1. La muerte
Gina ha tenido una muerte dulce,
¡recordadla con alegría!
Facebook, 16 de enero de 2014, 16 h
Moriste aquí, en este sofá rojo de casa. Aquí superé el miedo a despedirte en la madrugada del 16 de enero de 2014. Aquí nos dimos cuenta de que habías escogido el camino de la muerte, que ya no podíamos hacer nada más y que lo teníamos que aceptar. Entonces entendimos que teníamos el coraje para hacerlo. Entendí que finalmente te sería leal, tal y como te prometí en 2008 en un hospital cuando sufriste las primeras apneas fuertes y dejabas de respirar. Recuerdo que, aquella noche, después de hablar contigo, tú sola empezaste a reaccionar frente a aquellas apneas que te conducían a la muerte.
Durante unos años hemos jugado al escondite con la muerte, ¿verdad, Gina?
Es aquí en este sofá donde comprendí —observando tu paz— que te podríamos acompañar con mano firme y serenidad a las puertas de la muerte. Tres días antes todavía nos regalaste una sonrisa. Nunca habría dicho que el final llegaría tan pronto, y tan de verdad.
Con Kewal —tu papagi, tu padre indio— habíamos hecho cálculos esperanzadores, de aficionados a la medicina, según los cuales, a pesar de tu escoliosis, todavía podrías haber estado con nosotros un par de años más.
Las expectativas a veces pueden resultar dolorosas.
Recuerdo tu piel blanca de las últimas horas, blanquísima de muerte y de finitud.
Recuerdo tus labios morados y tus uñas muy lilas.
Recuerdo el cuerpo vacío de ánimo, tus ojos cerrados y tu alma, latente y bellísima todavía, haciendo las maletas.
Y recuerdo también la mirada triste de papagi, que te quería inventar otro final, pero no sabía cómo. Con el paso de las horas, el oxígeno en sangre era cada vez más ínfimo. Dentro de tu cuerpo había menos vida y tu latido se iba apagando. Qué desesperación, qué nervios, qué angustia..., hasta que no experimenté la calma del último tramo. Entonces, ya desde la serenidad, te peiné con la solemnidad de la última vez. Te hice dos trenzas muy finas a cada lado de la cara para que los cabellos no se te metieran en los ojos y te dejé suelto el resto del pelo. Te lavé los dientes, como solía hacer cantando aquella canción: «Dents, dents, dents, la Gina es renta, es renta les dents».[1] Y para acabar te puse crema perfumada en la cara y en las manos. Normalmente, cuando te la aplicaba y te pasaba el dedo por la nariz, la arrugabas, pero ese día no hiciste nada, te morías de cansancio. Te arreglaba con la convicción de que ese día también irías a la escuela, aunque en el fondo sabía que no...
Estábamos orgullosos y felices de estar a tu lado, como siempre, pero con la certeza de que cada segundo contaba más que nunca.
Llamamos deprisa y corriendo a tus hermanos. Jan, con dos años y medio, hizo el signo de la victoria a tu lado. Estaba contento de estar contigo un día más. Poco se podía imaginar que os haríamos la última foto juntos.
Pol, de nueve años, tenía mucho miedo a verte morir. Por este motivo le dijimos que era la última oportunidad, que os necesitábais el uno al otro y que fuera valiente, porque cuando volviera de la escuela tú ya no estarías. Le dijimos que no tuviera miedo, que lo ayudaríamos. Finalmente, te abrazó y, entre sollozos, te dijo que te dedicaría los goles del partido del día siguiente; ya sabes cómo adora el fútbol. Pol nos llegó al corazón y pensé que era un gigante. Yo, cada vez con más fuerza, sentía aquella serenidad luminosa de las últimas horas.
Kewal estaba nervioso, pero ahí estaba, fundamental, fiel, imprescindible como siempre a nuestro lado, sufriendo como nunca por tu partida. Todo era muy trágico, posiblemente por esta razón nos quisiste arrancar una sonrisa.
