5
La inspectora Arancha Arenzana ordenó un puñado de folios que sostenía en su mano derecha. Cerró la ventana y accionó el aire acondicionado. Un zumbido indicó que el aparato estaba en marcha. Un oficial de policía de aspecto aniñado entró en el despacho empujando la puerta con energía desmedida.
—Arancha —dijo—. ¿Comenzamos ya?
La inspectora lo miró sonriendo.
—Mucha prisa tienes tú.
—Creo que hay diez aspirantes.
—¿Y qué tal? —preguntó Arancha.
—Un poco de todo, como en botica —sonrió el oficial.
—Anda —dijo con desdén la inspectora—. Ve pasándomelos de uno en uno.
—¿Quieres que empiece por alguien en especial?
La inspectora negó con la cabeza.
—Por quien más rabia te dé —respondió, sin levantar los ojos de los folios que tenía sobre la mesa.
El oficial de policía salió al pasillo y regresó de inmediato acompañado de un chico joven, muy alto y excesivamente delgado.
—A sus órdenes —gritó elevando la voz nada más entrar al despacho.
—Buenos días —saludó la inspectora—. Tome asiento.
El chico se sentó delante de Arancha. Ella se fijó en su aspecto general. Pensó que se había presentado demasiado bien vestido para una entrevista de acceso a la Brigada de Delitos Tecnológicos de la Policía Nacional.
—¿Es usted Rosendo Salinas? —preguntó.
El chico carraspeó antes de hablar.
—Sí, sí, señora, sí, inspectora —dijo.
Arancha Arenzana leyó de una ojeada la ficha del aspirante para hacerle, seguidamente, varias preguntas sobre los motivos que le llevaron a solicitar el acceso a la Brigada.
Pasados cinco minutos, llamó al oficial a través del teléfono interno para que se llevara al tal Rosendo e hiciera entrar a otro.
—No debería hacer estas entrevistas los lunes —se dijo Arancha en voz alta.
—¿Decías? —le preguntó el oficial desde la puerta.
—Nada, nada. Hablaba sola.
—¿Te paso a otro?
—Sí —dijo con desidia.
Durante la siguiente hora fueron entrando uno a uno al despacho de Arancha los aspirantes a la Brigada. Las fichas de los policías eran todas iguales. Ella se limitaba a escucharlos y les hacía alguna pregunta para cuadrar el currículo. Todos tenían idéntico perfil. Eran jóvenes, con muchas ganas de trabajar y con avanzados conocimientos de informática. Pero ninguno la estaba convenciendo.
—¿Quedan muchos? —le preguntó al oficial cuando salió el último que había entrevistado y se quedó sola en el despacho.
—La diez, diez —dijo sonriendo.
—¿La diez, diez?
—Sí —respondió—. La número diez en el orden de las entrevistas que llevas hasta ahora y la diez en… Bueno, mejor que la veas.
—Entiendo —dijo Arancha frunciendo la boca—. Anda, dile a esa chica que pase.
El oficial de policía entró acompañado de Diana Dávila y le dijo a la joven aspirante que se sentara en la silla delante de la inspectora Arancha.
—Buenos días —saludó Diana con cortesía.
La inspectora la miró un instante, pero no respondió. Se limitó a ojear su ficha policial, que sostenía entre las manos.
—¿Diana Dávila? —dijo.
—Sí —respondió.
La inspectora levantó la vista. No pudo evitar fijarse en la marca que dejaban los pezones de la aspirante que sobresalían por encima de la fina camisa a cuadros que vestía. Cuando reparó en que la chica se había dado cuenta de que la miraba, bajó la vista enseguida. Vio que el oficial de policía también las miraba.
—Eso es todo —dijo.
El oficial no se dio por aludido.
—¿Ya has terminado la entrevista? —le preguntó a la inspectora.
—No, digo que eso es todo. Que nos dejes solas —protestó.
El oficial salió del despacho, no sin antes, y de espaldas a Diana Dávila, hacer un gesto obsceno con la lengua que no gustó nada a la inspectora.
—Anda, cierra la puerta al salir —le ordenó.
Para la inspectora, aquella aspirante a entrar en la Brigada era atractiva y exageradamente atrevida. Cuando accedió a su despacho se fijó en la figura que silueteaban los pantalones vaqueros, en su caminar seguro y en su camisa a cuadros sin nada debajo.
