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El domingo 15 de julio, el inspector jefe Vázquez subió al tren AVE en Atocha. El comisario Celestino Rivero, la inspectora Arancha Arenzana y la policía Diana Dávila ya estaban en Barcelona desde el día anterior. El dispositivo de caza y captura del asesino del abecedario estaba desplegado en su totalidad. Al lugar de encuentro habían acudido la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV), el Grupo de Operaciones Especiales (GEO), dos grupos completos de la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Barcelona y otro de la Unidad Central de Madrid. Además de toda la Brigada de Información y varias furgonetas de la Unidad de Intervención que se encontraban acuarteladas en la comisaría de Gràcia, a apenas unos cientos de metros del Hotel Marola.
Vázquez esperó a que el AVE echara a andar para apoyar la cabeza en el respaldo de su asiento y sucumbir al ronroneo del motor. En ese momento se encendieron los televisores del vagón y una voz muy femenina dijo que iban a emitir una película. Vázquez no prestó atención al título, le daba lo mismo ya que no iba a verla.
El policía nacional de Huesca, Andrés Hernández, viajaba en su vehículo particular dirección a Zaragoza. A esa hora no había ningún AVE directo de Huesca a Barcelona. Solamente salía uno y lo hacía a las ocho de la mañana. El policía pensó que no tenía ninguna necesidad de salir tan temprano, sobre todo teniendo en cuenta que el juicio no era hasta el lunes y que en Barcelona no tenía nada importante que hacer. Además, pensó: «Un domingo es un día muy aburrido en cualquier ciudad, ya que los comercios están cerrados». El coche lo dejaría aparcado en la estación de Delicias de Zaragoza y desde allí cogería el AVE directo hasta Barcelona. La Dirección General de la Policía le pagaría el aparcamiento, previa presentación del tique. Pero no le pagarían los kilómetros de su coche hasta Zaragoza, ya que no podía documentar ese gasto.
Una azafata del AVE le entregó la prensa a Vázquez. En la portada, en un lugar destacado, venía la noticia del asesinato del delegado de Hacienda de Teruel. El titular decía: «El delegado de Hacienda de Teruel, degollado en el interior de su vehículo». El inspector jefe pensó que el hombre habría ido a ver alguna de sus «amantes» y allí encontró la muerte. No era descabellado suponer que tenía relación con el misterioso hombre de negro que le visitó días antes y con las muertes de las chicas de Albarracín. Vázquez estaba tan cansado que se decidió a no pensar más sobre ese último crimen. El asunto ya no era de su incumbencia. Lo mejor, se dijo, es que cogieran al asesino en el cebo de Barcelona.
Andrés Hernández dejó aparcado su coche en el aparcamiento de la estación de Delicias. Desde allí fue caminando hasta el andén por donde pasaría su tren unos minutos más tarde. El tren venía de Madrid con destino a Barcelona y una de las paradas más prolongadas era en la estación de Zaragoza, donde recogía numerosos pasajeros. En un par de horas estaría en Barcelona.
Mientras esperaba navegó con su teléfono móvil y accedió a su cuenta de Twitter. De forma automática, y sin pensar, marcó para seguir el perfil de Demetria y Diana, lesbianas. Pulsó sobre la imagen del perfil y agrandó la fotografía donde se veía a Diana mirando la cámara con una morbosidad increíble. Leyó varios tuits de esa cuenta y se sorprendió de que Diana estuviera detrás de esos mensajes. Y aunque estuvo tentado de llamarla a su teléfono móvil, no lo hizo. Su tesis de que esa cuenta había sido creada por algún motivo cobraba cada vez más fuerza.
«¿Y si es una fotografía robada?», pensó.
Para Andrés cabía la posibilidad de que Diana no estuviera detrás de ese perfil de Twitter. Que algún amante o alguna amante la hubiera puesto ahí sin su permiso. Entonces, se dijo, debería llamarla y advertirle. Pero enseguida reaccionó y le volvió a parecer mala idea.
