I

la mañana siguiente, al salir de prima, fray Cadfael encontró a Felipe, esperándole muy nervioso en el patio grande. Parecía tan preocupado que al monje no le cupo la menor duda de que le traía un asunto muy urgente. En cuanto le vio, el muchacho se acercó y apoyó una mano en su manga.

—¿Queréis acompañarme a ver a Hugo Berengario? Vos le conocéis, y os escuchará si intercedéis en mi favor. No sé si estará despierto a esta hora, por eso os he esperado. Creo que he encontrado el lugar donde mataron a maese Tomás.

Como no era lo que andaban buscando, Cadfael se detuvo y parpadeó ante aquel anuncio tan inesperado, al que no concedió, de momento, la menor importancia.

—¿Qué dices que has encontrado? —preguntó el fraile.

—¡Es verdad, lo juro! Anoche era muy tarde y no podía molestar a nadie, y, además, no había estado allí de día, pero alguien sangró en aquel lugar…, alguien fue arrojado al agua…

—¡Ven! —dijo Cadfael, recuperándose de la sorpresa—. Iremos juntos —cruzó casi al trote el patio para dirigirse a la hospedería, acompañado por las largas zancadas de Felipe—. Si estás en lo cierto… querrá que le indiques el lugar. ¿Podrás encontrarlo otra vez?

—Podré, ya veréis por qué.

Hugo les recibió bostezando, en calzones y mangas de camisa, pero completamente despierto y con el rostro ya rasurado.

—¡No levantéis la voz! —les dijo, acercándose un dedo a los labios mientras cerraba suavemente la puerta de los aposentos que tenía a su espalda—. Las mujeres están durmiendo. Bien, ¿de qué se trata? No puedo desoír a alguien que viene avalado por fray Cadfael.

Felipe le comunicó lo estrictamente necesario. Ya habría tiempo más tarde para sus necesidades personales. Lo importante en aquellos momentos era el claro del bosque, más allá de los vergeles del Gaye.

—Anoche quise seguir mi propio rastro hasta el río y me equivoqué. Llegué a un lugar entre los árboles donde habían depositado una cosa muy pesada que después arrastraron hacia el agua. La hierba está aplastada y aplanada en la pendiente por la que lo arrastraron. A pesar de los tres días transcurridos, aún se observan las huellas. Además, creo que también hay manchas de sangre.

—¿El mercader de Bristol? —preguntó Hugo tras una pausa de sobrecogido silencio.

—Creo que sí. Podremos comprobarlo mejor a la luz del día.

Hugo se volvió para apurar apresuradamente su matutina jarra de cerveza y terminarse el resto de una torta de harina de avena.

—¿Has dormido en casa? ¿En la ciudad? —preguntó, alisándose el alborotado cabello negro, atándose las cintas de la camisa y tomando la chaqueta—. ¡Y has venido a verme a mí, en lugar de presentarte ante el alguacil! Bueno, no importa, estamos más cerca que él y ahorraremos tiempo —Hugo dejó la espada y la vaina y se puso los zapatos—. Cadfael, os vais a perder la colación, llevaos unas cuantas tortas y bebed algo. Y tú, amigo mío, ¿has comido?

—¿Sin escolta? —preguntó Cadfael.

—¿Para qué? No necesitamos más que vuestros ojos y los míos; cuantas menos botas pisen el césped, mejor. Vamos antes de que Aline se despierte; tiene un oído de pájaro, y prefiero que descanse. ¡Enséñanos el camino, Felipe! Llévanos por el atajo más corto.

Aline y Emma estaban desayunando, tras haber aceptado resignadas la súbita y silenciosa partida de Hugo, cuando Ivo llegó y pidió ser recibido. Escrupuloso como siempre, preguntó primero por Hugo.

—Puesto que mi marido se ha marchado a resolver algún asunto oficial —dijo Aline con ironía— y puesto que es a ti a quien ciertamente quiere ver, ¿le decimos que pase? Estaba segura de que no se iría sin presentarte nuevamente sus respetos. ¡Se habrá estrujado los sesos para buscar el medio de que ésta no sea la última vez! Anoche no estaba muy inspirado, cosa lógica después de tantos sobresaltos y con la cara llena de arañazos y magulladuras a causa de la caída.

