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—¿Por qué miras tanto tu bolso? —preguntó el informático; aunque sabía la respuesta—. Ah, ya entiendo —dijo mofándose—. Buscas tu arma. Sin tu arma no eres nadie, ¿verdad? Sin tu arma no eres más que una perra en celo con ganas de que te jodan.
César descolgó el bolso y lo arrojó a la otra punta de la habitación. El bolso de la inspectora se estampó contra una silla. De su interior salió un monedero y varias monedas cayeron al suelo.
—¿Qué quieres? —le preguntó Diana.
—Tú cállate, guarra —chilló mientras sacaba un cuchillo que llevaba en la espalda y se lo ponía en el cuello a la inspectora—. No ves que Arancha está sufriendo. ¿No lo ves, cabrona? —repitió elevando la voz—. No ves que está asustada. ¿Cómo estarías tú si te hubieran roto la nariz?
Diana permanecía sentada en la cama. Tenía que ser precavida si no quería que Arancha sufriera daño. Aunque le costara creerlo, ahora sabía que César Ramos era el asesino que estaban buscando. Todas las piezas comenzaban a encajar. «Cesáramos», como se llamaba él mismo, no logró entrar en la policía pese a tener conocimientos avanzados de informática. No pasó la prueba del psicólogo. Quizá, pensó Diana, todo lo que había hecho fue motivado por resentimiento hacia la Policía Nacional. Una manera de demostrar que él era más inteligente que nadie, pese a que la policía no lo quiso entre sus filas. Él fue quien le quitó la munición a su arma y por eso no pudo utilizarla contra el rumano que las agredió en el hotel. Diana se disgustó consigo misma cuando cayó en la cuenta de que mientras estaban tendiendo una trampa al asesino a través de las redes sociales, él estaba en el despacho de al lado riéndose de ellas.
—Y tu bolso, ¿dónde está? —le preguntó a Diana.
Su bolso estaba en el armario de la habitación, pero evitó responder. Era imprescindible que César no sospechara que el arma la había ocultado debajo de la almohada. Esa arma era su única posibilidad de salir de allí con vida. Él miró hacia el armario.
—Ábrelo —le ordenó a Diana—. Y saca tu bolso de ahí. Despacio —dijo—. Muy despacio si no quieres que le rebane el cuello a tu amiguita. —César sostenía la hoja del cuchillo sobre el cuello de Arancha. Sabía que Diana no haría nada que pusiera en peligro a su compañera.
Diana se acercó hasta el armario, procurando simular que estaba malherida y que le costaba andar. Abrió la puerta despacio y extrajo su bolso del interior. Corrió la cremallera y vació todas sus pertenencias en el suelo. El rostro de César demostró que se había dado por satisfecho.
—Vuelve a la cama —le dijo repasándola con la mirada de arriba abajo. A Diana le chocó que días antes ni siquiera se atreviera a mirarla a la cara.
César abrió una bolsa de tela que portaba colgada en el hombro y extrajo del interior un pequeño trípode de acero con patas de goma. Lo extendió con una sola mano sobre la mesa donde hacía unos instantes había dejado el ramo de flores. Las dos policías supieron que las iba a grabar…
Diana vio que su teléfono se iluminaba sobre la mesita que tenía al lado de la cama. Alguien estaba llamando, pero el teléfono estaba en silencio y a esa distancia no podía ver de quién era la llamada. Se alegró de no haberlo puesto en vibración. César ni siquiera se dio cuenta de que el teléfono estaba allí.
«Ojalá sea Vázquez», pensó.
Calculó en qué momento podría descolgar sin que el asesino se percatara y dejar la línea abierta para que el interlocutor les oyera desde el otro lado. Si quien llamaba era Vázquez estaban salvadas. Él sabría qué hacer, meditó Diana.
Vázquez miró la pantalla del teléfono. Por más que llamaba de forma alterna a Arancha y Diana, ninguna de las dos respondía.
—¿Ocurre algo, inspector jefe? —insistió Lorenzo.
Vázquez ni siquiera se entretuvo en responder. Salió corriendo en dirección a la parada de taxis. Su maleta de viaje era pesada y no podía arrastrarla hasta la clínica.
