II

elipe, que estaba aprendiendo a escuchar en silencio, les siguió, atravesando los huertos y vergeles del Gaye. A ninguno de ellos le molestaba su presencia. Se la había ganado a pulso y no estaba dispuesto a que lo echaran. Las embarcaciones más grandes ya habían abandonado el embarcadero. Muy pronto los criados retirarían las tablas y los pilares hasta el año siguiente, y los guardarían en los almacenes de la abadía. A lo largo de la barbacana se estaban desmontando y apilando los tenderetes para su posterior retirada. Dos carros de la abadía avanzaban desde el recinto de la feria de caballos hasta la caseta de vigilancia.

—Recuerdo que estaba a más de medio camino —dijo Hugo—, y en un rincón apartado. Había pocas luces porque casi todos los tenderetes de aquí los utilizaban los campesinos que venían durante el día. Más o menos por esta parte.

La noche del crimen había varios caballetes amontonados, junto con unos toldos listos para utilizar al día siguiente. Aquella mañana también había montones de caballetes y tablas, listos para almacenar hasta que se inaugurara la feria del año siguiente. Estudiaron el probable trecho, pero no pudieron identificar el lugar exacto. Uno de los carros de recogida se había detenido y dos hermanos legos estaban cargándole las tablas y los caballetes. Cadfael observó la escena.

—Habéis recogido desperdicios inesperados —comentó, mirando en un rincón del carro un pequeño montón de extraños objetos tales como un zapato, una chaquetilla un poco estropeada, pero todavía en buen estado, una muñeca de madera sin brazo, un capuchón verde y una cuerna de beber.

—Habrá muchos más, hermano —dijo el carretero con una sonrisa—, antes de que lo limpiemos todo. Algunos serán reclamados. Supongo que alguna niña querrá saber dónde está su muñeca perdida. La chaquetilla es de muy buen tejido, algún joven caballero debió de beber más de la cuenta y la dejó olvidada. El zapato es nuevo, pero es tan grande que, a lo mejor, el propietario vendrá más tarde a reclamarlo en secreto. No creo que pudiera llegar muy lejos con uno solo —el lego pasó el musculoso brazo por debajo de un montón de caballetes y lo izó al carro sin dificultad—. ¿A qué no imagináis dónde encontramos aquella botella tan grande de allí?

El lego indicó con la cabeza la parte anterior del carro a la que Cadfael todavía no había prestado atención. Una aplanada botella de vidrio con capacidad para un cuarto de galón colgaba de la limonera del vehículo mediante una fina correa de cuero.

—Estaba encima del toldo de uno de los tenderetes de los campesinos. La tenía una anciana que vende queso, la conozco porque viene cada año y, como ahora ya no está muy ágil, le montamos el tenderete la víspera de la feria. ¡La botella por poco le rompe la crisma a mi compañero Daniel cuando la bajamos esta mañana! ¡Imaginaos, tirar una botella así, como si no tuviera ningún valor! Quienquiera que fuera, pudo conseguir un trago de balde en la taberna de Wat, si la hubiera devuelto.

El lego arrojó los caballetes que sostenía en los brazos al interior del carro y se volvió para tomar un montón de tablas.

—¿Entonces es una botella de la taberna de Wat? —preguntó Cadfael, observándola con interés.

—Lleva su marca en la correa. Todos sabemos de dónde salen estas botellas de calidad. Pero casi nunca son para nosotros.

—¿Y dónde estaba el tenderete? —preguntó Hugo, por encima del hombro de Cadfael.

—Ni a veinte pasos a vuestra espalda —Hugo y sus acompañantes no pudieron resistir la tentación de mirar hacia atrás para calcular. Coincidía. Coincidía perfectamente—. Lo curioso es que, cuando vino la vieja a colocar sus productos, dijo que se olía a licor y que el olor se le pegó a las faldas por la noche, como si se hubiera revolcado en un charco de aguardiente. Pero, pasado el primer día, se olvidó. Es medio galesa y está un poco chiflada. Debieron de ser figuraciones suyas.

