III
anto en el resto de la embarcación como en el pequeño camarote, a Cadfael le pareció que todo estaba perfectamente en orden, aunque no por eso dudó de las palabras de la muchacha. Una persona que hacía aquel viaje por tercera vez y que estaba acostumbrada a aprovechar de la mejor manera el poco espacio de que disponía, conocería sin duda la ubicación de las cosas, por lo que una simple variante en un pliegue o una esquina arrugada de una prenda en el interior de la cómoda sería suficiente para descubrir la intervención de otra mano. Sin embargo, el intento de dejarlo todo tal como estaba era sorprendente y demostraba que el intruso había tenido tiempo suficiente en ausencia de los criados. Sin embargo, Emma decía que no habían robado nada.
—¿Estáis segura? No habéis tenido tiempo de examinarlo todo. Mejor que os cercioréis bien antes de informar a Hugo Berengario.
—¿Debo hacerlo? —preguntó Emma levemente sobresaltada y hasta un poco turbada, según le pareció a Cadfael—. ¿Aunque no se haya producido ningún daño? Bastante agobiados están por los restantes asuntos.
—Pero ¿acaso no veis, hija mía, que esto guarda relación con lo otro? Vuestro tío ha sido asesinado y ahora han saqueado su barcaza…
—Seguro que una cosa no tiene nada que ver con la otra —se apresuró a decir la joven—. Esto es obra de un vulgar ladrón.
—¿Un vulgar ladrón que no se ha llevado nada? —preguntó Cadfael—. ¿Habiendo aquí tantas cosas de valor?
—Quizá le interrumpieron…
La voz de Emma tembló hasta perderse en el silencio. Ni ella misma se lo podía creer.
—¿Eso os parece? Pues, yo creo que debió de pasarse mucho rato revolviéndolo todo sin prisas, de lo contrario no lo hubiera dejado tan bien arreglado. Se marchó tranquilamente tras comprobar lo que le interesaba.
—Pero ¿qué? ¿Qué buscaba que no estaba aquí?
Emma miró a su alrededor y se mordió el labio con expresión dubitativa.
—Bueno, pues, si tengo que informar… Tenéis razón, me he precipitado un poco y conviene que lo repase todo. No serviría de nada contar una verdad a medias.
Emma empezó a sacar metódicamente las prendas de las dos cómodas, dejándolas sobre las camas e incluso desdoblando las que, a sus ojos por lo menos, mostraban señales inequívocas de haber sido manoseadas, y doblándolas de nuevo a su entera satisfacción. Al final, se sentó sobre sus talones y miró a Cadfael, frunciendo el ceño.
—Sí, se han llevado algunas cosas, pero con mucha astucia. Pequeñas cosas que no hubiéramos echado en falta hasta nuestro regreso a casa. Me falta un ceñidor con una hebilla de oro. Y una cadena de plata. Y unos guantes con bordados en oro. Casi no los hubiera echado en falta, pues no quería ponérmelos. ¿Para qué necesito guantes en agosto? Los compré en Gloucester, durante una escala que hicimos allí.
—¿Y las pertenencias de vuestro tío?
—Creo que no falta nada. Si había algún dinero, desde luego ya no está, pero el arca de caudales está en la caseta. Nunca llevaba objetos de valor durante estos viajes, excepto los anillos. Yo tampoco hubiera traído estas chucherías, si no las hubiera comprado de camino.
—O sea —dijo Cadfael— que el desconocido que subió a bordo con tanta osadía, para ver qué podía llevarse, tuvo la astucia de tomar tan sólo pequeñas chucherías que pudiera introducirse en las mangas o la bolsa. Se comprende. Si hubiera bajado a la orilla con los brazos llenos de camisas y túnicas de vuestro tío, sin duda hubiera llamado la atención.
—¿Debemos molestar a Hugo Berengario y al alguacil por pérdidas tan triviales? —se preguntó Emma—. Me da apuro, sabiendo que tiene asuntos mucho más graves que resolver. Ya veis que no es más que un pequeño robo, aprovechando el rato en que la embarcación estuvo vacía. Los rateros suelen aprovechar estas ocasiones.
—Sí, debemos —contestó enérgicamente Cadfael—. Dejemos que la ley juzgue si esto tiene algo que ver con la muerte de vuestro tío. Nosotros no somos quienes para decirlo. Recoged lo que os haga falta, e iremos juntos a verle, si es que a esta hora podemos encontrarle.