La primera vez fue a las siete de la mañana del último día. Tus constantes vitales se apagaron del saturador —el aparato que indica el ritmo cardiaco y la saturación de oxigen en sangre— y te creímos muerta. Te abrazamos con Kewal y lloramos, hasta que este me dijo «¡se mueve, Gina se mueve!», a lo que yo le respondí «los muertos no se mueven, no puede ser», y acto seguido los marcadores vitales volvieron a funcionar. Nos quedamos petrificados, como asistiendo a una película de muertos vivientes, que a mí me parecen espeluznantes. Después estallamos de risa y te abrazamos. Aunque sabíamos que el proceso de la muerte era imparable, volvíamos a tener un poco más de tiempo.
Debe de ser la inexperiencia con la muerte, a la que nunca miramos de cara —no vaya a salpicarnos—. Cuando se presenta no sabemos qué aspecto tiene.
Qué obsesión teníamos con aquel maldito saturador, la máquina que nos anunciaría el final definitivo. Los últimos días pasé muchas horas observándolo, sin dormir. Miraba cómo sus números iban bajando poco a poco, como una cuenta atrás horrorosa que al final llegaría a cero. Cuando lo recuerdo, todavía ahora siento una angustia muy viva, como si yo misma también me estuviera muriendo. El equipo de paliativos más de una vez nos había recomendado que lo apagáramos, pero nosotros éramos unos auténticos adictos al aparato.
La obstinación venía de lejos. De la temporada larga en la que estuviste sufriendo apneas, y en la que la máquina nos traía de cabeza. Nos despertábamos cada noche con el ruido del saturador sin saber qué dirección tomar; solo sabíamos que te teníamos que reanimar. Recuerdo una noche, con el saturador como banda sonora, en la que le decía a Kewal «corre, Kewal, corre», y él no sabía en qué dirección correr, así que me decía «¿hacia dónde?». Estábamos tan cansados y desorientados que al final él se dio contra una pared. Después nos reíamos de la estupidez.
Cuántas cosas hemos vivido, ¿verdad, bonita?
¿Recuerdas cuando te poníamos una bolsa de plástico en la boca para que te tragaras tu propio CO2 y así recuperarte de las apneas? Lo encontré en un estudio en Internet, y nos lo había corroborado nuestra doctora de cabecera, la doctora Pineda. Si hiperventilabas mucho (cogiendo aire a menudo e hinchando la barriga al tuntún) —como solías hacer—, tu cuerpo se quedaba desequilibrado. La solución de tu organismo era hacer una larga e intensa apnea para recuperar el equilibrio, y esto era constante. Era una locura, llegabas a sufrir más de cien apneas en un día. Te convertiste en una malabarista de la gestión del aire, y aguantabas cosas imposibles. Algunas veces tu saturación había llegado a cero, y cuando no hay oxígeno en sangre se puede producir un paro cardiaco. Qué miedo pasamos. Aprendimos a vivir con aquel miedo a la muerte. Más de una vez, muchas veces, tuvimos que reanimarte, y te decíamos: «¡Gina, respira, respira!».
Te hemos dado tantas veces esta orden... Tú nos has obedecido, haciendo que la vida volviera a tus labios.
Aquel disparate de las apneas nos condujo por la puerta grande a la UCI con un colapso de los pulmones. De resultas de aquella locura te quedaste enchufada a una máquina que respiraba por ti. Y entonces lo conseguiste, una batalla ganada más, pero «¿hasta cuándo?», me preguntaba yo.
Después pasamos tres meses en el hospital, tres larguísimos meses en los que no parabas de perder pequeñas cosas. Entraste por un problema respiratorio, pero las apneas volvieron a aparecer, y cada día estabas peor.
Así no se puede dormir,
ni comer,
ni reír,
ni jugar,
ni soñar.
Hacíamos turnos mientras la cama se te tragaba, y la vida y la familia se nos hacía añicos. Yo intentaba engañar a todo el mundo, lo reconozco, para ser yo quien pasara más horas a tu lado, a pesar de que ellos intentaran disuadirme. Porque, mientras tú estabas en el hospital, mi vida no tenía sentido fuera de aquellas paredes inmaculadas.
