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Vázquez durmió en un hotel de Huesca. A la mañana siguiente se levantó cuando aún no eran las seis de la madrugada. Ni siquiera había deshecho la maleta el día anterior. Era el miércoles 11 de julio.

Por la noche había conseguido un calendario de autobuses; tenía previsto viajar hasta Teruel para entrevistarse con el delegado de Hacienda. Sonrió al ver el poco tránsito de autobuses que había entre Huesca y Teruel y se acordó de la célebre frase que decía: «Teruel existe». Apenas dos viajes al día entre las dos ciudades. Cogería el autobús de las diez de la mañana y regresaría en el de las seis de la tarde. Con un poco de suerte, pensó, al día siguiente saldría en el AVE de regreso a Madrid.

En la estación de autobuses vio dos hombres que iban vestidos con chalecos grises. Por su edad, los dos eran jóvenes, el corte de pelo y los chalecos, enseguida supo que eran policías. A un inspector jefe de cincuenta y cinco años no se le escapaba un detalle tan aparatoso. Pensó que esos dos policías estarían haciendo un servicio en la estación. Pero también dudó de que no le estuvieran siguiendo. Esa hipótesis se desvaneció cuando ninguno de los dos se subió al autobús con él.

El autobús iba prácticamente vacío, apenas quince pasajeros. Se sentó cerca del conductor. El ronroneo del motor, el aire acondicionado y el sol que le pegaba de lado, todo ello ayudó a que durmiera durante las tres horas de viaje.

A su llegada al destino, observó como la estación de autobuses de Teruel era prácticamente una copia de la de Huesca: las dos eran idénticas. La distancia entre la estación y la Delegación de Hacienda era de cinco minutos caminando. Durante el trayecto, Vázquez soportó el inmisericorde sol que a esa hora le caía sobre la cabeza. Era poco más de la una del mediodía.

El vigilante de seguridad no le hizo pasar por el escáner, ya que Vázquez se identificó como policía.

—¿El delegado de Hacienda?

—Está en su despacho —respondió de forma marcial.

Vázquez subió por el ascensor y se extrañó de que el vigilante no avisara al delegado de su visita. Pensó que en Teruel todo era menos protocolario en comparación con Madrid.

—Ya he hablado con la policía todo lo que tenía que hablar —dijo descortés el delegado de Hacienda cuando Vázquez se presentó ante él.

El inspector jefe no se esperaba ese tipo de trato tan grosero.

—Solo serán unas preguntas —insistió.

—Mire, comisario… —dijo el delegado.

—Soy inspector jefe —corrigió Vázquez.

—Pues mire, inspector jefe, yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. No tengo nada más que añadir. Hable usted con sus compañeros de Madrid y ellos le dirán que he colaborado con ustedes.

Vázquez frunció el entrecejo al oír lo de compañeros de Madrid.

—¿Le han preguntado sobre un hombre que estuvo hablando con usted antes de que mataran a las chicas de Albarracín?

—Sí, sí, el policía. Ya les he dicho todo lo que sé.

—¿Policía? —preguntó Vázquez—. ¿Cómo sabe que era policía?

El delegado de Hacienda se secó la frente con un pañuelo de papel.

—Porque esos hombres me dijeron que eran de Asuntos Internos de Madrid. Y los de Asuntos Internos, hasta donde yo sé, solo investigan a otros policías.

La expresión de Vázquez delataba que algo no iba bien. «¿Qué coño hacen los de Asuntos Internos de Madrid aquí?», se preguntó. Para el inspector jefe era imposible que los de Asuntos Internos estuvieran investigando a un policía por los crímenes del abecedario sin que él lo supiera, sin que lo supiera el comisario Celestino Rivero. No tenía ningún sentido, ellos eran la brigada encargada de investigar este asunto y los de Asuntos Internos estaban bajo el mando de cada comisaría provincial. Vázquez se dijo: «Si vienen de Madrid es porque están investigando a un pez gordo de la policía». No había otra explicación.

—¿Está seguro de que eran policías? —preguntó.

Justo después de hacer la pregunta se dio cuenta de lo desafortunada que era.

—Esto tiene gracia —rio el delegado de Hacienda—. Usted, un inspector jefe de la Policía Nacional, me pregunta si esos hombres eran policías. Entonces… ¿quiénes eran, si no? Deberían ponerse ustedes de acuerdo, ¿no?

—Está bien, está bien —se disculpó Vázquez—. Todo este asunto del asesinato de esas chicas nos está acelerando. ¿Le mostraron fotografías o algún vídeo?

El delegado de Hacienda se acercó a una de las ventanas de su despacho, como si quisiera observar la calle mientras respondía.

—Me mostraron varias fotografías del hombre que dicen que estuvo hablando conmigo y que fue el que mató a esas chicas de Albarracín. Yo lo reconocí.

—¿Era él?

El delegado permaneció en silencio durante un minuto que pareció una hora.

—Creo que sí.

