III

a mansión de Stanton Cobbold se encontraba a más de seis leguas de Shrewsbury, al sur del condado, lindando con las propiedades del obispado de Hereford en aquella región, de las cuales formaban parte unos nueve o diez castillos. El camino discurría por los trechos más abiertos y soleados del Bosque Largo. Y, en su extremo sur, serpeaba entre las estribaciones montañosas de una larga cordillera pelada. Junto a las desnudas pendientes, de vez en cuando se veían algunos valles boscosos. Corbière se adentró en uno de ellos, siguiendo un camino trazado por las rodadas de los carros. Eran las primeras horas de la tarde y el sol brillaba con toda su fuerza, pero aún así, las copas de los árboles proporcionaban una agradable sombra. El caballo bayo se había calmado y soportaba plácidamente la doble carga. Una vez en el bosque, Ivo sacó vino y tortas de avena para aliviar el cansancio del viaje y prestó a Emma toda clase de delicadas atenciones. El día era espléndido y la joven se sentía embarcada en una agradable aventura en medio de aquel extraño y hermoso paraje. Se dirigía a Stanton Cobbold con expectante felicidad, halagada por la deferencia de Ivo y ansiosa de conocer a su hermana.

Un riachuelo bajaba por la ladera, paralelo al camino. El camino se estrechó y el bosque se cerró a su alrededor.

—Ya estamos llegando —dijo Ivo, volviendo la cabeza.

A los pocos minutos, el elevado terreno se abrió ante ellos, mostrando una meseta horizontal cercada por delante por una empalizada. Al fondo, la casa solariega, rodeada de árboles, se asentaba sólidamente en la ladera. Un mozo se acercó corriendo para abrir la puerta. Adosados a la parte interior de la empalizada se levantaban numerosos graneros y establos. La mansión tenía una larga base de piedra reforzada con arbotantes y atravesada por dos portalones lo suficientemente anchos para la entrada de carros; otro piso encima, de piedra en su mayor parte, con una inmensa sala, las cocinas y las despensas; y un ala a la derecha construida en madera y con sólidas ventanas y postigos de madera en lugar de parteluces de piedra. La parte de madera era más alta que la de piedra y parecía tener unos aposentos adicionales por encima de la solana. Una alta escalera de piedra conducía a la puerta de la mansión.

—Bastante modesta —dijo Ivo, volviéndose a mirar a Emma con una sonrisa—, pero hay espacio suficiente y sois bienvenida.

Corbière parecía estar muy bien servido. Varios mozos se acercaron corriendo antes de que el caballo se detuviera, y una doncella abrió la puerta y bajó a toda prisa para atenderles.

Ivo retiró los pies de los estribos, pasó ágilmente una pierna por encima de la cabeza inclinada del animal y desmontó, indicándole por señas a Turstan Fowler que se apartara para tomar él mismo en sus brazos a Emma y ayudarla a desmontar. El liviano peso de la joven no le obligó a hacer el menor esfuerzo; la sostuvo en alto un momento para demostrarlo y después la dejó en el suelo.

—Venid, os acompañaré a la solana —Ivo despidió a la doncella con un gesto de la mano y ésta les siguió discretamente, pero les dejó en cuanto llegaron a la sala. Los gruesos muros de piedra producían una sensación de frialdad. La sala era inmensa y tenía el alto techo manchado por el humo, aunque ahora, en verano, la enorme chimenea estaba apagada. Las ventanas con parteluces permitían la entrada de un aire más templado que el del interior, pero eran muy angostas y poco podían hacer para suavizar la opresiva atmósfera de la estancia—. No es una de mis mansiones más bellas —añadió Ivo, haciendo una mueca—, pero, en estas fronteras galesas, construimos más para la defensa que para la comodidad. Subid a la solana. La parte de madera se construyó más tarde, pero allí la casa también es fría y oscura. Hasta en las noches de verano tenemos que encender la chimenea.

Una breve escalera al fondo de la sala conducía a una ancha galería con dos puertas.

—La capilla —dijo Corbière, indicando la de la izquierda—. Arriba hay dos pequeños dormitorios muy oscuros que dan a la ladera del monte y a los árboles.