—¡Guárdame esto! —le dijo al joven policía, que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—Pero… —balbuceó—. Tengo que ir a… —No siguió hablando, Vázquez se había subido al primer taxi que había delante de la puerta de salida de la estación. Lorenzo se quedó desencajado con la maleta de viaje del inspector jefe a sus pies.
—A la clínica Nostra Senyora del Remei, en la calle Escorial —le dijo Vázquez al taxista.
—Oiga —protestó el conductor removiendo un palillo en su boca—, hay que seguir un orden, su taxi es aquel de allí —dijo señalando un Mercedes que había varios coches más adelante.
—No me toque los cojones y arranque ya —gritó mientras mostraba su placa de policía al taxista—. Es una emergencia.
El taxista abrió la puerta y se bajó del taxi, dejando a Vázquez sentado atrás.
—Su puta madre —maldijo el inspector jefe.
Desde el asiento trasero vio como el taxista hablaba con unos mossos d’esquadra que habían detenido su vehículo cuando él les hizo señales. Entonces Vázquez se bajó del taxi y corrió hacia ellos.
—Soy inspector de policía —dijo mostrando su placa—. Inspector jefe de la Policía Nacional —repitió más despacio—. Me tienen que llevar a la clínica Nostra Senyora del Remei. Es un asunto de vida o muerte. Por el camino les daré todas las explicaciones, pero llévenme, por favor —suplicó.
César Ramos apretaba el cuchillo contra la nuez de la inspectora. Una leve presión y ella moriría. Por su gesto se notaba en que era un experto en esa forma de matar. Diana se fijó en que ni siquiera le temblaba el pulso y su frente estaba completamente seca.
—A ellos los has podido engañar —habló la joven policía—. Pero no a mí. —Quería ganar tiempo, buscar algún punto débil en el informático. Pensó que cuanto más tiempo tardara en matar a Arancha, más tiempo dispondría ella para salvarla.
Él la miró sonriendo. Diana nunca había visto una sonrisa como esa. Era una sonrisa terrible.
—Cállate, puta, y ven aquí a comerle el coño a tu amiga —elevó la voz alargando la última vocal varios segundos mientras apretaba los dientes.
Diana se preguntó cómo era posible que no entrara nadie en la habitación. Seguramente el hijo de puta había colgado algún cartel por fuera del estilo: MÉDICO DE VISITA. No había otra explicación.
—Hace tiempo que sé que tú eres el asesino —mintió Diana. Arancha giró los ojos para mirarla a ella. La inspectora pensó si se estaría marcando un farol o decía la verdad—. Solo alguien con una inteligencia superior es capaz de tener en jaque a la policía francesa, la española, la Guardia Civil, los Mossos. Supongo que ya sabrás que te admiramos. Alguien como tú debería ser un ejemplo del buen hacer. Eres un ídolo para cualquier policía que se precie…
—Calla, tortillera de mierda —la interrumpió César—. No me trates como si yo fuera un idiota. Conmigo no te servirán esos trucos de policía buena —dijo mientras sacaba una cuerda de nailon del bolsillo trasero de su pantalón sin apartar el cuchillo de la garganta de Arancha.
Diana se había recostado hacia atrás en la cama y asía con fuerza la empuñadura de su arma por debajo de la almohada. Se sorprendió de cómo había sido capaz de agarrar su Glock 36 de forma correcta al primer intento.
Lo primero que le pasó por la mente fue apuntarle y decirle que soltara el cuchillo, pero la joven policía sabía que él no obedecería y lo único que conseguiría es que degollara a Arancha. Tenía que conseguir que se retirara lo suficiente de ella para poder disparar el único tiro del que disponía. Aún tenía tiempo, el asesino todavía no había montado ninguna cámara sobre el trípode. Y Diana sabía que no la mataría hasta que la cámara estuviera grabando.
—¿Cómo eliges a las chicas? —preguntó Diana bajando la mirada.
—Quien tiene la información domina el mundo —respondió César sonriendo. Sus cambios de tono de voz les producían un miedo inexplicable. Parecía como si dentro de él hubieran varias personas distintas y cada vez que hablaba lo hiciera una diferente.