Emma no dijo nada, pero sus mejillas se tiñeron de arrebol. Se había levantado de la cama con la sensación de que iba a iniciar una nueva vida, cuyo curso tendría que decidir por sí misma, contrariamente a lo ocurrido hasta entonces. A aquella hora, la barcaza de maese Tomás ya estaría navegando por el Severn rumbo a casa. Ya no tenía que soportar las empalagosas atenciones de Rogelio Dod y la injusticia cometida contra él no le remordía tanto la conciencia. Sus pertenencias estaban guardadas en dos alforjas compradas en la feria porque aquel día pensaba abandonar el monasterio. En caso de que no encontrara compañía inmediata para trasladarse al sur, se iría a casa con Aline en espera de las disposiciones que pudiera tomar Hugo en su nombre. A falta de soluciones seguras, el propio Hugo le había prometido acompañarla a Bristol.

El ajetreo de la partida llenaba la explanada de los establos y el gran patio, y casi todos los aposentos de la abadía estaban vacíos. Turstan Fowler y el joven mozo ya estarían recogiendo las compras y los efectos personales de su amo y ensillando sus jacas y el caballo bayo, devuelto a la abadía por un valiente muchacho generosamente recompensado por su acción. ¡Sólo dos! El tercero iría en un cabestro.

Emma se estremeció al recordar lo que le había sucedido al jinete de la tercera jaca, y los actos que había cometido. Aquella súbita muerte la llenaba de espanto. Sin embargo, el hombre era un asesino y no tuvo el menor escrúpulo en derribar al suelo a su señor al verse descubierto. No se podía culpar a Ivo de lo ocurrido, aunque la orden no hubiera sido fruto de un comprensible acceso de furia provocado por el abuso de su tolerancia y el ataque contra su propia persona. Emma se conmovió la víspera cuando la misma vehemencia con la cual Ivo defendió su acción dejó traslucir con toda claridad las dudas y la compunción que lo embargaban; hasta tal punto que, al final, ella sintió el impulso de consolarle. Era terrible, pensó, tener poder de vida y muerte sobre los propios criados, por muy graves que fueran los delitos que éstos cometieran.

Si la víspera Ivo perdió una parte de su normal equilibrio y confianza, por la mañana ya los había recuperado por completo. Iba impecablemente vestido, y su atuendo, aunque sencillo, realzaba admirablemente las proporciones de su figura. Se ofendió muchísimo cuando Ewaldo le derribó y tuvo que levantarse humillado y derrengado ante una docena o más de testigos. Aquella mañana había cuidado mucho su aspecto y lucía incluso los rasguños de la mejilla izquierda como si fueran adornos; sin embargo, Emma observó que aún cojeaba por la caída.

—Siento no poder ver a vuestro esposo —dijo, entrando en la estancia donde se encontraban ambas amigas—, pero me han dicho que ya se ha ido. Tengo un plan que deseaba someter a su aprobación. ¿Me permitís que os lo exponga a vos en su lugar?

—Estoy en ascuas —contestó Aline con una graciosa sonrisa.

—Emma tiene un problema y yo he encontrado la solución. Lo he estado pensando desde que vos, Emma, hace dos días me dijisteis que no regresaríais a Bristol en la barcaza sino que viajaríais por tierra y con un salvoconducto. No tengo ningún derecho a reclamar nada, pero si Berengario accede a confiarme vuestra persona… Estoy seguro de que necesitáis regresar a casa cuanto antes.

—En efecto —contestó Emma, mirándole con inquisitivo interés—. Tengo muchas cosas que resolver en cuanto llegue.

