25

El lunes 9 de julio habían quedado, en el despacho de la Brigada de Investigación Tecnológica del Centro Policial de Canillas, la inspectora Arancha y la policía Diana. Arancha la citó a las ocho de la mañana, ya que iba a explicarle cómo quería llevar la investigación del que comenzaron a denominar asesino del abecedario.

Diana llegó cinco minutos antes, no quería la joven policía causar una mala impresión el primer día de incorporación oficial a su nuevo destino. La chica sabía que tendría que trabajar codo con codo con la inspectora Arancha e intuía que la relación con su nueva jefa iba a ser complicada.

—A sus órdenes —dijo Diana nada más acceder al despacho.

Arancha se incomodó.

—No es necesario —dijo—. Aquí no.

Diana llevaba un vestido corto de color rojo, muy sensual, y unos zapatos de color gris perla de medio tacón. Las piernas de la policía le parecieron a la inspectora muy bonitas, pero se abstuvo de comentarlo.

—Has madrugado —dijo Arancha.

Diana asintió con la barbilla, sin responder.

—¿Has desayunado?

—No. Un café y un cigarrillo —dijo.

La tosquedad en el trato que había percibido Diana al conocer a la que sería su jefa en la Brigada había dejado paso a una relación más amable.

—Luego desayunaremos —dijo—. Pero antes tengo que contarte cómo quiero planificar la estrategia para coger al asesino antes de que lo coja Vázquez.

Diana percibió un resquicio de competencia entre ella y el inspector jefe. Imaginó que detrás de todo había una relación de amor. Aunque la joven policía aún no había terminando de comprender de qué iba su jefa. Para Diana, la inspectora Arancha podía ser cualquier cosa, desde una resentida del amor, a juzgar por las pullas que se lanzaban ella y el inspector jefe Vázquez, a una lesbiana no declarada, según pudo percibir en las miradas que le lanzaba cuando ella parecía que estaba distraída.

—Nunca nos habíamos enfrentado a un criminal así —comenzó a decir la inspectora—. Para nosotras hubiera sido más cómodo que el asesino respetara las pautas que parecía seguir en un principio. Pero no es así. —Sobre la mesa de Arancha había esparcidas varias cartas de la baraja española con un pósit amarillo en cada una de ellas. A Diana le chocó ver a la inspectora tocando las cartas con la yema de los dedos—. No nos vamos a centrar en los crímenes anteriores, ya que creo que lo que hace es jugar al despiste. Así que lo mejor es buscar un perfil criminal que coincida con todos los crímenes. —Diana miró la ventana del despacho de la inspectora que permanecía cerrada y el aire acondicionado en marcha—. Puedes fumar si quieres —le dijo—. Pero abre la ventana para que no se cargue el ambiente de humo.

Diana se puso en pie y abrió la ventana. Del bolso que había dejado en la silla extrajo un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo. Al otro lado del tragaluz había un policía de la Brigada de Crimen Organizado que la miraba sonriendo. Diana ya se había fijado en él con anterioridad cuando se lo cruzó en los laberínticos pasillos del edificio de Canillas, era un chico muy atractivo. El policía también estaba fumando. Detrás de él había una pareja más de policías. La chica era rubia y en su hombro pendía un enorme bolso de color marrón. El otro policía recogía unos folios de una impresora. La imagen de la joven policía apostada en la ventana, ligeramente ladeada y exhalando una columna de humo que se desvanecía por el tragaluz del despacho de la inspectora Arancha Arenzana, produjo en el policía una extraña sensación de sensualidad que fue captada por la otra chica.

—Nos vamos ya —le dijo a su compañero, que seguía embelesado con la imagen de Diana.

—Hola —saludó el policía girando la mano como si estuviera enroscando una bombilla—. ¿Estás en la Brigada?

Diana respondió con un balanceo de su cabeza. La otra policía estaba visiblemente molesta. Diana pensó que la vería a ella como a una intrusa.

—Sí. En Delitos Tecnológicos —sonrió.