Emma recogió un vestido, una túnica, unas medias, una muda y las cosas misteriosas que suelen necesitar las mujeres, con un aplomo que a Cadfael le pareció admirable y desconcertante a la vez. El descubrimiento del saqueo la había sobresaltado y trastornado profundamente, pero en seguida había recuperado la calma y ya se mostraba totalmente indiferente a la pérdida. A Cadfael se le antojaba extraño que la muchacha se empeñara tanto en separar aquel incidente de la muerte de su tío. De pronto, con perversa e irreflexiva inocencia, ella misma estableció un nexo.
—Bueno, de todos modos —dijo Emma, recogiendo el fardo en la falda de su vestido y levantándose ágilmente— nadie se atreverá a decir que el hijo del preboste tiene algo que ver con esto. Está a resguardo en una celda del castillo y el propio alguacil podrá ser testigo esta vez.
Hugo Berengario apartó momentáneamente a un lado sus obligaciones para disfrutar por lo menos de una cena en compañía de su mujer. Por suerte, el primer día de la feria estaba transcurriendo sin incidentes, desórdenes, disputas, acusaciones de engaños, cobro de precios abusivos ni rebajas desleales, como si la revuelta de la víspera y su mortal resultado hubieran apaciguado los ánimos incluso de los delincuentes habituales. Los negocios iban viento en popa, los alquileres y portazgos estaban proporcionando elevados beneficios a la abadía y las ventas se prolongarían hasta bien entrada la noche.
—He comprado un poco de lana —dijo Aline, entusiasmada con sus compras del día— y unas telas preciosas… ¡Mira qué suaves! Constanza le ha comprado dos vellocinos al mercader galés de Cadfael; ella misma quiere cardar e hilar la lana para el niño. Y yo he cambiado de idea sobre la cuna porque en la feria no he visto nada que se pueda comparar con lo que hace Martín Bellecote. Se la encargaré a él.
—¿La muchacha aún no ha regresado? —preguntó Hugo Berengario, levemente sorprendido—. Abandonó el castillo mucho antes que yo.
—Habrá ido a recoger algunas cosas en la barcaza. Ya sabes que anoche vino sin nada. Además, quería ir al taller de Bellecote para encargarle el ataúd de su tío.
—Eso debió de hacerlo a la ida —dijo Hugo—, porque Martín acudió al castillo para hablar del asunto antes de que me fuera. Trasladarán el cuerpo a la capilla antes de que anochezca. Nuestra Emma es una doncella muy buena y valerosa —añadió—. No ha querido que el insensato hijo de Corviser fuera acusado del asesinato.
»Su declaración ha sido totalmente imparcial. El mozo habló respetuosamente, pero fue mal interpretado, cometió el error de sujetar al hombre por el brazo y éste le derribó como si fuera un buey.
—¿Y él qué dice? —preguntó Aline, levantando los ojos del suave ovillo de lana que estaba acariciando.
—Que no le volvió a poner las manos encima a maese Tomás y que de su muerte no sabe más de lo que tú o yo. Sin embargo, el halconero de Corbière asegura que le oyó maldecir al mercader en la taberna de Wat. ¡Quién sabe! El cordero más dócil del rebaño, ¡aunque él no tiene precisamente esta fama! Puede sentir el impulso de pelearse cuando le provocan, pero clavarle un puñal en la espalda al rival…, tengo mis dudas. No llevaba ningún puñal cuando le detuvieron en la puerta de la ciudad. Tendremos que preguntar a sus compañeros si le vieron armado.
—Aquí está Emma —dijo Aline, mirando por encima de los hombros de su marido hacia la puerta.
La muchacha entró con el fardo, acompañada de fray Cadfael.
—Lamento la tardanza —dijo Emma—, pero hay una explicación. Ha ocurrido algo desagradable…, bueno, nada grave, no hay pérdidas importantes, pero fray Cadfael insiste en que os lo diga.
Cadfael se abstuvo de intervenir, retrocedió en silencio y dejó que la joven contara la historia a su manera, cosa que ella hizo con mucha circunspección, como si no tuviera demasiado interés en informar de las pérdidas. Pese a ello, describió hasta en sus más nimios detalles los objetos que faltaban.