Kewal sanaba mis heridas y te curaba con abrazos;
mamá subía fortaleza y provisiones;
mi hermana me ayudaba a tener momentos de respiro, y a ti te daba alegría;
el tío Ramon y tu primo Guiu albergaban a Jan cuando hacía falta;
Núria y Marina, amigas del alma, aparecían para ponerme las pilas emocionales;
tus hermanos de vez en cuando venían a recordarte que el mundo seguía allá fuera,
y teníamos ángeles de la guarda, como Judith A., Mercè T., Mercè P., Mar O’Calahan, Oriol B., Gloria y todo el personal del hospital —enfermeras, médicos, gestores, fisios y mujeres de la limpieza—, y también los voluntarios, que nos hacían más llevaderos los días que pasaban sin piedad.
Uno detrás del otro...
La máquina que respiraba por ti entró otra vez en tu habitación del hospital para no llevarte de nuevo a la UCI. A ti no te gustaba en absoluto esa máquina que te marcaba el ritmo y la intensidad de la respiración; algunas veces, cuando te daba la gana, ni tan siquiera le hacías caso. Recuerdo muchas noches en blanco buscando soluciones por Internet y persiguiendo a las enfermeras dulcísimas y a los médicos muy profesionales para encontrar un milagro para ti. Teníamos que probar cosas, o inventar alguna.
Siempre me había inquietado pensar en las personas que se encuentran con alguien que se muere y que no pueden hacer nada por evitarlo. Me imaginaba esta espera como algo infernal, insoportable, y al mismo tiempo sentía que era inverosímil que no se pudiera hacer nada por salvar a una persona. Tenía la convicción de que tantos avances y tanta tecnología debían servir para algo: evitar la muerte. «Tiene que haber alguna solución», me decía, «no puede ser que la solución sea que no hay solución», pero sí puede ser.
Las medicinas experimentales no fueron lo bastante eficientes para curarte. Me consuela pensar que quizás abrimos camino. Una madre de una niña con síndrome de Rett me ha contado que uno de los medicamentos que probamos contigo ahora ha funcionado bastante bien para las apneas de su hija y me alegro.
Pero qué desesperación sentía. Y finalmente los médicos nos plantearon la gran duda: «¿Es solo una nueva fase crítica de la enfermedad de Gina, pero pasará?, ¿o quizás es el principio del final?». Y cuando hablaban del final significaba que nos estaban colocando la muerte suavemente encima de la mesa.
Cada etapa, en una enfermedad larga y cruel —como lo es esta—, te lleva por caminos difíciles, de duelo y aceptación, que vas digiriendo como puedes, paso a paso.
Hasta que Pol —genial, como siempre— pintó en el hospital un dibujo revelador en el que salíamos todos encerrados en un barco en medio del mar, y todos nos llamábamos Gina. ¿Alguien se puede imaginar lo que supone que la vida de toda una familia gire durante días, semanas y años alrededor de una sola persona? El precio era muy alto. Con el dibujo de Pol hicimos entender a los médicos y a los gestores del hospital que teníamos que entrar en paliativos porque nuestra familia se estaba despersonalizando, absorbida por la enfermedad de Gina. Lo digo en plural porque lo necesitábamos todos. Gracias a esto pudimos regresar a casa, donde hemos hecho vida más o menos normal los últimos nueve meses —como un embarazo de muerte—.
Nueve meses para nacer y nueve meses para morir.
Vuelvo al escenario de la muerte. Ninguno de los que estábamos allí lo olvidaremos jamás, pues nos regalaste tu último aliento. En el momento preciso de la muerte volviste a jugar con nosotros, y llegaste a morir hasta cinco veces. Las constantes se apagaban y volvías a respirar. Te llorábamos, y cuando volvías a coger aire te abrazábamos aliviados. Me imagino que era una bromita que nos gastabas en la última hora. Me pareció muy simpático. Estoy convencida de que nos querías hacer sonreír antes de marchar para dejarnos un buen recuerdo y desdramatizarlo todo un poco. Y es verdad que reímos y lloramos, y sufrimos, y te tocamos, y te dijimos todas las cosas bonitas que puedes decir a alguien cuando se está muriendo: «No tengas miedo», «déjate llevar», «ya se acaba», «un poco más y ya estará, cariño», «¿puedes ver la luz?», «adonde vas estarás bien», «seguiremos adelante», «no tengas miedo, bonita». Nos dijimos tantas cosas en los últimos días..., ¿verdad, Gina?
