Capítulo 21
Amber yacía despierta en el señorial lecho que había hecho suyo desde su boda con Duncan. Cada vez que soplaba el viento o que el aguanieve golpeaba contra la piedra, o que una voz se colaba desde las estancias inferiores, se le aceleraba el corazón.
Entonces, contenía la respiración y escuchaba atenta aguardando el sonido de pisadas acercándose a su puerta.
Duncan vendrá a mí esta noche.
Debe hacerlo.
Ven, mi oscuro guerrero. Déjame tocarte de la única forma en que permites que te toque.
Deja que seamos uno de nuevo.
Sólo una vez más.
Puedo tocar tu alma si me dejas.
Sólo una vez más…
Pero a medida que la noche avanzaba y que el aguanieve del otoño chocaba contra la piedra, Amber comprendió que estaría sola en la tormenta. No, Duncan no iría hasta ella aquella noche, a pesar de que había estado a punto de morir a manos de Erik y eso le haría apreciar más su propia vida, la de los demás y el simple hecho de estar vivo.
Aquella noche Duncan sería especialmente vulnerable en manos de su dorada hechicera.
Ella lo sabía.
Y él también.
De pronto, Amber se incorporó y apartó las lujosas mantas que la cubrían. El fino y delicado lino de su camisón irradiaba una luz fantasmagórica, reflejo del fuego agonizante del hogar, mientras que el colgante de ámbar mostraba el brillo contenido del carbón apilado.
Sus ojos, a pesar de estar llenos de sombras, también brillaban.
Se colocó la capa sobre los hombros, se subió la capucha y se dirigió hacia los aposentos del señor del castillo. No precisaba de vela o candelabro alguno que guiase sus pasos. La presencia de Duncan ardía como una hoguera en la noche y se dirigió hacia él sin vacilar.
Recorrió en el más absoluto silencio los vacíos corredores mientras su capa ondeaba a su espalda. Las voces de los centinelas que hacían guardia en las almenas eran los únicos sonidos que no procedían de la tormenta.
Ningún escudero guardaba la puerta de Duncan pues no había tenido tiempo de escoger entre los jóvenes muchachos de nobles familias que ansiaban ser entrenados para la guerra por el legendario Martillo Escocés. De hecho, la puerta de la estancia del gran señor estaba entornada, proclamando la confianza del guerrero que descansaba dentro.
De un rápido vistazo, Amber supo que Duncan se había acostado tarde. El hogar mostraba aún las últimas llamas y las velas todavía ardían en sus apliques. Sobre un arcón cercano al lecho estaba a punto de extinguirse el aceite de un quinqué, cuyo aroma a romero llenaba la habitación. A su lado, una maza de guerra reflejaba, impasible, el fuego del hogar.
La suave luz de las velas vaciló cuando Amber, en silencio, cerró la puerta a su espalda. El guerrero no se movió, ni ella esperaba que lo hiciera. Aunque carecía de formación específica, Duncan sí tenía el instinto de los Iniciados para saber cuándo se acercaba un peligro.
Y cuándo no.
La capa de la joven se deslizó hasta el suelo quedamente, y luego la siguió su camisón, que se posó, como una nube, sobre la capa. Su dorada cabellera resplandecía a la luz del hogar y entre sus senos brillaba su talismán de ámbar. Se tumbó en el lecho al lado de Duncan sin perturbar tan siquiera la luz de las velas.
La sutil fragancia de las hierbas le indicó a Amber que su esposo había intentado tranquilizarse tomando un baño caliente antes de irse a la cama, solo. Era la misma fragancia que cubría su propia piel pues Amber también había buscado la paz en el tranquilizador abrazo del baño.
Aunque lo que en realidad ansiaba era otro tipo de abrazo, menos apaciguado y más salvaje: contener a Duncan en su propio cuerpo.
Con un ágil movimiento, Amber apartó las mantas. Duncan estaba tumbado de costado y la desnuda fortaleza de sus hombros era tanto una llamada como una advertencia.
