6. Una muerte luminosa es posible

 

 

 

La muerte lúcida es la consecuencia natural de haber vivido con lucidez, de encontrar sentido a la vida y a la muerte, de haber perdido todos los miedos y transformado las creencias en conocimiento directo.

 

La muerte lúcida[6]

PALOMA CABADAS

 

Hemos llegado al final del túnel, a la luz de la que hablan aquellos que han tenido experiencias con la muerte pero han regresado. Aquí estamos, Gina. Y siento que tenemos que explicar una muerte más luminosa de como se describe normalmente. Si tú me ayudas, lo haremos, y escucharemos historias de gente que ha vivido también la muerte como algo más vinculado al triunfo de una vida que al fracaso.

 

Mientras estabas viva fui tu voz, y ahora que estás muerta siento que tengo que seguir haciendo lo mismo. Ayer fuimos con papagi a una reunión de padres y madres con las maestras de la escuela de Jan para que nos contaran las actividades que llevan a cabo: plástica con mil materiales distintos, motricidad, música, cuidar el huerto, trabajar los hábitos personales. Después de esto llegó el turno de las noticias. ¿Qué ha pasado este año? Ha nacido la hermana de una niña de su clase, y lo han contado a los niños para ayudarla a aceptar la llegada del recién nacido. Además, hay otras madres embarazadas y sus hermanos vivirán un proceso similar. Me parece muy bien. La segunda noticia es que ha llegado un muñeco nuevo muy divertido. Está bien. ¿Eso es todo? ¿La muerte no es noticia? ¿De aquello que duele no hablamos y ya está?, me pregunté yo en silencio durante la reunión. Y al niño que ha visto partir a una hermana, en lugar de verla llegar, ¿quién lo ayudará? ¿Verdad, Gina? ¿Con quién puede Jan compartir tu ausencia, ahora que te has ido a las estrellas? Él, que te quería con locura.

Ningún padre ni ninguna maestra te nombraron.

Silencio.

Como si nada hubiera pasado. Nos miraban de reojo, pobrecitos, no sabían qué decir. No hay que hacer apología de la muerte, pero sí que hay que aceptar que la muerte también existe. No dije nada porque preferí hablarlo con calma con la maestra de Jan, pero estaba descompuesta. Una vez más, me pregunto por qué vivimos tan de espaldas a la muerte.

 

Al día siguiente hablé con la maestra. A ella también le resultó extraño no hablar de ti. Yo le dije que sentía que estábamos desaprovechando la oportunidad de explicar la muerte a los más pequeños, y que solo haciéndolo podríamos irla normalizando poco a poco. Le dije que es cierto que los niños de la edad de Jan no pueden comprender la profundidad de la muerte —como sí la puede entender un poco Pol—, pero que gracias a su mente mágica sería muy fácil explicar que Gina había venido de la luz y se había ido a las estrellas. Quedamos de acuerdo en que lo contaríamos así a los niños, y ya he hecho un pequeño mural con fotos tuyas. La última foto es aquella que te hicieron en la escuela con un fondo estrellado, y la he pegado encima del dibujo del planeta del Principito. Me gustará ver cómo reaccionan los pequeñajos. Estoy convencida de que Jan se sentirá muy orgulloso de contar a sus compañeros la historia de su niña querida que se ha ido a hacer un viaje interestelar.

 

Estamos convencidos de que la muerte de un hijo nos hunde. Pero lo que yo siento, Gina, es muy diferente. Tu muerte me ha hecho más fuerte, y a veces siento que son pocas las cosas que me pueden ocasionar un sufrimiento, o por lo menos que mi escala para valorar aquello que es doloroso ha cambiado. Recuerdo que cuando nació Pol decidí no ponerme anestesia y sentí mucho dolor. Sin embargo, en cuanto crucé el umbral del sufrimiento —lo acepté—, sentí mucha paz, y entonces ya no sentí malestar.