—¿Cree que sí?

—Mire, todo esto es tan incómodo para mí como para ustedes. Lo único que sé es que un hombre que dijo conocerme del servicio militar estuvo aquí y me preguntó por las hermanas de Albarracín. Ese hombre tenía interés en conocerlas… Bueno, sabe que eran putas, ¿no?

Vázquez asintió con la barbilla.

—Hable claro, se lo ruego.

—Me dijo que le habían robado el teléfono móvil el día anterior en Zaragoza y que no tenía ninguno para comunicarse, así que le ofrecí uno de los que disponemos en la Delegación. Supongo que ese acto me implica directamente, pero le puedo jurar y perjurar que nunca lo había visto antes y que no tengo nada que ver con el crimen.

—Me podía describir a ese hombre.

—Era alto y grueso. Vestía de negro, algo que llama la atención con el calor que hace —respondió el delegado de Hacienda—. Por lo demás sus facciones eran normales, un tipo aseado.

—¿Aseado?

—Sí, quiero decir bien afeitado.

—Me ha dado una descripción muy banal —anotó Vázquez—. Quizá debería fijarse en los detalles más significativos.

—Quizá si me enseñara una fotografía —sugirió.

—Luego, luego —dijo con desdén Vázquez—. Haga un esfuerzo y recuerde algún detalle que me sea de utilidad.

—Apenas hablé unos minutos con él.

—Apenas habló con él y le dejó un teléfono móvil de la Agencia Tributaria y le facilitó la forma de contacto con las chicas de Albarracín —sonrió Vázquez—. ¿Hace usted eso con todos los que pasan por aquí?

El delegado volvió a sentirse incriminado. Pensó que su culpa se había desvanecido cuando convenció a los de Asuntos Internos de Madrid y ahora venía ese inspector jefe a remover más la mierda. Se sentó en la silla de su despacho y trató de recomponerse de los ataques del policía.

—Recuerdo que tenía un diente de oro.

Vázquez arqueó las cejas. Era la primera vez que alguien le nombraba ese detalle. Ya no se ponían dientes de oro, lo cual indicaba que el asesino podía ser de algún país del Este de Europa, rumano, quizá.

—¿Está seguro?

El delegado asintió moviendo la cabeza de forma casi imperceptible.

—¿Qué más?

—Cuando cogió el teléfono móvil que le di me fijé en que tenía un tatuaje en la mano derecha. Aquí —dijo señalando en su propia mano la zona que hay entre el dedo pulgar y el índice—. Dos letras «J».

Los ojos de Vázquez se abrieron como platos. El inspector jefe se preguntó cómo es que nadie le había tomado una declaración en condiciones a ese hombre.

—¿Estaría dispuesto a declarar lo que ha dicho por escrito?

El delegado se asustó.

—Ya hice una declaración ante sus compañeros de Madrid.

—¿Qué tipo de declaración?

—Firmé un documento y una fotografía donde reconocía al hombre que estuvo aquí.

—¿Y no les dijo a los de Asuntos Internos que ese hombre tenía un diente de oro y el tatuaje de la mano?

—No me lo preguntaron. —El delegado se encogió de hombros.

Vázquez encendió su tableta.

—¿Tienen wifi aquí?

—Sí, por supuesto.

El inspector jefe toqueteó su tableta y comprobó que enganchaba con la red wifi de la Delegación de Hacienda. En un minuto accedió a la aplicación que gestionaba los funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía. Solo unos pocos jefes podían acceder de forma externa sin utilizar la Intranet de la policía, y Vázquez era uno de ellos. Tras teclear la clave alfanumérica de veinte dígitos el sistema le mostró el menú de gestión. En el campo de búsqueda tecleó: «Andrés Hernández Mancilla». En unos segundos pudo ver en la pantalla de su tableta la fotografía del carné profesional del policía de Huesca. Giró la tableta y se la mostró al delegado de Hacienda.

—¿Es este?

El delegado pensó unos instantes.

—Sí, más joven, pero ese es el hombre.

—¿El que estuvo aquí hablando con usted?

—No, el que me señalaron los de Asuntos Internos de Madrid.

Vázquez se frotó la barbilla de forma nerviosa.

—O sea, que el hombre que estuvo aquí no es este.

El delegado bajó los ojos. Su mirada se perdió por el pico de la mesa.

—¿Qué está pasando, inspector?

Vázquez cogió aire.

—Está pasando que alguien quiere que un policía de Huesca se cargue la culpa de los asesinatos de esas chicas.

—No comprendo.

—Nada, eso es algo que a usted no le interesa. Muchas gracias por todo. Dentro de unos días quizá necesite que declare por escrito que este hombre que usted acusó ante los de Asuntos Internos no es el mismo que le pidió el teléfono móvil y que seguramente mató a las chicas de Albarracín.

—Empiezo a estar cansado de todo este lío —suspiró el delegado.

—Y yo, créame que yo también empiezo a estar hasta los huevos.