Diana se acordó de que siempre lo había visto con un disco duro transitando por los pasillos del edificio de Canillas y un cable colgado del hombro. Siempre estaba enchufando cables USB a los ordenadores de la policía. Ahora sabía que extraía toda esa información para su uso particular.
—¿Y por qué los nombres?
César había comenzado a atar los pies de Arancha con la cuerda de nailon, lo que le obligó a dejar el cuchillo al lado de las piernas de la inspectora. Comenzó a reír de forma estruendosa.
—Porque la policía sois unos inútiles. Sabía que unos crímenes con un orden en los nombres de las chicas sería suficiente para que anduvierais de cabeza tratando de cazar brujas. Que si empiezan así, que si terminan asá, que si sigue un orden, que si ahora toca esto, que si ahora lo otro. —Su voz se tornaba ronca por momentos, como si lo estuviera poseyendo un demonio—. El idiota ese de Vázquez ha estado investigando crímenes relacionados con el marqués de Sade. —Se carcajeó como si estuviera loco—. Pero la leche fue cuando el director adjunto pensó que el asesino era un policía de Huesca. Y luego Vázquez indagando sobre el Club Bilderberg. Casi me muero de la risa con eso…
—Andrés —musitó Diana.
—Sí. Ese policía está loco por ti, guarra. Si vieras qué cara puso cuando le hablé de ti en Huesca.
—Tú eres el misterioso hombre que visitó al policía de Huesca y al delegado de Hacienda —dijo Diana como si no se lo acabara de creer.
—Claro, zorra. Yo soy como Mortadelo, capaz de disfrazarme de lo que quiera. —Se frotó su cabeza rapada—. La ventaja de ser calvo es que cualquier peluca me encaja a la perfección. Y tan solo tuve que usar unas pegatinas con dos letras «J» y la funda de un diente de oro para que ya nadie fuese capaz de ver otra cosa. Sois tan patéticos…
—¿Por qué? —preguntó Diana—. ¿Por qué los crímenes?
—Todo un policía nacional y todo un delegado de Hacienda —chasqueó los labios— y tan solo tuve que nombrarles el servicio militar o su infancia y entraron al trapo. Qué enternecedores son. Soy un amigo de tu infancia, gilipollas. Ah, sí, ya me acuerdo de ti —dijo imitando la voz de un niño—. ¿Qué clase de pruebas de acceso hacéis en la policía? No veis que puede entrar cualquier retrasado mental. Como vosotras —masculló entre dientes—. El día que comenzaste a atar cabos de que los nombres de las siguientes víctimas tenían que ver con la inicial del apellido de las anteriores —dijo mirando a Diana—, ese día me di cuenta de que en la policía podía entrar cualquier subnormal.
—¿Y no es así? —preguntó Diana mientras Arancha abría los ojos tratando de decirle que no violentara más al asesino.
—Claro que es así. Es un juego de niños una vez que se accede a la base de datos del DNI. Tan solo tenía que teclear la búsqueda necesaria y el software me devolvía cientos de nombres que coincidían con mi búsqueda. Sus domicilios, su edad, el nombre de sus padres… —Su semblante se tornó serio—. Pero eso es algo tan sencillo que me causa rubor que un equipo completo de la Policía Nacional necesite meses para averiguarlo.
Arancha, aprovechando un descuido mientras el informático hablaba, pulsó el botón rojo de la habitación. No le sirvió de nada, César seguramente lo había desconectado antes de entrar. Se retorció de dolor cuando él le pellizcó la nariz rota.
—Deja de moverte, zorra. Relájate y disfruta, tu amiga te va a comer el coño. Seguro que es lo que habéis estado deseando estos días.
—¿Por qué mataste al delegado de Hacienda de Teruel? —siguió lanzando preguntas Diana.
—Para liaros más. —Chasqueó la lengua—. Sabía que la muerte del delegado de Hacienda os confundiría y echaría por tierra vuestro plan de tender una trampa al asesino del abecedario.
Diana recordó que él fue quien preparó los ordenadores para crear las cuentas falsas. Así que él sabía en todo momento lo que ellas estaban haciendo.
—¿Por qué? —repitió la pregunta Diana. La policía tenía cogida su pistola por debajo de la almohada y estaba a punto de arriesgarlo todo y disparar a César. No podía esperar más tiempo.
