8. Poner palabras a la muerte
Aquello que se llama mundo del espíritu, la muerte y todas esas cosas con las cuales estamos íntimamente ligados, se han alejado tanto de la vida cotidiana por el hecho de que las eludimos cada día que los sentidos con los que habríamos podido captarlas se han atrofiado.
RAINER MARIA RILKE
La muerte puede llegar a ser algo impúdico, porque no estamos acostumbrados a verla tal y como es. Siento que al empezar este libro he explicado tu muerte, Gina, como un acto desnudo, casi pornográfico, en una sociedad que a menudo no se muestra capaz de hacer frente a la muerte. Dice el sociólogo Jordi Caïs: «Se intenta evitar el pensamiento de la enfermedad y la muerte alejando al máximo de nosotros su presencia indeseable. Tendemos a esconderlo, a reprimirlo tanto como sea posible. La muerte ha pasado a ser el tabú social máximo, es un tema obsceno. La vida se ha alargado mucho y no hace falta pensar en el final. “Otros enferman y mueren, pero esto no me pasará a mí”, piensan las personas».
Nos engañamos hasta que llega el día en el que tenemos que afrontarlo.
¿Quién va a mantener su existencia,
quién lo abrazará
sino nosotros dos
con nuestros cuerpos
envolviendo
el vacío de su plenitud?,[7]
dice David Grossman en el libro Más allá del tiempo, que escribió para no caer en la locura después de la muerte de su hijo.
Tenía este libro desde hace tiempo, pero no lo había leído porque estaba tocado por la peste de la muerte. «Ay, qué pereza», pensé cuando me lo dieron. No me atrevía a abrirlo, tenía la impresión de que podía estar lleno de un dolor insoportable. Estaba en un rincón de la librería por si algún día la muerte aparecía, y entraba en casa y ya no podía eludirla ni un minuto más. Hoy, más de un mes después de tu defunción, lo he abierto y esto es lo que he encontrado:
Me perforó
abriéndome una brecha, una herida,
dejándome vacío, aunque también
me llenó de su ser,
de su ser, que irrumpe en mí
desde entonces con una profusión de
realidad como no hay
otra.
Su muerte
me hizo
apto
para quedarme embarazado de él.
Su muerte
me ha convertido en la vacía muda de piel
de un padre, y también
de una madre.[8]
Cinco años después de la muerte de su hijo Uri, un joven soldado israelí, Grossman, reconocido antibelicista, explica en una metáfora que sale a buscar a su hijo muerto y camina hasta el agotamiento sintiendo la ausencia, el dolor y el amor. Y pone palabras a la muerte.
Es esencial poner palabras a la muerte, palabras y silencios para respirar la vida.
Esto es lo que estamos haciendo tú y yo, Gina, poner palabras a la muerte.
Busco información sobre David Grossman y su hijo, y hallo una anécdota que me emociona especialmente. Dieron la noticia a los padres una madrugada del mes de agosto de 2006, y al cabo de cinco horas despertaron a la hermana del chico, Ruti, para hacérselo saber. Ella, después de las primeras lágrimas, dijo: «Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprendiendo a tocar la guitarra». Ellos la abrazaron y le dijeron que seguirían viviendo. Imaginar esta escena me ha hecho llorar.
Esto es lo más fundamental: seguir viviendo, aunque a veces resulte tan difícil.
Pasan los días y ya se huele la primavera. Ya no me gusta la estación de las flores. Cada primavera acabábamos en el hospital y pasábamos por un largo ingreso hospitalario. Cada año, cuando terminaba la estación, me decía «una primavera más», aliviada. Este año ya no tendría que darme miedo la época en que rebrota la vida con fuerza. Pero no tengo ganas de que llegue. Lo siento, Gina, porque este año no verás estallar la primavera. Nunca más.
La expresión nunca más es impactante.
Nunca más te volveré a tener en brazos.
Nunca más te volveré a oler.
Nunca más te volveré a ver viva.
Nunca más.
Miro tu fotografía y suspiro.
Nunca más.
Y no solo esto,
nunca anduviste,
nunca hablaste,
nunca utilizaste tus manos a voluntad,
nunca corriste ni saltaste.
Nunca.
Nunca más.
Aparece en mis sueños, Gina.
Aparece en mis brazos.
El amigo Jordi Llavina me pasa un fragmento del gran poeta Joan Vinyoli que me toca mucho y que dice así...
