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El martes por la mañana, se encontraba el jefe de la Brigada, el comisario Celestino Rivero, leyendo el correo electrónico en su despacho. La puerta permanecía entreabierta, como siempre, y desde el pasillo provenía el murmullo habitual de las mañanas. Una ingente cantidad de funcionarios pululaban de un lado a otro intercambiando frases cortas. El comisario pudo escuchar que los del grupo de la inspectora Arancha Arenzana decían en varias ocasiones la palabra Twittercop. Pensó que el nombre con que bautizaron a Arancha y Diana les iba a perseguir durante toda su carrera policial. Sonrió pensando en eso.
El teléfono sonó con varios tonos cortos. Eso significaba que la llamada era interna, pudo ver cómo estaba encendido el botón rojo del personal de seguridad del edificio.
—Sí —dijo nada más descolgar.
—Comisario —habló con una voz tosca el funcionario de la puerta de acceso—, el director adjunto acaba de entrar en el edificio.
—Gracias —respondió antes de colgar.
No era nada extraño que el director adjunto de la Policía Nacional viniera a visitarles, pero sí que era inusual que lo hiciese sin avisar. El director adjunto siempre avisaba con tiempo. Generalmente su secretaria llamaba una semana antes, al menos, e indicaba qué día les visitaría y cuál era el motivo de esa visita. El comisario repasó el calendario que había sobre su mesa por si se le hubiera pasado la visita del jefe, pero el martes 10 de julio estaba completamente vacío.
—¿Qué querrá este ahora? —pensó en voz alta.
Justo se había puesto en pie cuando la puerta de su despacho se abrió. Él estaba allí. Era el director adjunto del Cuerpo Nacional de Policía. Una mueca en la cara del comisario no pudo disimular su sorpresa.
—¡Jefe! —exclamó—. Vaya sorpresa.
El director adjunto ostentaba el cargo de comisario principal y aunque era un cargo político, el peso que tenía Ángel Redondo dentro de la corporación era tal que ya había sido director en dos legislaturas con dos gobiernos distintos, lo que significaba que las distintas administraciones confiaban en su gestión.
—Celestino —saludó quedamente el director—. ¿Qué tal va todo?
—Siéntate —le dijo cortésmente Celestino—. Si alguien me hubiera avisado…
El director alzó la mano y la movió de arriba abajo. Eso significaba que sobraban las explicaciones.
—No es una visita oficial —dijo—. Es una visita de cortesía. Pasaba por aquí —sonrió.
El director se sentó en uno de los cómodos butacones que había al fondo del despacho del comisario. Ese gesto obligó a Celestino a sentarse frente a él. Tan solo les separaba una diminuta mesa de cristal donde no cabían más de cuatro platos de café, uno al lado de otro.
—Creo que estáis haciendo un gran esfuerzo en atrapar al asesino de las tortilleras —dijo sin andarse por las ramas—. Eso está bien, no podemos dejar que gente como esa campe a sus anchas por nuestras ciudades y mate a nuestras chicas.
Celestino ya estaba acostumbrado al tono paternal del director, siempre hablaba como si España fuese suya.
—Estamos sobre la pista —dijo el comisario—. Hay dos líneas de investigación.
—Te pareces a uno que yo me sé —sonrió el director—. ¿Está Vázquez trabajando en esto?
—Vázquez siempre está trabajando —replicó el comisario—. Ya sabes que no se puede estar quieto.
—¿Y esas chicas? ¿Cómo las llaman…? Ah, sí, las Twittercop. ¿Avanzan algo?
—Veo que ya ha corrido la voz —dijo el comisario—. Es Arancha Arenzana, la jefa del grupo de investigación, y una policía nueva, recién incorporada.
—La de Huesca, ¿verdad? Ya me han hablado de ella. Dicen que es muy guapa.
El comisario asintió con la cabeza.
—Que está buena, vamos —añadió el director.
—Es una chica resultona —avaló Celestino.
—¿Por dónde para Vázquez? Es raro que no esté aquí contigo.
—Lo tengo haciendo trabajo de campo. Está en Huesca.
El director abrió los ojos de par en par.