Y aquí, si me perdonáis mientras me encargo de vuestro equipaje y el mío y de la estabulación de los caballos, me reuniré con vos dentro de un rato.

La solana contenía una mesa de madera maciza, un banco de madera labrada, dos sillas con almohadones, tapices en las paredes y alfombras en el suelo; era un lugar bastante cómodo y agradable, aunque un poco frío a causa de la ladera montañosa y los árboles que la cercaban. Las angostas ventanas apenas dejaban penetrar la luz filtrada por las ramas de los árboles. Allí no había hogar, pues la única chimenea de la mansión era para la sala y las cocinas; sin embargo, en el centro de la galería había unas grandes baldosas a modo de fogón y, en aquel cuadrado, ardía un brasero. El carbón y la leña brillaban discretamente sin producir humo. La luz del sol no conseguía calentar las estancias a través de los muros de piedra inferiores, pero arriba tampoco lograba atravesar la madera.

Emma entró en la estancia y miró a su alrededor con curiosidad. En medio del silencio, oyó que Ivo cerraba suavemente la puerta.

Esperaba conocer a su hermana al llegar y se decepcionó al ver que no salía, pese a constarle que su deseo era absurdo. Ivo no había mandado ningún recado, ¿cómo hubiera podido saberlo la muchacha? A lo mejor, había salido a pasear o tenía cosas que hacer en otra parte. Cuando apareciera, se alegraría de ver a su hermano y a una visitante de su misma edad y sabría que, al final, podría cumplir su voluntad. Aun así, su ausencia fue una decepción, y el hecho de que Ivo no la comentara ni la disculpara acrecentaba su inquietud.

Emma empezó a explorar la estancia, interesándose por todo. Su propia casa de Bristol era mucho más cómoda aunque no menos oscura y cerrada, y no se levantaba entre árboles sino entre edificios de madera. Ella pertenecía a una familia bastante adinerada, que concentraba la riqueza en una sola casa bien aprovisionada, mientras que aquella mansión fronteriza representaba tal vez una décima parte de las posesiones de Ivo, sin contar las tierras. Él mismo le había dicho que aquélla no era la más hermosa de sus casas, pero cualquiera sabía las fanegas de tierra que tenía o la cantidad de aparceros libres o de siervos de la gleba que en ellas vivían. Era un mundo completamente distinto. Ella lo había contemplado desde lejos y quedó deslumbrada, aunque sin llegar a la ceguera.

De pronto, llegó a la conclusión de que aquel ambiente no era para ella, sin pararse a pensar si lo lamentaba o se alegraba.

Aun así, la mansión contenía cosas de gusto exquisito. El brasero era una preciosidad que hacía honor al artesano que lo había creado; se sostenía sobre tres patas que semejaban arbolillos y el cuenco del fuego era un entramado de hojas de parra. Su único defecto, pensó Emma, era ser demasiado alto para mantenerse completamente estable. Los almohadones de las sillas mostraban unos ricos bordados de escenas de caza, un poco deslucidos por el uso y la fricción y por el roce de dedos ligeramente grasientos. En un estante construido bajo la mesa había varios libros, un salterio, una carpeta de pergamino con partituras de música, y un desteñido tratado con extraños diagramas. La madera labrada de las sillas, la mesa y el banco reproducía especies vegetales. Los tapices que cubrían todas las paredes entre las ventanas y la puerta eran sin duda muy antiguos y en otros tiempos debieron de tener unos colores soberbios que aún se veían, aquí y allá, entre los pliegues más protegidos; pero estaban ennegrecidos por el humo y la suciedad. Separó un pliegue y el sabueso que apareció entre sus dedos, con las fauces abiertas y las patas estiradas hacia adelante, se desintegró convertido en polvo y flotó en el aire en lenta disolución. Emma dejó caer los hilos que habían quedado adheridos a sus manos y se apartó, consternada. El polvo que le ensució las palmas semejaba ceniza.

Esperó, pero no apareció nadie. Probablemente no esperó tanto como pensaba, pero igual le pareció una eternidad, un año entero de su vida.

Al final, pensó que nadie se ofendería si entraba en la capilla situada al fondo de la galería. Tal vez desde allí podría oír algún ruido de abajo. Ivo había comprado tapices flamencos para su nueva mansión del condado de Chester y, a lo mejor, los había desenrollado y estaba admirando sus hermosos colores. Emma podía perdonar el olvido en tales circunstancias.

