V
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a oscuridad de las hermosas noches de estío, que nunca son del todo oscuras, mostraba el recinto de la feria de caballos completamente desierto, sin más señales de los tres días pasados que la hierba pisoteada y las huellas de los tenderetes. Ya todo había terminado hasta el año siguiente. Los administradores de la abadía habían recogido los beneficios de los alquileres, los peajes y los impuestos, y, tras la entrega de las cuentas, se habían ido a dormir. Lo mismo que los monjes de la abadía, los criados legos, los novicios y los pupilos. Un adormilado portero les abrió la puerta. Ante el ruido de su llegada, el gran patio cobró vida misteriosamente. Aline salió corriendo de la hospedería, seguida del mercader agraviado, ahora mucho más tranquilo; fray Marcos lo hizo desde el dormitorio y el amanuense del abad Radulfo desde los aposentos del abad, con la petición de que fray Cadfael se presentara allí en cuanto llegara, por muy tarde que fuera.
—Antes de irnos —explicó Hugo—, le mandé recado de lo que ocurría. Era justo que lo supiera. Estará deseando conocer cómo ha acabado.
Mientras Felipe y Emma, medio dormidos y obedientes a las sugerencias de Aline, iban a descansar y lavarse en la hospedería, y fray Marcos corría al herbario en busca de la crema de hojas de mora y el ungüento del manto de Nuestra Señora, eficaces remedios contra las quemaduras, y los soldados conducían al prisionero al castillo, fray Cadfael se dirigió al estudio del abad Radulfo. El abad estaba siempre despierto, tanto a mediodía como a medianoche. A la luz de la solitaria vela que ardía en su mesa, el abad miró a Cadfael y se limitó a preguntar:
—¿Y bien?
—Todo bien, padre. Hemos regresado con la señora Vernold sana y salva, y el asesino de su tío ya está en manos del alguacil. Uno de los asesinos…, el llamado Turstan Fowler.
—¿Hay otro? —preguntó Radulfo.
—Había otro. Ha muerto. No a manos de ningún hombre, padre, ninguno de nosotros ha matado o cometido la menor violencia. Ha muerto en un incendio.
—Contadme —dijo el abad.
Cadfael le contó brevemente todo lo que sabía de la historia. Lo que supiera Emma no eran más que conjeturas.
—¿Qué clase de mensaje debía de ser ése, capaz de inducir a un hombre a cometer tales crímenes en su afán de apropiárselo? —inquirió Radulfo.
—Eso no lo sabemos y ya nadie lo sabrá porque ardió con él. Cuando en un país hay dos bandos en guerra —añadió Cadfael—, hombres sin escrúpulos pueden convertir el conflicto en ganancia, vender a otros a cambio de una recompensa, vengarse de sus rivales, esperar que les otorguen las tierras de aquéllos a quienes traicionan. El mal que se pretendía cometer ya nunca llegará a fructificar.
—Un final bastante mejor del que me estaba temiendo —dijo Radulfo, suspirando de gratitud—. Eso significa que todo el peligro ha pasado y que los huéspedes de nuestra casa no han sufrido daño —tras una pausa, el abad añadió—: Ese joven que tanto se ha esforzado por nosotros y por la muchacha… ¿decís que es el hijo del preboste?
—Así es, padre. Ahora, con vuestro permiso, les acompañaré a casa y les atenderé las quemaduras. No son graves, pero hay que limpiarlas y curarlas en seguida.
—¡Id con la bendición de Dios! —dijo el abad—. Será muy oportuno, pues así podréis transmitir un mensaje al preboste en mi nombre. Preguntadle a maese Corviser si sería tan amable de visitarme aquí mañana por la mañana hacia el final del capítulo. Tengo que resolver cierto asunto con él.
La señora Corviser probablemente pasó muchas horas furiosa con su descarriado hijo, un inútil que, en cuanto salió de la cárcel, se fue a armar alboroto cualquiera sabía a dónde, hasta pasada la medianoche. Con seguridad habría dicho más de una docena de veces que se lavaba las manos con respecto a lo que pudiera ocurrirle, que ya no rezaría por él ni le importaba lo que hiciera, y que se fuera al diablo ya que así lo quería. A pesar de lo cual, su marido no consiguió que se fuera a dormir y, al menor rumor de una pisada junto a la puerta o en la calle, ya fuera firme o vacilante, la mujer corría a la ventana, con la boca llena de improperios, pero el corazón rebosante de esperanza.
Cuando al final apareció, el muchacho llevaba del brazo a una joven de grandes ojos almendrados, y tenía un mechón de pelo quemado en una sien, la chaqueta le olía a humo, llevaba la camisa hecha jirones, iba acompañado por un monje de la abadía de San Pedro y la expresión de su rostro era tan madura y autoritaria que casi borró por completo el lastimoso aspecto que ofrecía. En lugar de reprenderle o abrazarle, su madre los tomó de la mano tanto a él como a la muchacha, los hizo pasar juntos y los sentó, les dio de comer y los atendió con pocas y solícitas palabras. Al día siguiente, quizá pudieran conseguir que Felipe les contara la historia. Aquella noche, fue Cadfael quien contó los detalles más esenciales mientras limpiaba y vendaba las heridas de la mano de Emma y las heridas superficiales de la sien y el brazo de Felipe. Mejor no hablar demasiado de lo que había hecho el mozo. Emma ya se encargaría de ello más tarde; su madre lo apreciaría mucho más si se lo decía ella.
