II
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n la carpintería de Martín Bellecote, pasada la curva de la empinada calleja llamada el Wyle, por la que se llegaba al centro de la ciudad, Emma pidió exactamente lo que quería y no sólo apreció en su justo valor la claridad y sinceridad del maestro carpintero sino que, además, tuvo tiempo para distraerse con la alegre presencia de sus hijos más pequeños, los cuales le cobraron inmediata simpatía y se acercaron para conversar atrevidamente con ella. En cuanto a Edwy, el mayor de los hijos del carpintero, enviado a casa por la noche tras una severa reprimenda por parte de Hugo Berengario, cabe decir que trabajaba en silencio en la elaboración de un plano en un rincón de la tienda, aunque no estaba tan abatido como para no lanzar con sus ojos color avellana alguna que otra mirada a la dama y hasta un descarado guiño a fray Cadfael en un momento en que Emma no miraba.
De regreso a la ciudad subiendo por la empinada calleja hasta la cruz de piedra y bajando después por la ladera hasta la rampa que conducía a la caseta de entrada del castillo, la muchacha se sumió en un profundo silencio, tratando de ordenar sus recuerdos. La sombra de la puerta fortificada que impedía el paso de la luz del sol, cayó sobre su severo rostro y la indujo a dilatar los ojos con asombro; sin embargo, el pausado ir y venir de los centinelas ya no recordaba el ardor del asedio y la batalla, y los ciudadanos entraban y salían libremente para formular sus quejas y peticiones. El alguacil era un hombre empecinado y taciturno, de unos cincuenta y tantos años, muy experto tanto en la guerra como en las tareas propias de su cargo; podía ser muy duro en sofocar los desórdenes, pero tenía fama de justo en los asuntos cotidianos. Aunque no había prestado demasiada ayuda a los prohombres de la ciudad en la reparación de los daños causados por el asedio, tampoco había permitido que se cometieran abusos con ellos o se les impusieran fuertes tributos para reparar los daños del castillo. En el gran patio, una torre estaba todavía enjaulada en un armazón de madera, y unos arbotantes de madera apuntalaban un muro semiderruido. Emma lo contempló todo con los ojos muy abiertos.
Otras personas seguían el mismo camino: padres ansiosos que iban a pagar la fianza de sus hijos, dos administradores de la abadía que habían sido asaltados en la refriega y testigos que habían presenciado los acontecimientos desde el puente o en el embarcadero. Todos ellos pasaron a una gélida sala de piedra adornada con tapices ennegrecidos por el humo. Fray Cadfael le buscó sitio a Emma en un banco adosado a la pared, donde ella se acomodó, mirando a su alrededor con cierto interés no exento de inquietud.
—¡Fijaos, allí está maese Corbière!
Acababa de entrar en la sala y, de momento, no reparó en nadie más que en una figura acurrucada ante él. Turstan Fowler, todavía legañoso, pero completamente sereno, miró aterrado a su enfurecido señor, trató de que su vigorosa figura pasara lo más desapercibida posible, e hizo acopio de paciencia, esperando capear el temporal. Cadfael se preguntó qué estaría haciendo allí Fowler. No estaba en el embarcadero y, a juzgar por el estado en que le encontraron a medianoche, sus recuerdos de la víspera serían por fuerza muy vagos y confusos. Y, sin embargo, algo tendría que decir ya que, de otro modo, Corbière no le hubiera enviado allí. La víspera, su amo tenía intención de dejarle encerrado todo el día para que aprendiera a comportarse mejor.
—¿Es ése el alguacil? —preguntó Emma en un susurro.
Gilberto Prestcote apareció acompañado de dos hombres que le asesorarían en cuestiones legales. Aunque aquello no era un juicio, el alguacil tenía la responsabilidad de decidir quiénes de entre los alborotadores podrían regresar a casa, tras haber pagado sus padres la fianza, hasta el momento en que se celebrara el juicio, y quiénes deberían permanecer en prisión. El alguacil era un hombre alto, delgado, erguido y vigoroso, con una corta barba negra en punta y una mirada audaz y penetrante. Tomó asiento sin ceremonia y un oficial le entregó la lista de los detenidos. El alguacil arqueó las cejas con expresión siniestra al ver el crecido número.