Apoyó la mano en la aldaba de la puerta y la levantó. La puerta no se abrió. Volvió a intentarlo con más fuerza, pero fue inútil. La puerta estaba cerrada bajo llave.

Al principio experimentó una sensación de incredulidad e incluso le hizo gracia, como si, por un estúpido azar, la puerta se hubiera cerrado por error. Después sintió el deseo instintivo de salir, tal como suele ocurrirle a cualquier criatura que se vea encerrada. Tras el sobresalto inicial, comprendió que aquello no era una equivocación. La propia mano de Ivo la había encerrado bajo llave.

No era una muchacha capaz de asustarse y aporrear la puerta. ¿De qué hubiera servido? Permaneció inmóvil con la aldaba en la mano, tratando de desentrañar la verdad con el mismo afán con que el sabueso del tapiz perseguía el venado. La habían encerrado en una estancia superior sin ninguna otra puerta y con unas ventanas no sólo lo suficientemente angostas como para que su esbelto cuerpo no pudiera pasar por ellas, sino también muy altas debido a la pendiente montañosa. No había forma de salir hasta que alguien abriera la puerta.

Llegó allí ingenuamente y de buena fe, y él la había convertido en su prisionera. ¿Qué quería de ella? Emma era consciente de su belleza, pero de pronto comprendió que él no se hubiera tomado tantas molestias por eso. Por consiguiente, no era su persona lo que le interesaba sino una cosa que ella tenía en su poder y por la cual alguien no tuvo reparo en llegar al máximo extremo a que se podía llegar. Varios asesinatos se habían producido por esta causa. Un criado de Corbière participó en uno de ellos y fue sumariamente ajusticiado. Un sórdido ataque para la obtención de un beneficio, un robo que terminó accidentalmente en asesinato y cuya prueba fue el hallazgo de los objetos robados. Ella lo aceptó como todo el mundo. Dudarlo hubiera sido como mirar al interior de un abismo imposible por demasiado oscuro, pero ahora ella estaba contemplando aquella oscuridad. Era Ivo y no otro quien la había encerrado.

Si ella no podía pasar a través de las ventanas, la carta sí podría, aunque eso hubiera entrañado el riesgo de que otros la encontraran. Pesaba poco y no llegaría muy lejos. Aun así, Emma se acercó a las ventanas y vio a través de la estrecha abertura la herbosa pendiente y los árboles de abajo. Allí, tranquilamente tendido y apoyado contra el tronco de un haya con la ballesta a su lado, estaba Turstan Fowler, contemplando distraídamente las ventanas. Al darse cuenta de su presencia en el marco de una de ellas, el mozo esbozó una amplia sonrisa. No podría esperar ninguna ayuda de él.

Se apartó temblando de la ventana. Se sacó rápidamente del pecho una bolsita de pergamino fuertemente enrollada. La llevaba escondida allí desde que maese Tomás se la colgara del cuello poco antes de llegar a Shrewsbury. Era casi tan larga como su mano, pero su anchura no superaba los dos dedos y el hilo del que colgaba era de seda tan fina como los hilos de una telaraña. No necesitaba un escondrijo muy grande. Enrolló a su alrededor el hilo de seda y la introdujo cuidadosamente entre sus trenzas negras como el azabache, recogidas con una redecilla de seda, hasta que su forma quedó totalmente cubierta. Tras ajustar la redecilla y alisarse el cabello, entrelazó fuertemente las manos para calmar su temblor y respiró hondo varias veces hasta que su corazón se tranquilizó. Después, se situó detrás del brasero y, al mirar hacia la puerta, sintió que el corazón que tanto le había costado tranquilizar, le daba un vuelco en el pecho.

Por segunda vez, no había oído girar la llave en la cerradura. Él mantenía sus defensas silenciosas y bien engrasadas. Apareció sonriente en el vano de la puerta y la cerró a su espalda sin apartar los ojos de ella. Emma adivinó, por el movimiento de su brazo y su hombro, que había trasladado la llave a la parte interior de la cerradura y había vuelto a girarla. No quería correr riesgos ni siquiera en su mansión y rodeado de sus criados. ¡Ni siquiera ante un adversario tan débil como Emma Vernold! En cierto modo, era un cumplido al que ella gustosamente hubiera renunciado.