Por su parte, Emma casi no habló, aislada por su agotamiento y su dicha, aunque sus ojos apenas se apartaron de Felipe y, cuando lo hicieron, fue para contemplar con satisfacción los sólidos y oscuros muebles y los cálidos entrepaños de aquella morada burguesa, tan semejante a lo que ella conocía que el solo hecho de ser aceptada en ella era como estar en casa. Su arrobada sonrisa fue harto elocuente para una madre. Emma ya había sido conquistada antes incluso de que la acompañaran a la cama que le habían preparado y de que la señora Corviser la instalara en la estancia con la misma solicitud de una gallina con su polluelo, y le ofreciera un vaso de leche caliente mezclada con un poco de jarabe de adormideras de fray Cadfael para que descansara y se olvidara del dolor.
—Es lo más bonito que he visto en mi vida —dijo la señora Corviser, regresando a la sala y cerrando la puerta a su espalda. Miró cariñosamente a su hijo, que se había quedado dormido en la silla—. ¡Y pensar que era eso lo que estaba haciendo mientras yo le imaginaba cometiendo toda suerte de barbaridades, precisamente yo que hubiera tenido que conocerle mejor que nadie!
—Ahora él se conoce a sí mismo mucho mejor que hace unos días —dijo fray Cadfael, cerrando su bolsa—. Os dejo estos ungüentos y pomadas, ya sabéis cómo utilizarlos. Ahora me despido porque confieso que estoy deseando irme a la cama. Dudo que mañana oiga sonar la campana de prima.
En el patio, Godofredo Corviser estaba estabulando el caballo de Stanton Cobbold con el suyo. Cadfael le transmitió el mensaje del abad. El preboste arqueó escépticamente las cejas.
—¿Qué querrá ahora el señor abad de mí? La última vez que estuve con el sombrero en la mano en el capítulo, me echó un rapapolvo.
—Aun así —le aconsejó Cadfael, rascándose la chata nariz con expresión pensativa—, yo que vos, tendría curiosidad por saber qué quiere. ¡A lo mejor, esta vez sucede todo lo contrario!
No fue de extrañar que fray Cadfael, aunque consiguió levantarse para prima, aprovechara su lugar predilecto detrás de una columna, para dormir durante la celebración del capítulo. Estaba tan profundamente dormido que, por una vez, corrió el peligro de roncar y, al oír el primer toque de cuerno, fray Marcos se asustó y le despertó con un codazo.
El preboste había aceptado la invitación del abad al pie de la letra, y llegó al final del capítulo. El capataz de la granja acababa de anunciar su llegada cuando Cadfael abrió los ojos.
—¿Para qué habrá venido el preboste? —preguntó Marcos en voz baja.
—Le han pedido que venga. No sé para qué será. ¡Sssss!
Godofredo Corviser entró vestido con sus mejores galas y se inclinó respetuosamente en reverencia, pero con cierta frialdad. Esta vez no iba acompañado de una sólida cohorte y, aunque sentía cierta curiosidad, no daba la menor importancia a aquel encuentro. Su mente estaba ocupada en otros asuntos. Cierto que aún quedaba por resolver la situación de la ciudad, la cual hubiera sido su máxima preocupación en cualquier otro momento, pero aquel día había apartado a un lado sus inquietudes públicas para entregarse de lleno al júbilo personal por aquel hijo rehabilitado y unánimemente elogiado, del que tan orgulloso se sentía.
—Me habéis mandado llamar, padre abad. Aquí me tenéis.
—Os agradezco vuestra cortesía al venir —dijo suavemente el abad—. Hace unos días, maese Godofredo, antes de la feria, vinisteis aquí con una petición a la que no pude acceder.
El preboste no dijo ni una sola palabra; no estaba obligado a ello y no sentía la necesidad de hacerlo.
—Ahora la feria ha terminado —añadió el abad—. Se han cobrado todos los peajes, alquileres e impuestos y todo se ha entregado al tesoro de la abadía, según corresponde de acuerdo con lo estipulado. ¿Lo aceptáis así?
—Es la ley, al pie de la letra —convino Corviser.
—¡Bien! Entonces, estamos conformes. Se ha actuado con justicia, y el privilegio de esta casa se ha mantenido. Eso yo no podía quebrantarlo con una concesión. Los abades que me sucedan me hubieran culpado de ello, y con razón. Sus derechos son sacrosantos. Pero ahora se han respetado en su totalidad. Como abad de este monasterio, me corresponde a mí decidir el uso de los caudales. Lo que no podía conceder sin poner en peligro las condiciones del acuerdo —dijo Radulfo con deliberada lentitud—, puedo otorgarlo libremente como regalo de esta casa. De los beneficios de la feria de este año, otorgo un diezmo a la ciudad de Shrewsbury para la reparación de las murallas y el adoquinado de las calles.
El preboste, añadiendo aquella dicha a la felicidad de su hogar, se ruborizó de contento y aceptó aquella generosidad como hombre generoso que era.
—Mi señor, acepto este diezmo con placer y gratitud, y me encargaré de que sea usado dignamente. Y afirmo aquí públicamente que ello no altera ni un ápice el derecho de la abadía. La feria de San Pedro es vuestra feria. Que de ella pueda beneficiarse también vuestra vecina ciudad, en situaciones de grave necesidad, dependerá enteramente de vuestro criterio.
—Nuestro administrador os entregará el dinero —dijo Radulfo, levantándose para dar por concluido aquel satisfactorio encuentro—. El capítulo ha terminado.