11. ¿Inmortales y contentos?

 

 

 

Inmortales ya lo somos. Sólo nos falta tomar conciencia de ello, no mediante un razonamiento filosófico sino a través de la expericncia directa de la vida.

 

El maestro del corazón

ANNIE MARQUIER[14]

 

Esta tarde iremos con los niños al cine para ver la película del mundo de Lego. La primera y última vez que os llevamos a los tres al cine fue en las navidades de 2013, poco antes de tu muerte. Nunca te habíamos llevado con la idea de que quizá te dormirías, o te aburrirías, o te espantarías. Vimos Frozen, una película de Walt Disney muy musical. Los tres os lo pasásteis en grande, estábais entusiasmados con la gran pantalla y con el sonido megapotente del cine. Incluso el suelo temblaba. Vi brillar tus ojos encendidos por la emoción, hija, ¡qué espectáculo tan bonito! Fue tanta la excitación que poco después te dormiste agotada, hasta recuperarte y despertar de nuevo al final de la película. Pol estaba absolutamente feliz. Jan estaba tan contento que saltó a la butaca de Pol y no paraba de darle besos y abrazos. Yo te tenía al lado y no te solté la mano, tenía miedo de que cogieras frío. Siempre temía que te pasara algo grave que te pudiera complicar la salud, y matarte. Sufrí muchísimo. Qué estrés vivir con tanta preocupación. El común de los mortales no saben lo que es: es un existir sin vivir por proteger la vida de la persona a quien quieres. Y al final debes entender que no puedes controlarlo todo, que no la puedes proteger de todo, no de la muerte. Pero yo entonces no lo sabía y sufría porque no pillaras un resfriado.

 

Vuelvo a la escena maravillosa del cine. Kewal era como un marajá sentado en el trono del disfrute. Y yo era todo éxtasis por ver tanta alegría repartida a cada lado. Me prometí que no tardaríamos en regresar al cine.

 

No pudimos volver. Te llevaste la experiencia a la tumba.

 

La película que hemos visto hoy del mundo de Lego no ha provocado el mismo impacto que Frozen en Pol y Jan. En el fondo, muy en el fondo, hablaba del hecho de que todos somos especiales si nos lo creemos. Lo difícil es creérselo.

 

Muy especial es también el protagonista de una película que he encontrado por Internet: Sólo los niños van al cielo, y que hemos visto con Jan. La película explica la historia de una madre soltera con una hija, siempre triste. La mujer conoce a un hombre, Paco (Sergi López), se lía con él y tienen un hijo. Al cabo de poco de nacer el niño el hombre se larga. La madre y la hija se quedan solas y se dan cuenta de que al niño le crecen alas. Lentamente, van adaptando su realidad a la de un niño con alas, sin muchos problemas, y el niño empieza a volar. Jan se lo miraba embelesado y decía «mamá un niño mariposa». En un momento dado, el niño se escapa volando en un supermercado y todo el mundo se da cuenta de que tiene propiedades especiales. La noticia sale por la tele. A partir de ese momento los periodistas van como locos detrás de la madre para conseguir una entrevista. Entonces, el padre de la criatura regresa porque huele dinero y negocia con unos periodistas para que filmen a su hijo alado. No sé cómo sigue la película porque Jan se cansó y la dejamos a medias.

 

La niña triste me recordó a Pol. El niño con alas a ti, Gina. El mundo de la madre giraba alrededor de su hijo raro, como todo mi mundo ha girado a tu alrededor. El niño con alas era siempre el protagonista porque era distinto, y su hermana tenía mucha necesidad de ser un poco protagonista también. Tú eras una criatura del cielo, y ahí has regresado. Una criatura de otro planeta llama mucho la atención al resto de mortales. Quizás en ti leemos alguna cosa de nuestra inmortalidad, como en el niño alado.

 

La matemática Annie Marquier habla de la inmortalidad de la conciencia. Dice: «¿Qué seremos exactamente? Las huellas de nuestra personalidad quedarán activas en el campo A [campo cuántico] por toda la eternidad y, en ese sentido, podríamos decir que somos inmortales. Pero las huellas solo son la forma que ha tomado nuestra conciencia, no son la esencia de lo que somos. Una vez desprendida de la forma, la conciencia lo trasciende todo, lo engloba todo. [...] Al prometernos entrar en resonancia en el campo A, el maestro que reside en el corazón nos abre de par en par puertas que nos llevarán a experimentar la eternidad de nuestro ser.

