudencia—. Hasta los abades y los arzobispos vienen al mundo de la misma manera.
—Pero os estoy entreteniendo —dijo la muchacha con expresión compungida—. Ya es la hora de vísperas y yo también quisiera acudir. Tengo tantas cosas que agradecerle a Dios, pero el tiempo nunca me alcanza. ¡Rezad una oración por nuestro hijo!
La joven le estrechó ambas manos a Cadfael y se alejó entre la multitud en dirección a la hospedería. Era Aline Siward, esposa del alguacil de Shropshire Hugo Berengario de Maesbury, cerca de Oswestry. Felizmente casada desde hacía un año, de lo cual Cadfael se alegraba muchísimo por haber tenido parte muy activa en aquel matrimonio. Cadfael se encaminó hacia la iglesia, muy contento por los acontecimientos de aquella tarde, por su propio estado de ánimo y por las perspectivas de los días venideros.
Cuando, después de la cena, abandonó el refectorio y salió a un anochecer todavía bañado por la rosada y ambarina luz del ocaso, el patio continuaba tan animado como al mediodía y los visitantes seguían entrando por la caseta de vigilancia. Hugo Berengario le aguardaba en el claustro, delgado, cimbreño y moreno, mirándole con expresión inquisitiva. Un rostro imposible de descifrar para quienes no le conocían. Por suerte, Cadfael lo conocía y pudo interpretarlo sin ningún esfuerzo.
—Si no habéis perdido el ingenio ni encontrado la horma de vuestro zapato en este nuevo abad que tenéis —dijo jovialmente el joven, levantándose con gesto indolente—, seguro que encontraréis una buena excusa para saltaros las colaciones y compartir un buen vaso de vino con un amigo.
—Más que una excusa —dijo Cadfael con entusiasmo—, lo que tengo es una razón de peso. En el patio de la granja están muy preocupados con las diarreas de los terneros y quieren que les administre cuanto antes una de mis pociones. Creo que allí encontraremos algo más que un trago de cerveza amarga. Con un tiempo tan agradable, podríamos sentarnos un rato fuera de la cabaña de mi huerto. Pero ¿cómo abandonáis a vuestra dama para tomar un trago con un viejo amigo? —añadió el monje en tono de fingido reproche mientras ambos se encaminaban despacio hacia el huerto.
—¡Mi dama —contestó tristemente Hugo— me ha abandonado por completo! Basta con que una joven encinta asome la nariz por la hospedería para que en seguida la rodee un enjambre de viejas, todas arrullando como palomas y dándole consejos sobre toda suerte de cosas, desde la comida a los prodigios de las comadronas. Aline habla con todas, escucha los detalles que le cuentan sobre sus embarazos y toma nota de sus recomendaciones. Y, puesto que no sé hilar ni tejer ni coser, me dejan fuera —el joven lo comentaba en tono tan complacido que, al darse cuenta, soltó una carcajada—. Me dijo que os había visto y que vos mismo adivinasteis su estado sin necesidad de que ella os lo dijera. ¿Cómo la habéis encontrado?
—¡Radiante! —contestó Cadfael—. Como un capullo en flor y más hermosa que nunca.
En el huerto de hierbas medicinales, uno de cuyos setos lo protegía del sol poniente, las intensas fragancias del día se aspiraban en el aire como un hechizo. Se sentaron con una jarra de vino para los dos en un banco bajo el alero de la cabaña de Cadfael.
—Tengo que preparar la poción para las bestias —dijo Cadfael—. Habladme mientras lo hago y os escucharé desde dentro. En cuanto lo tenga mezclado, me reuniré con vos. ¿Qué noticias me traéis de este mundo? ¿Pensáis que el rey Esteban ya está seguro en su trono?
Berengario reflexionó un instante en silencio, escuchando los suaves rumores de los movimientos de Cadfael en el interior de la cabaña.
—Estando toda la región del oeste todavía en manos de los partidarios de la emperatriz, lo dudo mucho, aunque ya empiezan a dar muestras de cansancio. Ahora todo está tranquilo, pero es una tranquilidad de mal agüero. ¿Sabéis que el conde Roberto de Gloucester se encuentra en Normandía con la emperatriz?
—Eso he oído. No es de extrañar, siendo su hermanastro. No es un hombre envidioso y dicen que le tiene un gran aprecio.
—Es un hombre bueno —convino Berengario, haciendo generosa justicia a un enemigo—, uno de los pocos en ambos bandos que no trata de apoderarse de todo lo que puede. En el oeste, aunque ahora estén tranquilos, harán lo que diga Roberto. Pero no creo que solo pueda resistir mucho tiempo. Aunque tenga allí muchos parientes y una gran influencia. Corren rumores de que él y Matilde, desde Francia, están buscando bajo mano poderosos aliados. Si eso es cierto, la guerra no ha terminado. Como les prometan suficiente apoyo, tarde o temprano muchos volverán a luchar por la causa de la dama.