—¿En Huesca? No andará buscando a la familia de esa policía. Este Vázquez siempre fue un ligón.
—Es una niña —dijo el comisario.
—Si está en el cuerpo es que ya es mayor de edad —dijo con sorna—. Alguien que tiene edad para portar un arma no puede decirse que sea una niña.
—Las chicas van a tender una trampa al asesino. Lo quieren cazar en su propio terreno.
—Bien, bien. —El director balanceó la cabeza—. Y Vázquez… ¿qué hace en Huesca?
—Los de la Judicial de Zaragoza nos han dicho que las dos chicas que mataron allí habían estado detenidas por tráfico de drogas en la capital aragonesa. Han peinado la base de datos de Atlas y unos días antes un policía de Huesca estuvo consultando el atestado de la intervención.
—¿Andrés Hernández?
El comisario dio un respingo en su asiento que no pasó desapercibido al director.
—Soy el director adjunto —dijo—. Lo sé todo —murmuró en voz baja.
—Sí, ese es el policía que estuvo consultando el atestado.
—El que fue al juez con la historia del Nani —sonrió el director—. El traidor que nos ha puesto en entredicho.
Casi todos los mandos de la policía conocían a Andrés Hernández. El veterano agente presenció la detención del Nani, un delincuente de poca monta, y su posterior desaparición por la que se culpó a todo un grupo de la Policía Judicial de Madrid y en un arrebato confesó todo lo que ocurrió en el Juzgado de Instrucción número 5 de Huesca. El cuerpo del Nani nunca apareció, ni el oro que se supone que robaron los agentes. Varios mandos fueron juzgados y condenados, pero el secreto de lo que ocurrió permaneció oculto hasta que Andrés lo contó todo. El delito había prescrito, pero el descrédito planeó sobre las cabezas de varios comisarios e inspectores que participaron en la desaparición del Nani. En círculos policiales eso era una traición en toda regla.
—¿Y qué busca Vázquez en Huesca? —preguntó el director.
—Ha ido a Huesca para interrogar a ese policía.
—¿Interrogarlo?
—Quiere saber por qué consultó el atestado de las chicas asesinadas en Zaragoza —aclaró el comisario.
—¿No sería mejor detenerlo como sospechoso del asesinato de esas dos putas? —amenazó el director—. Me han dicho los de la central que tiene todos los números.
—Es un policía.
—¿Y qué? Se le detiene y se le interroga como sospechoso. Así tendrá derecho a una defensa justa. Vázquez ya sé lo que hará: hablará con él y le dirá más de lo que el policía le puede decir a él.
Por un momento el comisario Celestino pensó que el director se había olvidado de cómo trabajaba Vázquez. El inspector jefe era una leyenda viva dentro de la policía.
—Vázquez no hará eso —lo defendió.
—Bueno. —El director recompuso el gesto—. Echelon y Carnivore ya están trabajando. Ya tenemos datos para ir avanzando.
El comisario sabía que el uso de las redes de espionaje solo podía ser autorizado por el director de la policía o el ministro del Interior.
—Ya tenemos las tiendas donde adquirió los teléfonos móviles con los que se dio de alta en todas esas redes sociales —dijo con desprecio—. Un buque de la Armada estadounidense nos está ayudando desde el Mediterráneo. Esos tíos tienen unos radares de la hostia. En el crimen de Barcelona captó la señal y rastreó sus movimientos. Sabemos en qué hotel se alojó. Los Mossos ya han intervenido las cámaras de vigilancia de una calle comercial y en unos días le pondremos cara a ese cabrón. Sabemos que utilizó un garaje de Barcelona donde le cambiaron las placas a un Seat León de color rojo. La policía autonómica ha interrogado al dueño del garaje, un chorizo de tres al cuarto que dice que ese hombre, al que no le vio la cara, le pagó un pastón para que le consiguiera las placas falsas.
El comisario se sorprendió de que nadie le hubiera facilitado esa información. El director vio la duda en su mirada.
—Todo esto es muy reciente, apenas hemos tenido tiempo de informarte.