Hi ha dones
a qui, ja gran, se’ls morí un fill,
i el duen sempre a les entranyes
que es van obrir de nou per acollir-lo.[9]
Lo leo y revivo la imagen de tu muerte, Gina. Se abrieron mis entrañas para acogerte de nuevo. De donde saliste. De donde quizá no habías marchado del todo por tu frágil condición.
Recuerdo que cuando estaba embarazada de Jan y no te podía coger me sentía rara. Cuando Jan salió al mundo pude recuperarte en mi cuna. Y le dijimos a Jan: «Espabila, serás buen chico y nos dejarás cuidar a tu hermana diferente». Y Jan nos hizo caso porque tenía tenía pocos días malos y dormía casi siete horas seguidas como un campeón. Y me acuerdo de que una madrugada, cuando no tenía más de dos meses, ya estaba en un moisés en el suelo de un box de urgencias durmiendo plácidamente mientras los médicos te atendían.
Jan te quiere mucho, Gina. Siempre pensé que érais el yin y el yang y que así os sentiríais unidos como una sola cosa de por vida. Y así fue. Jan tiene en su clase el mural que explica tu adiós. De vez en cuando se acerca y dice «la nena está en las estrellas», y su amiga Carla también se acerca y le dice: «Gina, la hermana de Jan».
Jan también ha puesto palabras a la muerte. Yo diría que todos lo tenemos que hacer. No siempre, no obligados, pero reconstruir aquello que nos ha pasado da nueva forma a las vivencias. Es tan lícito opinar como callar, verbalizar como enmudecer; cada uno encuentra su camino. Hay una reacción ante la muerte, esto es inevitable, pero hemos de ser capaces de expresar —como sea— el descalabro que llevamos dentro.
El psiquiatra y psicólogo Boris Cyrulnik, autor y padre del concepto de resiliencia y gran conocedor de la mente, defiende que para superar la memoria traumática es necesario reconstruir el pasado. Cyrulnik, hijo de una familia judía, sufrió la muerte de sus padres en un campo de concentración nazi del que huyó con tan solo seis años. Después de la guerra deambuló por centros de acogida hasta que terminó en una granja de beneficencia. Y, por suerte, unos vecinos le inculcaron el amor a la vida y a la literatura, y se pudo formar y crecer superando el pasado. De aquí que investigara a fondo el trauma infantil. Para Cyrulnik debemos hacer algo con nuestras heridas, transformar el recuerdo, manipular de nuevo el pasado, con un compromiso filosófico, literario o político, con el objetivo de poder controlar la representación del pasado. Si no lo hacemos, el pasado se nos impone, permitimos que la huella sepultada en la memoria regrese. Pero si le dejamos volver sin controlarlo, es perfecto para desencadenar la angustia. Cyrulnik añade que si alguien comparte su herida, será considerado por el otro como una víctima y se identificará con su mirada llena de compasión.
Yo no me siento víctima de las circunstancias, y no sé si tengo ganas de despertar compasión. No sé qué quiero despertar con esta historia. Quizá soy yo la que despierta.
Nos hemos levantado con energía y hemos decidido, contra todo pronóstico ir a la escuela de Pol para ver la fiesta de Carnaval. Cuando nos ha visto, Pol nos ha mirado con su tristeza antigua, que a menudo me hace sentir responsable por no haberle dado también a él una vida mejor. Pol, con solo una mirada, con un abrir y cerrar de ojos con sus largas pestañas, y que tú también tenías, Gina, nos ha dado las gracias por estar ahí.
Yo he aguantado diez minutos antes de ponerme a llorar. Después me he escondido detrás de los padres y madres y me he cobijado en brazos de Kewal, y hemos acabado marchando deprisa y corriendo porque las emociones se desbordaban de nuevo como un torrente.
Y después he vuelto a visitar al acupuntor. Estoy mejor, me dice el médico. El trabajo de la acupuntura, explica, incide en la base de nuestro ser. Por tanto, si la energía circula se desbloquea la persona en conjunto: cuerpo físico, emocional y energético. Siento que estoy viviendo cambios, pues no solo los que os morís os transformáis.
En este sentido, una anécdota. Estoy en el trabajo y me cuenta el amigo y gastrónomo Pere Tàpias que antiguamente se ofrecían grandes ágapes después de la muerte. Y acto seguido me ofrece botifarra, es Carnaval, y yo le digo que no me gusta. Al cabo de poco, vuelve a pasar con la botifarra y un pensamiento se asoma por mi cabeza: «¿Y si he cambiado y ahora sí me gusta la botifarra?». Recuerdo la anécdota de la doctora en metafísica Anji Carmelo, quien me explicó que después de la muerte de su pareja descubrió que, como a él, ahora le gustan los calamares. No me lo pienso dos veces y le pido un trocito de botifarra. Y efectivamente hoy la encuentro especialmente buena.
