9. Reír y llorar
No es el fin del cuerpo físico lo que nos tiene que preocupar. En todo caso, nuestra preocupación debe ser por vivir mientras estemos vivos —para liberar nuestro ser interior a partir de la muerte espiritual que viene detrás de una fachada diseñada para ajustarse a las definiciones externas de quién o qué somos.
ELISABETH KÜBLER-ROSS
Justo después de que te murieras, papagi corrió a buscar a tu hermano Pol a la escuela, y después a Jan. Kewal me explica que cuando llegó a la escuela de Pol no podía articular palabra a causa de la emoción. Cuando finalmente Pol apareció se abrazaron muy fuerte y se pusieron a llorar a mares al lado de una fuentecita que hay cerca. He visto llorar a Kewal muy pocas veces. Él dice que casi no lo ha hecho nunca, y que cuando lo intenta siente que tiene las lágrimas secas. Yo pienso que quizá le saldrán las lágrimas otra vez cuando se reencuentre con su madre en la India.
Recuerdo que el día que dejamos el país de Kewal, nuestros parientes indios lloraron. Ante tanta emoción, les quise dar las gracias porque me habían hecho sentir parte de la familia, pero teníamos que marchar porque mi lugar estaba en Barcelona, a tu lado. Esa noche Kewal y yo lloramos. Pol no. Pero cuando estábamos en el aeropuerto de Nueva Delhi, de repente Pol se puso a llorar. Le preguntamos qué le pasaba. Mientras se frotaba los ojos nos dijo «es que no sé cuándo los volveré a ver».
En general, hoy en día a los hombres aún les cuesta llorar, Gina. Las mujeres tenemos licencia para llorar y no pasa nada. Pero los hombres no se lo permiten demasiado porque lo entienden como una muestra de debilidad. Pero creo que están muy equivocados. La fortaleza nos la proporciona el hecho de llorar: expresar la vulnerabilidad es lo que nos hace más fuertes.
Pol y Kewal me cuentan que el día que lloraron tu muerte al lado de la fuente se prometieron que me cuidarían, y Pol dijo que si algún día tenía una hija la llamaría Gina. No lo he sabido hasta hoy, y me he emocionado imaginándome la escena.
Recordarte, Gina, me reconforta, ya lo sabes. Ayer por la noche lo hicimos con Ana, que nos contó que había soñado contigo. En su sueño estaba en nuestra casa y yo le decía que no te tenía que bañar. Ella iba al cuarto grande —como solía hacer cuando estabas viva para bañarte— y tú estabas estirada en la cama, y pensaba cómo hacer para lavarte el pelo sin bañarte. Pero de repente tú rodabas por la cama hasta caer al suelo y entonces empezabas a gatear y te tronchabas de risa. Y Ana te decía «todo es empezar, dentro de muy poco ya caminarás», y tú te ponías muy contenta.
Mientras Ana nos contaba excitada su sueño, empezamos a escuchar de repente la caja de música que hay al lado de la urna blanca con tus cenizas, detrás de tu foto risueña. Nos levantamos de golpe asustados.
Jan estaba manipulando la cajita y dándole cuerda. Por la distancia no podía escuchar que Ana nos estaba hablando de ti. Fue un momento mágico, el sueño de Ana y la caja de música.
Cuando finalizó su relato, Ana nos dijo que tenía la sensación de que el sueño había sido un mensaje tuyo para hacernos saber que estás bien. Miré a Ana y le dije con serenidad: «Por supuesto, Ana, tal y como estaba Gina la única manera que tenía de volver a estar contenta era muriéndose».
Cada uno, Gina, ha interpretado y vivido tu muerte a su manera. Durante un tiempo, Kewal pensó que si tú te morías —la persona que hizo que nos acercáramos—, nosotros nos alejaríamos. Nada más lejos de la realidad. Tú no haces esas cosas, Gina. No las hiciste nunca. Siento que tu muerte nos ha aproximado más y está haciendo crecer un amor más sólido que también alcanza a los otros dos hijos. Nuestras creencias a veces funcionan como profecías autocumplidas. Estoy convencida de que la muerte puede destruir a una familia, pero también la puede fortalecer y hacerla más consciente de los vínculos verdaderos.