—Entonces… ¿ya está? Estamos a punto de saber quién es —dijo el comisario cruzando las piernas.
—No es tan sencillo. En cuanto tengamos su imagen de alguna de las cámaras de seguridad, habrá que distribuirla por las tiendas de telefonía donde se compró los móviles y comprobar que es él. Reunir pruebas. Detenerlo. Ese es vuestro trabajo.
El comisario tuvo la sensación de que el director le estaba mintiendo, o no le estaba diciendo la verdad.
—Tus chicas pueden seguir tendiendo cebos, si quieren. Pero dile a Vázquez que no se complique la vida. Quizás está entrevistándose con el asesino sin saberlo, pero entonces el asesino sí que sabrá que vamos tras su pista.
—¿Crees que el policía de Huesca es el asesino?
—No lo sé —replicó el director—. Tú eres el investigador, yo no soy más que un director político de la policía.
—Creo que no. Demasiado fácil. Un asesino lleva varios años cometiendo el mismo tipo de crimen, es policía y se le atrapa así, como si nada… Ummm —chasqueó los labios el comisario—, demasiado fácil —repitió.
—Esta semana te diré algo a través de la comisaría general de la Policía Judicial —avanzó el director.
—¿Has oído hablar del Club Bilderberg? —preguntó de sopetón el comisario justo cuando el director parecía que iba a levantarse.
El director Ángel Redondo se volvió a sentar. No pudo ocultar una mueca de disconformidad.
—¿Qué ocurre con ese club?
—Según Vázquez…
—¿Según Vázquez?
—Bueno, ya sabes cómo es Vázquez, siempre haciendo conjeturas. Ha establecido una relación entre el tipo de crimen y el Club Bilderberg.
—¿Qué tipo de relación? —se interesó el director.
—Nada, cosas de Vázquez.
—El Club Bilderberg es un club de gente muy importante —dijo el director—. No se reúnen para jugar a las cartas, ¿sabes? Se reúnen para dirigir el mundo. Qué tontería es esa de que ellos están detrás de los crímenes. Mucho cuidado, Celestino, mucho cuidado con esas cosas. Y dile a Vázquez que piense bien las cosas antes de hablar, creo que está enfocando la investigación en la dirección equivocada.
El comisario sonrió.
—Vamos, Ángel, solo son hipótesis. Nada más que eso.
—De todas formas —dijo el director—, el Club Bilderberg está compuesto por muchos pudientes. Hay políticos, banqueros, reyes, príncipes, gobernantes. Toda esa gente arrastra otra gente que no es tan buena: escoltas, servicios secretos, militares, policías… Es algo así como el circo. ¿Te acuerdas cuando el circo llegaba a los pueblos? Montadores de las carpas, electricistas, carpinteros, domadores… Entre todos había mucha purrela que hacía que aumentaran los robos de los pueblos adonde iban. Pero no era culpa de los payasos, ni de las bailarinas.
El comisario pensó que el director había puesto un buen ejemplo.
—De todas formas —siguió hablando el director—, esos chicos tienen derecho a divertirse un poco.
El comisario levantó la mirada y clavó sus ojos en los del director.
—Quiero decir que el club arrastra un montón de indeseables que nada tienen que ver con los participantes en las reuniones. Y esos indeseables tienen derecho a divertirse —matizó intentando imprimir cierta ironía en su voz—. Pero ata corto a Vázquez, no sea que pierda el tiempo cazando fantasmas. En unos días te diré algo de Echelon y Carnivore y, si no, tenemos a ese policía de Huesca. Yo no me complicaría indagando, ordenaría su detención y asunto resuelto.
El comisario pensó que el director estaba demasiado seguro de que el policía de Huesca era el culpable.
—Bueno, me tengo que ir. La policía no se dirige sola —dijo el director poniéndose en pie y sonriendo—. Mantenme al tanto de todo lo que avance tu brigada. Ya sabes mi número, infórmame directamente.
—Así lo haré —dijo el comisario poniéndose en pie también.
Cuando el director adjunto de la policía abandonó el despacho, el comisario Celestino Rivero llamó desde su móvil a Vázquez. Tenía que hablar con él urgentemente.