Y, finalmente, viendo que el juego te parecía divertido, te pedí suplicando, pero con firmeza —como si te riñiera—, que si te tenías que morir, que lo hicieras de verdad. Recuerdo esos momentos con gran lucidez.
Sabía lo que tenía que hacer en cada momento.
Podía ver lo que no se ve y el futuro.
Y tú me hiciste caso una vez más,
y agotada te dejaste llevar.
Exhalaste el último aliento.
Hiciste un último esfuerzo para tomar aire,
y abriste la boca de par en par.
La muerte estaba ahí delante,
poderosa y desafiante,
mirándonos como una serpiente.
Delante de ella estaban los ojos asustados y grandes
de los que te estábamos despidiendo.
Miré a la muerte a la cara,
y la vi como una aliada
en quien por fin podíamos confiar.
Una voz dentro de mí dijo a los demás
«No pasa nada, estad tranquilos».
Todo fue muy deprisa.
Puse la mano sobre tu cara,
y protegiéndote con los brazos
te atraje hacia mí
como si bailáramos.
Y sentí cómo regresabas al origen,
de donde habías salido,
a casa,
al vientre materno,
a la Madre Tierra,
al principio de los tiempos,
a la nada.
Te abracé por última vez,
mientras te decía flojito «Gina, te quiero»,
«Adiós, cariño».
Y acto seguido te desvaneciste del cuerpo.
Tenía tu cuerpo tibio entre mis brazos,
pero tú ya no estabas.
Habías huido, te habías liberado.
Y todos rompimos a llorar,
yo también,
aunque me di cuenta de que ya no era necesario hacerlo,
porque habíamos ido juntas más allá de la vida y de la muerte,
para siempre juntas.
Fin, final, muerte.
No es que nos hubieras dejado, como se suele decir con un eufemismo, o que hubieras traspasado (palabra aséptica que me deja muy fría), es que te habías muerto. Y tenía deseos de proclamar tu muerte a los cuatro vientos, tu liberación, el final del sufrimiento.
Si se muere, Gina «no volverá jamás», le habíamos dicho unos días antes a Pol para contarle que te encontrabas en situación crítica, y se puso a llorar desconsolado. Hasta entonces, Pol no había entendido qué significaba morir porque en los dibujos de la serie Bola de dragón los protagonistas morían y renacían como si nada. Pol, con nueve años, ha tenido que aprender qué quiere decir morir y qué quiere decir amar. En los últimos días se dio cuenta de hasta qué punto te quería como hermana. Tú has sido su compañera de viaje inseparable durante todos estos años: has sido una compañera a veces extraña, pues captabas buena parte de nuestra atención y a él no le quedaba mucha; tampoco tampoco podía jugar contigo de la manera convencional. No obstante, también le has dado grandes lecciones de vida, y te quiere mucho.
Desde pequeño, Pol te preparaba el zumo de naranja, te cuidaba, te ayudaba, te llenaba de besos. Y siempre anduvo por estos mundos de Dios haciendo bandera de su querida hermana. Recuerdo el día en el que Pol, que no tenía más de cinco años, pidió dinero ante un auditorio lleno en Bilbao para investigar tu enfermedad porque quería que pudieras hablar. Gina, ojalá algún día Pol entienda y perdone que en los primeros nueve años de su vida tú hayas sido mi prioridad.
Minutos después de tu muerte, observé tu cuerpo vacío de alma y me sorprendió ver tu cara bellísima todavía. Parecías una diosa de mármol imperturbable y tenías la piel fina —como siempre—; yo la reseguía con los dedos una y mil veces para no olvidarte. Parecías como dormida, plácida y tranquila, pero ya no estabas, o quizá sí, en el recuerdo de las células. ¿Cuántos días las células se acuerdan de a quién pertenecían? ¿Lloran los órganos cuando ya no están regados por la vida? ¿Cómo es la muerte por dentro, Gina? Tú quizás ya lo sabes. Yo estoy en el otro lado, el de los vivos. Me guste o no, ahora no puedo escoger.
