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El hombre de negro aparcó el Seat León, que conducía, en la plaza San Juan de Teruel. Se apeó del vehículo y ni siquiera se preocupó de cerrar las puertas con el mando a distancia. Comprobó de pie, en la parte delantera, que el coche estaba perfectamente aparcado. La presencia de un policía local hubiera sido nefasta.

Se encaminó hacia un quiosco de prensa donde compró el diario local. El quiosquero, un chico joven con los brazos completamente tatuados, le preguntó si quería algo más.

—No —negó tajante.

—Tenemos estas revistas de oferta —dijo el quiosquero señalando una pila de semanarios atados con una cuerda.

—Ya le he dicho que no —insistió desagradable.

Eran las nueve de la mañana del viernes 6 de julio. A esa hora, y en esa misma plaza de Teruel, varios grupos de personas subían por las escaleras de la Delegación de Hacienda. En la puerta, un vigilante entrado en la madurez saludaba marcialmente a todas las personas que accedían al edificio. El hombre de negro subió las escaleras con paso decidido y se puso a la altura de un hombre que justo iba a traspasar el control de entrada.

—Rubén —gritó con entusiasmo—. ¿Rubén Pardinas?

El hombre se giró y miró con desdén a quien le interpelaba.

—Sí —dijo—. Soy yo.

—¿No te acuerdas de mí, Rubén?

El hombre negó con la cabeza mientras miraba de soslayo al vigilante que custodiaba la puerta.

—Soy yo, Quique. Quique Manrique. Cáceres…

El delegado de Hacienda recordaba fugazmente las palabras que le iba lanzando ese desconocido. Recordaba a un Quique Manrique con el que coincidió en el servicio militar en el cuartel de Cáceres. Pero ese hombre no se parecía en nada a su compañero de la mili.

—¿Quique? —preguntó.

—Claro, Rubén. El mismo que viste y calza. Hace tanto tiempo de eso. ¿Cuánto? Treinta años al menos —se respondió a sí mismo—. Éramos muy jóvenes.

El delegado de Hacienda frunció el ceño. Recordaba al tal Quique, recordaba el servicio militar, pero no asociaba a ese hombre a sus recuerdos. Ese hombre parecía mucho más joven que él. Su tez era resplandeciente y su pelo pelirrojo parecía un estropajo reseco. A su mente llegó la imagen de una fotografía tomada en la cantina del cuartel de Cáceres. Repasó mentalmente uno a uno todos los que estaban en esa foto. Eran muchos como para acordarse de todos. Pensó que en treinta años uno puede cambiar de aspecto y parecer una persona diferente.

—Sí, claro que me acuerdo de ti. Quique Manrique —dijo—. ¿Cómo me iba a olvidar de un nombre y apellido con rima? —sonrió—. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy de viaje —dijo—. Tengo una empresa que fabrica componentes para teléfonos móviles. Carcasas, baterías, botones… He venido a Teruel para contactar con algunos clientes. Abriendo mercado —dijo soltando una sonora carcajada.

—Viene conmigo —le dijo el delegado de Hacienda al vigilante que custodiaba la puerta.

Los dos accedieron sin pasar por el arco de seguridad.

—Tengo muy buenos recuerdos del servicio militar —dijo Rubén Pardinas mientras subían en el ascensor.

—Eso nunca se olvida —aseveró Quique—. ¿Trabajas aquí?

Rubén sonrió.

—Soy el delegado de Hacienda de Teruel —dijo con cierto aire de suficiencia.

—Uf, vaya, Rubén, eres un todopoderoso.

—Bueno, bueno… —protestó con forzada modestia— es un trabajo como cualquier otro.

—Es un pedazo de trabajo —elevó la voz el tal Quique—. Ahora tendréis un montón de trabajo con el tema de las declaraciones de la renta.

