III

ás tarde, fray Cadfael reflexionó a menudo sobre lo que sucedió después, y se preguntó si la plegaria podía tener efectos retrospectivos sobre los acontecimientos, amén de influir en el futuro. Lo ocurrido ya había ocurrido y, sin embargo, ¿la situación hubiera sido la misma si él no se hubiera encaminado directamente a la iglesia cuando Felipe se fue, impulsado por la apremiante necesidad de encomendar a Dios el buen fin de unos esfuerzos que tan estériles le parecían en aquellos momentos? Era una cuestión teológica extremadamente compleja y delicada que jamás se había planteado anteriormente, que él supiera, o que, de haberse planteado, ningún teólogo se había atrevido a dilucidar, probablemente por temor a ser acusado de herejía.

Sea como fuere, Cadfael, que se había perdido algunos oficios religiosos durante el día, sintió la urgente necesidad de encomendar sus vanos esfuerzos a unos ojos que lo veían todo y a un poder capaz de abrir todas las puertas. Eligió la capilla del crucero, de la que aquella mañana habían retirado el féretro de maese Tomás, santificado de nuevo por la misa que se celebró por él. Ahora tenía tiempo para arrodillarse y esperar tras sus infructuosos esfuerzos, como un hombre que lucha denodadamente por coronar la cima de una montaña, sabiendo que existe una fuerza capaz de inclinar la montaña. Rezó una oración para que Dios le concediera paciencia y humildad y después rezó por Emma, por el alma de maese Tomás, por el niño que iba a nacer de Aline y Hugo, por el joven Felipe y por los padres que lo habían recuperado, y por todos los que sufrían injusticias y agravios y a veces olvidaban que les quedaba un recurso muy superior al alguacil.

Después se levantó para cumplir su principal deber, pese a la gravedad de los asuntos que reclamaban a gritos su atención. Llevaba dieciséis años supervisando el herbario y los productos que de él se derivaban, y sus remedios eran apreciados más allá de los muros de la abadía; y, aunque fray Marcos era el más fiel y solícito colaborador, le parecía injusto dejarle solo demasiado tiempo con semejante responsabilidad. Cadfael se encaminó hacia la cabaña con el corazón más tranquilo, tras haber descargado sus cuitas sobre hombros más anchos que los suyos, tal como seguramente se tranquilizaría el de fray Marcos cuando llegara su maestro.

Después de las horas de sol y calor, la intensa fragancia del huerto de plantas medicinales se extendía sobre las tierras circundantes como una particular bendición, no para el alma sino para los sentidos. Bajo los aleros de la cabaña, los manojos de hojas secas susurraban y gorjeaban como nidos de pájaros cantores mecidos por oleadas de templada brisa. Hasta las tablas de la cabaña de madera, untadas de aceite para evitar las grietas, exhalaban un perfumado calor.

—He terminado de elaborar el bálsamo para las úlceras —dijo fray Marcos, informándole, satisfecho, de sus actividades—. Y he cortado las cabezuelas de amapola que ya estaban maduras, pero no he sacado las semillas porque pensé que sería mejor dejarlas secar al sol uno o dos días.

Cadfael aplastó entre los dedos una de las gruesas inflorescencias, y alabó el buen criterio de su ayudante.

—¿Y el agua de angélica para la enfermería?

—Fray Edmundo envió por ella hace media hora. Ya la tenía preparada. Poco después de comer, he recibido la visita de un paciente —añadió fray Marcos, apilando en un estante los platitos de arcilla que utilizaba para clasificar las semillas—. Un mozo de cuadra con una herida en el brazo. Dijo que se la había hecho con un clavo en los establos cuando enjaezaba una caballería, aunque a mí me pareció más bien una cuchillada. Se la limpié bien y le apliqué un poco de vuestro ungüento de grasa de ganso. Anoche jugaron a los dados allá arriba en el henil, y supongo que en una pelea alguien le pegó una cuchillada, aunque él no quiso reconocerlo —fray Marcos se frotó las manos para sacudirse el polvo y miró con una sonrisa a su maestro—. Y eso es todo. Una tarde muy tranquila, no hubierais tenido que preocuparos —al ver la cara de Cadfael, el joven arqueó graciosamente las cejas y preguntó, asombrado—: ¿Por qué me miráis así? No hay motivo para que abráis los ojos de esta manera.

Ni tampoco la boca, pensó Cadfael, apresurándose a cerrarla mientras reflexionaba acerca de lo curiosos que eran los esfuerzos humanos y de las repentinas recompensas que uno recibía en ocasiones sin merecerlo. Aunque tal vez en aquel caso eran merecidas, ya que aquello le había ocurrido a fray Marcos, cuya modestia jamás exigía nada.

—¿En qué brazo tenía el corte? —preguntó Cadfael, desconcertando a fray Marcos, que no acertaba a imaginar qué importancia podía tener aquel detalle.