»El sabio no llora a los que no han muerto ni a los que han muerto, porque son eternos. El cuerpo nace y muere pero el espíritu existe eternamente».[15]

 

Sublime.

 

En casa seguimos con los sueños reveladores. Kewal ha soñado que se despertaba y en la habitación estaba la sanadora Snezana. Han hablado y ha entendido cosas que solo se pueden entender si tienes una mente abierta y crees en lo imposible.

Yo he vuelto a soñar contigo, Gina. Te habías muerto y luego habías vuelto a vivir. En el sueño yo entendía que los conceptos vida y muerte no tienen ninguna importancia. Después de muerta volvías a vivir, y te tocaba y te abrazaba y eras tan real... Me daba cuenta de que la muerte solo es un espejismo.

 

Y a pesar del sueño, hoy todo el dolor del mundo me acompaña. ¿Por qué somos tan amantes de la cronología? Te moriste hace dos meses. Ya no estás, eso es todo.

Hoy subimos a Montserrat. Hace un día espléndido. La belleza de la montaña nos conmueve, parece que durante la noche hayan dado lustre a las hojas de los árboles y ahora brillan con el sol.

Pol me pregunta si he terminado tu libro. Le digo que me falta poco. Y sigue preguntando: «si se publica, ¿saldremos por la tele?» Se acuerda de que nos grabaron cuando se publicó tu primer libro, pero tú eras la estrella. Y cuando salió el libro de Kewal fue él el centro de atención. Pol también quiere ser protagonista.

 

Hemos llegado al monasterio y hay un hormiguero de gente que me ofende. Yo quería un poco de intimidad que atenuara mi melancolía. Hemos pasado de puntillas entre la multitud y hemos tomado el camino hacia Sant Joan, como la última vez. Ahora con nosotros está Jan, y tú vas en el tarro de las cenizas.

Hemos comido en el mismo sitio y quizás hacía el mismo calor suave. Hemos buscado un rincón a la sombra de unos árboles y hemos almorzado envueltos por la alegría y la algarabía de los niños. Al acabar me he levantado y me he alejado un poco. Quería estar sola, pensar en ti y llorar mirando estas montañas austeras y majestuosas. Y se me ha acercado un pajarito y me ha dicho cosas en su idioma que he imaginado que podían venir de ti.

Jan me buscaba. Cuando se me ha acercado y ha visto mis lágrimas me ha preguntado «¿qué pasa, mamá?». Yo le he dicho que estaba triste porque la nena está en las estrellas, y me ha dicho: «¿La mamá también irá a las estrellas?». Yo le he dicho «no, hijo». No es la primera vez que me lo pregunta. La última vez, Pol estaba con nosotros. Yo dije: «La mamá querría ir a las estrellas para visitar a Gina». Y Pol soltó un no rotundo. «¿Por qué?», le pregunté. «¿Y si no vuelves, mamá?», dijo él.

Otra vez la pregunta de si regresaría. No lo sé. Siempre te escogía a ti, y si escogía a los demás —que era poco frecuente— lo hacía a disgusto. Mi corazón siempre me dijo «ve con Gina, porque ella te necesita más». Y estoy segura de que habría hecho lo mismo si Pol o Jan hubieran estado enfermos y me hubiesen necesitado.

 

Seguimos subiendo por el camino de la montaña. Pol de vez en cuando dice que está un poco cansado, y Jan se sienta a ratos en el cochecito. Papagi lo empuja montaña arriba, como hizo ese día contigo, infrenable. Yo voy detrás, no me noto nada cansada. Creo que hoy, movida por la tristeza, podría subir todas las montañas que se me pusieran delante.

Llegamos al mismo punto donde llegamos contigo, en Sant Joan, y buscamos un sitio para hacer una pequeña plegaria. Las vistas son espectaculares. Aquí arriba casi no hay nadie, solo algún buitre. Nos sentamos encima de unas rocas. Colocamos la urna con tus cenizas en el medio y nos cogemos de las manos. Les pido que cerremos los ojos. Guardamos unos momentos de silencio y luego les invito a decirte alguna cosa. Kewal dice «te quiero, Gina», Pol dice lo mismo, y Jan, como un loro, lo repite. Yo te digo cosas en silencio para no romper a llorar una vez más. Aquí arriba tenemos la impresión de que estamos a un palmo de tocarte. Nos cogemos fuerte de las manos y al final nos damos un abrazo. Cae alguna lágrima. No sé de quién es. Quizá tuya, Gina. Después soltamos un puñado de tus cenizas sobre la roca gris. Me gusta pensar que en este sitio tendrás toda la paz del mundo.