—Tengo una hermana en Stanton Cobbold que ha decidido tomar el hábito, y el convento de su elección ya la ha aceptado —dijo Ivo, dirigiéndose a Aline—. Casualmente, desea ingresar en el priorato benedictino de Minchinbarrow, a pocas leguas de Bristol. Está esperando que yo la acompañe allí y, a decir verdad, lo he estado demorando para darle tiempo a cambiar de parecer, pero la muchacha está convencida y habla completamente en serio. Si me encomendáis a Emma, cosa que podéis hacer con toda confianza pues para mí será un placer servirla, ¿por qué no podrían viajar juntas ella e Isabel? Tengo hombres suficientes para que las escolten y, como es natural, yo mismo las acompañaría. Ése es el plan que deseaba exponer a vuestro esposo y que sin duda él hubiera aprobado. Lástima que no esté aquí…

—Me parece admirable —dijo Aline, complacida— y estoy segura de que Hugo estaría encantado de confiaros a Emma. Pero ¿no sería mejor preguntar a la propia Emma lo que piensa?

El arrebolado rostro y la deslumbradora sonrisa de Emma hablaban con más elocuencia que las palabras.

—Creo que sería la mejor solución para mí —contestó lentamente la joven—, y agradezco el detalle. Pero tengo que irme lo antes posible y vuestra hermana…

Vos decís que queréis darle tiempo para que reflexione…

—Ya he abandonado la esperanza de convencerla de que se quede en este mundo —Ivo rio con cierta tristeza—. No temáis forzar la mano de Isabel porque ella ha estado intentando forzar la mía desde que la aceptaron. Si eso es lo que quiere, ¿quién soy yo para impedirlo? Lo tiene todo preparado y estará encantada si voy a casa y le digo que partimos mañana. Si no os importa ir sola conmigo hasta Stanton Cobbold y dormir esta noche bajo nuestro techo, mañana por la mañana nos pondríamos en camino. Os podríamos proporcionar un caballo y una silla, si os apetece montar, o una litera, si lo preferís.

—Puedo y quiero montar —dijo Emma, radiante de felicidad—. Será un placer.

—Procuraríamos por todos los medios que lo fuera. Eso sí —Ivo sonrió casi con timidez, mirando a Aline—, si cuento con vuestra aprobación y con la de mi señor Berengario. No me atrevería a hacer nada sin ella. Pero, puesto que es un viaje que deberé emprender más tarde o más temprano e Isabel insiste en que cuanto antes mejor, ¿por qué no aprovecharlo para servir a Emma de paso?

—Ciertamente, eso lo resolvería todo de la mejor manera —convino Aline.

Y no cabe duda, pensó Emma, disfrazando su deseo de virtud, de que Aline se alegraría mucho si Hugo pudiera ahorrarse un viaje que la privaría varios días de su compañía.

—Emma sabe —añadió Aline— que puede elegir lo que considere mejor, pues tanto vos como nosotros estamos a su entera disposición. En cuanto a la aprobación, por supuesto que lo apruebo, tal como estoy segura de que lo aprobaría Hugo.

—Me gustaría verle y contar con su bendición —dijo Ivo—. Pero, si tenemos que irnos, es mejor que nos pongamos en marcha en seguida. Aunque ya os he dicho que Isabel lo tiene todo a punto, conviene aprovechar bien el día.

Emma vaciló entre su deseo de marcharse y la imposibilidad de despedirse de Hugo y agradecerle todo lo que había hecho por ella. Pero, por otra parte, Hugo se vería libre de la responsabilidad que había asumido y aprobaría sin duda la decisión.

—Aline, has sido la amabilidad personificada para mí, y me voy con mucho pesar. Pero en los tiempos que corren es mejor evitar un viaje. Además, Hugo ya ha tenido suficientes preocupaciones por mi culpa, y tú apenas le has visto últimamente… Me gustaría irme con Ivo, si me das tu bendición. Sin embargo, me apena marcharme sin darle las gracias a Hugo…

—No te preocupes por él. Seguramente pensará que hiciste bien en aprovechar este afortunado ofrecimiento. Le transmitiré todos los mensajes que quieras encomendarme. Ahora, cuando le pierdo de vista, nunca sé cuándo volverá, y me temo que Ivo tiene razón y conviene que aprovechéis el día, lo mismo que Isabel. Va a dar un paso muy importante.