—En el izquierdo. Desde el extremo exterior de la muñeca hasta la parte inferior del antebrazo. Casi hasta el codo. ¿Por qué?

—¿Llevaba la chaqueta puesta?

—Cuando vino aquí, no —contestó Marcos, sonriendo ante lo absurdo de aquel catecismo—. La llevaba colgada del brazo sano. ¿Es importante?

—¡Más de lo que supones! Pero ya lo sabrás más tarde, no quiero jugar contigo. ¿De qué color era? ¿Y viste la manga que correspondía al brazo?

—Sí. Me ofrecí a cosérsela… porque no tenía nada que hacer en aquel momento, pero dijo que ya se la había remendado él mismo, y así era, en efecto, aunque muy mal, y con hilo negro. Yo se lo hubiera hecho mejor porque el hilo original era de lino sin blanquear. ¿El color? Pardusco tirando a rojo, como el de las chaquetas que suelen llevar los mozos de cuadra y los soldados, pero de excelente tejido.

—¿Conocías a ese hombre? ¿No será uno de los criados de la abadía?

—No, es el mozo de un huésped —contestó fray Marcos, pacientemente desconcertado—. ¡Ni una palabra a su amo, dijo! Era uno de los mozos de Ivo Corbière, el que tiene cara de malas pulgas y lleva barba.

Gilberto Prestcote, que, sin escolta y a pie, había pasado la tarde en la feria, contemplando con sus propios ojos la reinstaurada paz, se encontraba en el patio grande conversando con Hugo Berengario antes de volver a la ciudad, en el momento en que Cadfael regresaba apresuradamente del huerto con la noticia. Cuando el monje terminó su relato, ambos le observaron y luego se miraron con expresión circunspecta.

—En estos momentos Corbière está en la hospedería —dijo Hugo— y calculo, por lo que me ha dicho Aline, que lleva allí más de una hora. Emma lo tiene tan deslumbrado que dudo que haya pensado en otra cosa en estos últimos dos días. Una vez hecho el trabajo, sus hombres suelen andar sueltos por ahí a su antojo. Uno de ellos podría ser el hombre que buscamos.

—Su amo tiene derecho a ser informado —dijo Prestcote—. Los criados pierden la disciplina cuando ven el país desgarrado y dividido, y a sus amos burlando las leyes. No se habrá dicho ni hecho nada capaz de alarmar a ese hombre, ¿verdad? ¿No tendrá ningún motivo para escapar? Sin duda valora la protección que le ofrece un nombre como el de Corbière.

—No se ha dicho una sola palabra a nadie más que a vos —contestó Cadfael—. Y es posible que el mozo diga la verdad.

—Aquí tengo el fragmento de tela —dijo Hugo—. Se podría comparar.

—Pedidle a Corbière que venga —dijo el alguacil.

Hugo se encargó personalmente de la misión porque Ivo era huésped de su casa. Mientras Cadfael y el alguacil aguardaban en silencio, dos de los soldados de la abadía entraron por la caseta de vigilancia con sendos arcos largos en compañía de Turstan Fowler, armado con ballesta. Los tres parecían muy contentos y animados. El último día de la feria solían celebrarse contiendas de todas clases, lucha, tiro al blanco contra toneles colocados en los prados que bordeaban el río, y arcos largos contra ballestas, aunque el arco largo que se utilizaba allí era normalmente la ballesta de Gales, tensada contra el pecho y no contra la oreja. El arma más larga que se conocía, pero apenas se usaba. También había carreras de caballos y torneos y justas en la palestra del castillo. El comercio y el juego se aliaban y los mayores beneficios iban a parar a las tabernas donde los vencedores perdían todo lo ganado y los vencidos se consolaban de sus derrotas.

Los tres hombres charlaban animadamente e intercambiaban bromas, presumiendo de sus armas. Estaban a medio cruzar el patio, cuando Hugo salió de la hospedería, acompañado de Ivo. Al ver que su arquero se encaminaba hacia el patio de los establos, Ivo le hizo una imperiosa seña de que se quedara.

No tenía ningún motivo de queja contra Turstan desde su desastrosa caída en desgracia la víspera de la feria. El joven obedeció la orden sin rechistar y siguió conversando con sus rivales. Las cosas debían de haberle ido muy bien en el tiro al blanco contra los toneles, pues los tres parecían comentar las excelencias de su ballesta mientras él pisaba con el pie el estribo de metal y tiraba de la cuerda para mostrarles que apenas perdía velocidad en comparación con sus armas instantáneas. Las disputas sobre la velocidad y el alcance se prolongarían sin duda mientras ambas armas subsistieran. Cadfael las había utilizado en sus tiempos, junto con el arco oriental, la espada y la lanza de los jinetes. A pesar de la gravedad del momento, no pudo evitar contemplar con nostalgia la amistosa discusión que mantenían los tres hombres.