 

Al cabo de un rato bajamos la montaña más relajados. Jan se duerme en el cochecito. Pol pronuncia su lista habitual de peticiones: que si el complemento de la Wii, que si ir al cine, que si quedar con sus amigos, que si quiere que le compremos esto o aquello...

Kewal deja de caminar y me señala una roca. Está a punto de caer, dice. Un caminante, un peregrino, le responde que hay más rocas a punto de caer y que las han reforzado con vigas. Empezamos una conversación improvisada con el hombre, que ya tiene cierta edad. Nos dice que es partero y que conoce muy bien la montaña. Nos pregunta si es la primera vez que subimos andando a Sant Joan. Y le contestamos que es la segunda, que hemos ido con las cenizas de nuestra hija muerta. El hombre se confiesa creyente y nos dice que Dios tiene cosas que cuestan de entender, pero que tienen un significado, y que lo encontraremos. Yo le cuento lo que he sentido: que en cada rincón de extrema belleza de la montaña te he percibido a ti. Belleza, paz y bondad. Si miro te veo, Gina. Él nos responde emocionado que habernos encontrado ha sido un regalo, que tener la capacidad de trascender la muerte de esta manera es muy excepcional. Nos da las gracias. Nos bendice y sin decir adiós desaparece montaña arriba como una flecha.

 

Kewal y yo reiniciamos el descenso. Al cabo de medio minuto paramos de nuevo, nos miramos y yo rompo a llorar y busco sus brazos para refugiarme y desahogarme. Lloro hasta que el dolor se suaviza. Y entonces los dos decimos lo mismo a la vez —es algo que nos ha pasado en varias circunstancias—: «Quizás ha sido Gina quien nos ha enviado a este señor para reconfortarnos».

Seguimos la marcha con este pensamiento en la cabeza y media sonrisa.

¿Lo enviaste tú, Gina?

 

Al día siguiente de subir a Montserrat Kewal pone rumbo a la India y lo acompaño al aeropuerto. Está a punto de pasar el control de la policía y veo que da marcha atrás y se me acerca. Nos abrazamos. Está a punto de ponerse a llorar. Lo animo y se va haciendo de tripas corazón. Primero te fuiste tú y ahora él. No es lo mismo, ya lo sé, Gina, pero estamos muy vulnerables. No es fácil.

 

Por la noche, en casa, los niños duermen, y, sin Kewal, la soledad se hace más presente. A estas horas, él debe de estar todavía en el avión que lo lleva a la India, a su adorada tierra y con su querida familia. Lleva en la bolsa una pequeña parte de tus cenizas para esparcirlas también en el Punjab, la tierra en la que todo está por hacer y todo es posible.

 

Gina, mi amor,

¿qué puedo hacer sin tu mirada?

¿Sin tu alegría?

¿Sin ti?

Nos hemos quedado Jan, Pol y tú.

Siempre contigo.

El desconsuelo es contradictorio.

Estamos solas,

avanza la noche.

Hija, con lo que costó hacerte crecer.

Te hiciste mayor

y ahora no eres nada que pueda coger ni tocar.

 

Llega la madrugada y finalmente el sueño me atrapa, me envuelve la tristeza y descanso.

 

Y me despierto optimista, como siempre hacía antes de tu muerte.

La ausencia puede conducir a la idealización, pero no es desde la idealización desde donde te hablo, Gina, sino desde la pasión por alguien de una naturaleza absolutamente diferente a la de todos los demás.

Quien piense que no puede aprender nada de alguien como tú está muy equivocado.

Quien piense que su vida vale más que la tuya porque está físicamente sano está muy equivocado.

Quien piense que tu vida no ha valido la pena hasta el último minuto es que no ha entendido nada.

Tú no juzgabas, nunca nos sentimos juzgados por tu mirada, al contrario. Nos sentimos queridos. Tú nos ofreciste hasta el último momento tu amor incondicional, sin pedir nada a cambio. Tu quietud estaba fuera del mundo, del ruido, del estrés. Y al conectar contigo lo hacíamos también con tu manera limpia de mirar el mundo, amor puro.

Decidme una sola persona que conozcáis que sea así. No hay. Yo no soy así. Tú eras presencia y nos recordabas que la vida se puede disfrutar en cada instante con aquello que tenemos en el momento presente. Tú no tenías conceptos, inquietudes, dudas, miedos. No tenías ni maldad ni malicia.