—Yo en Crimen Organizado —dijo el policía con cierto tono de superioridad.

—Vámonos ya —insistió la otra policía—. No tenemos todo el día.

Diana entornó la ventana y siguió escuchando a la inspectora que permanecía ajena a los policías del grupo que había al otro lado del tragaluz.

—Pienso —carraspeó Arancha para aclararse la garganta— que mi idea del cebo es la mejor.

—¿Te molesta el humo? —preguntó Diana al ver que Arancha carraspeaba. La joven policía había entornado la ventana y parte del humo se colaba dentro.

—No, no, qué va. Hubo un tiempo en que fumé, pero ahora opto por la vida sana.

—Yo también tengo que dejarlo algún día —dijo mientras arrojaba el cigarrillo al interior del patio. Arancha la censuró con la mirada, pero no le dijo nada.

—Mi idea es que tú y yo nos hagamos pasar por dos chicas jóvenes, la edad ya no importa —aclaró—. Si se confirma que el crimen de Zaragoza es obra del mismo autor, sabremos que la edad no es determinante para elegir a las víctimas. Lo que sí sigue a rajatabla es el nombre de las chicas, siempre empiezan por la misma letra y sigue un orden alfabético.

La inspectora movió algunas de las cartas que había sobre la mesa.

—En Málaga fueron Antonia y Anabel. En Nimes, Catherine y Colette. En Barcelona, Eva y Erika. Y en Zaragoza, Fátima y Fedra —repasó mirando los pósit de las cartas que había desplegadas sobre la mesa.

—Se ha saltado el orden —dijo Diana, mientras se sentaba en la silla delante de la mesa de la inspectora.

—Sí, es lo que ha descuadrado la lista —asintió Arancha—. En el último crimen tenía que haber matado a dos chicas cuyos nombres comenzaran con la letra «ge».

—¿Y las ciudades? —preguntó Diana reclinándose hacia delante—. Puede que también sigan un orden.

Arancha negó con la cabeza.

—No veo la relación. Málaga, Nimes, Barcelona, Zaragoza… —enumeró en voz alta—. No creo que haya ninguna concordancia entre ellas.

—Son ciudades mediterráneas —apuntó Diana.

Arancha balanceó la cabeza ligeramente.

—Nimes no, ni siquiera tiene puerto.

—Tampoco lo tiene Zaragoza —sonrió Diana—. Lo que quiero decir es que son ciudades pegadas al Mediterráneo.

La inspectora arrugó la boca.

—Bueno, es una pista más —dijo con desdén—. Aunque decir que Zaragoza es mediterránea es un poco aventurado.

—De todas formas —habló Diana—, no entiendo muy bien tu plan, Arancha —la relación entre las dos mujeres comenzaba a ser muy afable—, ya que el hecho de poner un cebo no quiere decir que el asesino pique en él. Eso de hacernos pasar por dos chicas jóvenes con un nombre que empieza por la misma letra y dejar mensajes en las redes sociales, como Facebook y Twitter, está bien, pero las posibilidades de que él dé con nosotras son tan remotas que no sé… no sé.

Arancha se incomodó. A la inspectora no le gustó que Diana desmontara su plan de cazar al asesino.

—¿No sería mejor utilizar las aplicaciones policiales específicas de la Policía Nacional para dar caza a ese hijo de puta? —cuestionó Diana—. Estoy segura de que con los programas de rastreo Carnivore y Echelon, o incluso el propio Prism de los estadounidenses…

—¿Qué sabes de Prism? —interrumpió la inspectora.

Diana dudó un instante antes de hablar.

—Prism es un programa para vigilar las comunicaciones entre millones de usuarios de Internet, así como de los archivos que alojan en las compañías de Internet afectadas por este algoritmo —respondió Diana lentamente, estando segura de lo que quería decir—. A través de las grandes empresas informáticas como Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, Apple… se filtra la información que es útil para los investigadores.

—¿Eso te lo han enseñado en la academia? —preguntó Arancha un poco desconcertada.