—No quería molestaros con este incidente, a mi parecer, sin importancia. ¿Qué más da perder un ceñidor y unos guantes, habiendo perdido algo mucho más importante? Pero fray Cadfael insistió, por eso os lo he dicho.
—Fray Cadfael tiene razón —dijo Hugo—. En todo el día no hemos recibido ninguna denuncia contra los mercaderes de la feria. Sin embargo, han asesinado a vuestro tío y luego han robado en la barcaza. ¿Os parece una casualidad? ¿No habrá alguien que sólo tiene interés en vuestro tío?
—Sabía que pensaríais eso —contestó Emma, suspirando—. Que la barcaza se quedara vacía esta tarde fue una casualidad debido a que Rogelio tuvo que acompañarnos al castillo. Dudo que hubiera otra embarcación sin vigilancia. Los ladrones comunes se fijan mucho en estos detalles, y aprovechan todo lo que se les ofrece.
El argumento era muy hábil y la joven lo había utilizado con el propósito de echar agua para su molino. Cadfael prefirió no hacer comentarios. Ya tendría tiempo de discutir el asunto con Hugo Berengario. Las preguntas que exigían respuesta no se las harían a Emma. ¿De qué hubiera servido? La muchacha era inteligente por naturaleza y, debido a las circunstancias, estaba aprendiendo con gran rapidez. Pero ¿por qué se empeñaba tanto en no atribuir la menor importancia al misterioso registro de la barcaza y en no relacionarlo con el asesinato de maese Tomás? ¿Y por qué dijo, tras el sobresalto inicial y sin haber tenido tiempo de comprobarlo, que no faltaba nada? Era como si le restara importancia al hecho porque sabía muy bien que había resultado infructuoso.
«Y sin embargo, —pensó Cadfael, contemplando el redondo y resuelto semblante y los claros ojos clavados en la inquisitiva mirada de Hugo—, juraría que esta moza es buena y honrada y no farsante ni embustera».
—Ahora ya no me necesitáis —dijo Cadfael—, Emma os lo contará todo. Ya es casi la hora de vísperas y antes tengo que hablar con el abad. Ya habrá tiempo después de la cena, Hugo.
El abad Radulfo era un hombre que sabía escuchar. Ni una sola vez interrumpió con comentarios o preguntas el relato de fray Cadfael sobre la sesión que había celebrado el alguacil en el castillo y el posterior e inesperado descubrimiento en la barcaza.
—Por consiguiente, tenemos un acto ilegal del que nos consta que no es culpable el acusado, cualquiera que sea la verdad sobre el asesinato. ¿Qué pensáis, que esto debilita las sospechas que recaen sobre él en relación con el asesinato?
—Las debilita —contestó Cadfael—, pero no lo exime de culpa. Puede ser cierto, tal como dice la señora Vernold, que ambos hechos no estén relacionados y que el robo en la barcaza obedeciera a la ausencia de un vigilante. Sin embargo, dos delitos, uno contra la vida y otro contra las propiedades, cuya víctima es el mismo hombre, parecen obedecer a un propósito deliberado y no a una pura casualidad.
—La muchacha es huésped de la abadía —dijo Radulfo— y nosotros somos responsables de su seguridad. Dos delitos contra un mismo hombre, habéis dicho. ¿Y si ocurriera algo más? Si un sutil enemigo persiguiera un fin personal, puede que la cosa no termine con los acontecimientos de esta tarde, de la misma forma que no terminó con la muerte del mercader. La joven se encuentra bajo la custodia del segundo alguacil y no podría estar en mejores manos. Pero, como ellos, es huésped de nuestra casa. No quiero que los monjes de nuestra comunidad se distraigan de sus devociones y deberes ni que la armonía de nuestros oficios se trastorne; estas cuestiones sólo las discutiremos nosotros dos con el exclusivo propósito de ayudar a la ley. Pero vos, fray Cadfael, ya estáis metido en el asunto y sabéis cuál es la verdadera situación. ¿Tendréis la bondad de seguir los acontecimientos y vigilar a nuestros huéspedes? Deposito los intereses de la abadía en vuestras manos. No olvidéis vuestros deberes devocionales a no ser que algo os lo impida, pero os doy licencia para entrar y salir libremente y ausentaros de las funciones religiosas siempre que sea necesario. Cuando termine la feria, nuestras salas quedarán vacías y los mercaderes se irán. Entonces no estará en nuestras manos proteger al justo o salvarle de las amenazas del malvado. Pero, mientras estén aquí, procuremos hacer todo lo que podamos.