 

Es verdad que mi vida se vació por completo con tu muerte, me sentí yerma y sin ganas de llenarme, ni de cosas ni de comida. Pero poco a poco nuestra vida se ha ido llenando de proyectos que están floreciendo ahora, no antes. Lo hacen en este preciso momento. Como este libro, porque ya sé que será un libro de despedida, de celebración, de recuerdo, para compartir experiencias, el cual me gustaría presentar al cabo de un año de tu muerte, para rendirte homenaje y para cerrar esta etapa con una fiesta con todos los que te conocimos y te quisimos.

Una etapa en la que he descubierto cosas nuevas. Últimamente me doy cuenta del dolor emocional de los demás de una manera especial, y en esos momentos siento que podría hacer algo por ellos. ¿Qué hago con esta información? Si puedo ayudar, lo hago. Hasta ahora no me había dado cuenta, pero estoy convencida de que esta información ya la albergaba. Ahora me fijo en pequeños detalles que hablan mucho. Si me fijo y es alguien con quien no tengo un vínculo emocional muy fuerte, puedo radiografiar a las personas muy rápidamente. Si tengo vínculos emocionales, hoy por hoy no puedo ver nada, es como si mis propias emociones me cegaran. Cuando me dicen algo, siento que detrás hay una información, y que si quieren se la puedo dar. Les doy algo que ya saben pero que no pueden reconocer por sí mismos. Soy un espejo de los demás, y ellos son un espejo para mí.

 

Últimamente también experimento la unidad de la advaita vedanta, que todos somos uno. No se ha muerto mi hija, solo una hija. Mientras miraba las fotos de los niños de la clase de Jan sentía que a todos les podría dar el mismo amor que te di a ti, que no hace falta que sean míos para quererlos. Es algo similar a lo que me pasó con la hija de mi amiga. Son sensaciones extrañas que se repiten y que me recorren el cuerpo, el corazón y no sé si la cabeza. Dice Kewal que él me entiende porque viene de otra cultura, pero que cualquier otro hombre de aquí saldría por piernas o me tomaría por loca. Seguramente por esta razón lo escogimos a él, ¿verdad, Gina?

 

Otra cosa que he aprendido en los últimos meses es que normalmente ganamos cuando aceptamos que podemos perder, cuando nos desligamos de los resultados y del hecho de que sean de determinada manera, y curiosamente entonces sí llegan los resultados. ¿Resultados buenos? ¿Malos? Todo es relativo con el paso del tiempo. Las cosas peores también tienen un lado positivo. Las mejores cosas también contienen aspectos no tan buenos. Solo hace falta tiempo y elaboración.

 

Y la elaboración, entre otras cosas, pasa por revisar el pasado. Hoy hemos reunido muchas de tus fotos. Eras muy especial. Y entonces a través de las imágenes me ha dado cuenta de cómo se fueron apagando, como una vela, tu fuerza y tu luz.

 

Hay vidas de once años intensas, luminosas y llenas, y vidas de noventa años insípidas y oscuras. Kewal me explica que cuando siembras una planta y la cuidas y haces todo lo que puedes por ella, cuando crece, no te atreves ni a cortarle una ramita. Esto es lo que siente Kewal contigo. Después de dedicarte tantos esfuerzos, ahora estás muerta, y él se siente descolocado. Yo, antes de tu muerte, también sentía mucha frustración y miedo. Entonces pensaba que después de tanta lucha y tantos esfuerzos la muerte sería como un fracaso, como una pérdida de energía. Pero no es así: tu vida ha sido una vida plena en la que nos has regalado muchas cosas, y se ha terminado cuando tenía que ser. No hay que darle más vueltas. Es. No estoy triste. Acepto. Te quiero. Sé que no podías seguir ni un minuto más en esas condiciones y que has aguantado lo inaguantable. Siento que en la muerte tiene que haber una última elección personal, la libertad íntima de morir, de arrojar la toalla, de dejar de latir el corazón y entregarse al más allá. ¿Te echamos de menos? Sí, pero de la ausencia sacaremos fuerzas para crear algo nuevo.