Ivo se reunió con ellos con semblante preocupado; sus grandes ojos oscuros, bajo las orgullosas cejas cobrizas y los bucles dorados de su cabeza, mostraban una expresión inquisitiva.

—¿Me habéis llamado, señor? Hugo no me ha explicado nada, pero deduzco que debe de ser una cuestión urgente.

—Es una cuestión relacionada con uno de vuestros hombres —dijo el alguacil.

—¿Mis hombres? —preguntó Ivo, sacudiendo la cabeza y mordiéndose el labio con gesto de incredulidad—. No sé que haya ocurrido nada… desde que Turstan se emborrachó como una cuba. Desde aquella noche se ha portado muy bien y no se ha alejado de casa, aunque en realidad no le hizo daño a nadie más que a sí mismo, el muy necio. Todos tienen permiso para salir, una vez terminado su trabajo. La feria está hecha para que todos la disfruten. ¿Qué pasa con mis hombres?

El alguacil no tuvo más remedio que decírselo. Ivo palideció visiblemente y su tez bronceada por el sol adquirió un tono cetrino.

—¡Entonces mi criado es sospechoso del asesinato que descubrimos esta mañana! ¡Santo cielo! Se llama Ewaldo, procede de una mansión del condado de Chester y su familia es originaria del norte, pero nunca se portó mal, aunque es un hombre muy arisco y de pocos amigos. Estoy desolado. Yo fui quien le trajo aquí.

—Podéis resolver vos mismo el asunto —dijo Prestcote.

—¡Así lo haré, con vuestra venia! —Ivo apretó los labios—. Le dije que, aproximadamente a esta hora, saldría a montar. Mi caballo ha hecho muy poco ejercicio y mañana me marcharé montando en él. Ewaldo es el mozo que lo cuida. Lo estará ensillando en el establo. ¿Queréis que lo mande llamar? Estará esperando mi llamada. ¡No! —dijo Ivo, interrumpiendo su propio ofrecimiento—. Iré yo mismo. Si envío a Turstan, podríais sospechar que le pusiera sobre aviso. ¿Creéis que no nos ha estado observando durante todo este rato? ¿Y os parece que este coloquio tiene el aire de ser una simple conversación entre amigos?

Por supuesto que no. Turstan, sosteniendo la ballesta en una mano, ya no parecía muy interesado en aleccionar a sus rivales, y éstos, intuyendo que ocurría algo que no era de su incumbencia, ya se estaban retirando, aunque de vez en cuando miraban discretamente hacia atrás, hasta que al final se perdieron en el patio de la granja.

—Iré yo mismo —dijo Ivo encaminándose a grandes zancadas hacia el patio de los establos.

Al ver que su amo no le ordenaba nada, Turstan se quedó donde estaba, pero después corrió tras él. Le siguió un rato, hasta que Ivo volvió la cabeza y le dio unas rápidas órdenes. Entonces Turstan se retiró hacia la caseta de vigilancia y permaneció allí sin saber qué hacer.

Transcurrieron unos minutos antes de que se oyeran los cascos de un caballo sobre los adoquines del patio de los establos y apareciera el majestuoso bayo, brillando en la oscuridad como el cobre bruñido y hecho un manojo de nervios por falta de ejercicio mientras el corpulento mozo barbudo lo sujetaba por la brida, siguiendo las zancadas de Ivo.

—Aquí esta Ewaldo —dijo lacónicamente Ivo, situándose, tal como Cadfael observó, entre ellos y la puerta abierta.

Turstan se acercó en discreto silencio, mirando de uno a otro rostro y sin comprender lo que ocurría. Sin soltar la brida del caballo, Ewaldo contempló con los inquietos ojos entornados el impasible rostro de Prestcote. Cuando el caballo se movió y echó la cabeza hacia atrás, el mozo levantó la mano izquierda para sujetar la brida y acarició con la derecha el lustroso cuello, sin desviar ni por un instante la mirada.

—Mi amo dice que vuestra señoría tiene algo que preguntarme —dijo Ewaldo en voz baja.

En la parte inferior del antebrazo izquierdo, se veía con toda claridad el chapucero remiendo de la manga, con la tela cosida a grandes puntadas y el extremo del hilo de lino danzando en el aire como un mosquito movido por la brisa.

—Quítate la chaqueta —le ordenó el alguacil. Como el mozo retrocedió boquiabierto con sincero o fingido asombro, añadió—: ¡Ni una sola palabra!

Ewaldo se quitó torpemente la chaqueta porque no podía soltar la brida del caballo.

La bestia, que necesitaba tomar el aire y hacer ejercicio, tiraba con fuerza hacia la puerta. Sus movimientos habían hecho que todo el grupo se desplazara, menos Cadfael, que permaneció de pie en silencio, algo más cerca de la puerta.