—Cumpliré vuestros deseos, padre abad, lo mejor que pueda —dijo Cadfael.
Cadfael asistió al rezo de vísperas con el corazón apesadumbrado y la mente trastornada, pero, aun así, se alegró del encargo que le había hecho el abad. De todos modos, le hubiera sido imposible no preocuparse por aquel nudo tan enredado, tras haber sido testigo de lo ocurrido, aparte la natural preocupación que sentía por la muchacha. No cabía duda de que la regla benedictina, debidamente observada, limitaba la movilidad de un hombre durante una considerable porción del día.
Entretanto, procuró olvidarse de los asuntos de Emma Vernold y entregarse con la máxima devoción al rezo de vísperas, lo cual le supuso un ímprobo esfuerzo que sin duda le hizo ganar grandes méritos en el cielo. Después de la cena, salió al claustro y no se sorprendió de ver a Hugo Berengario, esperándole. Se sentaron juntos en un rincón donde soplaba una agradable brisa y se podía contemplar el verde esmeralda de la hierba del patio junto al gris pálido de las piedras, y el azul del cielo mezclándose con el verde a través de una greca de rosales silvestres en la que aún florecían las últimas rosas de suave fragancia.
—Veo noticias en vuestro rostro —dijo Cadfael, mirando a su amigo con cierto recelo—. ¡Como si no tuviéramos bastantes en un día!
—No sé lo que vais a pensar —dijo Hugo—. Hace apenas una hora, un mozo que pescaba en el Severn sacó del agua una prenda de vestir. Como la caña estaba a punto de romperse, la soltó, pero la curiosidad le indujo a acercarla a la orilla donde pudo recogerla sin dificultad. Una túnica de excelente lana, hecha para un hombre corpulento y con mucho dinero para gastar —Hugo observó los perspicaces ojos de Cadfael más para confirmar lo que él pensaba que para interrogarle—. No le dijimos nada a Emma…, ¡no tuvimos valor! Está dibujándole a Aline un bordado de camisola infantil igual a uno que vio en Francia. Las he dejado con las cabezas juntas como dos hermanas. No, hemos preferido que la identificara Rogelio Dod. La túnica pertenece a maese Tomás. Ahora estamos buscando los calzones y la camisa con la ayuda de remos. Para cualquier ladrón, la túnica hubiera valido lo equivalente a un mes de trabajo.
—Por consiguiente, hay que excluir que un granuja cualquiera la arrojara al agua —dijo Cadfael.
—¡Por supuesto!
—También le quitaron los anillos que llevaba en los dedos. Pero supongo que los anillos valían demasiado, aunque con ello pudiera demostrarse que fue un asesinato por venganza y con ánimo de robo. Además, los anillos se hubieran hundido en las aguas del Severn. Por consiguiente, ¿por qué arrojarlos?
—Como de costumbre —dijo Hugo, arqueando las pobladas cejas negras—, os habéis adelantado a mí. A juzgar por las apariencias, el asesinato parece obedecer a una venganza. Ivo Corbière señala muy acertadamente que un asesino de esta clase no se hubiera entretenido en desnudar el cuerpo y arrojarlo al río, sino que lo hubiera dejado tendido donde estaba y se hubiera largado a toda prisa. A la venganza no le sirve de nada un montón de ropa, dice él. ¡Le basta con el hecho en sí mismo! Y mi alguacil comentó que esa misma idea se le pudo ocurrir al asesino, induciéndole a desnudar a la víctima para engañar a la ley. Ahora pescamos en el río la túnica de la víctima. ¿Qué podemos deducir vos y yo, amigo mío?
—Que hay dos posibilidades o más —contestó Cadfael con semblante abatido—. Si no se hubiera encontrado la túnica, la idea de un vulgar robo hubiera favorecido al joven Corviser. ¿Y si lo que se dijo ante el alguacil hubiera inducido a alguien a arrojar la túnica en un lugar donde fuera fácilmente encontrada? Hay alguien a quien le interesa mucho la condena de vuestro prisionero, y este alguien es el asesino. Siempre y cuando no lo sea aquel insensato joven, naturalmente.