 

Disculpa, Gina, no hay ausencia.

Hay presencia.

 

¿Cuál es la diferencia entre tú y yo?

 

Tú eres un alma,

yo soy un cuerpo con un alma.

 

Tu cuerpo está incinerado en tu habitación.

 

Hoy hace un mes que moriste en este sofá rojo, y hemos decidido hacer algunos cambios en las habitaciones. Tu cama nido —donde dormiste muchos años con Pol— ahora está en la habitación donde dormían los niños. Ahora su litera está en tu habitación, que es más grande y que antes tenía los aparatos que fuiste acumulando con los años de la enfermedad. Hemos cambiado cosas de sitio y se ha aligerado la casa. Los niños —Jan y Pol— últimamente han dormido mal, y en las últimas dos noches se han despertado los dos un par de veces cada noche y han llorado. Quizá les irá bien el cambio.

Sé que han dormido mal porque Kewal me lo ha contado, pues yo cuando consigo dormirme soy como una marmota. Ahora es así. Lo debo de necesitar. A Jan le hemos dado Dalcy porque lloraba desconsolado. Pero es que además este fin de semana ha comido muy poquito —algo nada habitual en él—, y se queja porque le duele la lengua.

 

Mientras tomaba la medicina con la jeringuilla —solo y experto— me he acordado del día en que se tomó toda tu medicación. En casa es el único que la ha probado. Yo siempre tuve la tentación de experimentarlo, pero al final no lo hice.

Esa mañana me lo encontré sentado en tu silla. Se había escapado de su trona mientras yo te sacaba de la cama.

Despertarte cada mañana era un acto que me proporcionaba placer: cambiarte los pañales —limpiarte bien con la esponja rosa y el agua tibia—, vestirte, limpiarte el botón gástrico con una gasa, limpiarte la cara, los dientes y las manos, ponerte crema y perfume y peinarte y hacerte trencitas o coletas (en función de cómo tuviéramos el día). A ti se te encendía la mirada con tantos estímulos, y al final estabas fresca como el rocío de la mañana. Y entonces te cogía en brazos y te llenaba de besos, y volábamos hasta tu trono de ruedas.

 

Pero ese día cuando llegamos a tu silla alguien te había destronado. Jan estaba ahí sentado como un príncipe. A su lado, todas las jeringuillas vacías. Una postal horripilante. Haré memoria de todo lo que tomó:

½ pastilla de buspirona,

1 Luminaleta,

1,5 cc de Depakine,

1 pastilla de Omeprazol (que mezclábamos con tu desayuno: zumo de naranja, leche y cereales, todo triturado),

y 2,5 ml de fluoxetina.

Aprovecho para recordar toda la medicación que tomabas en un solo día, Gina. A la hora del almuerzo, 1,5 cc de Depakine, 1 Luminaleta y 3 mg de Diazepan. Antes habías tomado otras cosas —pipamperone, Noiafren—, pero habían sido sustituidas por nuevas medicinas. Siempre sumábamos. Nunca restábamos. Y así hasta el final.

Por la tarde, 10 ml de Duphalac (porque te costaba mucho evacuar residuos. Jesús, cómo sufrías por eso) y 1 pastilla de Lederfolin (en días alternos).

Y por la noche, 2 cc de Depakine, 1 Luminaleta, 0,5 de Luminal, 2 pastillas de melatonina, 7 ml de Diazepan, 5 gotas de Sinogan y 2,5 ml de fluoxetina.

Y en cada comida añadíamos 7 ml de sodio porque en los últimos años se habían dado cuenta de que sufrías hiponatremia, una patología en la que la cantidad de sodio en la sangre es más baja de lo normal y puede llegar a provocar crisis. En el hospital te habían aplicado muchos tratamientos para corregirte, pero tu cuerpo iba dulce a la deriva, y por esta razón la única solución era que comieras con mucha sal.