—No, hay cosas que en la academia no enseñan.

Arancha sonrió.

—Está bien. Veo que sabes lo que hay que saber —dijo la inspectora recogiendo las cartas que había sobre la mesa—. Utilizar esos programas informáticos entraña ciertos riesgos —dijo. Diana frunció el entrecejo—. Para empezar, la intervención de las comunicaciones tiene que ser autorizada por un juez, en caso contrario todo lo que podamos sacar no tiene validez jurídica. ¿De qué nos sirve saber quién es el asesino si no podemos detenerlo? —preguntó de forma retórica.

—Nos sirve para saber quién es —aseveró Diana—, y entonces ya tiene más sentido tenderle una trampa para poder detenerlo. O vigilarlo para evitar que siga asesinando —añadió—. A veces nos olvidamos de las víctimas.

La inspectora se volvió a incomodar. Esa joven policía era más lista de lo que había pensado en un primer momento, pensó.

—Los programas de la policía ya los usará Vázquez —dijo Arancha—. Eso es lo que hemos convenido con el comisario Celestino Rivero, que a fin de cuentas es el jefe, y el que manda. En unos días Vázquez nos dirá quién es el asesino, de eso puedes estar segura. Lo que ocurre… —la inspectora bajó la voz como si temiera que alguien pudiera escucharla— es que no nos servirá para detenerlo.

—Entonces… —Diana se puso en pie y se acercó de nuevo a la ventana donde se encendió otro cigarrillo— ¿cómo se caza a los grandes criminales, como el Solitario, por ejemplo?

Arancha también se puso en pie y se acercó hasta Diana, sentándose en el pico de la mesa.

—Es así porque nuestros servicios secretos utilizan esos programas que invaden la privacidad para saber quién es. Y cuando lo saben a ciencia cierta es cuando se solicitan los registros domiciliarios o la intervención de las comunicaciones o lo que haga falta, ¿entiendes?

—Es decir —simplificó Diana—, que primero se sabe de forma ilegal quién es el autor, y luego se buscan las pruebas de forma legal…

—Más o menos —corroboró Arancha—. Aunque es más complicado que todo eso. Para detener al asesino del abecedario no queda otra que tenderle una trampa, pero… ¿cómo vamos a tenderla sin saber quién es?

—¿Y no es mejor detenerlo una vez que sepamos quién es? —siguió defendiendo Diana—. Habrá un millón de pruebas en su contra: ADN, imágenes de cámaras de seguridad, testigos, huellas…

—Un tío que lleva varios años matando de la manera que lo hace este, y que aún no ha sido detenido, no es un criminal cualquiera —argumentó la inspectora—. Ya has oído al comisario, ni siquiera la Sûreté francesa ha podido cazarlo.

—¿La Sûreté? —preguntó Diana.

—Ah, no me acordaba de que no estabas cuando lo contó —se excusó Arancha—. Nada, la policía nacional francesa, con lo eficientes que son y no han sido capaces de dar con el asesino.

—Pero ese es un problema nuestro —dijo Diana.

—¿Por?

—Porque el asesino está en España y somos nosotros los que tenemos que cogerlo.

—Sí, pero cuando mató a las chicas de Nimes —argumentó la inspectora—, tuvo que estar en suelo francés, ¿no? Y entonces no lo cogieron.

—Puede ser que cometiera el crimen y se viniera para España —justificó Diana.

—Es igual —dijo irritada la inspectora—, el caso es que ni los franceses nos han podido dar una pista sobre el asesino, lo cual indica que es muy cauto.

Diana apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y lo envolvió con un papel que arrojó a la papelera.

—También —siguió argumentando la inspectora—, es posible que ninguna Brigada se haya puesto a trabajar en serio. Son muchos crímenes ya y la alarma social juega en nuestra contra.

Diana frunció los labios.