El AVE se detuvo en la estación de Delicias y el inspector jefe Vázquez se despertó de sopetón. La voz de megafonía avisaba de que en cinco minutos continuarían viaje hacia Barcelona. Los ojos de Vázquez se abrieron de par en par cuando vio entrar en su vagón al policía de Huesca. Andrés Hernández estaba allí, el domingo 15 de julio, y en un convoy que iba hacia Barcelona. Vázquez no pudo disimular su asombro. Pensó que al final iba a tener razón el comisario Celestino Rivero con que ese policía era el asesino del abecedario.
—Inspector jefe, qué sorpresa —dijo Andrés cuando lo vio.
El policía lo saludó amable. Vázquez mantuvo el rictus serio mientras le estrechaba la mano.
—¿Viaja usted a Barcelona? —le preguntó.
—Sí, otro juicio de esos extraños —sonrió Andrés—. Ya van dos veces que me citan para juicios que luego no se celebran.
—¿En domingo? —preguntó con sorpresa el inspector jefe.
—No, qué va. El juicio es mañana a primera hora, por eso tengo que viajar el día antes.
Vázquez hizo resbalar los ojos de forma instintiva por su muñeca en busca de algún rastro de tatuaje o marca. Para el inspector jefe era demasiada casualidad que ese policía viajara a Barcelona el mismo día que la Brigada le tendía el cebo para cazarlo in fraganti. Era absurdo que el policía fuese directo a la boca del lobo y que estuviera allí, en el vagón del AVE, diciéndole a un inspector jefe de la Brigada de Delitos Tecnológicos que se dirigía a Barcelona. Se fijó en sus ojos y no vio ningún rastro de que aquel hombre tuviera miedo o fuese cauto o se sintiera sorprendido. Vázquez estaba completamente convencido de que él no era el asesino.
Andrés vio que el asiento que había al lado de Vázquez estaba vacío.
—¿Está ocupado? —le preguntó.
—Creo que no —respondió el inspector jefe—. Viene desde Madrid vacío.
—Mi asiento está al final del vagón —dijo Andrés—, pero supongo que no pasa nada si me siento aquí, ¿no?
—Por mí no hay inconveniente.
Andrés dejó una pequeña maleta de viaje en el portaequipajes y se sentó al lado de Vázquez. Vio como el inspector jefe tenía abierta la prensa por la página donde se hablaba del asesinato del delegado de Hacienda de Teruel.
—Otro crimen más —dijo—. Esto se está poniendo cada vez peor.
—¿Lo conocía?
Andrés negó con la cabeza.
—No. ¿Debería conocerlo?
—Ah, no. Solo se lo preguntaba porque usted es una autoridad en Teruel y en las comarcas se suele conocer todo el mundo.
—Teruel está muy lejos de Huesca —replicó Andrés—. Solo sé que ha muerto como las chicas de Albarracín.
Vázquez arqueó las cejas.
—Sí, quiero decir que ha muerto degollado. Seguramente será el mismo asesino que aún pulula por Teruel.
Para Vázquez era impensable que ese policía pudiera ser el asesino del abecedario, sobre todo con la confianza con que hablaba de los crímenes. Pero su instinto le decía que era posible, también, que estuviera disimulando. Algo así como el asesino que colabora con la policía para localizar el cuerpo de la víctima. El veterano inspector jefe había investigado varios casos en su extensa carrera donde personas muy próximas y relacionadas con la víctima habían sido los asesinos. Pero hasta que no fueron cazados se habían dedicado a colaborar en todas las tareas planificadas para encontrar el cuerpo, como si ellos no supieran dónde estaba.
—Y usted, inspector jefe, ¿a qué va a Barcelona? Si se puede preguntar, claro.
Vázquez frunció la boca haciéndose el interesante.
—Asuntos de la policía —sonrió.
—Ah, entiendo. Seguramente, y siendo domingo, son asuntos de la playa.
—Me ha pillado —dijo Vázquez.
—Cree que no sé que Madrid no tiene playa —sonrió ampliamente Andrés.
Vázquez cerró el periódico y lo metió en la bandeja del respaldo del asiento de delante.
—Yo estuve muchos años en Barcelona —siguió hablando el policía—. Antes era un destino obligado.