 

Siempre recordaré que en una charla con Màrius Serra —el padre de Llullu, compañero de escuela y candidato a ser tu noviete según Màrius— dijo que no hacía falta sufrir porque nuestros hijos diferentes tuvieran problemas de adicción a las drogas cuando fueran mayores, porque nosotros ya los teníamos bien enganchados a todo tipo de drogas duras. Muy cierto, muy triste.

 

Volvamos a ese día. Jan se había tomado tu medicación de la hora del desayuno, y se le veía contento y satisfecho. Cuando lo vi, no me lo podía creer y me invadió un sudor frío. Llamé a paliativos —hacía poco que estábamos con ellos— y me dijeron que fuéramos a urgencias. ¿Te acuerdas de cómo corrimos, Gina? Mi madre nos vino a buscar con su coche porque yo estaba demasiado nerviosa para conducir. Gracias por estar ahí, mamá. Gracias por el regalo de haberme concebido, papás.

Cuando llegamos le practicaron a Jan unas cuantas pruebas. Después, por precaución, le administraron una gran jeringuilla negra para hacerle un lavado de estómago. Él estaba la mar de contento con una medicina tan grande.

Y hay que entenderlo, porque Pol y Jan, como han crecido a tu sombra, adoran los medicamentos. Cualquier otro niño montaría un espectáculo, pero ellos siempre han visto visto cómo los guardábamos con celo por ti, así que ellos también querían. Pobrecitos, entienden las medicinas como una muestra de afecto y se los toman con los ojos cerrados.

 

No tenemos medicinas eficaces para curar tu ausencia, por lo que estamos probando otras vías. Hace un rato he hecho yoga y me he puesto una música para abrir el chacra del corazón. ¿Sabéis que en el cuerpo tenemos diferentes chacras o centros de energía? Y a medida que hacía las diversas posturas, iba expulsando lágrimas; era como liberar un dolor suave que me hacía bien.

 

El problema es que, cuando me siento mejor, la culpa vuelve a asomar la cabeza. Siento que estoy demasiado entera, que podré tirar adelante y que tu muerte es una oportunidad para mejorar, como ya lo hizo tu enfermedad. La razón es un concepto extraordinario que procede de la física y que se aplica a la psicología: la resiliencia, la capacidad de superación de los seres humanos sometidos a los efectos de una adversidad, o incluso de salir fortalecidos de la situación. Y a pesar de ello, tengo que confesarte que cada día lloro, un rato corto o largo. Hace muchos meses que lloro y no sé cuándo se agotará mi almacén de lágrimas, quizás es infinito y no dejaré nunca de llorarte. No lo sé.

 

En casa, cada cual hace su camino con los recursos de los que dispone. Hoy hemos vuelto a ver a Roser, la psicóloga de Pol. Empezamos las visitas antes de tu muerte para ayudarlo cada vez que se le cruzaban los cables. La técnica que ha aplicado la terapeuta, el EMDR (desensibilización y reprocesamiento por los nervios oculares), me ha parecido muy interesante porque no hace falta que Pol verbalice su historia. En los últimos días Pol no ha vuelto a hablar de ti. De hecho, es un niño, tú lo sabes bien, a quien le cuesta exteriorizar sus sentimientos. Sospecho que, para él, recordar lo que hemos vivido en los últimos años es más doloroso que placentero, y no quiere más sufrimiento. Siento que todavía tiene cosas por sacar y por valorar de manera positiva. Con el tiempo, tendrá que encontrar el momento y la manera de hacerlo.

