12
Andrés Hernández entró a la comisaría de Huesca y saludó al policía de seguridad con un apagado «buenos días».
—Buenos días, Andrés —replicó Pascual—. Has venido pronto —dijo.
Andrés no detuvo su paso e inició el ascenso por la escalera que llevaba a las taquillas donde los policías se cambiaban de ropa y se ponían el uniforme. No tenía ganas de hablar. Desde que perdió el contacto con la policía de prácticas Diana Dávila, con la que se había encariñado paternalmente, que ya no era el mismo. Sus compañeros habían notado el cambio de carácter. Diana juró el cargo hacía unos meses y siendo ya policía de carrera había solicitado el trasladado a Madrid. Para una chica joven, y recién entrada en el cuerpo, ese era un destino idóneo para progresar dentro de la Policía Nacional. En Huesca solo había avejentados policías con los que Andrés no se sentía cómodo y era comprensible que una policía recién incorporada a la carrera policial huyera de plantillas así.
El veterano policía se cambió de ropa y se vistió el uniforme mientras tarareaba una canción de cuyo título no se acordaba, pero que se le había vuelto pegadiza y no podía dejar de entonarla. Un compañero que se cambiaba en la hilera de taquillas paralela a la suya lo oyó.
—¿Estás contento, Andrés? —le preguntó—. Cómo se nota que falta poco para las vacaciones.
—Ya tengo ganas —dijo—. Este invierno se me está haciendo muy largo.
—¿Has estado de juicio?
—Sí —asintió Andrés—. Figúrate, después de los años que hace que no trabajo en Barcelona y aún me siguen saliendo juicios. Estuve este viernes en un juicio del que no me acordaba.
—Eso siempre pasa. A mí —dijo el otro policía— aún me llaman de Madrid para declarar como testigo cuando hace más de diez años que no patrullo por allí.
—Además —argumentó Andrés—, la mayoría de esos juicios son una puta mierda. En este que estuve yo ni siquiera apareció la citación judicial. La secretaria del juzgado me dijo que debió de haber un error, ya que yo no tenía que declarar. Nada, tiempo perdido.
—Bueno, así te has paseado un fin de semana.
—¡Bah! —chasqueó los labios Andrés—. Me he pegado todo el viernes y el sábado viajando para nada.
—Supongo que saldrías el fin de semana por Barcelona, ¿no? —sonrió con malicia el otro policía.
—No, no —negó Andrés—. No tenía ganas de nada. Ni siquiera me acerqué a la comisaría de la Verneda a saludar. Creo que ya no debe de haber ninguno de los compañeros con los que estuve destinado allí.
Cuando se hubo puesto el uniforme, Andrés bajó hasta la Inspección de Guardia y relevó al policía que había estado de servicio en el turno de mañana.
—¿Alguna novedad? —le preguntó con desidia.
—Todo sigue igual —le dijo el otro policía—. Hay un par de atestados abiertos de unos robos en garajes, pero no los cierres, ya lo haré yo esta noche.
Andrés asintió y se sentó delante del ordenador, disponiéndose a leer el Parte de Ocurrencias con los hechos ocurridos durante los dos días que llevaba libre de servicio.
—¿Un café? —le preguntó un chico de prácticas que había sentado en la Sala del 091.
—Sí, gracias —respondió Andrés sin mirarlo.
Mientras el policía de prácticas iba a la máquina de café, Andrés volvió a recordar a Diana. Sin duda había sido la mejor policía de prácticas que había pasado por la comisaría de Huesca. Hacía varios meses que la chica juró el cargo y se fue a Madrid y Andrés aún no podía olvidarla. Las últimas semanas que pasaron juntos fueron inolvidables. Esa chica le había calado hondo, y no por una cuestión sentimental, más bien porque para una aburrida comisaría de policía como esa, Diana fue como una oleada de aire fresco. Para el veterano policía era inusual hallar policías tan completos como esa chica: inteligentes, conversadores, íntegros. Las noches de Huesca ya no eran lo mismo desde que ella se fue.
—¿Tengo alguna denuncia? —le preguntó a Pascual.
Pascual asomó su enorme cabeza a la Inspección de Guardia.
—No. Bueno, sí, aunque no es una denuncia. El tío dice que te conoce y quiere hablar contigo.
Andrés se encogió de hombros. No tenía muchas ganas de hablar.
—¿Tío? ¿Qué tío?
—Un hombre que dice que quiere hablar contigo, pero a nivel personal —dijo Pascual.
Andrés abrió la puerta de la sala de espera y se encontró a un hombre bastante grueso, alto, y con un cabello tupido y negro que para nada combinaba con su tez blanca, sentado en una de las sillas y hojeando una de las revistas que había sobre la mesa.
—Sí —le dijo el policía—. Me ha dicho el agente de seguridad que quiere usted hablar conmigo.
—¿Es usted Andrés Hernández? —preguntó el desconocido mientras dejaba la revista sobre la mesa de la sala de espera.
Andrés asintió con la cabeza al mismo tiempo que arrugaba la boca.