Quien muere se transforma. Quien sobrevive a una enfermedad también. Los que permanecemos vivos y sanos nos enriquecemos y enriquecemos a los demás, como dice Anji Carmelo. Se transforma nuestra mente, y en consecuencia se transmuta también el cuerpo, que siente y puede vivir de un modo distinto.
Después del asunto de la botifarra, hacemos una pequeña tertulia costumbrista sobre la muerte con Pere Tàpias. Llegamos a la conclusión de que la hemos apartado demasiado de nuestra sociedad, y coincidimos en la importancia de socializarla, como se hacía aquí antiguamente y se hace todavía en otros países. Hablamos de los ágapes relacionados con la muerte y de su sentido. Uno de ellos podría ser recuperar la energía vital después de la muerte de alguien, esencial, y esto se hace comiendo. Otro de los objetivos podría ser dar las gracias a los que nos han acompañado y ayudado.
En este espíritu, este fin de semana vendrán Claudia y su marido a comer. Pol también ha invitado a un amigo, Daniel, que también ha estado a su lado con una comprensión más propia de un adulto que de un niño. Gracias, Daniel, por estar ahí y por reconocer a Gina. No todo el mundo se atrevía contigo, Gina, a hablarte, a tenerte en cuenta como alguien que estaba ahí, sin necesidad de palabras, a incluirte en el día a día y a hacerte cómplice. Daniel y su familia se atrevieron a hacerlo, como tanta otra gente, y más allá de la enfermedad se pudieron contaminar de tu manera pura de mirar el mundo.
De esto también hay que hablar en los libros.
Sigo la búsqueda y captura de libros que hablen de la muerte; algunos parece que llegan solos a mis manos. Es posible que los atraiga yo porque ya no me da miedo la muerte. Dice Mercè Castro Puig en su libro Palabras que consuelan que «es común en nuestra sociedad silenciar la muerte, como si por el hecho de nombrarla la atrayéramos. No es difícil hablar de la muerte, lo difícil es encarar nuestros miedos, nuestras emociones, pero resulta sanador hacerlo».[10] He escrito a Mercè Castro hace un rato por un tema del programa L’ofici de viure. Ella perdió a un hijo en un accidente y, fruto del dolor, ha escrito ya dos libros y ha acometido un trabajo extraordinario de acompañamiento y de apertura a la muerte y al dolor, resumido en su página www.comoafrontarlamuertedeunhijo.com.
Leo: «Desde que murió Ignasi todo me parece posible y ya no existe para mí una sola realidad, ni un mundo de vivos y otro de muertos separados; tengo la íntima certeza de que lo que llamamos vida va mucho más allá de la muerte. [...]
»La resistencia duele más. [...]
»Otro de los regalos que quiero compartir es la alegría. ¿Acaso no la merecemos? En el otro lado, nuestros hijos, padres, madres, maridos, esposas, abuelos, amigos y hermanos son felices y su felicidad es más completa si intuyen la nuestra».
Los libros dan consuelo.
Las películas dan consuelo.
Las palabras dan consuelo.
Los pensamientos dan consuelo.
Las emociones también dan consuelo.
Los amigos y amigas dan consuelo.
La pareja da consuelo.
A veces solo una mirada o un gesto de alguien
también da consuelo.
Pero hasta que en ti mismo no nace el consuelo,
de saberte solo,
pero siempre acompañado por algo más,
nada da consuelo.
Parece una contradicción. Se tiene que experimentar para entenderlo.
Los primeros días pensamos que teníamos que cambiar de casa, de coche, de sofá, porque se había producido una gran hecatombe en nuestras vidas. Sentíamos que teníamos que modificar cosas. Con el paso del tiempo me doy cuenta de que no es necesario hacer cambios, o por lo menos que las variaciones externas no son tan urgentes.
Lo que se está produciendo en todos nosotros son pequeñas pero infrenables mutaciones. De manera sutil los niños y nosotros nos modificamos. Hemos salido de las viejas dinámicas y creamos nuevos espacios. Y seguramente, al hacer modificaciones internas, también cambiarán inevitablemente cosas externas, pero será solo una consecuencia natural del fluir de las circunstancias. Ahora tampoco me parece tan necesario tener otro hijo; se ha moderado el deseo, se han calmado las aguas.