No eras solo una niña enferma, una niña que sufría. Fuiste un ser inspirador y creativo, nos ayudaste a descubrir lo mejor de nosotros mismos. Este es el recuerdo que quiero que perdure. Los que te conocimos y a quien conquistaste el corazón ya lo sabemos. Los que solo te leyeron como una niña con problemas ya no tendrán la oportunidad de descubrirte. Es una lástima. O no. Quizá la vida les acerará de nuevo a alguien como tú para experimentarlo.

 

Buscad a las llamadas personas con discapacidad y deteneos a observarlas, cómo miran, cómo se mueven, cómo se relacionan. Alejad de vosotros la idea de la limitación porque solo entonces descubriréis sus atributos; os sorprenderán, os ayudarán a crecer y a ver el mundo desde otra perspectiva. Las criaturas de otro planeta, como yo las llamo, están aquí para descubrirnos nuestra dimensión más naïf. No os perdáis esa oportunidad.

 

Por la noche busco más películas relacionadas con la muerte y encuentro El sueño de Lú. Tengo los ojos muy cansados, pero a pesar de ello la empiezo a ver. Es la historia de una madre que ha perdido a su hijo de un día para otro a causa de un aneurisma. En un grupo de apoyo explican a la protagonista, Lú, que no hay nombre para el dolor que provoca la pérdida de un hijo. Así como cuando pierdes al padre se dice que te has quedado huérfano, o si pierdes al esposo eres viudo, cuando pierdes a un hijo no hay una palabra para definirlo. Sobrevivir a la muerte de un hijo es innombrable, quizá porque tememos que ponerle palabras implique invocarlo. Solo en hebreo existe una palabra, shjol, que designa a quien ha perdido a un hijo. Kewal me ha explicado que en su lengua existe el término aut para definir a los padres a quienes se les han muerto todos los hijos, y es una palabra que normalmente se utiliza con relación a la herencia. Quizá podríamos inventarnos un término en catalán y en castellano (y animo a los profesionales de la lengua a hacerlo).

 

En la película, Lú quiere estar sola y su madre quiere evitarlo. Pasa horas absorta, en silencio, abrazada al peluche de su hijo muerto. Mira las imágenes que grabó ella al lado de su hijo observando delfines y llora.

 

Busco imágenes tuyas, Gina. Caramba, qué guapa eras: http://www.tv3.cat/videos/290699.

 

Vuelvo a la película. Llega el día en que Lú es capaz de salir de nuevo a la calle, perpleja porque el mundo siga adelante como si nada a pesar de la muerte de su hijo. La dependienta de una tienda le pregunta cómo está su niño precioso, y ella, desencajada, responde que está bien, porque aún no está preparada para hacer frente a la realidad. En casa tiene una especie de altar en recuerdo de su hijo, con fotos, objetos, flores e incienso.

 

Me han dado ganas de hacerte un rinconcito, Gina.

 

Son muy interesantes los fragmentos de la terapia. Una madre cuenta que a menudo se siente como una loca porque nadie quiere hablar de su hijo, como si nunca hubiera existido. Y entonces ella busca las fotos que corroboran que sí, que su hijo estuvo con ellos, y que tuvo una parte muy importante en sus vidas, y que lo disfrutaron mucho.

 

Yo también me siento así a veces. Debe de ser algo propio de las madres. Hay personas que ya no quieren hablar de ti con el argumento de que estás muerta y que, supuestamente, tenemos que pasar página y tirar adelante. Yo seguiría hablando de ti. No puedo hacer otra cosa. Dicen que el duelo por un hijo es el único que dura toda la vida, pues un hijo es insustituible.

 

¿Por qué tenemos que dedicar toda la atención a los hijos vivos y dejar de lado a los muertos? Tiene que haber un recuerdo y un espacio para el hijo muerto. No taparlo. No borrarlo. Reivindicarlo. Y no por eso ser considerada una pobre madre perturbada que no acepta la muerte de su hijo.

Por supuesto, acepto y hago frente a tu muerte, pero también la quiero integrar en la vida.

 

«Esto no se cura, nada vuelve a ser igual», dice otra madre de la película que perdió a su hija nueve años atrás y que se quiere ir a vivir a un pueblecito de la Patagonia donde no hay nada, porque siente que su vida está vacía.

Lú quiere estar sola ya que es cierto que a veces no te sientes comprendida ni quieres compartir nada, ni tienes ganas de dar explicaciones a nadie de por qué duele o por qué lloras desconsolada una vez más.