—Cierto, medio caso podría parecer casi entero con la adición de un nuevo testigo. Pero el hombre sería un necio si, para demostrar que el asesinato no fue por robo y desviar las sospechas sobre Felipe Corviser, hubiera arrojado la capa y después hubiera subido a la barcaza para robar, sabiendo que Felipe Corviser estaba en una celda del castillo y no podía ser culpado en modo alguno de este segundo hecho.
—Ya, pero posiblemente no pensó que el robo se descubriría antes de que la barcaza regresara a Bristol o ya hubiera emprendido el camino de vuelta. Os digo, Hugo, que yo no vi la menor huella de una mano desconocida ni en la cubierta ni entre los bienes del camarote. La propia Emma comentó que hasta su regreso a casa no hubiera echado en falta los objetos robados. Los compró durante el viaje y no tenía intención de utilizarlos. No se sustrajo nada que estuviera a la vista y Emma descubrió la ausencia de los objetos casi en el fondo de la cómoda. Si no hubiera sido una persona tan pulcra y ordenada, ni siquiera se hubiera percatado del anónimo visitante.
—Y, sin embargo, el robo parece indicar que hay dos malhechores y dos delitos separados —señaló Hugo con una amarga sonrisa—, tal como Emma se empeña en creer. Si el odio fue la causa del asesinato, ¿por qué molestarse en robar posteriormente en su barcaza? Pero ¿vos creéis de veras que ambos hechos no guardan relación? ¡Yo no lo creo!
—A veces, en este mundo, se entremezclan las más extrañas casualidades. No lo descartéis, pues aún podría ser verdad. No puedo menos que pensar que ambos hechos son obra de la misma mano y obedecen al mismo propósito, que no es el robo ni el odio ya que, en tal caso, todo hubiera concluido con el asesinato.
—Pero, por el amor de Dios, Cadfael, ¿qué propósito que exigiera la muerte de un hombre hubiera podido exigir después el robo de un par de guantes, un ceñidor y una cadena?
Fray Cadfael sacudió la cabeza sin poder hallar respuesta ni aventurarse a hacer conjeturas.
—La cabeza me da vueltas, Hugo. Pero tengo la oscura impresión de que todo esto aún no ha terminado. El abad Radulfo me ha encargado que siga el desarrollo de este asunto por el bien de la abadía, y me ha dado permiso para entrar y salir cuando quiera. Teme que, si existe alguna perversa maquinación contra el mercader de Bristol, su sobrina tampoco esté completamente a salvo. Si Aline puede mantenerla a su lado, tanto mejor. Pero yo tampoco la perderé de vista —Cadfael se levantó, bostezando—. Ahora tengo que ir a completas. Si mañana no puedo cumplir mis deberes, por lo menos quiero terminar bien este día.
—Rezad para que la noche sea tranquila —dijo Hugo, levantándose con él—, pues no tenemos suficientes hombres para patrullar en la oscuridad. Recorreré la barbacana una vez más con mi oficial hasta la feria de caballos, y después me iré a la cama. ¡Ya vi suficientes cosas anoche!
La noche del primero de agosto, primer día de la feria de San Pedro, fue templada, serena y tranquila. Los mercaderes mantuvieron abiertos sus tenderetes a lo largo de la barbacana hasta muy tarde al ver que los clientes aprovechaban el buen tiempo para comprar y regatear. Los oficiales del alguacil se retiraron a la ciudad e incluso los servidores de la abadía, encargados de restablecer la paz en caso de que hubiera algún incidente, tuvieron muy poco trabajo. Ya era bien pasada la medianoche cuando se apagaron las últimas lámparas y antorchas y el silencio nocturno descendió sobre la feria de caballos.
La barcaza de maese Tomás se mecía dulcemente sobre las aguas del río. El mercader yacía en una capilla del monasterio, envuelto en un sudario, y, en su taller de la ciudad, el maestro carpintero Martín Bellecote trabajó hasta muy tarde en la fabricación del hermoso ataúd forrado de plomo encargado por Emma. En una angosta y polvorienta celda del castillo, Felipe Corviser se agitó y revolvió sobre su camastro de paja, se curó las magulladuras y no pudo dormir, angustiado por el recuerdo del compasivo y desconcertado rostro de Emma.