—Calla, calla, es la peor época del año. Ya tengo ganas de que llegue el mes de agosto para irme de vacaciones y terminar con la renta y la madre que la parió. —El lenguaje del delegado de Hacienda se estaba equiparando al de su interlocutor.

—La madre que parió al programa PADRE —dijo Quique refiriéndose al nombre del programa informático de la Agencia Tributaria para facilitar la confección de la declaración de la renta.

El delegado no sonrió ya que era un chiste muy manido por parte de todos los funcionarios de la Agencia Tributaria.

—La madre que parió al programa PADRE —repitió Quique creyendo que Rubén no lo había oído o no lo había entendido.

El teléfono del delegado emitió dos pitidos cortos.

—Un mensaje —le dijo el hombre de negro.

—No, qué va, es una mención de Twitter.

—¿Una mención? —preguntó el hombre de negro, como si no supiera a qué se refería.

—Sí, cada vez que alguien me nombra en Twitter recibo una alerta para que yo lo sepa —respondió el delegado—. ¿No tienes Twitter?

—Oh, sí, claro, por supuesto. Hoy en día alguien sin Twitter no existe —sonrió—. Lo que no tengo es móvil. —Frunció el entrecejo.

—¿Y eso?

—Me lo robaron ayer por la noche en Zaragoza —respondió—. Y aún no he tenido tiempo de comprar uno. No sé adónde vamos a ir a parar con tanto chorizo.

—¿Un atraco?

—No, un hijo de puta espabilado. Estuve cenando en un restaurante y me lo dejé sobre la mesa. Cuando me percaté del descuido regresé, pero el móvil ya no estaba. Para mí que se lo quedó el camarero. Era extranjero —dijo bajando la voz.

—Pues hoy en día no se puede ir sin teléfono móvil —le dijo el delegado de Hacienda—. Si quieres te puedo facilitar uno.

El hombre de negro puso cara de sorpresa.

—Sí, no hay problema. Tenemos varios móviles corporativos que utilizan nuestros empleados. Son de «Huelva» —sonrió, dando a entender que no se lo podía quedar—. Úsalo si quieres hasta que tengas otro móvil. No es una maravilla, pero te podrá servir.

—Pues te lo agradezco, ya que la verdad es que no sé estar sin teléfono.

—Ahí delante —señaló hacia una ventana— están todas las tiendas de las operadoras de telefonía móvil, todas juntas una al lado de otra. Hazte un duplicado de la tarjeta SIM y utiliza uno de nuestros teléfonos. Por muy malo que sea, será mejor que cualquiera que te pueda prestar tu operadora.

El despacho del delegado de Hacienda, un amplio salón decorado con muebles antiguos, estaba abierto. Una mujer ataviada con una bata azul estaba terminando de ordenar los utensilios de la mesa.

—Buenos días, señor delegado —saludó.

El delegado devolvió el saludo y la mujer recogió un cubo y una fregona y salió del despacho.

—Vaya, vaya —dijo Quique—. Estoy impresionado.

Rubén Pardinas se acomodó en un excelso butacón de madera detrás de una brillante mesa de pino californiano.

—Por favor, siéntate —ofreció.

El hombre de negro se sentó en un cómodo sofá de tela verde. Cruzó las piernas y echó la cabeza hacia atrás.

—Teruel tiene que ser una ciudad tranquila —dijo—. Apuesto a que aquí nunca ocurre nada.

Rubén sonrió.

—Puedes apostar por ello. Pocos habitantes, buena gente, y un ambiente tranquilo a más no poder. Es la ciudad ideal para vivir.

—Tranquila, sí —afirmó el hombre de negro—, pero tendréis todo lo que tiene una ciudad grande, pero en menor cuantía.

—Bueno, sí —afirmó Rubén—. Eso siempre es así. No olvides que Teruel es una capital de provincia.

—¿Putas?

—Ah, vaya. ¿Una canita al aire?

—No, no. No es lo que te figuras —se disgustó Quique—. Es porque todas las ciudades tienen alguien conocido. En Calatayud está la Dolores y en Teruel están Beatriz y Bárbara.