Puesto que él no sabía si la joven había intentado o no abrir la puerta, ésta se comportó como si nada la perturbara. Acogió su presencia con una sonrisa anhelante y abrió los labios para pronunciar unas amables palabras, pero él se acercó sin miramientos.

—¿Dónde está? Dádmelo voluntariamente y no sufriréis ningún daño, os lo aconsejo.

No tenía prisa y sonreía con displicencia. Emma comprendió en aquel momento que su sonrisa era sólo un barniz tan frío, suave y decorativo como una capa de oropel. Le miró con la mirada perpleja del que súbitamente es interpelado en un idioma desconocido.

—¡No os entiendo! ¿Qué es lo que tengo que daros?

—Mi querida muchacha, lo sabéis muy bien. Quiero la carta que llevaba vuestro tío para el conde Ranulfo de Chester, la misma que él hubiera tenido que entregar en la feria, según lo acordado, a Euan de Shotwick, ojos y oídos de mi noble pariente —Ivo estaba dispuesto a emplear métodos suaves porque el tiempo ya no apremiaba; la perspectiva se le antojaba incluso divertida y estaba deseando verla participar en el juego, siempre y cuando él consiguiera al final su propósito—. No me digáis, hermosa mía, que ni siquiera habéis oído hablar de esa carta. Dudo que seáis tan buena embustera como yo.

—De veras que no os entiendo —contestó Emma, sacudiendo la cabeza—. No puedo deciros nada porque no sé nada de ninguna carta. ¿Suponéis acaso que un mercader como él hubiera sido capaz de confiar a las mujeres de su familia los importantes asuntos que tenía entre manos? Si lo creéis, estáis muy equivocado.

Corbière se adelantó un par de pasos y Emma observó que no le quedaba el menor rastro de cojera. Los rescoldos del brasero despedían un brillo escarlata, cuya luz se reflejaba como el sol poniente en las doradas ondas de su cabello.

—Eso pensé —dijo Ivo, sonriendo al recordarlo—. Tardé mucho tiempo, demasiado, en llegar a vos, señora mía. Yo no me hubiera fiado de ninguna mujer, por supuesto…, pero al parecer maese Tomás tenía otras ideas. Y reconozco que a su lado tenía a una joven de singulares dotes. Si queréis saberlo, os admiro. Pero eso no se interpondrá en mi camino, podéis creerme. Lo que tenéis en vuestro poder vale demasiado como para que me queden escrúpulos, aunque yo fuera un hombre dado a tales debilidades.

—¡Pero no tengo nada! No puedo entregaros algo que no está en mi poder. ¿Cómo puedo convenceros? —preguntó Emma, dando muestras de impaciencia e indignación, pese a constarle de antemano que de nada servirían las simulaciones.

Él lo sabía.

Ivo sacudió la cabeza, sonriendo.

—No está en vuestro equipaje. Hemos deshecho incluso las costuras de vuestras alforjas. Por consiguiente, está aquí, en vuestra persona. No hay otra posibilidad. Vuestro tío no la llevaba, y tampoco estaba en la barcaza ni en la caseta. ¿Quién nos quedaba sino vos? Vos, y Euan de Shotwick, en caso de que algún mensajero hubiera conseguido pasar inadvertido a mis vigilantes. Sabía que vendríais dócilmente conmigo… Por un momento pensé que la habríais ocultado en el ataúd de Tomás para su mejor salvaguardia, pero eso hubiera sido subestimar vuestra inteligencia, querida mía. Euan no la recibió. Sólo quedabais vos. Sus hombres eran demasiado simples…, aun en el caso de que él les hubiera dado órdenes estrictas de actuar con sigilo, tal como se las dio. Dudo mucho que os revelara lo que hay en la carta.

Era cierto, Emma ignoraba su contenido. Se la habían entregado para que la guardara por ser la persona de quien menos cabría pensar como correo de alguien, pero habían insistido mucho en su importancia. De su entrega, le dijo su tío, o, en su defecto, de su devolución al remitente, dependían muchas vidas. El último recurso tendría que ser su total destrucción.