Con extrema delicadeza, la joven dibujó el cuerpo del hombre que amaba con la yema de sus dedos, empezando por la nuca y siguiendo la curva de su espalda. Aunque había deseado tocarle, resultaba doloroso. Incluso dormido, no cedía el doloroso conflicto que atenazaba su alma, volviendo una y otra vez sobre los hechos.
Y aun así dices que no me has traicionado. ¿Acaso deshonrarme no es una traición para ti?
Mi cuerpo te conoce. Reacciona ante el tuyo como jamás lo había hecho.
Estamos perdidos, bruja. Tu alma fue vendida al diablo hace mucho tiempo.
Eres como el fuego para mi piel, mi sangre, todo mi ser.
Y también le atormentaban las palabras de Dominic le Sabre. Más allá de toda duda o tentación, eres un hombre de palabra. Y tú me la diste. Incumplir su promesa destruiría a Duncan y cumplirla destruiría a Amber. Una de aquellas dos opciones era inevitable.
Si la amase, no podría hacer lo que su honor exigía.
Un dolor que era tanto de Duncan como suyo propio, atravesó a Amber desgarrando su alma.
- Tal y como temía -susurró-, te destruirá.
Si Duncan no hubiese sentido un abrasador deseo por poseer a Amber, por entregarse a ella hasta quedar exhausto incluso para la batalla, tocarlo habría sido tan doloroso para la joven como poner su mano sobre el fuego.
Aun así, tocarlo era un tormento agridulce que cercenaba su alma hasta hacerla sangrar.
Y no tocarlo era también morir poco a poco.
Gota a gota, desangrándose hasta que sólo quedase oscuridad.
Como temía, me está destruyendo.
A pesar de todo, Amber no apartó la mano. La piel de Duncan era aterciopelada, flexible, cálida. Los marcados músculos de su espalda parecían atraparla. Acarició su curtida piel suavemente, saboreando su fortaleza e ignorando el dolor.
- Eres fuerte de tantas maneras, mi oscuro guerrero -susurró Amber-. ¿Por qué no puedes ser lo suficientemente fuerte para aceptar lo que no puede cambiarse?
Eres como el fuego para mi piel, mi sangre, todo mi ser.
Duncan se dio la vuelta hasta quedar boca arriba con el rostro en dirección a Amber. Ella contuvo la respiración, pero él no se despertó.
- Si pudieses aceptar que puedes amarme, a pesar de todo lo ocurrido -musitó.
El colgante de ámbar que Duncan llevaba al cuello se movía y lanzaba destellos al ritmo de la acompasada respiración del guerrero.
Con un suspiro, Amber se dejó vencer por la tentación que representaba besar el hombro de Duncan y posó la mejilla sobre su corazón. Aquel fuerte latido que palpitaba tan cerca recorrió su cuerpo.
- Si pudiera tocarte. Sólo una vez…
De alguna forma, la mente de Duncan fue consciente de la presencia de Amber. Ella lo advirtió por los sutiles cambios que se produjeron en el poderoso cuerpo masculino. Percibió cómo se desvanecían las feroces discusiones, amortiguadas por un sensual estremecimiento que lo recorrió por completo.
A pesar de que Duncan no había permitido más que una básica y primitiva conexión física entre ambos desde que descubriera su verdadero nombre, había disfrutado antes de las caricias y el amor de Amber, y, ahora, en sueños, volvía a disfrutar de ello, absorbiendo el dulce placer que le producía a la joven tocar su piel.
- También tú echabas de menos la ternura unida a la pasión -susurró ella aliviada. Había temido que la oscuridad que rodeaba al guerrero hubiese conseguido arrebatarle toda su ternura.
Se inclinó para acariciar la piel de su pecho una vez más y, de pronto, Duncan atenazó su cabello con una mano.
Estaba despierto.
Y furioso.
- No te deseo -le aseguró apretando los dientes-. Ni siquiera deseo tocarte.
Aunque la brutal tensión de su cuerpo proclamaba todo lo contrario, su rechazo la hirió profundamente.