El delegado de Hacienda dio un respingo en su asiento.

—¿Beatriz y Bárbara Doblas?

—¿Las conoces?

—Son dos chicas de aquí. Dos…

—No me tienes que contar nada si no quieres —dijo Quique—. Por tu cara veo que sabes quiénes son.

—Bueno —se disculpó el delegado de Hacienda—. Son dos fulanas de Teruel, muy conocidas —añadió—. Supongo que es vox pópuli que son amigas de hacer favores. Pero… ¿cómo es que has oído hablar de ellas?

—Bueno —dijo Quique—. Como te he dicho tengo un negocio de fabricación de componentes para teléfonos móviles y viajo bastante. Antes de venir a Teruel ya había oído hablar de esas dos.

—Beatriz y Bárbara Doblas son dos hermanas de Albarracín que viven juntas —dijo el delegado de Hacienda—. Son unas mujeres de la vida a las que les gustan las cosas raras.

—Define raro —sonrió Quique.

—Bueno, pues eso, les va todo el rollo sexual.

—¿Todo?

—Esto es muy comprometido para mí —se excusó el delegado de Hacienda—. Tengo una mujer y dos hijas. Teruel no deja de ser un pueblo, todo el mundo de por aquí sabe las andanzas de los vecinos. Pero una cosa es sospechar y otra tener la certeza.

—Entiendo, entiendo, mi querido amigo —se compadeció Quique de él—. No tienes que contarme nada si no quieres.

—La verdad es que me lo pasé muy bien. Durante unos meses no podía dejar de pensar en ellas. Cada vez que podía me escapaba y me iba hasta Albarracín, donde tienen un piso. No te voy a explicar lo que hacía con ellas, pero son unas viciosas de cuidado.

—¿Las dos?

—No por igual —dijo el delegado—. Hay una que es una viciosa extrema, le gusta el sexo lo más guarro posible. Sin embargo, la otra, siendo también viciosa, es más recatada.

El hombre de negro se excitó pensando en la novela del marqués de Sade y en sus dos protagonistas, ambas hermanas, Juliette y Justine.

—¿Tienen Twitter?

—Sí, claro —respondió el delegado de Hacienda—. Las puedes seguir si quieres. De vez en cuando ponen comentarios cachondos —sonrió—. Espera —dijo mientras pasaba el dedo por la pantalla de su smartphone. Mira, aquí tienes uno.

El delegado de Hacienda le mostró un tuit donde @barbecarlin decía:

«Por no comer por haber comido, mejor que me comas el higo».

El hombre de negro rio estruendosamente, mostrando un diente de oro en la parte superior de la boca. Rubén Pardinas no le prestó atención.

—Ya te lo he dicho, unas cachondas —se jactó el delegado de Hacienda.

—¿Y quedas con ellas utilizando Twitter? —preguntó Quique.

—Es la forma más segura —dijo—. Lo hago a través de un mensaje privado. Ten, apúntate el usuario y agrégalas para seguirlas.

El hombre de negro encogió los hombros.

—Sin móvil.

—Ah, sí, disculpa —dijo descolgando el teléfono de su despacho—. Alicia, trae un móvil corporativo —ordenó—. Cualquiera. Sí, sí, con una tarjeta de las nuestras. —Rubén ya no se acordó de que Quique podía hacer un duplicado de su tarjeta en la tienda de telefonía.

—Les puedes enviar un privado diciéndoles que me sigan —solicitó el hombre de negro.

—Claro —accedió el delegado de Hacienda—. Pero me has de decir tu usuario.

Quique pensó unos segundos y respondió:

—Diles que soy @alphonsedonatien.

—Original —aseveró Rubén Pardinas—. ¿Qué significa?

—Es el nombre del marqués de Sade —respondió—. Donatien Alphonse François de Sade. Me encanta ese tío…