—¿Todos fueron arrestados durante los disturbios? —preguntó, frunciendo el ceño mientras extendía el rollo sobre la mesa—. ¡Muy bien! También tenemos la grave cuestión de la muerte de maese Tomás de Bristol. ¿A qué hora se tuvo la última noticia de que maese Tomás estaba vivo y en perfecto estado?
—Según su jornalero y su vigilante, dejó la caseta de la feria para regresar a su barcaza más de una hora después de que sonara la campana de completas. Ésa es la última noticia que tenemos. Su servidor Rogelio Dod está aquí para atestiguar que fue pasadas las nueve y cuarto de la noche, y el vigilante lo confirma.
—Bastante tarde —dijo el alguacil—. La asonada ya había terminado a aquella hora, y tanto la barbacana como la feria estaban tranquilas. Hugo, indicadme aquí quiénes ya estaban arrestados entonces. Aparte los daños causados a bienes e instalaciones, no pueden ser culpables de asesinato.
Hugo se inclinó sobre su hombro y pasó rápidamente la mano por la lista.
—Fue una refriega violenta, pero de corta duración. La dominamos en seguida y los mozos no consiguieron llegar al final de la barbacana. Este hombre fue arrestado el último, a eso de las diez, pero en una taberna y completamente borracho; la tabernera asegura que estuvo allí más de una hora. Es una testigo fidedigna y se alegró mucho de que la libráramos de él. Pero el hombre es inocente del asesinato. Este otro regresó subrepticiamente al puente un poco más tarde y reconoció haber participado en los disturbios, pero le permitimos regresar a casa porque padece una fuerte cojera y tenemos testigos de todos sus movimientos desde antes de las nueve. Ha venido para responder de su participación en la refriega, tal como prometió. Creo que podéis exonerarle tranquilamente de otras acciones.
—Queda uno —dijo Prestcote, mirando a Berengario a los ojos.
—En efecto —contestó Hugo sin añadir más.
—¡Muy bien! Hacedles pasar a todos menos a él. Vamos a separar estas dos cuestiones y resolver primero la menos relevante.
En un espacio acordonado a lo largo de una pared, los oficiales del alguacil introdujeron a los prisioneros, una larga hilera de jóvenes, avergonzados y enfurruñados, magullados, desgreñados y arrepentidos, pese a conservar todavía los rescoldos de un profundo resentimiento. Algunos tenían las chaquetas rotas, otros los ojos a la funerala o huellas de narices ensangrentadas y coronillas apaleadas; la noche pasada sobre las duras piedras de las polvorientas celdas había deteriorado sus mejores prendas, destinadas a batallas más nobles. Muchas madres indignadas se quejarían amargamente cuando tuvieran que lavar y remendar, y alguna que otra joven esposa protestaría en nombre de todas las demás. Los acusados permanecieron en fila con las mandíbulas obstinadamente apretadas, y se prepararon para enfrentarse con cualquier eventualidad.
Prestcote actuó con gran rapidez. Estaba preocupado por el asesinato y dispuesto a ser indulgente con aquel desorden civil de consecuencias relativamente escasas. Por consiguiente, aunque mandó llamar a cada uno de los culpables por separado y les hizo responder de su parte en los sucesos, resolvió la cuestión con rapidez y tolerancia. Casi todos los mozos reconocieron haber participado en la refriega, afirmaron su inicial intención de sólo hacer una protesta pacífica y señalaron que los desórdenes posteriores no fueron premeditados. Varios declararon haber estado en el embarcadero con Felipe Corviser, y confirmaron el altercado que dio origen a los disturbios. Sólo unos pocos trataron de demostrar que no habían derribado ni un solo tenderete y que ni siquiera estuvieron presentes aquella tarde a la orilla del Severn, precisamente aquéllos de cuya participación se tenían más pruebas. Unos alterados padres, más enfurecidos que apenados, se adelantaron para reclamar a sus frustrados héroes, se comprometieron a hacerlos comparecer en juicio y ofrecieron toda clase de seguridades. El muchacho cojo recibió una ligera reprimenda y fue puesto en libertad sin más. Dos de los más empeñados en afirmar que a aquella hora estaban en otro sitio y eran injustamente acusados, fueron devueltos a prisión durante uno o dos días para que reconsideraran su actitud.