- ¿Lo prometes? -preguntó Amber con voz suave.
- ¿Qué?
- Que no me tocarás esta noche.
- Sí, bruja. ¡No te tocaré!
La secreta sonrisa de la joven mostró la misma determinación que proclamaba el fiero brillo de los ojos de Duncan. De no haber estado tan furioso, se habría mostrado más precavido.
- Entonces, ¿qué hacen tus manos en mi pelo y en mi cadera? -se burló ella.
Duncan apartó sus manos como si se hubiese quemado.
- Vete -exigió cortante.
Amber lo miró a los ojos durante un instante eterno, luego, con un rápido movimiento, apartó las mantas que aún lo cubrían exponiendo su desnudez.
Su grueso miembro estaba rígido, erecto, palpitante.
El gemido de placer que emitió Amber al comprobarlo pareció casi felino.
- Vete -repitió él con gélida voz.
Con una leve sonrisa, la joven deslizó lentamente sus dedos por el pecho de Duncan, su torso, su vientre… y siguieron bajando implacables.
Duncan hizo ademán de detener la mano de Amber pero se dio cuenta de que no podía.
No sin traicionar su palabra.
- Bruja.
Lleno de ira y salvajemente excitado, Duncan observó los elegantes dedos de Amber acercarse a su firme erección. Sin embargo, en el último instante, los dedos se desviaron para juguetear con su oscuro vello.
- Ya que no puedes tocarme, podrías hacer venir a Simon -sugirió Amber.
Su sonrisa dejaba traslucir cuánto disfrutaba del dilema de Duncan. Mientras tanto, sus dedos seguían dibujando el musculoso cuerpo de Duncan, demorándose en las caderas.
La respiración del guerrero era rápida, entrecortada.
- Simon no confía en mí -señaló Amber-. De hecho, me odia porque cree que te he hechizado.
Sus uñas arañaron con delicadeza la piel de los muslos de Duncan.
Él hundió sus dedos en el suave colchón y deseó ser capaz de no sentir nada.
Amber se rió en voz baja, conocedora de que su mente la rechazaba pero también de que su cuerpo la reclamaría.
Y pronto.
- Simon disfrutaría arrancándome de tu lecho -susurró la joven.
Extendió su mano sobre el muslo de Duncan, comprobando su ostensible fuerza. El contraste entre los gráciles dedos y la poderosa y contenida presencia de su rígido cuerpo excitó tanto al guerrero que apenas pudo contener un gruñido.
- Pero yo no disfrutaría si me arrancasen de tu lado -musitó Amber, inclinándose sobre él.
Los gruesos y dorados mechones de su pelo se derramaron por el vientre masculino como una fría cascada.
Al sentir aquello, Duncan gimió a pesar de su determinación de no responder a las caricias.
La joven sonrió incluso mientras mordisqueaba suavemente el tenso muslo y lo abrasaba con una leve caricia de su lengua.
El estremecimiento que recorrió a Duncan también hizo temblar a Amber.
- Nunca te había sentido tan fuerte, tan poderoso… -dijo en voz baja.
Él respondió con un jadeo.
- Me gustaría acariciar todo tu cuerpo con mis labios, mis dientes, mi lengua… -murmuró Amber.
Con la punta de la lengua dibujó un camino de fuego desde las rodillas hasta el ombligo de Duncan.
- Esta noche me gustaría hacer cosas que todavía no hemos hecho. Cosas… prohibidas.
Con un gemido ahogado, Duncan cubrió la prueba de su excitación con las manos para evitar que siguiera acariciándolo de aquella forma.
- ¿No preferirías que fueran mis manos las que te cubriesen? -le preguntó Amber en voz baja, susurrada, seductora.
- No -respondió él apretando los dientes.
- ¿De veras? ¿Por eso tu deseo aumenta con cada aliento?
Duncan carecía de respuestas, aunque intentaba ocultar con sus manos la única certeza que tenía.