 

Creo que me vendría bien hacer un viaje para dentro, Gina, o a cualquier sitio. Moverme y pensar. Cuando veía que te estabas muriendo pensé que me iría a la India con Kewal y los niños para desconectar y reencontrarnos. Pero no pudo ser. Yo tenía que volver al trabajo. Según la ley, solo hay tres días de permiso por la muerte de un hijo. Lo que yo me pregunto es si es posible reponerse en tres días. ¿Se le ha muerto algún hijo a quien hizo esa ley? Seguramente no. Suerte que donde trabajo entendieron siempre nuestra situación y me dieron la flexibilidad que necesitaba. Cumplir con las horas era mi principio, pero cuándo y cómo hacía el trabajo era cosa mía, y en función de las circunstancias que teníamos: de madrugada, en el hospital, en la UCI, donde fuera, la vida seguía y el trabajo también.

 

Lú, la protagonista de la película, en el segundo episodio del duelo (la primera fase es la negación) saca la rabia y rompe cosas en la habitación de su hijo. Yo esta etapa prácticametne no la he pasado porque la vida ya me había hecho aceptar tu enfermedad. Y por esta razón creo que la muerte no me ha sublevado, sencillamente ha sido la culminación de un proceso. Por el camino ya habían muerto mis expectativas y sueños de tener una hija normal.

Después del estropicio, Lú hace un mosaico con todas las cosas de su hijo. Hace arte, bellísimo.

 

¿Por qué nos damos tanta prisa en retirar los objetos de los muertos? ¿Tenemos que hacer limpieza? Nunca lo había visto de ese modo. Entendemos que una persona ha superado una muerte cuando ha podido sacar de su vida todos los objetos que pertenecían al difunto. Qué raros somos. ¿Qué mal nos puede hacer convivir con tus objetos, Gina? Nosotros todavía olemos tu jersey, el que llevabas el último día. Pero nos parece que en eso hay algo sacrílego. ¿No es lo contrario? Me imagino que cada cual tiene que hacer lo que le dicte el corazón, sin sentirse juzgado por los demás.

 

Finalmente, Lú viaja a la Patagonia y lanza las cenizas del mar, al lado de las ballenas que su hijo adoraba. Y después de hacerlo es capaz de volver a coger la guitarra, que no había conseguido tocar desde la muerte de su hijo.

Algo tenemos que hacer con el dolor, la ausencia y la frustración. Podemos transformarlo en arte y compartirlo, como hace Lú al final, cuando se vuelve a dedicar a su vocación, la música. Ahora con una sensibilidad mucho mayor.

 

Busco información del director de la película, Hari Sama, que perdió a una hija, y de aquí la película. Y en una entrevista encuentro lo siguiente: «El sueño de Lú es una película que aborda la pérdida impronunciable, aquella que no tiene un nombre para quien vive el proceso del duelo: la muerte de un hijo». Hari Sama explica que cuando se murió su hija él pudo refugiarse en la literatura. Dice que hay que poner voz al dolor y comunicarlo, exteriorizarlo y estar en contacto con la gente que ha pasado por lo mismo y te dicen «sí se puede», cuando uno piensa que es imposible. Dice Hari Sama: «Creo que hay algo muy significativo cuando pasas por una experiencia de esta naturaleza, que cambia tu manera de ver la realidad. Se abre una manera muy extraña de ver la realidad en la que te das cuenta de que hay algo como de sueño, de ilusión, parece que solo hemos venido a soñar un rato. Creo que a los que hemos pasado por estas cosas nos conviene dejarnos fluir. Casi a todo el mundo le toca vivir una experiencia fuerte, no necesariamente la muerte de un hijo, la pérdida de personas que nos importan o de nuestras capacidades físicas. Nos conviene dejarnos fluir con este nuevo cambio de mirada y restar valor a la gran importancia que aprendimos a dar al mundo y a las cosas materiales a partir de toda una enseñanza del mundo occidental. Desde la perspectiva materialista, la muerte de un hijo casi debería de acabar con tu vida. A pesar de ello, existe la posibilidad de que no sea así y que utilices este inmenso dolor para convertirte en un ser mucho más interesante, rico y con una mirada más luminosa.

»Necesitamos un corazón más oriental, quizás, una mente en la que quepa todo, el dolor más terrible pero también la luz, el arte y más cosas».

 

Extraordinario. Estamos de acuerdo.