—¡Muy bien! —dijo Prestcote, restregándose las manos con gesto irritado—. Mandad despejar la sala y que sólo se queden quienes tengan algo que declarar sobre maese Tomás de Bristol. Y que pase Felipe Corviser.
La fila de jóvenes se retiró en compañía de sus leales, pero exasperados parientes. En su casa tendrían que curarse las heridas de la cabeza y del corazón y soportar las broncas de los padres y los llantos de las madres, las cuales les reprocharían todo el miedo y la angustia que habían pasado por su culpa. Emma contempló compasivamente al último de ellos, arrastrado de la oreja por una menuda madre más parlanchina que un grajo. Pobre muchacho, la humillación que estaba sufriendo era suficiente castigo.
La joven se volvió y, en el mismo lugar donde antes estaban sus compañeros, pero grotescamente solo en el centro de la pared de piedra, vio a Felipe Corviser.
El mozo agarró la cuerda con ambas manos y permaneció de pie con el cuello tan tenso como un arco; su carne parecía a punto de desprenderse de los huesos de tan agotado y macilento como estaba. Su extremada palidez, que Cadfael atribuyó a los efectos del vino peleón en los principiantes, Emma la tomó por el resultado de una grave lesión y una intensa angustia. La muchacha palideció al pensarlo y se compadeció, pese a no tener nada que ver con él. Le había visto caer al suelo y temió que no pudiera levantarse.
A pesar de sus esfuerzos, Felipe ofrecía un aspecto lamentable. Su mejor túnica estaba sucia y desgarrada, con manchas de sangre de su oído izquierdo y restos de vómito en los faldones. Sus desgarbadas extremidades apenas podían sostenerle y su moreno rostro, ceniciento y sin afeitar, se ruborizó inesperadamente al ver a su padre, esperando entre los espectadores. El muchacho no volvió a mirar en aquella dirección sino que prefirió clavar sus ojerosos ojos castaños en el alguacil.
Respondió a su nombre, levantando excesivamente la voz para disimular su nerviosismo y reconoció como ciertos el lugar y la hora de su detención. Sí, estaba muy bebido, y no recordaba muy bien sus movimientos ni las circunstancias de su arresto, pero trataría de responder con veracidad a las acusaciones que se le imputaban.
Varios testigos declararon que Felipe era el cabecilla de la revuelta que con tanta ignominia había terminado. Estuvo en primera fila cuando los airados mozos cruzaron el puente, dio la señal para que algunos se adelantaran hacia la barbacana mientras él bajaba con otro grupo a la orilla del río y entablaba una fuerte discusión con los mercaderes que estaban descargando sus mercancías en el embarcadero. Hasta allí, todas las declaraciones coincidían, pero, a partir de aquel momento, las opiniones eran de lo más variadas. Según algunos, los jóvenes empezaron a arrojar las mercancías al río, y Felipe estaba entre ellos. Uno o dos ofendidos mercaderes afirmaron con justa indignación que Felipe había atacado a maese Tomás y que eso había constituido el comienzo de los tumultos.
Puesto que todos tendrían ocasión de declarar, Hugo Berengario guardó sus mejores testigos para el final.
—Mi señor, por lo que respecta a la escena del río, tenemos aquí a la sobrina de maese Tomás y a dos hombres que intervinieron y que más tarde ayudaron a rescatar buena parte de lo arrojado al río: Ivo Corbière, de Stanton Cobbold, y fray Cadfael, el monje de la abadía que actuó de intérprete para un mercader galés. Nadie estuvo más cerca de los acontecimientos que ellos. ¿Queréis oír el testimonio de la señora Vernold?
Felipe no se había dado cuenta hasta aquel momento de la presencia de la joven. La mención de su nombre le indujo a mirar a su alrededor, y la contemplación de su figura, adelantándose tímidamente hacia la mesa del alguacil, le provocó un intenso y doloroso rubor que surgió desde el cuello desgarrado de su camisa y le subió en una oleada hasta la raíz del cabello cobrizo. Apartó la mirada de la muchacha, pensando, imaginó Cadfael, que ojalá se abriera la tierra y se lo tragara. No le hubiera importado demasiado ofrecer aquel aspecto lamentable ante otras personas; sin embargo, ante ella se sentía furioso y avergonzado. Ni siquiera el sufrimiento de su padre hubiera podido hundirle más el espíritu. Emma, tras dirigirle una rápida mirada compasiva, apartó los ojos y los clavó en el alguacil, el cual la miró a su vez con inquietud y consternación.