Estoy en la cocina preparando una salsa de zanahoria con la batidora y llega Jan y me pregunta: «Mamá ¿estás haciendo la comida de la nena?». De vez en cuando Jan se descuelga de su mundo de espíritu sin domesticar y se acuerda de ti con toda claridad. Me sorprende porque veo que tiene grabadas en la cabeza más cosas de ti de lo que pensaba. Tú, Gina, conviviste toda la vida con la batidora, y cuando la oías sabías perfectamente que acto seguido llegaría la comida.
Cuando los niños son pequeños les tienes que dar la comida triturada, hasta que empiezas a dársela a trocitos y dejas a un lado la batidora. Pero contigo nunca la dejamos. Hemos pasado once años de nuestra vida poniendo en marcha la batidora en cada comida; nuestra alimentación giraba alrededor del hecho de tener suficiente caldo para ti.
Jan creció y ya come como nosotros. Pero se dio cuenta de que para ti, para tu comida, seguíamos utilizando la batidora. Y hoy le ha parecido que te estaba preparando el almuerzo. Y yo lo he dicho: «No, Jan, no es para la nena», y él ha salido de la cocina decepcionado, pero buscando otra actividad a la cual dirigir su atención.
Me gusta porque Jan habla mucho de ti y lo hace con alegría y normalidad. Por ahora no ha mostrado el sentido trágico de saberte muerta; imagino que es porque no entiende la profundidad de la muerte. Cuando encuentra tus objetos sencillamente te recuerda con cariño.
Hoy me he vuelto a despertar cabreada. Yo también quiero soñar contigo como Ana. Sueño y me despierto con el regusto de que las cosas están cambiando, pero ni rastro de ti. Hoy han venido Claudia y su marido a almorzar y les hemos dado un primer plato indio y un segundo plato catalán, y hemos disfrutado conversando.
A pesar de ello, nuestra vida social todavía es bastante limitada, nuestro estado de ánimo es bajo. Yo todavía no he podido salir a tomar ni un café con ninguna amiga; siento que todavía no ha llegado el momento.
Hay cosas que me cuesta mucho hacer. Ir a la peluquería me costó una barbaridad. Tal y como me sentía, me parecía una cosa demasiado frívola. Me llamó la atención que Paloma Cabadas, la investigadora de la conciencia, me dijera, al cabo de unos días de tu muerte: «Tranquila, lo habéis hecho muy bien, ahora te toca cuidarte a ti misma y a los tuyos, ve a la peluquería, ponte guapa y dedícaselo a tu hija, que estará muy feliz de verte así». Y al final fui capaz de ir.
Había ido poco antes del viaje a la India. Quería que me pusieran unas mechas rubias porque Kewal me había explicado que allí esperaban de mí una mem, una inglesa, para ellos una extranjera. Y yo más bien tengo poco de rubia, y de inglesa. Cuando regresé, la peluquera, Sarah, se acordó de mí y me preguntó qué tal había ido el viaje. Pero yo solo quería hablar de ti, para variar, y le dije que el viaje bien, pero que se había muerto mi hija. Se quedó un poco cortada y me dio el pésame, y acto seguido me pintó trazos amarillos en el pelo para alegrar mi fisonomía. Mientras tanto, yo observaba a la gente que entraba y salía del establecimiento, maravillada de poder ver aquello que no se ve ni se toca: cómo se sentían.
En la India son más conscientes de aquello que no se ve ni se toca: la espiritualidad. Dice la religión sij que cuando una persona se muere tiene que pasar ocho millones cuatrocientas mil vidas encarnado en animales o plantas antes de volver a la vida humana. ¡Cuánto trabajo! Con una excepción, la persona buena y que no hace daño a nadie regresa directa a la vida humana, porque esta la necesita.
¿Quién decide quién vuelve y quién no?
Yo creo que tú regresarás seguro, Gina.