- No funcionará, mi oscuro guerrero. Al final cederás.
Entonces, Amber se rió con suavidad.
La respuesta de Duncan fue un gruñido de frustración. Ella lo estaba acorralando con sus palabras. Su cuerpo sabía bien lo que deseaba. Lo reclamaba a gritos.
Y sabía, además, dónde saciar su deseo.
- Aparta las manos -le pidió Amber-. Concédeme la libertad que ambos deseamos.
- ¡No! ¡No te deseo!
La joven esbozó una sonrisa amarga a pesar del dolor que le producía el repetido rechazo de Duncan.
- No, amor mío, eso no es cierto -susurró-. Apenas puedes ocultar tu deseo con ambas manos.
Ni tampoco ocultar el fuego que lo consumía. Cada vez que sus pieles se rozaban, brotaba su anhelo hasta inundar el cuerpo de Amber transmitiéndole así su verdad.
Y la joven se aseguraba de que sus cuerpos se rozaran en todo momento.
Riendo, comenzó a mordisquear sus dedos, a rozarlos con sus seductores labios, a bañar la piel masculina con su cálido aliento, a tentarlo con su lengua.
Su mano buscó entre los prietos muslos de Duncan e imprimió el mismo ritmo a sus caricias que a su lengua, que intentaba sin cesar colarse entre los firmes dedos masculinos. Atrapó el índice en su boca y jugó con el, sometiéndole, en silencio, a una canela más íntima.
Duncan no pudo reprimir un gemido que surgió desde lo más profundo de su pecho. Un salvaje estremecimiento recorrió su cuerpo con tal fuerza que hasta sus manos temblaron. En ese instante, Amber deslizó una de sus manos bajo las de Duncan y sus elegantes dedos se cerraron ávidos sobre su erección.
Una nueva convulsión agitó al guerrero como si estuviera siendo azotado.
- Amber -siseó Duncan entre dientes, poniendo las manos a los costados como si se movieran por voluntad propia y dejando el camino libre a la joven-. ¡No!
- Sí -gimió ella con la respiración entrecortada-. ¡Oh Dios! ¡Sí!
La mano de Amber recorrió despacio la dura longitud de su erección y luego rodeó con su lengua la redondeada punta.
- Amber.
- Adoro esta parte de ti -musitó ella bañándolo con su cálido aliento-. Tan suave… tan cálida… tan dura…
Haciendo un último esfuerzo por huir de su contacto, Duncan se puso de costado.
Pero ella fue rápida. Giró con Duncan, cayendo sobre él como lluvia cálida, dejándolo sin escapatoria. Estaba atrapado entre la boca de Amber y su mano, que se deslizaba entre sus muslos.
- Todo tu cuerpo está en tensión -susurró-. Te estás quemando por dentro, mi oscuro guerrero.
Se inclinó sobre el grueso miembro de Duncan una vez más y lo tomó en su boca imitando el primitivo ritmo de la posesión mientras su mano lo sostenía por la base.
- Detente -le pidió él con voz rota tras unos largos y torturadores segundos.
- ¿Detenerme? -dijo Amber sobre su piel con una risa suave, arrebatada, fiera-. No, mi testarudo guerrero.
- No puedo… contenerme… más tiempo.
- Lo sé -susurró la joven sintiendo un delicioso estremecimiento recorrer su cuerpo-. Adoro saberlo.
- Bruja -alcanzó a decir él.
Pero su voz estaba teñida por el placer y no por la furia.
Los dientes de Amber se entrecerraron en un delicado mordisco y Duncan maldijo en voz baja mientras luchaba por contener el deseo que lo consumía con cada aliento, cada latido, cada ardiente caricia.
Pero cuando su control amenazó con desbordarse, Amber se apartó. Desgarrado entre el alivio y la decepción, Duncan respiró profundamente intentando calmar su abrasador deseo.