—Estoy harta de deciros —replicó enérgicamente Emma— que os equivocáis al suponer que sé algo al respecto. Me habéis traído aquí, mi señor, con el deber de ofrecerme la compañía de vuestra hermana y conducirnos a las dos a Bristol. ¿Tenéis intención de cumplir vuestra promesa?

Ivo echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada mientras el rojizo resplandor del brasero danzaba sobre sus hermosos pómulos.

—Vos no hubierais venido conmigo sin una mujer en la historia. Si ahora os portáis bien, es posible que algún día conozcáis a la única hermana que tengo. Está casada con uno de los vasallos de Ranulfo y me mantiene informado de todo lo que ocurre en la corte del conde. Menuda monja hubiera sido de no haberse casado. Enviaros sana y salva a vuestra casa de Bristol…, eso sí lo haré cuando me hayáis entregado lo que quiero de vos. ¡Y lo que obtendré! —añadió chasqueando los dedos mientras sus hermosos y sonrientes labios se cerraban hasta convertirse en el filo de una espada.

Hubo un instante en que la joven estuvo a punto de entregarle lo que tan obstinadamente había conservado en medio de tantos sobresaltos. El temor ya era una realidad para ella, pero también lo era la cólera, tanto más violenta cuanto más procuraba reprimirla. Ivo se le acercó con la taimada sonrisa de un gato a punto de abalanzarse sobre un pájaro, y ella se desplazó, procurando en todo momento que el brasero se interpusiera entre ambos. Eso a Corbière no le hizo gracia, pero tenía una paciencia infinita.

—No entiendo —dijo Emma, frunciendo el ceño como si sintiera auténtica curiosidad— por qué atribuís tanta importancia a una carta. Si la tuviera, ¿creéis que os la negaría estando a vuestra merced? Pero ¿por qué os interesa tanto? ¿Qué puede haber en una simple carta?

—Muchacha insensata, en una carta puede haber vida y muerte —contestó Corbière, esbozando una condescendiente sonrisa ante su ignorancia—, riqueza, poder e incluso tierras que ganar o perder. ¿Sabéis lo que podría valer esta misiva? ¡Para el rey Esteban, todo su reino! Para mí, tal vez un condado. ¡Y, para muchos otros, sus pellejos! A pesar de vuestra inocencia, sin duda sabéis que Roberto de Gloucester quiere traer a Inglaterra a la emperatriz Matilde y luchar por sus pretensiones al trono, por cuyo motivo ha intentado, por medio de sus emisarios, conseguir el apoyo del conde Ranulfo cuando ella llegue aquí con sus huestes. Mi noble pariente tiene una cabeza muy dura y ha exigido pruebas de la fuerza de esta causa antes de levantar una mano o mover un pie para comprometerse en ella. Si conozco bien a mi Ranulfo, habrán tenido que ponerle por escrito nombres, números y todos los detalles. Toda la relación de los enemigos del rey, los nombres de los que ahora le adulan, pero se están preparando para traicionarle. Podría haber hasta cincuenta nombres en la lista y servirá, podéis creerme, para la ruina del propio Ranulfo puesto que, si su nombre no figura en ella, estaba considerando la posibilidad de incluirlo. ¿Qué no dará el rey Esteban a cambio de su entrega? Todo por escrito; puede que incluso figure la fecha en que se harán a la mar y el puerto donde esperan desembarcar. Todos sus enemigos liquidados antes de que puedan reunirse, una prisión preparada para Matilde antes de que desembarque. Eso, mi querida niña, es lo que yo me propongo ofrecerle al rey y no dudo de que obtendré una buena recompensa.

Emma le miró frunciendo el ceño desde el otro lado del brasero y sintió que la sangre se le helaba en las venas y todo su cuerpo se quedaba frío. ¡Ni siquiera era partidario de nadie! Mató, o hizo que otros mataran tres veces en su nombre, no por una causa sino fría y metódicamente por su propio medro y beneficio. No le importaba en absoluto cuál de ellos llevara la corona, si Esteban o Matilde. Si hubiera obtenido alguna información de valor para Matilde y supuesto que ésta tenía posibilidades de alzarse con el triunfo y recompensarle generosamente, hubiera traicionado a Esteban y sus seguidores sin el menor escrúpulo.