La nueva noramalidad se instala en nuestras vidas. Gina, hoy he hablado con la chica del supermercado. Se llama Yaiza. Le he contado que hablo de ella en un libro, y esto me ha servido de excusa para contarle que te has muerto. Me ha costado, pero se lo he dicho. Dice que se acuerda de ti y le ha sabido mal que estés muerta. Y yo me he sentido reconfortada por podérselo explicar.
Después de ir al supermercado hemos vuelto a jugar con un globo y hemos puesto música con el volumen alto, y de repente estábamos los cuatro bailando. Y en el momento más álgido del baile te he visto en una de tus fotos de sonrisa contagiosa y he pensado «por ti, Gina, a ti te dedicamos nuestra alegría». Solo triunfará la alegría si somos capaces de incluirte en ella. Por ti y contigo, Gina. Solo si te podemos integrar en nuestro presente, nos sentiremos completos.
Y esta inclusión alude a la continuidad de nuestra existencia más allá de la defunción. Son muchos los sabios que hablan de ello. También la gran maestra del duelo y de la muerte Elisabeth Kübler-Ross, que afirmó con contundencia que la muerte no existe: «La muerte no es más que el abandono del cuerpo físico. La muerte es el paso a un nuevo estado de conciencia en el que se sigue experimentando, viendo, escuchando, comprendiendo, siendo, y en el que se tiene la posibilidad de seguir creciendo. Lo único que perdemos en esta transformación es nuestro cuerpo físico, porque ya no lo necesitamos. Es como si se acercara la primavera y guardáramos nuestro abrigo de invierno sabiendo que ya está demasiado usado y que de todos modos ya no nos lo pondríamos».
Elisabeth Kübler-Ross —que murió en 2004— explicaba que los momentos más impresionantes los había vivido con niños moribundos: «Casi todos mis enfermos son niños. Yo los llevo a sus casas para que puedan morir. Preparo a sus padres, a sus hermanos y hermanas. Los niños tienen miedo de estar solos en el momento de la muerte, tienen miedo de que no haya nadie a su lado. En el momento espiritual del pasaje no se está solo, como tampoco estamos solos en la vida cotidiana, pero esto no lo sabemos. Por lo tanto, en el momento de la transformación nuestros guías espirituales, y los seres queridos que marcharon antes que nosotros, están cerca y nos ayudan. Yo siempre pregunto a mis niños moribundos a quién desearían ver, a quién les gustaría tener cerca si pudieran escoger a una persona».
De aquí o de allá, Gina, ¿a quién te gustaría ver? ¿Con quién te has encontrado? ¿Me puedes ver llorar? ¿Nos puedes ayudar? ¿Te podemos ayudar nosotros a ti? ¿Qué sientes? ¿Nos puedes ver?
Por si no nos puedes ver, te cuento que los proyectos de Kewal estos días avanzan a pasos gigantes y dentro de poco viajará a la India para hacer realidad uno de sus proyectos: traer a estudiantes indios a cursar másteres en Barcelona. ¿Por qué no fuimos capaces de hacerlo mientras vivías? Kewal dice que se siente un poco culpable. Yo le digo que las cosas salen cuando tienen que salir. Hasta ahora en nuestra cabeza solo había sitio para la preocupación por tu salud, Gina. Luchábamos noche y día por tu bienestar. Pero cuando tu enfermedad, tu cuerpo herido, ha desaparecido y se nos ha formado un vacío, hemos encontrado espacio para llevar a cabo otras propuestas. En el momento preciso, y no antes, han empezado a concretarse los anhelos que guardábamos en el cajón.
Tú quizá lo sabías y, sumado esto a tu agotamiento, decidiste dejarnos.
Hoy nos han retirado la plaza de aparcamiento para discapacitado de delante de casa. Cuando lo he visto he pensado que te habían borrado un poco más, y he notado una punzada en el pecho. Nuestro coche también está huérfano de ti. Ahora ya no lleva tu nombre, yo soy la nueva titular. Y ahora ya no duerme enfrente de casa por si lo necesitas, porque ya no vas en coche.
Los días se han ido llenando y a veces pienso que no encuentro tiempo para rememorarte y, cuando freno, la realidad me recuerda sin piedad que ya no estás. Antes de dormir, hemos hecho el amor con Kewal. Placer. Justo después he tenido un pensamiento. «Gina está muerta», como si lo hubiera olvidado. «Gina está muerta», y una bocanada de dolor me ha hecho verter unas lágrimas.