Con tiernas y dulces caricias, Amber apartó los mechones del cabello de Duncan de su rostro y lo besó en la mejilla, como si intentase tranquilizar a un niño. Las garras de la pasión aflojaron poco a poco su dominio sobre el guerrero permitiéndole respirar acompasadamente otra vez y, con un gruñido, se volvió a tumbar de espaldas.
Amber le sonrió, le besó el hombro y se deslizó como un reguero de fuego por su cuerpo hasta tomar de nuevo con su boca su poderosa erección.
Y como el fuego, lo consumió.
El cuerpo de Duncan se agitó con violencia por el esfuerzo de no derramar su semilla en la boca de Amber. Y, cuando el fino hilo del que pendía su control comenzó a romperse, ella se detuvo de nuevo y lo tranquilizó una vez más.
Para luego volver a abrasarlo.
- ¡Acaba con esto! -le exigió Duncan entre dientes-. ¡Vas a volverme loco!
- Pronto -susurró Amber.
- Hazlo o perderé el control.
Riendo, ella pasó sus uñas por sus muslos excitándolo aún más, pero consciente en todo momento de cuándo detener su juego. Se inclinó sobre él y lamió las gotas de sudor que perlaban el vientre masculino. Lo quería todo de él.
Duncan sentía que el fuego hacía presa en sus entrañas. Jamás había visto a Amber como aquella noche. Tan apasionada, tan decidida a seducirlo, a poseerlo por completo, de todas las maneras posibles.
- Libérame de mi promesa -consiguió decir Duncan de forma entrecortada.
La cálida risa de Amber cubrió su cuerpo.
- Aún no.
- ¡No tiene sentido! ¡Debo tocarte!
- ¿Cómo?
Aquella palabra, que fue tanto una pregunta como un arrullo, hizo temblar al poderoso guerrero.
De pronto, ella se sentó a horcajadas sobre él y Duncan sintió que se preparaba para recibirlo. Sin embargo, Amber permaneció donde estaba, rozando la piel que ella misma había abrasado.
- Hazlo de una vez -dijo Duncan con voz ronca, sintiendo cómo lo envolvía el dulce aroma de la excitación femenina-. Sé que me deseas como yo a ti.
- Eso jamás cambiará mientras viva.
- Entonces déjame poseerte y poner fin a este tormento.
- ¿Qué ha sido de tu promesa? -se burló Amber, que sintió la mano de Duncan presionando uno de sus muslos.
Él la apartó de inmediato, soltando una maldición.
- No era mi intención.
- Lo sé.
- ¿Es que no tengo secretos para ti? -preguntó Duncan, furioso.
- Muchos. Pero sólo uno importa.
- ¿Cuál?
- Tu alma, mi oscuro guerrero. Para mí está cerrada.
- Igual que la tuya.
- No -susurró Amber-. Esta noche te la entrego con cada aliento.
La respuesta que podría haber dado Duncan se perdió con el desgarrado grito que salió de su garganta al deslizarse la joven sobre su cuerpo y recibirlo en su interior con un seductor movimiento.
Amber echó la cabeza hacia atrás y lanzó un ronco gemido de absoluto placer mientras Duncan eyaculaba y ella se contraía alrededor de su grueso miembro.
Por unos instantes permanecieron inmóviles, exhaustos.
Y entonces todo comenzó de nuevo.
La provocación y el juego, las íntimas caricias y el dulce tormento. Palabras susurradas, el roce de unos dedos. Besos inesperados, amorosos mordiscos que producían tanto dolor como placer.
Aunque las velas se extinguían anunciando el paso del tiempo, Amber ardía con un fuego eterno, abandonándose sobre Duncan con tanta intensidad como él se derramaba en su cuerpo, ardiendo juntos, consumiéndose juntos.
Un ruego musitado, la renuncia a una promesa concedida y, al fin, las manos de Duncan eran libres para tocar, su boca para besar y su cuerpo para hundirse profundamente en el interior de Amber probando nuevas posturas. Ella absorbió su pasión y se la devolvió multiplicada, arrastrándolos a los dos cada vez más alto, hablándole en un silencio salvaje, describiendo un amor que las palabras no podían abarcar, expresando un deseo inconfesable.