—Eso le he dicho yo —dijo Ivo—, pero mi hermana es lo suficientemente audaz como para darlo. No te importará, Emma, montar a mujeriegas detrás de mí las pocas leguas que tendremos que recorrer, ¿verdad? En casa, te proporcionaremos caballo y todo lo demás.

—¡Qué envidia me dais! —exclamó la servicial Aline, contemplando a la pareja con una significativa sonrisa.

Ivo mandó al joven mozo en busca de las alforjas de Emma. El liviano peso de éstas se añadió al de los fardos de las compras de Corbière en la jaca de repuesto, y su capa, que no necesitaría para nada en un día tan hermoso, fue doblada y guardada en las alforjas. Era como emprender un viaje hacia un nuevo mundo soleado y prometedor, pero terriblemente vasto. Cierto que en Bristol le esperaban solemnes deberes, entre los cuales el reconocimiento del fracaso no sería el menor, pero, aun así, Emma experimentaba la sensación de haberse librado del pasado y haber entrado en un nuevo mundo en el que sería dueña de sí misma y estaría indefensa, pero se vería libre de las anteriores cargas.

Aline la besó con cariño y deseó buen viaje a los dos. Emma echó constantes vistazos a la caseta de vigilancia hasta el último momento, esperando que apareciera Hugo, pero no fue así; todavía se entretuvo un instante para comentar con Aline el inminente parto. Ivo montó primero porque el bayo, dijo, estaba un poco nervioso y podía gastarles una mala pasada. Después se volvió para tenderle una firme mano mientras Turstan Fowler la ayudaba a sentarse sobre la grupa del animal.

—Aunque nos tenga a los dos encima —dijo Ivo, volviéndose a mirarla con una sonrisa—, esta criatura puede ponerse muy pesada cuando sale. Para más seguridad, sujetaos bien a mi cintura y entrelazad las manos sobre mi cinto… ¡Eso es, muy bien! —saludando con una cortés inclinación de cabeza a Aline, añadió—: ¡Me encargaré de que llegue a Bristol sana y salva, lo prometo!

Tras lo cual, cruzó la caseta de vigilancia en mangas de camisa tal como había entrado, seguido de sus hombres, que ahora eran sólo dos, y de la acémila, trotando feliz bajo la liviana carga. Los brazos de Emma abarcaron sin dificultad el cenceño torso de Ivo, y a través del fino lino de la camisa percibió todo el calor y la vitalidad de sus fuertes músculos. Al pasar por la barbacana, ya casi libre de tenderetes y casetas, Ivo apoyó la mano en las manos de la muchacha firmemente entrelazadas sobre su lisa cintura y, aunque Emma comprendió que él quería cerciorarse simplemente de que iba bien sujeta, no pudo resistirse a pensar que también fue una caricia.

Se había reído muchas veces, rechazando las fantasías de Aline y negándose a creer en la posible unión entre la nobleza terrateniente y los comerciantes, a no ser que ello obedeciera a un beneficio mutuo. Ahora no estaba tan segura de que la sabiduría estuviera del lado de los escépticos.

El hueco ocupado por el voluminoso cuerpo correspondía más o menos a las dimensiones de maese Tomás, y la hierba a su alrededor estaba aplastada, como si una o varias personas le hubieran rodeado cuando yacía muerto. Sin duda lo hicieron así, pues allí fue donde le desnudaron y registraron, en la primera etapa de la búsqueda descubierta por Cadfael a través de los acontecimientos que se produjeron a continuación. En la pendiente que bajaba hacia el río se veía la huella del cuerpo arrastrado, y la hierba, que crecía más alta que a la sombra, estaba inclinada en una dirección.

Los restos de sangre, aunque muy escasos, no ofrecían ninguna duda. El fragmento de corteza de abedul bajo el árbol mostraba una delgada y oscura costra reseca. Buscando con cuidado, descubrieron otras dos manchas y un leve resto en la pendiente, en el lugar donde habrían colocado el cuerpo boca arriba para empujarlo más fácilmente hacia el agua.