Por primera vez, Emma tuvo miedo y sintió que el peso de todas aquellas vidas en peligro caía sobre su corazón como una losa. No le cabía la menor duda de que las conjeturas de Corbière sobre el contenido de la carta estaban muy próximas a la verdad, lo bastante próximas como para destruir a muchos hombres pertenecientes al mismo bando al que tan fielmente había servido su tío. Tomás fue un apasionado defensor de una causa que le costó la vida. Ahora, a no ser que ocurriera un milagro, el mensaje que él llevaba costaría muchas más vidas, derramamiento de sangre, luto y ruina. ¡Y todo por el enriquecimiento y el medro de Ivo Corbière! Ella había seguido y apoyado a maese Tomás por lealtad familiar. Ahora eso ya no significaba nada y la joven sólo experimentaba el desesperado deseo de evitar más muertes y no traicionar a ningún hombre, cualquiera que fuera su bando. Ayudar a todos los fugitivos, esconder a todos los perseguidos, evitar que las esposas se quedaran viudas y los hijos huérfanos, era mucho mejor que luchar y matar por Esteban o por Matilde.

¡No permitiría que Corbière se saliera con la suya! Al precio que fuera, impediría que alcanzara indemne su condado, pisando los cadáveres de muchos hombres que se habían sacrificado.

—No tengo nada contra vos —le estaba diciendo Ivo, más sereno y tranquilo que nunca—. Entregadme la carta y regresaréis a Bristol sana y salva, con una buena recompensa. Pero no creáis que tendré el menor reparo en daros vuestro merecido si tratáis de engañarme.

La muchacha permaneció inmóvil, sosteniéndose el rostro con las manos como si tratara de reprimir su temor. Las yemas de sus dedos buscaron por debajo de la redecilla del cabello y entre la madeja de sus trenzas el pequeño cilindro de pergamino, sin que él observara el menor movimiento.

—Acercaos, no me parecéis tan bella como para que temáis una violación —dijo Corbière con una sonrisa desdeñosa—, siempre y cuando seáis sensata; pero no tendría el menor inconveniente en desnudaros con mis propias manos si os mostrarais obstinada. Podría ser incluso un placer si el acto resultara estimulante. Dádmelo u os lo arrebataré a la fuerza. A estas alturas ya tendríais que haber comprendido que jamás permito que ningún hombre se interponga en mi camino, y tanto menos la insignificante chica de un tendero.

¡Insignificante! No, jamás significó nada para él, sólo la utilizó en la despiadada búsqueda de sus propias ambiciones e intereses. Emma permaneció inmóvil donde estaba, pero, cuando él se acercó con una perversa sonrisa en los labios, se desplazó poco a poco en círculo para que el brasero siguiera entre ambos. El núcleo del brasero ardía con un intenso resplandor rojizo. La muchacha se aproximó a él como si sólo su calor pudiera darle consuelo y protección; de pronto, se soltó el cabello y sacó la carta, arrancando con ella la redecilla de seda. No se atrevió a arrojarla simplemente al fuego, temiendo que él pudiera recuperarla. Se inclinó desesperadamente hacia adelante, la introdujo en el centro del brasero y la sostuvo allí durante un momento de indecible angustia, apartando después los dedos quemados con un grito ahogado medio de dolor y medio de triunfo.

Corbière rugió de rabia y se abalanzó hacia el brasero, pero las llamas habían prendido en la redecilla y unos minúsculos gusanillos de fuego le lamieron la mano. Lo único que pudo tocar de la valiosa carta, antes de retirarse, fue la cera del sello que se derritió de inmediato y se pegó a sus dedos mientras él los sacudía, gimiendo de dolor. Emma se rio sin poder evitarlo. Oyó que él la maldecía, pero estaba demasiado ocupado tratando de salvar el tesoro. Corbière se quitó la chaqueta, se envolvió la mano con el faldón de la camisa y se inclinó de nuevo para tomar el cilindro que ardía en el centro del brasero. Lo recuperaría tal vez incompleto y desfigurado, pero no lo bastante como para frustrar sus propósitos. La envoltura exterior aún no estaba quemada por completo. ¡Emma no podría soportar que lo recuperara! Se agachó al ver que Ivo tomaba la carta chamuscada, asió con la mano sana la pata del brasero y lo volcó sobre sus pies y sus tobillos.