—¿Por qué? ¿Por qué? Porque esto es muy divertido —dijo—. Porque he tenido de rodillas a toda la policía durante estos años. Porque puedo hacer lo que me dé la gana. Tengo a mis pies a policías, a delegados de Hacienda, al director con su venganza, a Vázquez que se cree tan listo, a vosotras que me miráis con desprecio, y a esta cabrona que me rechazó. Os puedo follar a las dos aquí mismo. Daros por el culo y mañana seguir reparando los ordenadores de la policía como si no hubiera pasado nada —dijo pellizcando de nuevo la nariz de Arancha, que se retorció de dolor.
—Hijo de puta —gritó la inspectora.
—¿Y quién era el que nos quiso matar en el hotel? —siguió preguntando Diana, mientras miraba con compasión a Arancha.
—Un pobre infeliz —respondió—. Andrei Stoicescu no valía ni los tres mil euros que me cobró para daros un susto en el hotel. Contacté con él la semana pasada y solamente tenía que asustaros, pero el asustado era él, ya que te rompió la nariz —dijo mirando a Arancha—. Está visto que hoy en día uno no se puede fiar de nadie —gritó—. De nadie, de nadie…
Diana no pudo esperar más y extrajo su Glock 36 de debajo de la almohada. Apuntó directamente a la cabeza de César. En ese momento él agarró el cuchillo con más fuerza y lo llevó a la garganta de Arancha.
—¿Pueden ir más deprisa? —le dijo Vázquez a los mossos d’esquadra que le acompañaban a la clínica.
—Ya estamos a punto de llegar —replicó el conductor.
Vázquez sacó su arma del cinto y comprobó que estaba montada. El copiloto de la policía autonómica lo miró de reojo.
—Debe de ser grave lo que está ocurriendo en la clínica, inspector.
—No se lo puede usted imaginar —asintió Vázquez—. ¿Conocen al intendent Sebas Mateu?
—Sí. Es nuestro jefe.
—Pues llámele y dígale que venga de inmediato a la clínica. Allí les explicaré todo. Dígale que yo soy Vázquez y que el asesino del abecedario está en la clínica del Remei.
El mosso d’esquadra miró hacia arriba como si estuviera memorizando la frase que le acababa de decir el inspector jefe.
—Vázquez, clínica, abecedario —murmuró.
La patrulla de los Mossos se detuvo y Vázquez salió corriendo en dirección al vestíbulo. El copiloto de la dotación de los Mossos llamó por la emisora al intendent Sebas Mateu.
Cuando el inspector jefe llegó al puesto de información de la clínica, preguntó a la recepcionista que atendía:
—¿La habitación de Diana Dávila y Arancha Arenzana? —dijo sulfurado.
La chica tecleó algo en el ordenador y en unos segundos respondió:
—Habitación 215.
Vázquez corrió hasta el ascensor y pulsó el botón de la segunda planta.
—Suéltala —ordenó Diana—. Tira el cuchillo si no quieres que te vuele la puta cabeza, cabrón de mierda.
El asesino mantenía el cuchillo sobre la nuez de Arancha. Una leve presión y la inspectora moriría al instante.
—A esta distancia no le darías ni a un elefante —dijo burlándose.
Entre Diana y él apenas había un metro de distancia, casi era un disparo a quemarropa. La joven policía no entendía por qué le había dicho que no le daría a esa distancia, seguramente por menosprecio hacia la puntería de una mujer. La línea de tiro dificultaba que Diana pudiera acertar con seguridad. Y no dispararía hasta que no tuviera la certeza de que no erraría. César se había recostado ligeramente detrás de Arancha y la joven policía pensó que la probabilidad de errar era demasiado alta para arriesgarse. Pero no podía ceder; de todas formas él las iba a matar a las dos, de eso estaba segura.
—Voy a disparar, hijo de puta —amenazó Diana—. Ríndete ahora que puedes o te volaré la puta cabeza.
—¿Rendirme? —preguntó el asesino—. ¿Rendirme? —repitió como si se estuviera riendo de Diana—. Dispara si tienes lo que hay que tener —retó—. Dispara si tienes cojones…