—¿Era necesaria la presencia de la señora Vernold en este momento? Señora, hubiera preferido no veros aquí; los testimonios del señor Corbière y el buen monje de la abadía hubieran bastado.
—Insistí en venir —dijo Emma en voz baja, pero firme—. Nadie me obligó, la decisión fue enteramente mía.
—Me parece muy bien, si ése es vuestro deseo. Habéis escuchado las diversas versiones de lo ocurrido. No hay demasiadas discrepancias sobre lo que sucedió hasta que los alborotadores llegaron al embarcadero. Quiero que me contéis lo que pasó a continuación.
—Es cierto que este joven encabezaba el grupo. Creo que se dirigió a mi tío porque le pareció el mercader más destacado de entre los presentes, aunque habló en voz alta para que le oyeran los demás. No profirió ninguna amenaza, simplemente explicó que la ciudad se sentía agraviada y que la abadía no pagaba suficiente por el privilegio de la feria, solicitando que nosotros, los que acudíamos a hacer negocios aquí, reconociéramos los derechos de la ciudad y pagáramos un diezmo de nuestros alquileres y portazgos a la ciudad en lugar de entregarlo todo a la abadía. Como es natural, mi tío no le hizo caso sino que defendió los términos del acuerdo y ordenó que los mozos se apartaran de su camino. Cuando él, este prisionero, estaba todavía discutiendo, mi tío le volvió la espalda y le rechazó con un gesto. Entonces el joven apoyó una mano en su brazo y mi tío, que sostenía un bastón, se volvió y le golpeó. Creyó, supongo, que pretendía atacarle.
—¿Y no era así? —preguntó el alguacil, levemente sorprendido.
Emma dirigió una fugaz mirada al prisionero y otra a fray Cadfael en busca de aliento, y contestó, tras reflexionar un instante:
—No, creo que no. Estaba enfadado, pero no pronunció ninguna maldición ni hizo ningún movimiento de amenaza. Y mi tío, naturalmente alarmado, le golpeó con fuerza, lo derribó al suelo y lo dejó sin sentido —esta vez la muchacha se volvió hacia Felipe y vio que él estaba mirándola con los ojos muy abiertos—. Ya veis la señal en la sien izquierda.
La sangre reseca se había pegado al cabello cobrizo.
—¿Y él intentó responder al ataque? —preguntó Prestcote.
—¿Cómo hubiera podido hacerlo? —le replicó Emma—. Estaba medio aturdido y no podía levantarse sin ayuda. Entonces los demás empezaron a arrojar cosas al río. Fray Cadfael se acercó para ayudarle a levantarse, lo confió a sus amigos y éstos se lo llevaron. Estoy segura de que no podía caminar sin ayuda y creo que no supo lo que hacía ni cómo llegó a semejante estado.
—En aquel momento, puede que no —dijo Prestcote con toda lógica—. Pero, por la noche, ya más recuperado y borracho, tal como él mismo ha reconocido, tal vez decidió vengarse.
—De eso no sé nada. Mi tío iba a golpearle de nuevo y le hubiera hecho mucho daño si yo no lo hubiera impedido. No es propio de él —añadió la muchacha con vehemencia—, pero estaba furioso y confuso. Fray Cadfael confirmará mis dichos.
—Totalmente —dijo fray Cadfael—. Ha sido una descripción objetiva e imparcial.
—¿Señor Corbière?
—No tengo nada que añadir a lo que la señora Vernold os ha dicho tan admirablemente —contestó Ivo—. Vi que los otros jóvenes ayudaban al prisionero, pero ignoro lo que ocurrió a continuación. Sin embargo, aquí está uno de mis hombres, Turstan Fowler, el cual asegura que le vio por la noche, bebiendo en una taberna junto a la feria de caballos. Debo decir —añadió con resignada repugnancia— que sus recuerdos sobre los acontecimientos de la noche podrían ser tan confusos como los del prisionero, pues le recogimos borracho como una cuba pasadas las once y, por su aspecto, debía de llevar bastante rato en aquel estado. No obstante, ahora dice que tiene la cabeza despejada y que recuerda lo que vio y oyó. Me ha parecido conveniente que viniera a declarar.