Kewal me explica que algunos estudiosos dicen que esta teoría de los ocho millones solo es una estrategia para controlar la mente de las personas, porque el miedo a las reencarnaciones no deseadas hace que se porten bien en esta vida. Por si acaso, los sijs no comen animales, no fuera que se tratara de un pariente o de un amigo encarnado. Dice Kewal que, según su religión, cuando la persona es incinerada su energía se distribuye en sol, agua, fuego, tierra y viento (los cinco elementos) y cada elemento vuelve a su lugar originario. Pero, alerta, la única energía que no se distribuye es la de aquellos que tienen cosas pendientes.
¿Dónde estás, Gina? No te imagino encarnada en un animal; o quizá sí, un ciervo. Y si fueras una planta, un jazmín. Me gusta tanto su olor... ¿En qué te has convertido, hija?
Kewal sigue contando que según la religión sij todos los castigos —las consecuencias— los recibimos en esta vida; ellos no creen en la ley del karma entre vidas. Me pone a mí como ejemplo. Dice que tú, Gina, podías haber sido un castigo para mí, pero que en cambio me has ayudado a proyectar una imagen al mundo: «Todo puede ser un castigo o un premio, depende de cómo aceptamos cada cosa, tú has dado las gracias a Dios por haberte dado a Gina y ya ves el resultado», dice Kewal, y añade: «Gina estaba tranquila y no tenía cosas pendientes, seguramente ya se ha convertido en los cinco elementos».
Si te has convertido en los cinco elementos, ¿perdurarás por siempre jamás integrada en la naturaleza?
Entonces, tu identidad, Gina, ¿ya no existe? ¿Moriste con tu cuerpo?
Según la religión de Kewal tú existirás mientras nosotros existamos, hablemos de ti y te recordemos; y cuando nosotros nos acabemos tú también te acabarás.
Tranquila, seguimos hablando de ti, y también percibiendo cambios. En la escuela me encuentro con la maestra de Pol y me cuenta que en las últimas semanas ha mejorado en los estudios y en la participación en clase. Gracias, Marisa, por todo el apoyo moral que le has dado a Pol. En la escuela de Jan la maestra nos cuenta que él también ha cambiado. Gracias, Eli, por estar al lado de Jan en unos momentos tan difíciles de su vida. Hasta hace cuatro días su habla era muy precaria, parecía como si se hubiese quedado estancado. Últimamente ha empezado a progresar poco a poco: empieza a explicar lo que le pasa y lo que quiere, y está más sereno.
Hablamos de ello con Kewal y él se sorprende de que no te responsabilice, pues las mejoras en los dos se han empezado a producir después de tu muerte. Yo le respondo que el problema no eras tú, sino el brutal estrés que supone para una familia el hecho de tener una hija con discapacidad, y más en tus condiciones de los últimos dos años.
Me harté de repetir ante las autoridades competentes que la situación crónica de alguien tan dependiente era muy angustiante. Y algunos de los diversos responsables que nos atendieron no respondieron a nuestras necesidades urgentes. Quizá, con el relato de los últimos días de Gina podrán hacerse una idea clara y tenerlo en cuenta para otras familias.
Esta es una llamada para que ayudéis y respetéis el sufrimiento de todas las familias que conviven con un hijo o hija con discapacidad o con un gran dependiente, sea pequeño o mayor. Familiares, amigos, maestros, vecinos, responsables y autoridades: haceos cargo del agotamiento tan extraordinario que esto supone y de cómo afecta a todos los miembros de la familia, padre, madre y sobre todo hermanos. Disculpad, pero si no lo habéis vivido no tenéis ni idea de lo dura que resulta la experiencia. Los que lo estáis viviendo ya sabéis de qué os hablo.
Autoridades pequeñas o grandes, de proximidad o más lejanas, por favor, que no os cueste tanto ayudar a las familias que lo necesitan. Ya sé que no podéis salvar al enfermo, pero sí podéis suavizar el estrés de los familiares.