Cadfael hubiera dicho más bien que la mujer tenía muy buen olfato, poseía ciertos conocimientos sobre la destilación de licores y había identificado con precisión la causa de su malestar. Allá sobre la hierba, cerca de su tenderete, una buena parte del licor se vertió generosamente sobre la ropa y el suelo; no era de extrañar que la tierra conservara el olor. Quizás un pequeño trago bajó por la garganta para perfumar el aliento y fortalecer la mente; pero nada más, porque la mente estaba perfectamente despierta cuando los desconocidos se inclinaron sobre su morada carnal y aspiraron los vapores de una inequívoca borrachera. ¡Todos desconocidos, menos uno! Cadfael no estaba empezando a ver la luz, sino una profunda oscuridad.

—Casualmente —dijo— tenemos un asunto entre manos con Walter Renold. ¿Nos permites que le devolvamos la botella? Ya le diremos que se la mandas tú.

—Lleváosla, hermano —dijo amablemente el carretero, sacando la botella de la limonera—. Decidle que se la envía Rychart Hyall. Wat ya me conoce.

—¿Supongo que estaría vacía cuando la encontrasteis? —preguntó Cadfael, tomando el fatídico objeto.

—¡Ni una sola gota, hermano! ¡Los feriantes pueden dejar las botellas, pero primero comprueban lo que hay dentro, antes de caer desvanecidos!

Una vez cargadas todas las tablas, el carro se alejó, dejando el terreno desnudo y pisoteado. En cuestión de pocos días, con la ayuda de los aguaceros estivales, la hierba verde volvería a crecer y la yerma arcilla se encresparía en pequeños bucles.

—Es mía sin lugar a dudas —dijo Wat, sosteniendo la botella en su manaza—. La única de esta clase que me faltaba. ¿Quién compra una medida así de licor, aunque sea en una feria? ¿Quién tiene dinero para permitírselo? ¿Y quién la prefiere a la cerveza y el vino? ¡No muchos, os lo aseguro! He visto hombres ansiosos de ahogar su dolor al precio que sea, pero raras veces en una feria. En las ferias, hasta los tristes se alegran y se animan. Me sorprendió que aquel sujeto me pidiera la botella y pagara un precio tan alto, pero se notaba que era el criado de un gran señor que se lo habría mandado. Podía pagar y le vendí el licor. Si os sirve de algo, os diré que el hombre que Felipe conoce es quien compró la medida de licor.

Un rincón apartado de la taberna de Wat era un lugar tan bueno como cualquier otro para sentarse a pensar y poner en orden lo que acababan de averiguar.

—Wat ha dado en el clavo —dijo Cadfael—. Hubiéramos tenido que comprenderlo antes. Se notaba que era el criado de algún gran señor cumpliendo sus órdenes, tenía dinero. El criado de una noble casa sobornado por un desconocido para que mate, o uno que lo hizo por su propia cuenta para robar y enriquecerse, eso me lo podría creer. Pero ¿dos? ¿Y de la misma casa? ¡No, no lo creo! No obraron por su cuenta. Servían a un mismo señor.

—¿Al suyo? ¿Corbière? —preguntó Felipe, anonadado y casi sin aliento ante la enormidad de las posibles repercusiones—. Pero él… Según dijeron, el criado trató de atropellarle con el caballo. Le derribó al suelo cuando él quiso detenerle. ¿Eso cómo se explica? No tiene sentido.

—¡Un momento! Empecemos por el principio. Supongamos que la noche en que murió maese Tomás, Fowler fue enviado para que le arrebatara algo que cierta persona desea. Su señor ha estudiado el terreno, le ha hablado de un chivo expiatorio que podría ser útil y le ha dado dinero para comprar el licor que le servirá de coartada tras cometer el crimen. El hombre seguramente exigió inmunidad, quería que le vieran para librarse de las sospechas. Su señor le sigue de cerca, se une a nosotros cuando salimos en busca del mercader. Recordad, Hugo, que fue Corbière y no nosotros quien descubrió al tunante. Nosotros pasamos por su lado sin verle, por lo que de nada hubiera servido la estratagema. Él necesitaba que lo encontraran y lo vieran borracho perdido y sin poder tenerse en pie desde hacía horas, y que después lo encerraran bajo llave muchas horas más. Hubieran podido cometerse diez asesinatos aquella noche, y nadie hubiera sospechado de Turstan Fowler.