Kewal nos explica una historia de la religión sij. Dice que una vez murió el hijo de una familia y todo el mundo lloraba. Entonces llegó un señor y les preguntó si lloraban por el niño o por ellos mismos. Todo el mundo respondió que evidentemente lloraban por el chico. Y el señor les dijo: «Si estáis tan preocupados por el chico, tengo una solución. Os llevo un agua de la vida, quien beba de ella dará su vida al niño». Todos los presentes en la casa callaron de golpe, se hizo un gran silencio y nadie más siguió llorando. Acto seguido, el hombre se dirigió a la madre, que había llorado tanto, y le ofreció: «¿Quieres beber tú el agua para dar tu vida a tu hijo?». Y ella respondió: «Mi hijo ya está muerto, pero yo no puedo morir porque tengo dos hijos más y, si yo muero, ¿quién les hará de madre?». Al final de la historia, quien se levanta para beber el agua es la hermana del chico.
Primera moraleja de la historia, según Kewal: el gran amor entre hermanos. Y la segunda: aunque quiera, la madre no puede morir porque tiene que repartir su amor entre todos sus hijos.
Está muy bien, la historia, pero tú sabes que yo bebería el agua, ¿verdad, Gina? Y esto no quiere decir que no quiera a Pol y a Jan, pero, madres del mundo, ¿quién no daría la vida por un hijo? Yo también lo haría. Con todo, sé que este gesto no te devolvería la vida, no daría una vida mejor a tus hermanos, ni acabaría con el dolor que ahora siento.
Y a pesar de todo sé que tú me dirías con una sonrisa: «Te tienes que quedar, mamá por Jan, por Pol y por papagi. Yo estaré bien». Sé que es así.
Al cabo de poco de tu muerte, llegaron el médico, Sergi, y la enfermera, Sílvia. La enfermera y el médico; el médico y la enfermera; la enfermera y el médico. No me cansaría de nombrarlos porque han tenido un papel protagonista en este fragmento de vida.
Unas horas antes les habíamos pedido que nos dejaran solos para vivir de manera íntima tu muerte, pero la verdad la verdad es que siempre estuvieron presentes. Los tuvimos al lado dándonos la fuerza que necesitábamos y ayudándonos a entender que podías morir en casa, al lado de tus seres queridos. Sabíamos que los teníamos incondicionalmente a nuestra disposición, en cualquier momento, a cualquier hora, y esto nos dio la seguridad que necesitábamos.
Recuerdo una noche, cuando empezamos a entender que te estabas muriendo, en la que sentíamos mucho miedo. Me temblaban las manos y las piernas, y no sabíamos qué hacer, ni qué decir, ni qué pasaría. Llamamos al equipo de paliativos de madrugada, y salió aquella vocecita ya amiga, Sílvia, al otro extremo del hilo telefónico, que nos transmitió el coraje necesario: «No se puede hacer nada más. Abrazadla, abrazadla muy fuerte y decidle que la queréis». Que te digan esto te rompe el corazón. Y una vez lo tienes roto, te das cuenta de que es el consejo más sensato que te han dado jamás.
Lloro recordando, Gina, lloro, hija, porque a veces dudo de si todo esto ha sido una pesadilla, y si verte morir en el sofá de casa ha sido tan solo una pesadilla.
Cuando llegaron el médico y la enfermera, Sílvia y Sergi, certificaron tu defunción; efectivamente estabas muerta. Les dimos las gracias, y recuerdo que no teníamos sufientes palabras para hacerlo. Qué bonito es agradecer... ¡Me siento tan agradecida con todos aquellos que han hecho tanto por ti y por nosotros, hija...! Fue una de las primeras cosas que conseguí hacer después de tu muerte. Llamamos a todos los que nos habían ayudado durante tantos años y les dimos las gracias. Sobre todo los primeros días, daba gracias entre sollozos, y más de uno no sabía qué decir, pero era un impulso que me nacía en el corazón. Gracias al Centro de Asistencia Primaria, a la farmacia, a la séptima planta del hospital de Sant Joan de Déu, con quienes compartimos tantas jornadas, a las escuelas y a las personas que te han conocido y querido. Me hacía sentir tan bien darles las gracias que me habría pasado la vida haciéndolo.