 

Recuerdo que cuando estaba embarazada de Jan, Pol tenía siete años. Era verano y, en lugar de dejar a Gina con alguien, me quedé con los dos niños. No quería dejar de ocuparme de ti por el hecho de esperar a otro hijo. No quería que sintieras que te abandonaba. Durante la segunda quincena de agosto Kewal trabajaba por las mañanas, y mientras él estaba fuera nosotros hacíamos vida en el patio. Yo estaba de más de ocho meses —Jan nació el 5 de septiembre— y cada mañana salíamos al fresco, con el inconveniente de que para salir al patio hay que bajar cinco peldaños. Te tenía que sacar a ti y a tu silla, por partes, y finalmente sumergía tu cuerpo en una bañera hinchable porque hacía mucho calor. ¿Te acuerdas de mi barriga gigantesca? ¿Contigo encima, que por entonces debías de pesar unos veintitrés kilos (todavía comías por la boca), bajando las escaleras?

Veintitrés kilos de peso muerto, decíamos y decían para explicar la dificultad de cargarte. Y cada vez que lo oía se me ponía la piel de gallina al pensar que un día la muerte te podía atrapar. Pero es verdad que tú no te podías agarrar con las manos, y tu cuerpo golpeaba contra el nuestro como un saco de patatas sin equilibrio.

Pol me veía haciendo aquel ejercicio de sacarte al patio por las escaleras, y me imagino que pensaba: «Si no la ayudo, esta mujer parirá aquí mismo y entonces sí que lo tendré complicado. Yo pequeño, Gina enferma y mamá de parto». Fuera cual fuera su reflexión, con solo siete años, acabados de hacer el 2 de agosto, Pol te cogía en sus brazos y te bajaba por la escalera. Y todavía hacía más: te ponía dentro de la bañera de plástico para niños pequeños. ¿Os lo podéis llegar a imaginar? Qué grande es Pol, ¿verdad, Gina? Cómo te ha cuidado.

 

Recuerdo que al final del embarazo tenía mucho miedo. Tenía miedo de que si Jan llegaba, tú te marcharías. No sé por qué pensaba que habría un intercambio, como si por el hecho de querer una cosa hubiera que perder otra, pagar un precio. Y seguramente por esta razón cada vez que iba al médico me decían: “Uy, estás muy verde todavía, este niño no quiere salir». No era el pobrecito Jan, era que yo tenía miedo del intercambio. Y en mi cabeza, como un mantra, sonaba «si Jan llega, Gina marchará». Y la verdad es que él llegó y después de dos años y medio de amor dulcísimo entre vosotros tú te has ido. Y Pol y Jan se han quedado para hacerse compañía. A veces pienso cómo habría sido la vida de Pol sin Jan ahora que tú no estás: desoladora y triste.

 

Un día estábamos en el hospital y tú tuviste una crisis epiléptica de caballo delante de la doctora Pineda, que nos alertó: «O tratamos estas crisis, o Gina acabará en la UCI». Tus crisis no eran las clásicas, con convulsiones; te quedabas rígida como una barra de hierro, con los brazos y las piernas completamente tiesos, de tal modo que si levantábamos una parte de tu cuerpo, te alzabas como un bloque inflexible, con los labios y las uñas moradas, y como ausente. Parecía una pequeña muerte, y volvías a renacer, y cuando el color volvía a tu rostro a veces incluso nos sonreías como diciendo «¡Eh, he vuelto!». Ese día en Sant Joan de Déu, con aquella crisis tan fuerte delante de la doctora, también estaba Pol, que de regreso a casa en el coche nos dijo a Kewal y a mí: «Si Gina se muere, me quedaré solo. ¿Podéis hacer otro hermano?». Y lo hicimos, sí.

 

Y ahora están los dos, Pol y Jan, durmiendo en su nueva litera, Gina. Y como hemos cambiado las cosas de sitio en casa también hemos movido la urna con tus cenizas. Ahora está detrás de una foto tuya, muy cerca de donde moriste, desde la que nos dedicas una sonrisa contagiosa. Buenas noches.