—Y todo para nada —señaló Hugo—. Tarde o temprano, tuvo que decirle a su amo que había asesinado en vano. Maese Tomás no llevaba el tesoro encima.

—No creo que Corbière se enterara hasta el día siguiente, cuando su criado salió de la cárcel. Por eso quiso que Fowler declarara ante el alguacil, para incriminar a Felipe, y, mientras estábamos en el castillo asistiendo a los interrogatorios del alguacil, él envió a su segundo hombre a saquear la barcaza. ¿Os parece una explicación razonable hasta ahora?

—Bastante —contestó Hugo con semblante preocupado—. Lo peor aún no ha llegado. ¿Qué hombre suponéis que hizo el trabajo aquel día?

—Dudo que mezclaran al más joven. Dos eran más que suficientes. El joven Ewaldo, creo. Ellos dos fueron las manos que lo hicieron todo. Pero no la mente.

—Aquella misma noche entraron en la caseta y la registraron infructuosamente. A la noche siguiente, se produjo el asesinato de Euan de Shotwick —dijo Hugo, sin mencionar la profanación del ataúd de maese Tomás—. Una vez más, en vano, según me comentasteis. Hasta ahora, todo parece posible. Pero examinemos la espinosa cuestión de ayer. ¿Cómo demonios se explica? Yo le observé y le vi cambiar de color, ¡lo juro! Sobresalto, cólera, humillación, todo eso reflejó su rostro. No quiso que otro criado fuera en su busca, por temor a que le avisara, fue él personalmente. Se situó entre el hombre y la puerta, corrió el riesgo de quedar lisiado o cosa peor, cuando intentó impedir su huida…

—Todo eso es cierto —convino Cadfael— y, sin embargo, tiene un sentido mucho más abominable que cualquier cosa que vos o yo podamos pensar. Ewaldo se encontraba en los establos y no tenía ninguna posibilidad de huir. Corbière se presentó a requerimiento del alguacil y fue informado de lo ocurrido. Su criado no podría negar su participación en los hechos y, una vez lo acorralaran, diría todo lo que supiera y le echaría la culpa a su amo. Considerad en qué orden se sucedieron las cosas a partir de aquel momento. Fowler había practicado el tiro al blanco con los toneles, y tenía la ballesta a punto. Corbière se encaminó hacia los establos en busca de Ewaldo. Turstan hizo ademán de seguirle y él le dijo algo que le obligó a retroceder. Pero ¿qué le dijo? Ambos estaban demasiado lejos como para oírles. Tampoco podemos adivinar qué se habló en los establos. Esperamos varios minutos antes de que vinieran, ¿recordáis? Tiempo suficiente para que Corbière le explicara la situación al mozo, le ordenara mantenerse firme y le prometiera la huida. Saca el caballo, yo me encargaré de interponerme entre el caballo y la puerta, elige el momento, monta y huye al galope. Escóndete (sin duda en su mansión) y tendrás una buena recompensa. Pero procura dejar bien claro que yo no tengo nada que ver con el asunto…, atácame, interpreta bien tu papel, que yo interpretaré bien el mío. Y así lo hizo…, el mejor actor que he visto en mi vida. En efecto, se interpuso entre Ewaldo y la puerta y ambos aprovecharon la fogosidad del caballo para que nos apartáramos. Corbière trató de sujetar las riendas, cayó al suelo y el mozo escapó.

Hugo y Felipe miraron a Cadfael con muda fascinación.

—Sólo que su señor le jugó una mala pasada —añadió Cadfael—. Jamás tuvo intención de cumplir su palabra. Dejarle escapar era un riesgo demasiado grande porque, si lo atrapaban, el mozo abriría la boca. ¡Derríbalo!, dijo Corbière, y Turstan Fowler lo hizo. Sin ningún remordimiento, a tal señor, tal criado. Una boca peligrosa para ambos fue cerrada sin necesidad de pagar el menor precio.