Las cicatrices generadas por esta situación todavía son evidentes en nuestro hogar. Por ejemplo, Pol es un niño triste. Primera razón: ha tenido que vivir permanentemente al lado de una hermana muy enferma. Tú lo sabes bien, Gina. Segunda razón: esta situación nos llevó a la separación con vuestro padre. No obstante, la suerte de esta situación es que llegó Kewal de la India y os ha hecho de padre y nos ha alegrado y aliviado la vida.
Las crisis vitales más graves pueden ser un detonante para un cambio. Me llega a las manos otro libro, Cuando nos vamos, ¿a dónde vamos?, de Isabel Rodríguez Vila, que habla de las diversas muertes que ha sufrido la autora: los abuelos, los padres y su hijo. Dice: «Con la muerte de Óscar tuve experiencias que quizás nunca habría tenido ocasión de conocer: Acepté la impermanencia, la propia mortalidad y reconocí mi tiempo limitado. Admití que lloraba su pérdida por mi propio egoísmo y apego hacia él, pues seguía conmigo en el espíritu y debía aprender a vivir feliz, sin tenerlo físicamente. Me tranquilizó considerar que su misión en la Tierra ya la había cumplido y que por ello partió. Me sentí reconfortada por ese pensamiento, porque en aquellos días buscaba cualquier consuelo. »Me alentó pensar que un espíritu “evolucionado” no necesitaba una larga permanencia entre nosotros.» Descubrí que debía despertar mi potencial espiritual dormido, estando abierta a indagar, si mi misión en la Tierra era la que había elegido.»[11]
Estamos de acuerdo al cien por cien, Isabel; ¿verdad, Gina?
Por cierto, el título de este libro, Cuando nos vamos, ¿a dónde vamos?, me conecta con una película argentina que recuerdo con mucho cariño y que vuelvo a ver: No te mueras sin decirme adónde vas. En ella, un inventor crea una máquina que al principio registra sueños, pero luego va más allá. Y se dicen cosas como esta: «Vivir bien es aprender a querer. Si vives bien no te preocupará la muerte como lo hace ahora, a pesar de que solo te quede un día de vida». Una de las protagonistas de la película —un espíritu— tiene miedo de nacer, no de morir, el mundo al revés. Y el otro protagonista —vivo y encarnado— tiene miedo a morir, no a vivir. Hace vidas que los dos se aman, pero en esta ocasión no han coincidido. «Amo todas las cosas y siento cómo la luz me traspasa, podría pensar que estoy en un sueño, pero es al revés, siento que estoy saliendo de un sueño», dice el protagonista cuando va tomando conciencia de la trascendencia de la vida y del papel de la muerte como una transición.
Cada uno tiene una historia propia con la muerte. La primera vez que me rondó fue cuando tenía once años, y evidentemente no entendí nada. Tuve meningitis, me puse grave muy deprisa y me ingresaron. Me pasé toda la noche viendo las estrellas, más allá que aquí. Al día siguiente vino el médico y nos dijo que el peligro había pasado, que solo me podían quedar algunas secuelas. Me enfadé mucho porque formaba parte del equipo de básquet de la escuela y me dijeron que aquel curso no volvería a entrenar. Me pasé buena parte del verano en la cama y cada día me ponían inyecciones. No tenía ninguna conciencia de la gravedad de lo que había pasado.
Ostras, me doy cuenta ahora, estuve en riesgo de morir a la misma edad que tú, Gina, pero está claro que yo debía seguir adelante.
La segunda vez que la muerte vino a rondarme fue en la guerra de Croacia primero y en la de Bosnia después, a las cuales fui en calidad de corresponsal de guerra. Recuerdo una noche, en una ciudad abandonada en la que solo había militares y algún periodista. Fuimos a casa de un hombre que había perdido a toda su familia durante los bombardeos. Aquel hombre hundido me regaló un objeto pequeño y bonito que todavía conservo, y cada vez que lo miro se me pone la piel de gallina. Dormimos en un hotel fantasmagórico, vacío y con plásticos en las ventanas, y se oían los disparos a poca distancia. Al cabo de pocos días mataron de un disparo a la cabeza a uno de los periodistas que habíamos conocido. Pasamos unos días con una brigada internacional llena de mercenarios que habían perdido el norte y que luchaban para liberar a los croatas. Los dirigía un antiguo periodista a quien se le había girado el cerebro después de ver morir a alguien a quien quería; años más tarde, cuando vi Apocalypse Now, me recordó al protagonista, Marlon Brando. No olvidaré el día en que un mercenario italiano muy corpulento me confesó con lágrimas en los ojos, y como una criatura, que se sentía muy miserable porque había matado a mucha gente con sus propias manos. Qué barbaridad.