El hombre se puso en pie. Era muy alto y vestía completamente de negro, algo a destacar sobre todo teniendo en cuenta que era el mes de julio.
—No se acuerda usted de mí, ¿verdad? —preguntó sonriendo.
Andrés se fijó en él y aunque su rostro no le era desconocido no podía ubicarlo en sus recuerdos. Tenía un aspecto vulgar. Una de esas caras fáciles de recordar, pero difícil de discriminar si se hallara junto a otras personas de semblante parecido. Andrés pensó que una persona así mezclada en una rueda de reconocimiento haría que la víctima no pudiese reconocer al autor.
—No, lo siento. ¿Es usted de Huesca?
—No, no —negó insistente—. Soy de Argentona.
—¿Argentona? —dijo Andrés quedándose pensativo. Su rostro se contrajo.
—Sí, nos conocimos en Caldes d’Estrac cuando los dos trabajábamos en el bar del parque.
Andrés trató de remontarse a esa época y buscó en el rostro de esa persona algún detalle que le recordara a algún compañero de la adolescencia. Por su memoria transitaron varios de los amigos de su mocedad, pero ninguno coincidía con ese hombre.
—Yo iba cada día en tren desde Mataró hasta Caldes. En el bar me conocían como el Rastas.
—El Rastas, el Rastas… —repitió Andrés un par de veces. Le parecía imposible que ese hombre que tenía delante hubiera sido alguna vez un rastafari—. Me acuerdo del apodo, pero poco más. Lo siento, mi memoria se ha tornado frágil con la edad. Me debería acordar, en esa época en Caldes había rockers, quinquis, mods, pero no recuerdo que hubiese rastas.
—Solo coincidimos un verano en el bar. Estuvimos tres meses juntos. Usted servía en la terraza y yo estaba en la barra, en la máquina del café —precisó.
—Bueno, lo siento. Estuve trabajando en ese bar varios veranos y en esa época Caldes d’Estrac estaba de moda y no parábamos de trabajar ni un momento. Piense que en el bar había hasta treinta camareros y todos eran temporeros que se renovaban cada verano.
—¿Treinta? —dijo en voz alta el hombre—. Vaya, no sabía que pudiéramos ser tantos. Por cierto, me llamo Manuel.
—Bueno, Manuel, encantado de saludarle. Lamento no tener más memoria. ¿Le puedo ayudar en algo? —se ofreció incómodo. La visita de ese hombre le estaba perturbando.
—Oh, sí, claro. Perdone mi descortesía, me presento en su casa, así de sopetón, y no le digo a qué he venido.
—No es mi casa, es una comisaría de policía.
El hombre sonrió.
—Ah, claro, sí, sí. Bueno, no sabe la alegría que me ha dado verle de nuevo.
Andrés percibió que el tal Manuel se había incomodado. Y cuando abrió la puerta para irse, Andrés se acordó de quién era.
—Oiga, Manuel, ¿usted no tenía un hermano que trabajaba en los cines de Mataró?
—Ah, vaya, ya se ha acordado usted de mí. Sí, Avelino. Murió hace unos años.
—Lo siento. Creo que ya me acuerdo de usted y de su hermano. Sí, estuvo trabajando en el bar del parque el verano del… —dudó unos instantes—. Cómo pasa el tiempo, ¿eh?
—Cierto. Además, usted y yo debemos ser de la misma quinta.
—Cuarenta y cinco tengo ahora; aunque voy para cuarenta y seis.
—Lo dicho. Como yo.
A Andrés le parecía imposible que ese hombre pudiera tener su edad, aparentaba ser mucho más joven.
—Se conserva usted muy bien.
—Ha llovido mucho desde entonces —dijo Manuel omitiendo el comentario de Andrés—. Pasaba por aquí, como se suele decir, y sabía que estaba usted destinado en esta comisaría, me lo dijo Raimundo —aclaró.
—¿El jefe de la policía local de Llavaneras?
—Sí, ese mismo. Hace años que conozco a Raimundo y hace unos días coincidimos en un bar de Llavaneras y hablamos de usted, por allí le echan mucho de menos. Me dijo que estaba destinado aquí, en Huesca, y como he tenido que venir a Zaragoza a hacer unos negocios he aprovechado para pasar a saludarle. Siempre es bueno reencontrarse con antiguos camaradas —sonrió.
—Sí, claro. Vaya, Raimundo. Hace un siglo que no le veo.
—Está igual. Para Raimundo no pasan los años.
—¿Le apetece un café?
—Oh, no. No se moleste, solo quería saludar. Eso es todo. Regreso hoy mismo a Barcelona.
El policía de prácticas entró en la Inspección de Guardia con el café que le había ofrecido anteriormente a Andrés.
—Toma. —Le entregó cincuenta céntimos—. Saca un café más para mi amigo.
El policía de prácticas cogió la moneda que le dio Andrés y se dirigió de nuevo a la máquina de café.
—Tómese un café conmigo mientras recordamos los viejos tiempos —insistió.
—Sí, pero por favor, es mejor que nos tuteemos.
—Por supuesto —aceptó Andrés.