Corbière gritó y retrocedió. Los carbones encendidos volaron por el aire, cayendo en cascada al suelo sobre una alfombra que en seguida empezó a arder en medio de un humo denso y un fuerte olor a quemado mientras las llamas alcanzaban los resecos bordes de los tapices de la pared entre las dos ventanas.

Se oyó un extraño ruido semejante a un fuerte suspiro: una serpiente de llamas ascendía por la pared, seguida de un árbol de fuego, cuyas ramas se extendieron en todas direcciones, cubriendo el espacio entre las ventanas y rebasándolo hasta llegar a las polvorientas colgaduras de las paredes cercanas. Un crepitante cordón de fuego rodeó la estancia antes de que Emma pudiera reaccionar. La joven vio que los cazadores y las cazadoras de los tapices cobraban momentáneamente vida en medio de las temblorosas llamas, que los sabuesos brincaban y los árboles se encendían antes de desintegrarse en un centelleante polvo. El humo se elevó desde una docena de fragmentos esparcidos por el suelo y la visión desapareció.

En algún lugar de aquel espantoso incendio al otro lado del brasero, Ivo Corbière con la camisa y el cabello en llamas y un trozo de tapiz ardiendo sobre su cuerpo, rodó por el suelo, gritando de dolor. A la espalda de la joven una de las paredes de la estancia aún estaba a salvo, aunque el fuego se acercaba a ella por ambos lados.

Emma tomó una alfombra todavía intacta, la empujó y trató de alcanzar con ella al hombre en llamas, pero el humo se intensificó, impidiéndole la visión, y las lenguas de fuego la obligaron a retroceder. Pese a todo, la joven arrojó la alfombra por si él todavía podía alcanzarla y envolverse en sus pliegues, aunque sabía que ya era demasiado tarde para ayudarle. La estancia estaba llena de humo. Emma se cubrió la boca y la nariz con la holgada manga de su vestido y retrocedió al oír los desagradables gritos de Corbière, el cual conservaba en su poder la llave de la puerta. No podía llegar hasta él, no había ninguna esperanza de recuperar la llave. La habitación estaba en llamas, la madera de las ventanas, las paredes y el suelo empezaron a crujir y chirriar, escupiendo extraños surtidores de fuego.

Emma retrocedió cubriéndose el rostro y aporreó la puerta, pidiendo socorro a gritos en medio del furioso fragor de las llamas. Le pareció oír voces abajo, pero como de muy lejos. Acercó las manos a los tapices de ambos lados de la puerta, todavía no alcanzados por el fuego, arrancó el tejido medio podrido, lo enrolló fuertemente para que resistiera las chispas y lo arrojó al horno del otro lado de la estancia, confiando en que, por lo menos, la puerta se pudiera franquear. Arrancó todas las colgaduras que aún no estaban quemadas. Había olvidado la mano herida y la utilizaba con tanta destreza como la otra. Todas aquellas vidas estaban a salvo, nadie leería la carta que no consiguió llegar hasta Ranulfo de Chester. Aquel siniestro hombre encerrado con ella en la galería ya estaría casi muerto porque su voz se perdía entre el fragor del fuego, semejante al obsesivo zumbido de la feria. Ella también podía perder la vida. Pero era joven y decidida y no la perdería sin luchar. Aporreó la puerta y volvió a gritar. Nadie contestó. No oía voces ni rápidas pisadas en la escalera que conducía a la galería, nada más que la voz del fuego, pasando del murmullo a un rugido semejante al de una multitud enfurecida, pero mejor armonizado por ser el grito triunfal de una voluntad.

Emma se inclinó hacia el ojo de la cerradura y gritó a través de él todo lo que su aliento y sus fuerzas le permitieron. Ya no podía ver ni pensar, la oscuridad la envolvía y una mano la estrangulaba, comprimiéndole la garganta. Se desplomó de rodillas y después se inclinó hacia adelante junto a la base de la puerta, con la nariz y la boca pegadas al resquicio por el que se filtraba un hilillo de aire puro. Poco después, no fue consciente de nada, ni siquiera de su respiración.