—¿Me lo dice o me lo cuenta? —preguntó Vázquez—. Los de la ejecutiva también hemos tenido que pasar por Barcelona y por el País Vasco.
—Ahora las ciudades se parecen cada vez más. De hecho —afirmó Andrés—, ya no se distingue un Barcelona de un Madrid o de un Valencia.
—Conozco gente que como le oyeran hablar así tendría usted serios problemas.
—Me refiero a la calidad o el nivel de vida —argumentó Andrés—. Cuesta lo mismo un piso en Madrid que en Zaragoza. Comer vale igual en Barcelona que en Valencia. Si hasta hay las mismas tiendas. Usted se va a un centro comercial de cualquier gran ciudad y no notará ninguna diferencia.
Vázquez asintió con la cabeza sin responder.
—¿Nota usted alguna diferencia en los hoteles, por ejemplo?
—No, supongo que todos son iguales —dijo quedamente Vázquez.
—Mire, yo me alojo en el Marola, en el paseo de Sant Joan 191…
—¿Ha dicho el Marola? —interrumpió Vázquez.
Andrés vio como los ojos del inspector jefe se iban a salir de sus órbitas.
—Sí, el Marola, ¿ocurre algo? ¿No es un buen hotel? —bromeó.
—¿En qué habitación? —preguntó Vázquez despacio.
Andrés sacó su cartera y miró una nota que había en su interior.
—Habitación 315 —dijo.
Vázquez pensó que definitivamente ese policía era el asesino del abecedario. Esa era la habitación donde habían quedado las Twittercop con él. Pero no tenía ningún sentido que se lo dijera. Andrés sabía que él era del Grupo de Delitos Tecnológicos y que si había algún tipo de operación abierta él tendría conocimiento. Pero por la forma de hablar supuso Vázquez que no lo relacionaba con ninguna operación. Así que el asesino iba camino de la trampa donde sería cazado. Quizá, siguió cavilando, había más asesinos. Quizá no era uno solo, sino muchos, como pensó cuando compuso la teoría del Club Bilderberg. Y Andrés era uno de tantos. A las chicas de Nimes las mató uno. Otro a las de Barcelona. Otro distinto a las de Zaragoza y otro a las de Albarracín. Uno fue el encargado de matar al delegado de Hacienda. Eran hombres distintos pero que se pintaban dos letras «J» en su muñeca antes de actuar y se colocaban una funda de oro en uno de los dientes. Seguramente ese policía tenía un rotulador en el bolsillo de su pantalón y una funda para el diente, pensó. Pero las hipótesis de Vázquez no tomaban forma en su mente, no era posible. Un hombre puede ser un asesino; cuatro, una cuadrilla; diez, un grupo organizado, pero más de esa cantidad no era posible que llevasen nada a buen término. Alguno de ellos en algún momento se vendría abajo o los delataría. Alguno de ellos es posible que se encaprichara de alguna de las víctimas y luego iría a la policía a contar todo lo que había ocurrido. No se podía sostener una banda de criminales como si fuese una mafia, tarde o temprano caerían. Es posible que cada uno de ellos tuviera dos cometidos: matar a las chicas y matar al anterior asesino. Habría que investigar los crímenes que se cometían en las fechas siguientes a las muertes de las chicas. Igual el delegado de Hacienda de Teruel fue el asesino de las chicas de Albarracín y el siguiente asesino lo mataba antes de asesinar a las siguientes, que serían las de Barcelona. Sería algo así como un crimen piramidal donde cada participante tiene que cometer tres asesinatos: dos chicas y un asesino. La palabra «piramidal» comenzó a repetirse con insistencia en la cabeza de Vázquez. Un nuevo formato de crimen casi imposible de detectar. Casi imposible de investigar. No había grupo policial en toda España capaz de seguir a una organización cuyos crímenes fuesen piramidales.
—¿Está usted bien, inspector? —se preocupó Andrés cuando vio que Vázquez se abstraía.
—Sí. Sí, por supuesto. Estoy cansado. Eso es todo —se excusó.