Gracias, hija, por haberme hecho sentir útil y madre. Gina, fuiste mi primera hija, por ti perdí el mundo de vista cuando naciste, porque solo te miraba a ti, y en ti se ha centrado buena parte de mi vida en los últimos once años.
Después de tu muerte y de certificarla, te vino a buscar la ambulancia. Venían a buscar tu cuerpo, para ser más concretos, porque quisimos que fuera útil para investigar el síndrome de Rett. Qué regalo de última hora darnos cuenta de ello. Qué feliz me sentí cuando el equipo del hospital de Sant Joan de Déu lo hizo posible, aunque hubieras muerto en casa. Y es que en teoría para donar un órgano hay que morir en el hospital. Solo pensar que puedes ayudar a otras niñas con esta maldita enfermedad, una vez más, es un gran consuelo para mí, hija. Son tantas las cosas que han pasado y que necesito compartir... Estoy convencida de que si no lo hago, me pondría enferma. Todo esto me arde en las manos, lo tengo que decir, lo tengo que explicar. Te tengo que recordar, te debo dedicar un último homenaje, y entonces todo tendrá sentido de nuevo, porque cura, porque me sienta bien.
Los que te vinieron a buscar en ambulancia, para donar tus tejidos a la ciencia, pusieron tu cuerpo dentro de una bolsa grande de plástico de color blanco, como las bolsas de las víctimas en las películas de asesinos en serie. Tú también habías sido víctima de un asesino que mata a niñas poco a poco y sin piedad, el síndrome de Rett (que afecta mayoritariamente a niñas), una enfermedad que algún día será erradicada. A ti no te permitió nunca caminar, ni hablar, ni utilizar las manos, y te provocó escoliosis, crisis epilépticas, disfagia, apneas y problemas respiratorios, por citar solo algunos de los principales problemas. Por favor, donad dinero para que se investigue la enfermedad. Es la segunda causa de retraso mental en niñas, después del síndrome de Down[2]. No tardarán en encontrar un remedio. Estoy convencida de ello, porque para los investigadores que se dedican a vencer a la enfermedad se trata de un reto personal. ¿Verdad, Mercè, Judith y Manel? Gracias a todo el equipo. Tú, Gina, has pasado por este mundo con la misión de ayudar a darla a conocer. Y como Jesús —disculpad la comparación los que seáis creyentes— has muerto en la cruz y estarás en nuestros corazones.
Qué pensamientos más extraños se te ocurren cuando has visto la muerte de cerca...
Cuando se llevaron tu cuerpo yo seguía en estado de choque por lo que acabábamos de vivir. Había descubierto que hacer frente a la muerte sin miedo te ayuda a vivirla con naturalidad. Había experimentado la muerte de una nueva manera: como la culminación de una etapa, y no como un fracaso. «¿Por qué tenemos miedo a la muerte?», me repetía una y otra vez. Es precisamente este miedo —esta negación de la muerte— lo que hace que la vivamos de un modo tan traumático, y no como una parte del proceso de la vida. Con conciencia, no habría sido posible dejar que te fueras. Y había sido precisamente después de tener la absoluta certeza de estar preparada para aceptar tu muerte cuando tú te fuiste. Gracias por darme el tiempo y la madurez necesarios. ¿Qué es lo que me dictaba todo esto? Me sentía removida e impactada.
El punto de partida de este proceso de despedida tuvo lugar en pleno verano de 2013. Estábamos en el patio de casa con el equipo de paliativos y nos dijeron: «Hemos visto que Gina está en la lista de espera para operarle la escoliosis. ¿Sois conscientes de lo que supone esta operación tan compleja y larga para alguien como Gina?». No, no lo éramos. De la conversación dedujimos que lo tenías muy difícil para sobrevivir a la operación, y que no llevarla a cabo implicaba, a largo plazo, la muerte. Eran dos caminos, y los dos iban a parar al mismo sitio. Fue desolador tomar conciencia. No habíamos recalado en paliativos por casualidad. Estábamos en un callejón sin salida. Estábamos al principio del final.