—Bien, ¿qué es lo que afirmáis saber, buen hombre? —le preguntó Prestcote, observándole con detenimiento.
—Mi señor, anoche yo no estaba autorizado a salir de la abadía. Mi amo me había ordenado que me quedara dentro. Sin embargo, sabía que pasaría la noche estudiando el terreno, y me aventuré a salir. Me atiborré de vino en la taberna de Wat, en la esquina norte de la feria de caballos. Y este hombre se encontraba allí, bebiendo más que yo, que soy buen bebedor y aguanto muchísimo. La taberna estaba llena de gente y otras personas podrán deciros lo mismo. Se masajeaba la cabeza y escupía fuego contra el hombre que le había golpeado. Juró acabar con él antes de que terminara la noche. Y eso es todo, mi señor.
—¿A qué hora ocurrió? —preguntó Prestcote.
—Pues veréis, mi señor, todavía me sostenía en pie y tenía la cabeza despejada, cosa que no pude hacer más tarde. Debía de ser entre las ocho y las nueve. Hubiera aguantado bien la bebida de no haber mezclado cerveza con vino y, más adelante, un poderoso aguardiente que me dejó sin sentido. De lo contrario, hubiera regresado a la abadía antes que mi amo y no hubiera pasado la noche durmiendo sobre las piedras.
—Bien merecido lo tenéis —replicó secamente Prestcote—. ¿Cuándo os quedasteis dormido?
—Sobre las nueve, supongo, mi señor, como un auténtico lirón. No recuerdo dónde. Pero recuerdo muy bien la taberna. Los que me encontraron os podrán decir dónde.
Justo en aquel instante, fray Cadfael cayó en la cuenta de que, por pura casualidad, desde que Felipe entrara en la sala el interrogatorio se había llevado a cabo sin mencionar ni una sola vez que maese Tomás yacía muerto en la capilla del castillo. Ciertamente, el alguacil se había dirigido a Emma con gran deferencia y consideración por su sentida pérdida, y la ausencia de su tío hubiera podido constituir por sí misma una explicación, aunque, dada su importancia en la feria y el hecho de que Emma se hubiera referido a él, por lo menos una vez, en presente, una persona completamente ignorante de su muerte, difícilmente hubiera podido llegar a una conclusión. Felipe había pasado toda la noche en la celda de una prisión de la que sólo salió para enfrentarse con aquel interrogatorio; además, todavía estaba mareado por la bebida y aturdido por la herida de la cabeza y el dolor de su corazón, por lo que no estaba en condiciones de deducir ciertas cosas. Nadie le había tendido una trampa deliberadamente, pero la trampa estaba allí y convenía utilizarla.
—O sea que las amenazas que oísteis contra maese Tomás —dijo Prestcote— se profirieron más o menos una hora después de que el mercader abandonara su caseta para regresar solo a la barcaza. Así pues, esto es lo último que sabemos de él.
Se estaban acercando al resorte, pero no lo bastante. Felipe miraba a su alrededor con expresión resignada y perpleja, como si le hablaran en galés. Fray Cadfael empujó hábilmente a un lado el soporte de la argumentación. Ya era hora de que lo hiciera.
—Lo último que sabemos de él vivo —puntualizó en voz alta.
La palabra fue como un puñal afilado, de los que sólo causan dolor cuando se retiran de la herida. Felipe levantó bruscamente la cabeza, abrió la boca y miró a su alrededor con expresión horrorizada.
—Hay que tener en cuenta —añadió rápidamente Cadfael— que no sabemos a qué hora murió. Un cuerpo sacado del agua pudo haber sido arrojado a ella en cualquier momento de la noche, cuando todos los prisioneros estaban a buen recaudo, y todos los hombres honrados dormían en sus camas. Ya lo había dicho. Ahora Cadfael esperaba que ello les obligara a plantearse la cuestión de la culpabilidad y la inocencia, pese a no estar muy seguro de que el mozo no supiera la verdad. ¿Y si hubiera escuchado tranquilamente los ambiguos comentarios sin saber si el cuerpo de maese Tomás había sido encontrado? En caso de que hubiera tenido algo que ver con el asesinato, el joven era mejor actor que cualquiera de los cómicos que aquella noche actuarían en público. Su palidez de masa de harina cruda adquirió una consistencia marmórea.