—Aquí el río es muy hondo —dijo Hugo, de pie en la verde loma—, y la orilla está rebajada, por lo que fue más fácil que la corriente se lo llevara. Supongo que arrojaron la ropa inmediatamente después. Es posible que todavía encontremos alguna prenda. Debió de hacerlo un solo hombre. De ser dos, lo hubieran tomado por los brazos y las piernas.

—¿Os parece —preguntó Cadfael— que éste fue el camino que siguió para regresar a su barcaza? Sabía que la embarcación estaba río abajo, pasado el puente. Supongo que intentó tomar un atajo desde la barbacana y se desvió un poco. Ya veis que el extremo del embarcadero donde tenía amarrada la barcaza se encuentra algo más arriba. ¿Diríais que estaba solo y no sospechaba nada cuando lo atacaron?

Hugo estudió detenidamente el terreno. Aquello no era el escenario de una lucha; se veía una zona de hierba aplastada por la caída del cuerpo y, a su alrededor, las huellas de unos pies que la pisotearon. La hierba estaba perfectamente inclinada hacia un lado y hacia otro y no mostraba ningún rastro de una pelea.

—Sí. No hubo resistencia. Alguien se le acercó subrepticiamente por detrás y le atravesó sin decir una sola palabra. El cuerpo se desplomó y quedó tendido. Regresaba por un atajo y se desvió un poco corriente abajo. Alguien le vigilaba y seguía sus pasos.

—Aquella misma noche —dijo Felipe— alguien me vigiló y me siguió a mí.

Sus dos compañeros le miraron con interés.

—¿El mismo alguien? —preguntó Cadfael en un susurro.

—Aún no os he contado lo que hice —dijo Felipe—. Me quedé muy sorprendido cuando encontré este lugar y comprendí su significado. Yo quería reconstruir mis andanzas de aquella noche para demostrar que no cometí el asesinato. Pensé que el autor de este delito me había echado el ojo desde el principio. Me fui del embarcadero con la cabeza ensangrentada y la mente dominada por el deseo de vengarme. Fue un regalo inesperado que me quedara sin sentido mientras otros cometían el asesinato.

El joven refirió a continuación lo que había averiguado y, al finalizar su relato, tanto Hugo como Cadfael le miraron, frunciendo el ceño.

—¿Fowler? —preguntó Hugo—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Walter Renold está completamente seguro y yo le considero un buen testigo. ¿Aquel hombre estuvo aquí?, le pregunté yo, y Wat me contestó que efectivamente le vio aquella noche. Fowler miró desde la puerta, vio el estado en que me encontraba, oyó mis palabras y se fue otra vez, durante cosa de una media hora, dice Wat. Después regresó, tomó una jarra de cerveza y compró una botella de licor de ginebra.

—Y la dejó sin abrir —recordó fray Cadfael— en cuanto te fuiste a vomitar la borrachera en la arboleda. No te avergüences de ello ahora, todos hemos sido insensatos alguna vez en la vida, y muchos incluso te hemos superado. Lo que sabemos de él —añadió, mirando a Hugo a los ojos— es que, dos horas más tarde, le encontramos borracho como una cuba bajo unas mesas de caballete de la barbacana.

»Wat, el tabernero, jura que estaba más sereno que un obispo cuando abandonó la posada.

—Y yo doy por buenas las palabras de Wat —dijo Felipe con firmeza—. Dice que, si un hombre se bebiera una botella en dos horas, moriría o le faltaría muy poco. Fowler declaró al día siguiente ante el alguacil y no se le veía muy enfermo que digamos.

—¡Pero, bueno! —exclamó Hugo, sacudiendo la cabeza—. Yo mismo me incliné sobre él y retiré la capa que le cubría los hombros. El muy bribón olía que apestaba. Su aliento hubiera sido capaz de tumbar a un buey. ¿Acaso me estoy volviendo loco?

—¿No sería más bien que notasteis el olor al retirar la capa? Se me están empezando a ocurrir unas ideas muy curiosas —dijo Cadfael—. Tengo para mí que el licor de jengibre se compró para lo exterior y no para lo interior.