Déjame alcanzar tu interior, al igual que tú has alcanzado el mío.
Quizá todavía exista salvación para nosotros.
Y cuando ya no quedó nada por entregar, cuando ambos cayeron rendidos, Amber todavía seguía abrazando a Duncan, deseosa de compartir sus sueños tan profundamente como había compartido el resto de su ser.
Déjame tocar tu alma.
Sólo una vez.
Pero lo que Duncan le trasmitió fue su funesta confusión multiplicada, más que aliviada, a pesar de que Amber se había entregado por completo.
La joven se despertó poco después, arrastrada por el conflicto que ensombrecía el alma del hombre que amaba. Cuando se dio cuenta de cuánto había arriesgado y de lo que había perdido, un escalofrío se apoderó de ella.
La última parte de la profecía se había cumplido.
Y a pesar de todo, Duncan se mostraba más distante con ella que nunca, atrapado en una batalla interior.
Había dado su palabra. Pero no a ella.
Y aun así, él era parte de Amber.
La oscuridad se conjuraba, gota a gota, suspiro a suspiro; un alma entregada, un alma atrapada. Intacta.
Cassandra está equivocada. Su alma no será destruida, ya que no me ama.
Lentamente Amber se deslizó fuera de la cama, incapaz de soportar la agonía de tocarle por más tiempo. Con manos temblorosas, se quitó el colgante de ámbar y lo dejó sobre la maza, el arma preferida de Duncan.
Se inclinó sobre él por última vez pero no lo tocó.
- Que Dios te acompañe, amor mío -susurró-, pues yo no puedo.
Meg miró a su esposo al final de la mesa. El desayuno frío de pan, carne y cerveza permanecía intacto sobre la mesa del gran salón. Dominic estaba reclinado en su silla, con los ojos entrecerrados. Los dedos de su mano derecha tamborileaban suavemente sobre su pierna siguiendo el compás de la inquietante melodía que Ariane tocaba en su arpa.
Simon cortó otro trozo de venado, sirvió cerveza en una delicada copa y lo dejó todo delante de Ariane.
- Deja de rasgar ese maldito instrumento y come -le ordenó.
- ¿De nuevo? Siento como si estuviese siendo engordada para un sacrificio -murmuró.
Pero la joven apartó el arpa y empezó a comer. Resultaba mucho más sencillo que discutir con Simon, cuando tenía aquella mirada de determinación en los ojos.
- ¿Has tenido sueños Meg? -preguntó Dominic de pronto.
- Sí.
- ¿Sueños proféticos? -insistió.
- Sí.
Al no añadir Meg nada más, Dominic supo que sus sueños habían sido confusos y que no habían aportado soluciones.
- Debo encontrar la manera de traer la paz a Blackthorne, Meg -dijo él en voz baja, acariciando la mejilla de su esposa con exquisita ternura-. Quiero que nuestro hijo nazca en una época y en un lugar que no estén desgarrados por la guerra.
La joven besó la mano de Dominic y le miró con un intenso brillo de amor en sus ojos.
- Ojalá se cumpla tu voluntad, esposo mío -musitó ella-. Pero ocurra lo que ocurra, nunca me arrepentiré de llevar a tu hijo en mi vientre.
Ignorando al resto de los comensales, Dominic sentó a Meg en su regazo y la estrechó con fuerza, provocando que las joyas de la joven emitieran un delicioso susurro.
Instantes después, volvió a sonar el inquietante lamento del arpa; una bella melodía que describía todas las formas de la tristeza.
- Qué fiesta más alegre -se burló Erik cuando entró en el gran salón con su halcón en la muñeca-. ¿Soléis tocar en funerales, lady Ariane?
- Es una de sus melodías más alegres -comentó Simon.
- Os lo ruego, milady -se mofó Erik-. Dejadlo ya o haréis llorar a mi halcón.
- Creí que estarías en tus aposentos, pensando en la manera de resolver todo este conflicto -le interrumpió Dominic.