El muchacho trató de hablar, pero se atragantó con las palabras a medio formar, respiró hondo, enderezó la espalda y miró con ojos atónitos al alguacil. Por su cara… Todas las caras son capaces de disimular cuando hace falta.
—Mi señor —dijo Felipe en tono suplicante, tras recuperar la voz—, ¿es verdad lo que he oído? ¿Maese Tomás de Bristol ha muerto?
—Tanto si lo sabéis como si no —contestó Prestcote—, no aventuro juicio, es verdad. El mercader ha muerto. Nuestra principal misión aquí es averiguar cómo murió.
—El monje ha dicho que le sacaron del agua. ¿Acaso se ahogó?
—Eso nos lo podríais decir vos, si es que lo sabéis.
El prisionero le volvió bruscamente la espalda al alguacil, respiró hondo de nuevo, miró directamente a Emma y, a partir de entonces, ya no apartó los ojos de ella, ni siquiera cuando Prestcote habló. El único juicio que le importaba era el de la muchacha.
—Mi señora, os juro que jamás causé a vuestro tío el menor daño y que ya no volví a verle cuando me sacaron del embarcadero. Ignoro lo que le sucedió, y Dios sabe cuánto lamento vuestra pérdida. Por nada del mundo le hubiera atacado, ni siquiera en el caso de haber peleado con él otra vez, sabiendo que era pariente vuestro.
—Sin embargo, os oyeron proferir amenazas contra él —dijo el alguacil.
—Es posible. No sé beber y en realidad fui un insensato al hacerlo anoche. No recuerdo nada de lo que dije, aunque estoy seguro de que fue una locura y una indignidad. Estaba dolido y amargado. Mi propósito era honrado, pero todo se vino abajo. Aunque hablara de violencia, no cometí ninguna. Jamás volví a ver a maese Tomás. Cuando el vino me mareó, abandoné la taberna y fui a la orilla del río, lejos de las embarcaciones; allí permanecí tendido un rato hasta que decidí regresar a la ciudad. Reconozco que los disturbios se originaron por mi culpa y todo lo que se ha dicho contra mí, pero eso no. Como hay Dios en el cielo, jamás le causé a vuestro tío el menor daño. ¡Hablad y decidme que me creéis!
Emma le miró con los labios entreabiertos y los ojos asustados, sin saber qué decirle. ¿Cómo podía saber ella lo que era verdad y lo que era mentira?
—Dejadla en paz —terció el alguacil con aspereza—. Es con nosotros con quien tenéis que tratar. La cuestión tiene que ser examinada con más profundidad de lo que hasta ahora ha sido posible. Nada se ha demostrado, pero sobre vos recaen graves sospechas y yo soy quien debe determinar lo que hay que hacer.
—Mi señor —apuntó el preboste, que hasta entonces había mantenido la boca cerrada con gran esfuerzo por su parte—, estoy preparado para ser fiador de mi hijo a cualquier precio que vos fijéis, y os garantizo que estará a vuestra disposición cuando se celebre el juicio y en cualquier momento en que queráis interrogarle. Mi honor nunca ha sido puesto en duda, y mi hijo, aparte lo que haya podido hacer, siempre ha sido un hombre de palabra. Si se compromete a hacer algo, lo hará sin necesidad de que yo le obligue. Suplico a vuestra señoría que lo devuelva a casa tras el pago de la fianza.
—Imposible —contestó Prestcote sin dilación—. El asunto es demasiado grave. Tendrá que permanecer confinado.
—Mi señor, si así lo ordenáis, permanecerá confinado, pero permitid que sea en mi casa. Su madre…
—¡No! No digáis más, ya sabéis que no es posible. Se quedará aquí, bajo custodia.
—No hay nada que le acuse directamente de esta muerte —terció generosamente Corbière—, simplemente el testimonio de este bribón mío sobre las amenazas que profirió. Los ladrones suelen merodear por las grandes ferias y, cuando encuentran a un hombre solo, le matan para robarle la ropa. El hecho de que el cuerpo fuera encontrado desnudo corrobora esta hipótesis. La venganza no necesita de un montón de ropa. Le basta con el hecho en sí mismo.