En los últimos días del segundo viaje, en Bosnia, nos dijeron que la frontera estaba under fire (‘bajo el fuego’), como el título de la película que me había inspirado a la hora de escoger la carrera de periodismo. No podíamos salir de la ciudad, pero los tres periodistas que viajábamos en equipo decidimos salir de todos modos. Llegamos a una población fronteriza y nos alertaron de que no podíamos pasar. Había que cruzar un puente. En un lado estaban los bosnios y en el otro los serbios. Arrancamos el coche. Llevábamos un cartel en el que ponía nominari (‘periodistas’), y empezamos a cruzar el puente. Caían proyectiles a los dos lados del coche, como una lluvia de fuegos artificiales. Yo no decía nada, me había quedado muda. Todo fue muy rápido. Dios quiso que cruzáramos aquel puente y que nos mantuviéramos a salvo. Pero la muerte nos lamió bien lamidos. Cuando regresé a Barcelona no entendía nada de lo que sucedía aquí. Y al cabo de pocos días mataban a un periodista catalán en el mismo escenario de Bosnia. Me parecía demasiado fuerte seguir viviendo como si nada mientras gente como nosotros moría en los Balcanes.
La presencia de la muerte es un revulsivo para la vida: a veces puede hacer que saquemos lo peor y otras veces una vitalidad indescriptible. Quien escoge es el sujeto.
La siguiente vez que me rondó la muerte fue en Cuba en el año de las Olimpiadas de Barcelona. Tuvimos un accidente de coche muy dramático y yo perdí el conocimiento. No recuerdo nada. Me desperté en un hospital —estábamos en el periodo especial— y no había ni anestesia. Me tuvieron que practicar hipnosis para calmar el dolor. Con el asfalto se me había levantado la piel de la espalda —sentía mucho escozor— y tenía una lesión a la altura de las cervicales. Estuve en riesgo de quedarme tetraplégica. Pero como mi musculatura estaba fuerte —ya hacía natación— no se rompió la médula. Tuve que llevar collarín ortopédico unos meses.
Poco después pasé anorexia y bulimia.
Morí y volví a nacer.
Renací de mis cenizas, como el ave fénix. Una vez más me había escapado de la muerte.
Dice uno de los personajes de la película No te mueras sin decirme adónde vas que durante la vida morimos y renacemos varias veces. Y al final pensamos que la muerte es la última, pero solo es una más; una más en un ciclo imparable de muertes y renacimientos.
Cada religión, cultura e individuo hace su interpretación del hecho de morir. Según El libro tibetano de la vida y de la muerte, cuando morimos pasamos por una serie de bardos (una especie de fases). Así lo explica este libro lleno de sabiduría: «Durante las primeras semanas del bardo tenemos la impresión de ser un hombre o una mujer, como en nuestra vida anterior. No nos damos cuenta de que estamos muertos. Volvemos a casa para reunirnos con la familia y las personas queridas. Intentamos hablar con ellas, tocarlas en el hombro, pero ellas no nos contestan y ni siquiera dan muestras de advertir nuestra presencia. [...] Así, los vemos llorar y dolerse por nuestra muerte sin que podamos hacer nada al respecto. [...] Ya no se nos reserva un lugar en la mesa y se toman medidas para deshacerse de nuestras posesiones».[12]
Ahora me pregunto si fuimos demasiado rápidos a la hora de donar tu silla de ruedas, Gina.