- Mi hermana lo intentó anoche acudiendo al lecho de Duncan -le informó Erik.
- Eso explica la ausencia de ambos -señaló Dominic cortante.
- Sí. Y algo ha cambiado. -El joven lord dudó y luego se encogió de hombros-. Puedo percibirlo. Pero no sé qué es.
El halcón se agitó inquieto en su muñeca, haciendo sonar las campanillas que pendían de sus correas de cuero.
- Me temo que yo sí lo sé -anunció Cassandra desde el umbral.
El tono de voz de la Iniciada hizo callar a todos los presentes.
Erik se echó a un lado cediéndole el paso a la anciana y observó, intranquilo, que su pelo se derramaba como una gloriosa catarata plateada sobre su capa escarlata, en vez de estar recogido. Nunca la había visto con el cabello suelto. Pero lo que realmente le preocupó fue ver que en sus ajadas manos brillaban las ancestrales runas de plata. El más valioso legado de los druidas.
El halcón volvió a agitar las alas y emitió un graznido inquietante.
- Acabas de echar las runas de plata -dijo Erik con voz apagada.
No hubo respuesta. No era necesaria. Las marcas plateadas en las manos de la Iniciada hablaban por sí solas.
- ¿Qué te han revelado? -inquirió el joven lord.
- Más de lo que hubiese querido y menos de lo que esperaba.
Tras decir aquello, Cassandra posó sus ojos en Meg.
- ¿Tenéis sueños proféticos, hechicera glendruid? -preguntó con tono formal.
- Así es -respondió Meg mientras se ponía en pie para reconocer la autoridad de la anciana Iniciada.
- ¿Los compartiríais conmigo?
- Una luz ambarina apagándose. La oscuridad desgarrándose poco a poco.
Cassandra inclinó la cabeza un instante y dijo:
- Gracias.
- ¿Por qué? Mis sueños no albergan consuelo o respuesta alguna.
- Buscaba confirmación, no consuelo.
Meg miró a la anciana con curiosidad.
- Cuando mis propias emociones entran en juego -explicó Cassandra con calma-, he de ser cuidadosa al leer las runas plateadas. En ocasiones veo lo que deseo ver y no la verdad.
- ¿Qué habéis visto? -preguntó Meg-. ¿Lo compartiréis conmigo?
- La profecía se ha completado. Amber le ha entregado su corazón, su cuerpo y su alma a Duncan.
- No hacía falta leer las runas para saberlo -señaló Erik.
Cassandra asintió.
- Entonces, ¿por qué lo has hecho? -insistió el joven lord-. No pueden utilizarse a la ligera.
En silencio, Cassandra posó su plateada mirada primero en Erik y después en Dominic.
- Erik, hijo de Robert -dijo la anciana después de unos angustiosos segundos-, Dominic, lobo de los glendruid: si vais a la guerra ahora, será sólo por vuestro propio deseo. Amber… Ella ha…
- ¿Qué estás diciendo? -la interrumpió Erik.
- Se ha apartado de vuestra ecuación de orgullo, poder y muerte.
- ¿Qué es lo que ha hecho? -exigió saber Erik, angustiado.
- Le ha dado su colgante ámbar a Duncan.
El halcón graznó como si le hubiesen prendido fuego.
Pero ni siquiera el grito del halcón pudo ocultar el escalofriante estallido de rabia que llegó al gran salón desde los aposentos superiores.
Cassandra inclinó la cabeza como si saborease el sonido mientras sus labios esbozaban una sonrisa cruel.
- El sufrimiento de Duncan ha comenzado -musitó con suavidad-. El de Amber, pronto acabará.
- ¿De qué está hablando Cassandra? -inquirió Dominic mirando a Erik.
Erik se limitó a inclinar la cabeza como si hubiese recibido un golpe mortal, incapaz de hablar o de calmar los salvajes graznidos de su halcón.
De pronto se oyó otro aullido furioso acompañado por un terrible estrépito, proveniente de la estancia del señor del castillo.