—¿Por qué quieres entrar en la Brigada? —le preguntó.
—No me quiero pasar toda mi vida patrullando —sonrió Diana.
—Llevas muy poco en la policía —dijo sin dejar de mirar su ficha.
—Año y medio —replicó.
—Eso no es toda una vida.
—Es suficiente para mí. Creo que valgo para algo más que para dar vueltas con un coche patrulla día tras día.
Arancha pensó que la chica iba sobrada. Demasiado pedante.
—¿Y por qué no te has presentado a la ejecutiva?
—No tengo estudios.
—No tienes estudios y no quieres patrullar —repitió la inspectora.
—No, no tengo estudios y no me presenté a la ejecutiva —corrigió Diana.
Arancha se sorprendió a sí misma de nuevo mirándole los pezones a la aspirante. Diana se dio cuenta y la inspectora se dio cuenta de que ella se había dado cuenta.
—¿Tienes conocimientos de informática?
—Inspectora —dijo Diana—, tengo veintidós años. Todos los de mi edad sabemos de informática.
Arancha frunció el entrecejo. Se sentía en inferioridad delante de aquella aspirante que no parecía amilanarse ante nada, ni ante nadie.
—¿Redes sociales?
—Las uso bastante. Me gusta relacionarme a través de ellas.
La inspectora levantó los folios y los golpeó por los cantos. Todo parecía indicar que la entrevista ya había terminado. Diana siguió cómodamente sentada, con las dos manos apoyadas en sus rodillas mientras las acariciaba y sin perder la sonrisa en ningún momento.
—Eso es todo —dijo la inspectora—. Ya he terminado la entrevista.
La aspirante se humedeció ligeramente los labios.
—Muchas gracias, inspectora —dijo Diana poniéndose en pie—. Ha sido usted muy amable.
La chica giró sobre sí misma, y se encaminó hacia la puerta. En el marco se cruzó con el oficial que entraba en el despacho.
—¿Qué tal ha ido?
Diana se encogió de hombros.
—Supongo que bien —dijo.
—Suerte —le deseó el oficial.
—La voy a necesitar —dijo Diana cerrando la puerta.
El oficial no pudo seguir con la vista a Diana mientras bajaba las escaleras, ya que lo interrumpió el informático de la policía.
—¿Mirando culos? —le dijo César Ramos.
—¿Perdón?
—Sí, hombre. Acabo de ver cómo le mirabas el culo a esa chica. Está buena, ¿verdad?
César Ramos era un trabajador de la empresa de informática que se encargaba del mantenimiento de los ordenadores de la policía. Era de los pocos civiles que tenían acceso a los despachos de la Brigada, junto al de mantenimiento, la limpieza o los de la compañía telefónica. César llevaba trabajando diez años en InforMadrid, la empresa contratada por la Dirección General para gestionar el hardware de toda la Comunidad, y de esos diez, cuatro los había pasado reparando y actualizando los ordenadores de todas las comisarías de Madrid. Los policías estaban acostumbrados a verlo deambular por los pasillos con un disco duro en su mano y varios cables arrastrando por el suelo.
—Muy, pero que muy buena —sonrió el oficial—. ¿Adónde vas?
César sostenía en su mano una caja con una pantalla dibujada.
—A cambiar el monitor de la jefa.
—Espera, que está entrevistando a aspirantes a la Brigada —objetó el oficial.
César sonrió.
—No hay problema. Regreso más tarde —dijo riendo nervioso—. Me voy a almorzar.
Mientras el informático se alejaba, el oficial pensó que a ese hombre no le convenía almorzar demasiado, estaba excesivamente obeso. Los pantalones vaqueros resbalando por su trasero y mostrando la raja del culo le arrancaron una sonrisa.
Cuando Diana salió a la calle, maldijo su mala suerte. De todos los inspectores e inspectores jefes que la podían haber entrevistado para el puesto en la Brigada, le había tocado una mujer y encima guapa. Diana sabía que una mujer guapa nunca querría a una chica como ella en su grupo, sería una competencia directa. Mientras se encendía un cigarrillo tuvo la sensación de que no la escogerían a ella para el puesto.
—Qué mala suerte tengo —se lamentó en voz alta.