Se produjo un prolongado silencio. Hasta Berengario, cuya mente podía imaginar, aunque con profunda aversión, los mayores prodigios de maldad y traición, se quedó paralizado por el horror. Felipe se levantó despacio, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos. Su experiencia era todavía muy corta, provinciana e inocente; no podía concebir que los hombres se convirtieran en monstruos.

—¡Lo decís en serio! ¡Lo creéis! ¡Pero ese hombre… visita y corteja a Emma! Y decís que no ha conseguido apoderarse de algo que tenía su tío, pero no en su propia persona ni en su barcaza ni en la caseta…, ¿dónde podrá encontrarlo sino en Emma? ¡Y nosotros aquí, perdiendo el tiempo!

—Emma está con mi mujer en la hospedería del monasterio —dijo Hugo en tono tranquilizador—, ¿qué daño puede hacerle allí?

—¿Qué daño? —gritó con vehemencia Felipe—. ¡Si me estáis diciendo que ésos no son hombres sino demonios!

El joven giró sobre sus talones y salió corriendo de la taberna, llevado como una flecha por sus largas piernas en dirección a la barbacana.

Sentados junto a la mesa, Hugo y Cadfael se miraron en silencio, pero sólo un momento.

—¡Por Dios bendito —exclamó Hugo—, a veces, se aprende de los inocentes! Venid, será mejor que nos demos prisa. ¡Este muchacho me ha puesto nervioso!

Felipe llegó a la hospedería casi sin resuello. Respirando afanosamente a causa de la carrera, solicitó ver a Aline y ésta salió a recibirle muy sonriente, pero sola.

—Pero bueno, Felipe, ¿qué ocurre? —preguntó Aline, creyendo adivinarlo y compadeciéndose de aquel enamorado que llegaba tarde para una digna despedida y el poco consuelo que pudieran proporcionarle unas frases amables—. Siento que no hayas podido saludarla, pero no podían esperar, tenían que salir temprano. Me encargó que te despidiera de su parte y te deseara… —las palabras se perdieron en sus labios—. ¿Qué sucede, Felipe? ¿Qué te preocupa?

—¿Se ha ido? —gritó Felipe con voz estridente—. ¿Se ha ido? —repitió—. ¡Tenían que salir, habéis dicho! ¿Quién se ha ido con ella?

—Pues se ha ido con micer Corbière. Se ha ofrecido a acompañarla a Bristol con su hermana, que tomará el hábito en un convento de allí. Ha sido una afortunada casualidad… ¡Felipe! ¿He dicho algo malo? ¿Qué ocurre?

El joven lanzó un alarido de rabia y dolor e incluso extendió la mano para sujetar a Aline por la cintura.

—¿Adónde? ¿Adónde la lleva? ¡Ahora, hoy mismo!

—A su mansión de Stanton Cobbold, donde pasará esta noche…, allí está su hermana…

En cuanto oyó el nombre del lugar, Felipe salió corriendo, pero no hacia la caseta de vigilancia sino hacia el patio de los establos. No tenía tiempo de pedir permiso a nadie ni de respetar la propiedad ajena, cualesquiera que fueran las consecuencias. Eligió el mejor caballo que vio, el cual, ¡por suerte para Felipe, pero no para su dueño!, estaba ensillado y listo para la partida, atado a un poste del patio. Antes de que Aline, perpleja y asustada, llegara a la puerta de la hospedería, Felipe ya había cruzado el portalón de la abadía mientras un enfurecido caballerizo atravesaba el patio más veloz que una liebre, tratando inútilmente de darle alcance.

Puesto que lo más cómodo para llegar al camino que conducía al sur, hacia Stretton y Stanton Cobbold, era girar a la izquierda del portalón y después nuevamente a la izquierda a la altura del puente, ni fray Cadfael ni Hugo Berengario, caminando a toda prisa a lo largo de la barbacana, vieron el alboroto que acompañó la partida de Felipe. Llegaron a la caseta de vigilancia y al patio central sin enterarse de lo ocurrido. Algunos huéspedes se disponían a marcharse y en el patio reinaba el normal ajetreo después de una feria. Hugo se encaminó directamente a la hospedería. Cadfael, que le seguía más despacio, notó de pronto una manaza en su hombro y oyó una jovial y sonora voz, saludándole amablemente en galés.