El libro tibetano de la vida y de la muerte continúa explicando lo que sucede una vez muertos: «Nos sentimos enojados, dolidos y frustrados [...]. El cuerpo mental puede rondar sus posesiones o su cuerpo durante semanas o incluso años. Y todavía puede que no comprendamos que estamos muertos. [...] En el bardo del devenir [el segundo] revivimos todas las experiencias de nuestra vida anterior, revisamos detalles minúsculos que hace mucho se nos borraron de la memoria y retornamos a lugares [...]. Cada siete días nos vemos obligados a pasar de nuevo por la experiencia de la muerte, con todo su sufrimiento. Si nuestra muerte fue pacífica, ese estado mental pacífico vuelve a repetirse; si, por el contrario, fue agónica, también se repite la agonía. Y recuerda que todo esto sucede con una conciencia siete veces intensa que la de la vida».
¿Tú también reviviste siete veces tu muerte? Qué agotamiento. ¿Qué significa el siete? Kewal a menudo tiene sueños en los que aparece el siete: siete serpientes, siete leones...
Y sigue el libro: «Al igual que en los sueños, creemos que tenemos un cuerpo físico y que realmente existimos. Sin embargo, todas las experiencias de este bardo surgen sólo de nuestra mente, creadas por el regreso de nuestro karma y de nuestros hábitos». En nuestra mente, explica, aparece el anhelo de un cuerpo físico, pero no conseguimos encontrarlo, cosa que nos hace sufrir todavía más. Pero «tenemos que esperar en el bardo hasta que podamos establecer una conexión kármica con nuestros futuros padres».
¿Ya has conectado con tus futuros padres?, ¿existen unos futuros padres? De hecho, ya hace casi cincuenta días que estás muerta...
Sigo leyendo el libro con curiosidad por saber cómo acabará. Dice el autor, Sogyal Rimpoché: «A veces me figuro el bardo como una especie de sala para viajeros en tránsito, en la que se puede esperar hasta cuarenta y nueve días antes de pasar a la siguiente vida. Pero hay dos casos especiales que no deben esperar [...] El primero corresponde a quienes han llevado una vida muy benéfica y positiva, y han entrenado tanto su mente en la práctica espiritual» que van «directamente a un buen renacimiento. El segundo caso es el de quienes han llevado una vida negativa y perjudicial; éstos viajan rápidamente hacia el siguiente nacimiento» para seguir evolucionando.
¿Cómo es esa sala de espera para viajeros en tránsito, Gina? Si has estado... De nuevo aparece la idea de que quien deja cosas pendientes no marcha en paz. Al final pensaré que es verdad.
Y leo un fragmento más: «Algunas descripciones del bardo hablan de una escena de juicio». Pero se trata de un juicio mental en el que tú mismo eres el juez y el acusado. Un testimonio dice: «Se te han perdonado todos los pecados, pero ¿puedes perdonarte a ti mismo no haber hecho las cosas que debías hacer y los pequeños engaños que acaso hayas cometido en la vida? ¿Puedes perdonarte a ti mismo? Ése es el juicio».
Se me hace difícil creer que te tengas que perdonar alguna cosa, Gina. Esta descripción me ha hecho pensar que nosotros estamos aquí pensando cómo gestionamos el duelo, si lloramos, si sufrimos, si hablamos de ello, si lo digerimos. Y no me había pasado por la cabeza que, en el otro lado, tú también podías estar haciendo todo un ejercicio vital. Entender que estás muerta, soltar la vida, aceptarlo, revisar todos los momentos de tu vida, de nuestra vida. ¿Te puedo ayudar? Si me necesitas, estoy muy cerca de ti.
Por cierto, Gina, ¿te acuerdas de que te concedieron una beca comedor? Pues hemos recibido una notificación del Ministerio en la que dicen que te la cancelan —la única beca que te habían concedido— porque te has desapuntado de la escuela antes de acabar el curso. Sí, claro, te has muerto, pero no ha sido un acto voluntario. Si existiese una escuela para niños con discapacidad muertos podrías ir. Pero, me pregunto, ¿y los meses en los que sí fuiste a la escuela? ¿De septiembre a enero?
Da igual. Os podéis meter la beca en... No habéis entendido nada, todavía.