—Súbete la manga. La izquierda.

El mozo miró angustiado a su alrededor, inclinó la cabeza como un toro y obedeció, pasando el brazo derecho por la brida para subirse la manga hasta el codo. Fray Marcos había vendado la herida con una tira de tela de lino, cuya blancura resplandecía como la nieve.

—¿Te has lastimado, Ewaldo? —preguntó Prestcote, esbozando una sonrisa siniestra.

Ahora, pensó Cadfael, tiene la oportunidad, a poco listo que sea, de cambiar la historia y decir que le pegaron una cuchillada durante una riña y que, para ocultar su vergüenza, le dijo a fray Marcos que se había herido con un clavo. Pero no, el hombre no se detuvo a pensar; esperaba que su historia resultara convincente. Sin embargo, si al curar la herida fray Marcos pudo distinguir entre un corte y un rasguño, también podría hacerlo Gilberto Prestcote con un simple vistazo.

—Me lo hice con un clavo en los establos, mi señor, cuando enjaezaba un caballo.

—¿Y te rompiste la manga al mismo tiempo? Debía de ser un clavo muy grueso, Ewaldo. Esta tela es muy resistente —de pronto, Gilberto miró a Hugo Berengario—. ¿Tenéis el fragmento de tela?

Hugo sacó de la bolsa un trozo doblado de pergamino, lo desdobló y extrajo un insignificante retazo de tejido que más parecía una hoja seca de hierba con las fibras arrugadas y medio podridas en su extremo. Sólo el tembloroso hilo de lino que colgaba permitía adivinar lo que era realmente. Ewaldo retrocedió tan bruscamente que el caballo se echó hacia atrás y él tuvo que sujetarlo con ambas manos para tranquilizarlo. Para evitar que el animal lo pisara, Ivo pegó un repentino brinco.

—Entréganos la chaqueta —le ordenó Prestcote cuando el bayo se calmó.

El mozo contempló el minúsculo retazo de tejido, clavó la mirada en el implacable rostro del alguacil, vaciló sólo un instante, e hizo lo que le mandaban. Echó el brazo hacia atrás, les arrojó la pesada chaqueta a la cara y saltó rápidamente a la silla del bayo, golpeó con los talones los relucientes costados de la bestia y, emitiendo un fuerte grito contra sus orejas levantadas, lo lanzó como una flecha en dirección a la puerta.

Sólo Ivo se interponía en su camino. El mozo abalanzó la bestia contra él. El joven saltó a un lado, pero se arrojó como un tigre para agarrar la brida mientras el caballo pasaba por su lado; consiguió asirla y fue arrastrado un momento hasta que el mozo le soltó un puntapié y lo hizo caer pesadamente al suelo bajo los pies del alguacil y de Hugo que corrían tras el fugitivo. Ewaldo cruzó la puerta y giró a la derecha hacia la barbacana, lanzándose a un frenético galope. No había nadie montado y preparado para perseguirle, y, por una vez, el alguacil iba sin escolta ni arqueros.

No así Ivo Corbière. Turstan se apresuró a ayudarle, pero Ivo le rechazó con un gesto y, levantándose como pudo, echó a correr renqueando y casi sin aliento hacia la barbacana con el rostro enfurecido y lleno de rasguños. El pequeño grupo se quedó en mitad del camino, observando cómo el bayo y su jinete se perdían en la distancia sin que pudieran impedirlo. Había matado y ahora escapaba. Cuando se encontrara a varias leguas de Shrewsbury se escondería en el bosque y estaría tan seguro como un zorro en su madriguera.

—¡Derríbalo! —gritó Ivo con la voz entrecortada por la rabia.

Turstan tenía la ballesta a punto y estaba acostumbrado a obedecer sus órdenes en un santiamén. Se sacó el dardo del cinto, lo ajustó y, en un instante, el zumbido y la vibración de su vuelo indujo a la gente a volver y agachar la cabeza a lo largo de la barbacana entre los chillidos de las mujeres.

Ewaldo, inclinado sobre el cuello del caballo, experimentó una súbita sacudida y echó la cabeza hacia atrás. Sus manos soltaron las riendas y sus brazos quedaron colgando a ambos lados. Por un instante, quedó como suspendido en el aire; después, se inclinó de lado y cayó de la silla. El bayo, sorprendido y asustado, inició un salvaje galope, obligando a los compradores y vendedores a correr despavoridos en todas direcciones, pero su carrera era incierta porque la ausencia del jinete lo había desconcertado. No iría muy lejos. Alguien lo detendría, lo calmaría y devolvería.

Ewaldo ya había muerto cuando los primeros mercaderes se acercaron a él. Probablemente estaba muerto incluso antes de caer al suelo.