—¡Justo el hombre al que andaba buscando! Vengo a despedirme, fray, y a daros las gracias por vuestra compañía. ¡Ha sido una buena feria! Ahora me voy a mi embarcación y regreso a casa con excelentes beneficios.

Rhodri de Huw esbozó una radiante sonrisa entre el bosque de su tupida barba y su desgreñado cabello negro.

—No ha sido una buena feria por lo menos para dos personas que también vinieron aquí en busca de beneficios —contestó tristemente Cadfael.

—Sí, pero ¿en dinero o en otra clase de moneda? Aunque todo, al final, se reduce a dinero, dinero o poder. ¿Por qué otra cosa luchan los hombres?

—Tal vez por una causa justa de vez en cuando. Vos mismo dijisteis, si mal no recuerdo, que no hay mejor lugar que una gran feria para reunirse con alguien con quien uno prefiere que no le vean. ¡No hay nada más solitario que la plaza de un mercado! Apuesto a que el mismísimo Owain de Gwynedd tenía espías aquí —dijo en voz baja Cadfael—. Aunque, para eso, tenían que hablar inglés —añadió cándidamente.

—Cierto. De nada le hubiera servido utilizarme a mí. Aunque tenéis razón; Owain necesita información tanto como los otros, si quiere preservar su principado y añadirle algunas tierras aquí y allá. ¡Ahora me pregunto cuál de estos mercaderes con quienes me he codeado informará a Owain al oído!

—Y qué consejo le dará —dijo Cadfael.

Rhodri se acarició la espléndida barba y entornó sus ojos negros.

—Seguramente le dirá que el mensaje que esperaba el conde Ranulfo desde el sur…, quién sabe, tal vez incluso desde ultramar, ya jamás se recibirá. Y que, si quiere aprovechar las circunstancias, le conviene ampliar sus dominios lejos de las fronteras de Chester, pues el conde no querrá arriesgarse y lo tendrá todo muy vigilado. Owain haría bien en apostar por Maelienydd y Elfael, y dejar a Ranulfo en paz.

—Ahora que lo pienso —musitó Cadfael—, hubiera sido una tapadera magnífica que los espías de Owain pidieran la ayuda de un intérprete en estas tierras y que todo el mundo lo supiera. Las lenguas se mueven con más libertad en presencia de los sordos.

—Buena idea —aprobó Rhodri—. Alguien tendría que aconsejárselo a Owain.

En realidad, el príncipe de Gwynedd no necesitaba el ingenio ajeno para fortalecer el propio, ya que Dios se lo había concedido en abundancia. Cadfael se preguntó cuántas lenguas conocería aquel sencillo mercader. El francés casi con toda certeza, aunque para sus propios fines. El flamenco tal vez un poco, porque sin duda habría viajado por Flandes. No hubiera sido nada extraño que conociera también el latín.

—¿Vendréis a la feria de San Pedro el próximo año?

—Es muy posible, fray, es muy posible, ¡quién sabe! ¿Si viniera querríais ser de nuevo mi intérprete?

—De mil amores. Yo también soy un hombre de Gwynedd. Saludad de mi parte a las montañas. ¡Os deseo buen viaje!

—¡Que Dios os guarde! —contestó Rhodri, dándole una fuerte palmada en el hombro antes de encaminarse hacia el río.

Tan pronto como Hugo puso los pies en la hospedería, Aline se arrojó en sus brazos, gritó de alivio y desesperación, y le refirió el motivo de su inquietud y perplejidad.

—¡Oh, Hugo, creo que he hecho algo terrible! O eso, o Felipe Corviser se ha vuelto loco. Vino aquí, preguntando por Emma, y, cuando le dije que se había ido, se marchó corriendo. Ahora, un mercader de Worcester en los establos le acusa de haberle robado el caballo y haber huido con él. No sé lo que significa todo esto, pero tengo miedo…

Hugo la abrazó con solícita ternura.