Recuerdo que ese día te abracé sollozando, me dormí llena de lágrimas y me desperté gimiendo. No hallaba consuelo en nada ni en ninguna parte. Cuando me cansé de llorar, finalmente alguna cosa hizo clic en mi cabeza. Entendí que aquella información era fundamental para vivir de otro modo. Teníamos que comprender que debíamos aprovechar cada minuto a tu lado como un regalo precioso, y no como una tragedia. Entendí que no te podía ofrecer solamente una madre angustiada y triste, y que nuestro estado de ánimo era muy importante para ayudarte a vivir con calidad tus últimos años de vida. De aquello tan solo hace siete meses.
Pero una cosa es proponerse afrontar una situación con optimismo, y otra muy distinta el día a día. Los estados de ánimo oscilan, y había días en los que me hundía. Pero cuando tú me veías llorar reías para animarme, tal y como lo habías hecho siempre. La idea de la muerte iba y venía. Mi corazón me decía «lo que más deseo es quedarme al lado de Gina». Y decía a Kewal y a los niños «marchad, haced cosas, salid», y siempre encontraba una excusa para quedarme en casa contigo. Y Kewal para animarme me decía «sal tú con los niños, ya me quedo yo con Gina». Pero yo solo me sentía bien a tu lado. Y Kewal, que se daba cuenta, cuidaba a los otros dos con alegría y paciencia, y nos regalaba tiempo para compartir. Tenía tantas ganas de cogerte de la mano, de estar contigo... Me apetecía cantarte feliz mientras te ponía la crema después del baño. Me gustaba ponerte guapa, hablarte y abrazarte. Llegué a pensar que tenía una leve depresión. No quería salir a la calle ni pasármelo bien con los demás. Ni tan solo ahora entiendo cómo pude ir a trabajar durante aquellos meses con normalidad. Pero lo cierto es que el mundo seguía girando, y teníamos que normalizar al máximo nuestras vidas. Entendí además que no podía olvidarme del todo del entorno, ni de mis otros dos hijos. Tú lo sabes bien, hija, los otros dos siempre me estaban esperando, y yo la mayor parte del tiempo estaba ocupada contigo y preocupada por ti. Lo intenté. Hice un pequeño esfuerzo por cambiar, pero me sabía muy mal pasármelo bien sin ti.
Entonces llegó el viaje a la India. Lo habíamos estado programando desde hacía años, pero cuando tú te ponías enferma lo anulábamos. Yo todavía no había viajado a la India, la tierra de Kewal, para conocer a nuestra familia. Y al final nos liamos la manta a la cabeza. «Vámonos, Gina aguantará», nos dijimos. Y te dejamos a cargo de la escuela durante el día y de tu padre por las noches y los fines de semana. Gracias, Roger. El día antes de marchar yo lloraba, no las tenía todas conmigo. Y te pedí por favor que me esperaras. Cuando regresamos del viaje relámpago a la India, de ocho días (tres meses antes de tu muerte), me acerqué a ti, te abracé y llorando te pedí perdón por habérmelo pasado tan bien sin ti. Recuerdo que en todos los templos donde entré recé por ti, por que me esperaras, por que no marcharas sin mí y me lo respetaste. La India fue para mí entonces un país imposible sin ti.
Y ahora tengo que aprender a vivir sin ti, Gina.
Escribir es como un acto fisiológico de expulsión: necesito sacar para sobrevivir y para mantener la cordura. Si no lo hago, no creo que pueda aguantar el dolor de no tenerte y de ser consciente de lo que te ha pasado no es una broma. Estás muerta. Me despierto otra vez con una sensación de vértigo porque constato una mañana más que no estás aquí.
Recuerdo un tiempo en el que buscaba soluciones diversas a tus males, soluciones convencionales o alternativas que te fueran útiles, pero no funcionaba nada. Un día nos encontramos con una amiga, Marina, y nos pusimos a imaginar cómo serías tú sin la enfermedad. Con Marina hemos sido compañeras de viaje en la comprensión de lo que la vida nos revela, y a menudo hemos intercambiado nuestros pequeños avances. Gracias, Marina. Con ella hablamos de que una de las infinitas posibilidades —tal y como dice la física cuántica— es que tú estuvieras sana en alguna dimensión. Aquel día te imaginé en el parque feliz y corriendo como los demás niños. Te veía libre de tu cuerpo bonito, pero esclavo y defectuoso. Quizás el único camino que podía hacerlo posible era la muerte. Así me lo planteó y me abrió los ojos alguien muy experto en el dolor del alma, el psicólogo Enric Corbera. Gracias. Me dijo que quizá lo que hacía falta era aceptar que uno de los finales posibles también era la muerte.