- Simon -dijo Dominic, levantándose de un salto.
- Sí.
Los dos hermanos se apresuraron escalera arriba hacia los aposentos de Duncan, pero lo que vieron al llegar les hizo pararse en seco.
Duncan estaba completamente desnudo a excepción de dos colgantes de ámbar que llevaba al cuello. Estaba de pie, con la maza en una mano, y su rostro estaba contraído en una mueca de dolor o rabia.
Con un rápido movimiento, arrancó las mantas del lecho y las arrojó sobre el fuego de la chimenea. Después alzó entre alaridos la maza y la hizo silbar sobre su cabeza antes de dejarla caer sobre una mesa, haciéndola añicos, y sobre la cama, que quedó hecha trizas. Luego, de una patada, alimentó el fuego con las astillas.
Dominic había visto antes a hombres en aquel estado, en el fragor de la batalla, cuando ya no quedaba atisbo de humanidad posible y sólo la cólera los mantenía en pie.
- No se puede razonar con él -le dijo a Simon en voz baja-. Tenemos que detenerlo antes de que haga daño a alguien o a sí mismo.
- Traeré cuerda de la armería.
Dominic desenvainó la espada.
- No te demores.
Pronunció aquellas palabras más para sí mismo que para su hermano, que se apresuraba ya hacia la escalera.
Simon volvió a los pocos minutos con una cuerda. Dominic aguardaba en el umbral, con su grueso manto negro enrollado en una mano y la espada en la otra. En cuanto vio a su hermano, envainó la espada.
- Cuando la maza se enrede con el manto -le indicó Dominic-, ata a Duncan con la mayor rapidez que puedas.
Dominic se disponía a entrar en la habitación cuando sintió que Meg se había colocado tras él. Alarmado, estiró el brazo impidiéndole el paso.
- No te muevas -le ordenó en voz baja-. Duncan está fuera de sí. No reconoce a nadie, ni siquiera a sí mismo.
La maza volvió a silbar y destrozó un arcón de un solo golpe, que también fue a parar al fuego. En la amplia estancia sólo quedaban intactos un pequeño baúl y un armario.
En cuanto la maza volvió a agitarse en el aire, Dominic atacó. Enredó la maza con su manto y, antes de que Duncan pudiese recuperarla de un tirón, se abalanzó sobre él haciéndole perder el equilibrio.
Duncan se quedó sin aliento a causa del impacto, pero ni siquiera aquello fue suficiente para someterlo hasta que Simon también se abalanzó sobre él.
Finalmente, los dos hermanos consiguieron atarlo de pies y manos.
Duncan dio un último y espeluznante alarido y forcejeó con las ataduras hasta que su rostro mostró un tono amoratado. Su formidable fuerza no era suficiente para derrotar a Dominic, Simon y las cuerdas que lo ataban Y, poco a poco, el arrebato de ira empezó a ceder.
Sólo entonces los dos hermanos se enjugaron el sudor del rostro entre jadeos y se pusieron en pie con cautela. Duncan yacía inmóvil, con los ojos abiertos, mirando sin ver.
- Entra, Meg -dijo Dominic, después de cubrir con su negro manto el cuerpo desnudo del guerrero-. A ti te conoce más que a nadie.
- Duncan -lo llamó Meg con suavidad-. Duncan.
Lentamente, Duncan movió la cabeza hasta encontrar los ojos de la joven.
- ¿Meggie?
- Sí, Duncan. ¿Qué sucede?
- Se ha ido -dijo él mirándola con ojos vacíos, desprovistos de cualquier emoción.
- ¿Quién?
No hubo respuesta.
Meg se acercó y se arrodilló al lado de Duncan. Se inclinó sobre él y le apartó el cabello de su sudorosa frente.
- ¿Se trata de Amber? -preguntó Meg-. ¿Es que se ha marchado?
- La luz… -susurró Duncan estremeciéndose-. Se ha llevado la luz, Meggie.