—¿Emma se ha ido? Pero si iba a venir a casa con nosotros. ¿A qué se debe el cambio?

—Ya sabes que la colmaba de atenciones… Esta mañana vino preguntando por ti…, su hermana va a tomar el hábito en un monasterio de Minchinbarrow y, como tiene que acompañarla y eso se encuentra a pocas leguas de Bristol, pensó que podría acompañar a Emma junto con su hermana. Dijo que pasarían la noche en su mansión y que mañana se pondrían en camino. Emma aceptó y yo no vi nada de malo en ello, ¿por qué iba a verlo? Pero al escuchar ese nombre Felipe ha salido corriendo como un loco…

—¿Corbière? —preguntó Hugo, sujetándola por los hombros y apartándose de ella para estudiar su rostro con inquietud.

—¡Sí! Sí, Ivo, naturalmente…, pero ¿qué tiene eso de malo? Se la ha llevado a su mansión de Stanton Cobbold donde le espera su hermana…, me pareció ideal, y también se lo pareció a ella; tú no estabas aquí para decidir. Además, ella es dueña de sus actos…

Muy cierto, la joven era muy voluntariosa, apreciaba al hombre que le había hecho el ofrecimiento y se sentía halagada por el hecho de que la hiciera objeto de sus atenciones. Sólo para demostrar su independencia, hubiera aceptado, y Hugo, de haber estado presente, no hubiera sabido ni sospechado nada.

—Amor mío —dijo Hugo, estrechando con fuerza a su trémula esposa—, no hubieras podido hacer más que lo que hiciste, y yo hubiera hecho lo mismo. Tengo que ir tras ellos. No me hagas preguntas ahora, lo sabrás todo más tarde. La devolveremos aquí…, no sufrirá ningún daño…

—¡Entonces es cierto! —dijo Aline en un susurro mientras el aliento se le pegaba a la garganta—. ¿Hay razón para temer algún daño? ¿Yo he permitido que corriera peligro?

—No hubieras podido detenerla. Ella quiso ir. No pienses más en la parte que tuviste en ello, no tuviste ninguna…, ¿cómo podías saberlo? ¿Dónde está Constanza? Amor mío, no quisiera dejarte aquí…

Pensaba, naturalmente, como todos los hombres, que cualquier disgusto de su mujer en semejante estado podía repercutir desfavorablemente en su hijo. Aline se sobrepuso. Ella no era como aquellas mujeres que exigían tener a los hombres pegados a sus faldas cuando su presencia era urgentemente necesaria en otro lugar, pese a tener ciertos derechos como esposa.

—Pues claro que debes dejarme —dijo, apartándose resueltamente de sus brazos—. No he sufrido ningún daño y no lo sufriré. ¡Vete en seguida! Te llevan tres horas largas de ventaja. Además, Felipe podría tener dificultades, estando solo. Reúne a todos los hombres que puedas y yo intentaré calmar al mercader que se ha quedado sin caballo…

Aun así, Hugo se resistía a dejarla sola. Aline le tomó la cabeza entre sus manos, lo besó y lo empujó para que se fuera justo en el momento en que Cadfael entraba en la hospedería.

—Se ha ido con Corbière —le dijo Hugo al monje, transmitiéndole la noticia lo más breve posible—. Se dirige a la única mansión que tiene en el condado de Shrop.

»El muchacho ha salido tras él y lo mismo haré yo. Mandaré decirle a Prestcote que envíe una guardia para que nos siga a la mayor rapidez. Vos os quedaréis aquí para cuidar de Aline…

Al ver el destello que se encendía en los combativos ojos de fray Cadfael, Aline puso en duda que se quedara para guardarla…

—No necesito que nadie me cuide —se apresuró a decir—. ¡Idos en seguida… los dos!

—Tengo licencia —dijo Cadfael, aferrándose al deber para disimular su ardor—. El abad Radulfo me encargó velar porque sus huéspedes no sufrieran ningún daño bajo su techo, y yo extenderé el encargo fuera de su techo. Tenéis otro caballo, Hugo, aparte vuestro querido tordo. ¡Vamos! Hace un año que no cabalgamos juntos.