—Muy cierto —convino Prestcote—. Pero, suponiendo que un hombre matara accidentalmente a alguien en un acceso de furia, podría ser lo bastante astuto como para desnudar a su víctima de tal modo que su acto pareciera obra de simples ladrones. Todavía nos queda mucho que aclarar, pero entretanto Corviser permanecerá confinado. Incumpliría mi deber si le dejara en libertad, aunque fuera bajo vuestro cuidado, maese preboste. ¡Lleváoslo! —ordenó el alguacil con un gesto de la mano.
Felipe no se movió hasta que la punta de una lanza le aguijoneó el costado sin demasiadas contemplaciones. Pero incluso así, el joven mantuvo la cabeza de lado y los ojos clavados desesperadamente en el afligido y perplejo rostro de Emma.
—No fui yo —dijo, empujado hacia la puerta por los guardias—. ¡Os suplico que me creáis!
La sesión terminó inmediatamente después.
Al salir al gran patio, los asistentes suspiraron de alivio, libres de la opresiva atmósfera de la sala. Rogelio Dod miró con ojos anhelantes a Emma.
—Mi señora, ¿queréis que os acompañe a la barcaza? ¿O preferís que regrese en seguida a la caseta? Gregorio se ha quedado allí, ayudando a Warin en mi ausencia. El negocio va muy bien y, en estos momentos, deben de estar muy atareados. ¿Es eso lo que queréis? ¿Seguir trabajando en la feria tal como hubiera hecho él?
—Eso es lo que quiero —contestó Emma—. Hacer lo que él hubiera hecho. Vuelve en seguida a la feria de caballos, Rogelio. De momento, permaneceré en la abadía con la esposa de Berengario. Fray Cadfael me acompañará.
El criado hizo una reverencia y se retiró sin volver la mirada, pero su rígida y envarada espalda permitió adivinar la intensidad de su rostro sombrío y el ardor de sus ojos amargados. Emma suspiró de alivio.
—Estoy segura de que es bueno. Me consta que es un fiel servidor y que ha sido leal a mi tío durante muchos años. También me lo es a mí, a su manera. ¡Y yo debo respetarle! ¡Creo que le apreciaría si no se empeñara tanto en que le amara!
—No es una novedad —dijo Cadfael en tono comprensivo—. El rayo cae donde quiere. Uno se enciende y el otro se queda frío. La distancia es la única medicina.
—Eso pienso —convino Emma—. Fray Cadfael, tengo que ir a la barcaza para recoger ropa y algunas cosas que necesito. ¿Tendréis la bondad de acompañarme?
Cadfael advirtió en seguida que era el momento más oportuno. Warin y Gregorio estaban ocupados con los clientes en la caseta y Rogelio se reuniría con ellos. La barcaza estaría flotando apaciblemente junto al embarcadero y a bordo no habría nadie que turbara la paz. Sólo un monje del monasterio, que no la turbaría demasiado.
—Como gustéis —le contestó solícito—. Tengo licencia para asistiros en todas vuestras necesidades.
Cadfael esperaba que Ivo Corbière se reuniera con ella al salir de la sala, pero no fue así. Y suponía que ella también lo esperaba. El joven quizá pensó que no merecía la pena formar un terceto con la dama de sus amores y un monje que había recibido instrucciones precisas y no permitiría que le apartaran a un lado. Cadfael lo comprendió y admiró la discreción y la paciencia del muchacho. Aún quedaban dos días de feria y el espacioso patio de la abadía no era tan grande como para que las personas no se encontraran una docena de veces al día. ¡Por casualidad o porque previamente se hubieran citado!
Emma estuvo muy taciturna durante el camino de regreso a través de la ciudad. No dijo nada hasta que emergieron de las sombras de la puerta a la clara luz del sol, por encima de la reluciente curva del río. Entonces comentó de repente:
—Ivo se comportó muy bien, hablando tan razonablemente en favor del joven.
Mientras Cadfael la miraba de soslayo para adivinar qué se ocultaba tras aquellas palabras, la muchacha se ruborizó tan intensamente como se había ruborizado el desventurado Felipe al verla convertida en testigo de su humillación.
—Fue muy sensato —replicó Cadfael, pasando generosamente por ciego—. Puede haber sospechas, pero todavía no hay ninguna prueba. Vos también hicisteis gala de una magnanimidad que él no pudo menos que admirar.