—Roberto tiene a sus hijas casadas con poderosos hombres de estas tierras —dijo Cadfael con aire pensativo—. Recuerdo que uno de ellos es el conde de Chester. Si varios como él se declararan a favor de la emperatriz, la guerra no tardaría en estallar.
Berengario hizo una mueca, pero después se encogió de hombros con indiferencia. El conde Ranulfo de Chester era ciertamente uno de los hombres más poderosos del reino, prácticamente el monarca de una corte inmensa en la que sólo imperaba su voluntad. Precisamente por este motivo, no era probable que sintiera necesidad de declararse a favor de uno u otro pretendiente al trono. Era un soberano supremo que jamás se vería amenazado en sus posesiones ni por Matilde ni por Esteban. Podía permitirse el lujo de vigilar sus propias fronteras no sólo para mantenerlas intactas, sino más bien para ampliarlas. Una tierra en conflicto con sí misma ofrece oportunidades, aunque también amenazas.
—Ranulfo tendrá que hacerse mucho de rogar, por muy pariente que sea. Ya está bien tal como está, y, si hace algo, será porque en ello adivina alguna ventaja. La emperatriz será simplemente una consideración secundaria. Es un hombre incapaz de arriesgar nada por una causa que no sea la suya.
Cadfael salió de la cabaña y se sentó a su lado, aspirando una buena bocanada de aire fresco. Dentro tenía un pequeño brasero encendido, donde su brebaje se estaba cociendo lentamente.
—¡Eso ya está mejor! Ahora llenadme una copa, Hugo, me muero de sed —tras tomar un largo y satisfactorio trago, Cadfael añadió—: Hubo ciertos temores de que la inestable situación también diera al traste con la feria este año, pero parece que las transacciones comerciales siguen adelante mientras los barones se esconden en sus castillos. Las perspectivas son excelentes.
—Para la abadía, tal vez —convino Hugo—. La ciudad no parece muy contenta, a juzgar por los comentarios que hemos oído al pasar. El nuevo abad les ha dado un buen tirón de orejas a los ciudadanos.
—Ah, pero ¿os habéis enterado? —Cadfael refirió el encuentro por si su amigo no tuviera más que una versión de los hechos—. Ellos tienen razón en lo que piden. Pero él también la tiene en negarse y no ceder ni uno solo de sus derechos. La ley le ampara y él toma simplemente lo que le corresponde. ¡Ni más ni menos! —añadió, suspirando.
—La ciudad está muy soliviantada —le advirtió Berengario con la cara muy seria—. Creo que tendréis dificultades y dudo mucho que el preboste haya sabido exponer debidamente la apurada situación en que se encuentran. En la ciudad se comenta que, aunque sea legal, no es de justicia. ¿Qué pensáis de todo eso? ¿Qué tal os van las cosas bajo el nuevo abad?
—Se oyen rumores hasta dentro de las propias paredes —reconoció Cadfael—, con tal de que uno mantenga los oídos bien atentos. Por mi parte, no me quejo. Es un hombre duro, pero justo. Por lo menos, se exige tanto a sí mismo como exige a los demás. Con Heriberto estábamos muy consentidos y la nueva disciplina nos cuesta un poco de asimilar, pero eso es todo. Tengo mucha confianza en este hombre. Reprende cuando constata alguna anomalía, pero defiende a los suyos contra cualquier poder que les amenace sin motivo. Es un hombre al que me gustaría tener a mi lado en cualquier batalla.
—Pero su lealtad se limita a los suyos, ¿no es cierto? —preguntó astutamente Berengario, arqueando una fina ceja oscura.
—Vivimos en un mundo conflictivo —contestó fray Cadfael, que había pasado más de la mitad de su vida en medio del ardor de las batallas—. ¿Quién sabe si la paz sería buena para nosotros? No conozco a este hombre lo bastante como para saber lo que piensa. No es que tenga miras estrechas, pero sus mayores empeños son su vocación y esta casa. Dadle tiempo y espacio y ya veremos lo que ocurre, Hugo. Hubo cierta época en que estuve bastante indeciso con respecto a vos —añadió el monje, sonriendo al recordarlo—. ¡Pero no fue un período muy largo! Pronto le cogeré también el tranquillo a Ranulfo. Pasadme la jarra, muchacho, después iré a remover el brebaje de los terneros. ¿Cuánto falta para completas?