—Sí, no hay nada peor para una investigación que la prensa comience a meter las narices. De seguir así, en unas semanas todos los programas de televisión hablarán del asesino del abecedario, relacionarán sus crímenes, la forma de actuar, explicarán con todo detalle cómo mata a las chicas… Eso no es bueno para nosotros.

—El pánico —dijo Diana.

—Sí, los servicios de emergencia de la policía recibirán decenas de llamadas al día de gente que habrá visto al presunto asesino, de chicas que estarán solas en su casa y habrán visto a alguien merodeando por la escalera, de mensajes sospechosos en Twitter o Facebook. Así nunca pillaremos al hijo de puta.

—O puede que sí —contravino Diana—. Quizás entonces empiece a cometer errores.

—Puede que sí, puede que no —sonrió la inspectora mientras sacaba un álbum de fotos del cajón—. ¿Has visto las fotografías?

—Sí, ya sé cómo las mata —dijo Diana—. Es terrible.

—Obliga a una de las chicas a hacerle el cunnilingus a la otra mientras está atada de pies y manos. Antes le practica varios cortes en las muñecas para que se vaya desangrando. Cuando las chicas han terminado, degüella a la que le ha comido el coño a su amiga, mientras que la otra se va desangrando lentamente por las muñecas mientras la viola.

Diana frunció la frente en señal de repugnancia. No le pareció fina la expresión «comer el coño» dicha por la inspectora y especialmente hablando de un crimen tan atroz. Sobre la mesa, Arancha había dejado el álbum de fotos donde se veían varias escenas de las chicas muertas: las de Barcelona, las de Nimes y las de Málaga. Faltaban las de Zaragoza, pero las dos sabían que eran muy similares. A Diana le chocó que las fotografías estuvieran en un álbum de papel, la inspectora pareció prever esa pregunta y la respondió antes de que la hiciera ella.

—Las sacamos en papel —dijo— para evitar que circulen por los ordenadores de la policía. Tal y como están las cosas cualquier imbécil las podría meter en Twitter o Facebook. Son pocos los ordenadores donde están: Policía Científica y algún jefe. Con estas cosas no nos podemos arriesgar.

Diana pensó que era extraño que la propia jefa del Grupo de Delitos Tecnológicos de la Policía Nacional no tuviera las fotografías en su ordenador, pero como tampoco estaba segura de ello no se lo preguntó.

—¿Un café, Arancha? —le preguntó.

—Vamos al bar, si quieres —respondió la inspectora.

—No, no hace falta. Voy a la máquina del pasillo y traigo un par de cafés y nos los tomamos aquí charlando tranquilamente —dijo Diana.

—Vale —asintió la inspectora—. Me parece una buena idea.

Y mientras Diana salió al pasillo a buscar los cafés, Arancha se quedó mirando las fotografías de las chicas asesinadas. Sus ojos se deslizaron por cada una de las terribles imágenes. Trató de recrear en su mente los momentos antes del crimen, la agonía de las dos cuando el asesino las ataba, cuando obligaba a una de ellas a hacerle un cunnilingus a la otra, cuando luego la degollaba, la muerte lenta y dolorosa de la chica que estaba atada. Recogió el álbum de fotografías y lo guardó en el cajón. En ese momento llegó Diana con dos cafés.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

Arancha abrió los ojos.

—¿Por qué lo preguntas?

—Tienes la cara roja —le dijo.

La inspectora no respondió.

—Sabes, Arancha, que me acabo de cruzar con un policía de Judicial en el pasillo y me ha llamado Twittercop.

—¿Twittercop? —preguntó Arancha.

—Sí, es un chico de mi promoción; aunque lo he visto pocas veces.

—No les hagas caso a esos —dijo Arancha refiriéndose a los policías de Judicial—, son todos unos cachondos que no tienen otra cosa más que hacer que reírse de todo.

—Me parecen muy majos —replicó Diana sonriendo.

—Voy al lavabo —dijo la inspectora—. Creo que estoy resfriada por culpa del aire acondicionado —se justificó.

Diana se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo mientras pensaba que el comportamiento de su jefa era muy extraño.