El rubor no se intensificó, pero ya era tan vivo como una rosa. En su aterciopelado y juvenil rostro marfileño resultaba de un efecto muy conmovedor.
—Oh, no —dijo la joven—, simplemente expuse la verdad. No hubiera podido hacer otra cosa —lo cual era incierto porque nada en su vida había corrompido jamás su valerosa honradez. Cadfael se estaba encariñando con aquella huérfana que se había echado sobre los hombros una pesada carga sin arredrarse ni lamentarse, y en cuyo corazón todavía quedaba sitio para las cargas de los demás—. Sentí lástima por su padre —añadió—. Es una pena que no aceptaran la petición de un hombre tan honrado y respetado. Habló de su esposa…, debe de estar muy dolorida.
Tras atravesar el puente, bajaron por el verde camino que conducía a la orilla del río y a los grandes huertos y vergeles del Gaye. La desierta barcaza de maese Tomás se hallaba amarrada a la herbosa orilla, en el extremo más alejado del embarcadero. Un par de mozos se hallaban descargando nuevas mercancías, echándoselas al hombro y subiendo por el camino para reabastecer los tenderetes. Las soleadas márgenes del río, rabiosamente verdes y azules, estaban casi en silencio, aparte los estivales zumbidos de las abejas, laboriosamente ocupadas entre las últimas flores de la hierba, y casi desiertas, aparte un solitario y fornido pescador en una barquita bajo la sombra del puente. Tenía barba poblada y cabello negro ensortijado, vestía sólo camisa y calzones. O bien Rhodri de Huw confiaba en que su servidor sabría tratar provechosamente con los clientes ingleses, o bien ya había vendido todas las mercancías que llevaba consigo. Se le veía soñoliento y feliz, casi con aire de eternidad, deslizando su anzuelo por el agua bajo el ojo del puente, con algún que otro movimiento ocasional de la muñeca para corregir la inclinación. Aun así, lo más probable era que sus penetrantes ojos, bajo los soñolientos párpados, no se perdieran nada de lo que ocurría a su alrededor. Al parecer, poseía el don de estar en todas partes, aunque siempre con desinterés y benevolencia.
—Terminaré en seguida —dijo Emma junto a la barcaza—. Anoche Constanza me prestó lo que necesitaba, pero no debo seguir pidiendo limosna. ¿Queréis subir a bordo, fray? ¡Sois bienvenido! Lamento ser tan mala anfitriona —los labios de la joven se estremecieron al recordar a su tío de cuerpo presente en el castillo, el hombre al que reverenciaba y en quien confiaba, creyendo tal vez que siempre podría contar con su fuerza y su seguridad—. Él hubiera deseado que os ofreciera vino, el vino que rechazasteis anoche.
—Sólo por falta de tiempo —dijo plácidamente Cadfael, saltando ágilmente a la cubierta de la embarcación—. Id por lo que necesitéis, hija mía, os esperaré. El espacio a bordo estaba muy bien distribuido; el camarote de popa era bajo, pero se extendía a lo largo de toda la manga, y, aunque Emma tuvo que agachar la cabeza para entrar, en su interior había sitio suficiente para que ella y su tío durmieran con toda comodidad. Un lugar protegido, siempre y cuando no hubiera nada que temer, pero un poco peligroso sin su patrón y con tres hombres durmiendo en la cubierta exterior, uno de ellos desesperada y perdidamente enamorado de su señora. Aunque a veces los tíos no advertían el significado de las miradas de sus criados.
De pronto, la joven apareció de nuevo en la puerta del camarote. Sus ojos denotaban inquietud y sobresalto. Tratando de controlar la alteración de su voz, dijo:
—¡Alguien ha estado aquí! ¡Alguien desconocido! Ha revuelto todo lo que dejamos a bordo, ha rebuscado entre mi ropa y la de mi tío y en todas las tablas y escondrijos. ¡No estoy soñando, fray Cadfael! ¡Es cierto! ¡Nuestra embarcación ha sido saqueada! ¡Venid a ver!
—¿Se han llevado algo? —preguntó inmediatamente Cadfael con candidez.
Todavía alterada por lo sucedido y con incauta sinceridad, Emma contestó:
—¡No!