—Una estratagema muy cara —comentó Hugo—, al precio que van los licores. Aunque muy barata si con ella consiguió ser inmune a la sospecha de algo que le hubiera costado mucho más caro. ¿Qué es lo que dije al principio, insensato de mí? Por la pinta que tiene, dije, debe de llevar varias horas aquí. ¿Y adónde le llevamos desde allí? Pues, a una celda de castigo de la abadía donde pasó la noche. ¿Cómo podía ser culpable de algo, con lo borracho que estaba? ¡Los niños y los borrachos son los únicos inocentes del mundo! Si aquella noche se cometió un asesinato, ¿quién iba a fijarse en un hombre que estuvo inconsciente desde que se vio a maese Tomás con vida por última vez hasta que su cuerpo fue conducido a Shrewsbury?

Cadfael aún había llegado más lejos en sus elucubraciones, aunque todavía no tenía las cosas claras.

—Me gustaría echarle otro vistazo al lugar donde recogimos al borracho, Hugo, si fuera posible encontrarlo. Un borracho como es debido deja sin duda la botella por allí para que todos la vean. Pero no recuerdo haber visto ninguna. Si nos pasó inadvertida y un pordiosero la encontró más tarde, santo y bueno. Pero si por casualidad estuviera escondida, para que nadie pudiera hacer preguntas sobre cuánto bebió y qué cabeza hubiera podido resistirlo, ¿os parece un comportamiento propio de un simple borrachín? No es probable que cruzara el recinto de la feria apestando de aquella forma, ya fuera por dentro como por fuera. El bautismo tuvo lugar allí, donde lo encontramos cubierto con la capa. Y allí hubiera tenido que estar la botella.

—Y si no era un tonto ni estaba borracho aquella noche, ¿cómo explicáis sus idas y venidas, Cadfael? Asomó la cabeza por la puerta de la taberna, tomó nota del estado en que se encontraba este mozo, escuchó sus quejas y se fue… ¿adónde?

—¿Tal vez a la caseta de maese Tomás para cerciorarse de que el mercader estaba allí ocupado en sus mercancías y probablemente aún se quedaría un buen rato? Después, vuelta a la taberna para vigilar a Felipe, que tan útil le sería como chivo expiatorio y que tantas trazas llevaba de terminar la noche más borracho que una cuba. Más tarde, le siguió hasta la arboleda, se cercioró de que estaba irremediablemente ebrio y regresó para seguir las pisadas de maese Tomás en su camino de vuelta a la barcaza. Le siguió hasta este lugar.

—Todo eso no son más que conjeturas —dijo Hugo con muy buen sentido.

—Cierto. Pero tiene su lógica.

—Después se alejó con la botella de licor y sin que nadie le viera se tendió en un rincón apartado, convirtiéndose en la piltrafa que recogimos. ¿Cuánto diríais que tardó en matar al hombre, registrarle y desnudarle en vano, según parece, y arrastrarle hasta el río?

—Contando el rato que pasó siguiéndole sigilosamente y regresando a la feria sin que nadie le viera una vez cometido el delito, más de una hora de las dos que se perdieron entre la borrachera y la lucidez. No —añadió Cadfael con la cara muy seria—, no creo que se pasara ni una sola parte de ese tiempo bebiendo.

—¿Fue también el hombre que saqueó la barcaza? No, no pudo serlo porque se encontraba en el castillo del alguacil. En cuanto al mercader Shotwick, ya conocemos a su asesino.

—Conocemos a uno de ellos —dijo Cadfael—. ¿Acaso podemos separar cualquiera de estos delitos de los demás? Creo que no. La búsqueda es la misma en todos los sentidos.

—¿Os dais cuenta —dijo Hugo, tras un prolongado momento de febril reflexión— de lo que estáis diciendo? Tenemos a dos hombres, uno convicto de asesinato y el otro, sospechoso. Y ayer uno de ellos mató al otro de un certero flechazo. Fríamente, hábilmente… Antes de seguir hablando —añadió Hugo de pronto, echando un último vistazo al claro del bosque—, hagamos lo que habéis sugerido. Examinar de nuevo el lugar donde le encontramos tendido.