Pero no conocer qué es la muerte aterroriza y angustia.
Recuerdo una de las últimas conversaciones con Sergi dos días antes de tu muerte, cuando tu situación se estaba convirtiendo en irreversible. Estábamos muertos de miedo de que se te colapsaran los pulmones, y llamábamos continuamente al equipo de paliativos. Esto ocurrió hasta que mantuvimos una larga conversación con el médico. Yo le preguntaba qué hacer, cómo salvarte. Sergi me explicó, con todo el tacto del mundo, que ingresarte en el hospital solo serviría para meterte en la UCI y conectarte a la máquina que respiraba por ti. Dejó claro que si tú no tenías la capacidad por ti misma de respirar, esto solo alargaría la agonía. Recordé la UCI, la máquina y la energía que tenías un año antes. La energía que tenías ahora no era la misma, y desfallecí. Y sentí que no, que no podía ser. Y lo seguí escuchando. El médico no proponía tirar la toalla. Él sugería seguir intentándolo hasta el último minuto. Proponía darte un antibiótico más fuerte, seguir con el oxígeno, los analgésicos y todo el cóctel de medicinas. Yo tragaba saliva mientras lo escuchaba y sentía un sudor frío y el latido de mi corazón más fuerte que nunca. Entonces el doctor propuso también empezarte a administrar morfina para evitar el sufrimiento. Mientras lo escuchaba, se me iba haciendo un nudo en el estómago. Cuando terminó de hablar me quedé unos momentos en silencio. Quería llorar, pero me aguanté las lágrimas y, con un hilo de voz dije: «Nos quedamos en casa». Colgué el teléfono y rompí a llorar mientras te cogía de las manos. Sentía que necesitaba correr, pero no notaba las piernas.
Al cabo de poco llegó Sílvia. Traía la morfina. Cuando cuentan que a una persona le están administrando morfina pensamos que la muerte es inminente. Yo no lo quería entender, pero lo intuía y me moría de angustia solo pensarlo.
Ya hacía tiempo que había decidido que lo más importante para ti era que no sufrieras, así que se habían acabado los experimentos.
Entonces empecé a hacer preguntas a la enfermera. «¿Qué pasará si no se recupera? ¿Cuándo tenemos que alertarnos? ¿Qué podemos hacer para ayudarla?». Y las preguntas más difíciles y directas. «¿Cómo es la muerte? ¿Cómo puede morirse? ¿Cómo lo sabremos si ocurre? ¿Qué podemos hacer si sufre un paro cardiaco? ¿Qué pasará en las próximas horas? ¿Qué hacemos si se le colapsan los pulmones?». Y ella iba respondiendo con calma y dulzura a nuestras dudas. «Si sufre un paro cardiaco, es que se está muriendo. Abrazadla.» Aquella información era procesada a gran velocidad por mi cerebro. Tenía las manos y los pies fríos, sentía un temblor nervioso en todo el cuerpo y mucha ansiedad. Era como si alguna cosa se me estuviera congelando, el miedo, o como si nosotros también hubíesemos sido contaminados por la muerte. Recuerdo que cuando Sílvia se fue lloré mucho rato en brazos de Kewal. Estábamos tristes y derrotados.
En ese estado pasamos tres días con Kewal a tu lado, en el sofá rojo de casa, bajo las atenciones de mi hermana Gràcia, que aparecía cada vez que la necesitábamos. Gracias, Gràcia. El mismo sofá en el que me instalé el jueves 16 de enero, contigo en mis brazos, como una fortificación, y con tu papagi, Claudia, la tía Gràcia, la abuela Dolors, Núria y Roger y tu padre, esperando una muerte que llegaría al cabo de unas horas, a las dos y media de la tarde. Curiosamente fue la misma hora en la que naciste el 9 de diciembre de 2002. El círculo se cierra.