Capítulo 2
El perfume de las siemprevivas inundaba la cabaña de Amber. Las llamas de las velas danzaban en los candelabros suspendidos del techo irradiando una temblorosa y dorada luz sobre el poderoso cuerpo del guerrero, un hombre cautivo de un letargo sin sueños.
Amber sabía que el desconocido no soñaba, pues llevaba dos días dándole masajes con aceites esenciales para infundirle calor. Durante ese tiempo no había percibido nada nuevo y tampoco había variado el placer que obtenía del contacto con la piel de aquel hombre. Ansiaba tocarlo tanto como la primera vez.
La joven le hablaba intentando llegar a él con las palabras y no sólo con la calidez de su piel y el acre poder curativo de las plantas y el ámbar.
- Mi oscuro guerrero… -murmuraba a menudo-. ¿Cómo llegaste al Círculo de Piedra?
Las manos femeninas se concentraban en uno de sus fuertes brazos y luego en el otro, perfilando la forma de aquellos relajados pero firmes músculos. El oscuro vello que cubría los antebrazos brillaba. La visión de las fuertes ligaduras que lo ataban a la cama hacía que el gesto de Amber se torciese. Con frecuencia, tocaba las cuerdas y suspiraba con pesar, pero no lo liberó.
Erik había dejado claro que el desconocido tenía que estar atado o uno de sus hombres acompañaría a Amber en todo momento. Ella escogió las cuerdas porque no quería a nadie alrededor si el guerrero despertaba y resultaba ser el enemigo que ella temía. La joven no sabía lo que haría si eso llegaba a suceder. No quería ni tan siquiera pensarlo, consciente de que no hallaría ninguna solución a aquel dilema.
Enemigo mortal y la otra parte de mi ser.
- ¿Viajabas a pie? -preguntó Amber de pronto, rompiendo el silencio-. ¿Estabas solo?
El rítmico movimiento del pecho del desconocido, subiendo y bajando, fue su única respuesta.
- ¿Tienen tus ojos el color gris del hielo y el invierno, el gris de Dominic le Sabre? ¿O son, quizá, más oscuros, como dicen que son los de Duncan de Maxwell? ¿O tal vez eres un tercer guerrero, seguro de tu fuerza y habilidad con la espada, que has combatido en Tierra Santa?
La respiración del desconocido permaneció imperturbable, profunda, armoniosa.
- Ojalá seas un desconocido -susurró Amber.
Con un suspiro volvió a recorrer con la mano los senderos formados por el vello en aquel poderoso torso. El vello masculino la intrigaba y la complacía al mismo tiempo. Le gustaba sentir su suavidad y resistencia en la palma de sus manos.
- ¿Te desnudaste para poder entrar en el círculo sagrado y dormir seguro a los pies del serbal?
El hombre hizo un leve movimiento con la cabeza.
- Sí -afirmó ella con intensidad-. Oh, sí, mi guerrero. Ven a la luz. Deja atrás las sombras.
Aunque el desconocido no respondió, la esperanza de Amber creció. Lenta, muy lentamente, el guerrero estaba despertando de su antinatural sueño. Ella podía sentir claramente su placer al ser acariciado y mimado.
Y aun así, no pudo percibir en él ningún recuerdo, ninguna imagen, ningún nombre, ningún rostro.
- ¿Dónde te escondes, mi oscuro guerrero? Y, ¿por qué? -musitó, apartando con delicadeza un grueso mechón de la frente del desconocido-. Sea lo que sea lo que te ocurra, debes despertar pronto. De otro modo, te perderás para siempre en una oscuridad muy parecida a la muerte.
El desconocido no emitió sonido alguno. Era como si ella hubiese imaginado su breve movimiento.
Con gesto cansado, Amber se incorporó y miró el cuenco de incienso casi consumido que colgaba del muro. Añadió un poco más de su reserva de ámbar medicinal y una fina columna de humo se elevó trazando una espiral.
El cuerpo del guerrero se agitó, pero no se despertó. Amber empezó a temer que no lo hiciera nunca. A veces, aquellos que sufrían un fuerte golpe en la cabeza caían en un letargo sin sueño y no despertaban jamás.
Eso no puede sucederle a él. ¡Es mío!
La intensidad de sus propios sentimientos la aturdió. Angustiada, empezó a caminar de un lado a otro de la estancia y al poco tiempo se dio cuenta de que la luz del amanecer empezaba a entrar en la cabaña. Fuera, los gallos anunciaban el triunfo del día sobre la noche agonizante.
Amber miró entre los postigos al exterior. La tormenta otoñal que había abatido al desconocido había pasado de largo, dejando a su paso un mundo nuevo empañado de brillante rocío y lleno de posibilidades.
Normalmente Amber estaría ya en su pequeño huerto, cuidando de las hierbas que cultivaba para Cassandra y para ella misma. O bajaría hasta los pantanos para ver si habían llegado nuevas bandadas de gansos, trayendo con ellos el anuncio seguro del inminente invierno. Pero aquel día nada era normal. No, no había nada de normal en el hecho de que la joven hubiera acariciado a un hombre que no poseía recuerdos y que hubiera descubierto que había nacido para él.
Se acercó al lecho y rozó la mejilla masculina con los dedos, comprobando que el desconocido todavía se hallaba inmerso en un sueño antinatural.
- Pero ya no es tan profundo. Algo está cambiando -musitó.
Los gallos guardaron silencio de pronto, indicándole a la joven que el amanecer daba paso al nuevo día.
- Debo arreglarme. No quiero que me veas desaliñada si te despiertas.
Se lavó con el agua tibia de la pila y utilizó un jabón de esencias florales. Se puso unas enaguas limpias, estiró las alegres medias rojas y escogió un grueso vestido de lana suave.
La lujosa prenda era otro regalo de lord Robert, entregado por su hijo, Erik, en agradecimiento por las hierbas medicinales que Amber había regalado a su señor feudal. El bordado dorado que ribeteaba la abertura del cuello contrastaba vivamente con el añil de la lana. Y un forro de seda también dorado, asomaba por el borde de las largas mangas y del dobladillo.
Al terminar de vestirse, las prendas se ceñían a la turgencia de su pecho, la estrechez de su cintura y la curvilínea forma de la cadera. Con un innato sentido práctico, tomó el ancho borde de las mangas y lo ajustó con cintas para que no le molestasen.
Sus ágiles manos rodearon su cintura con tres cordeles de cuero dorado y ataron el cinturón por delante, que se ajustó a sus caderas. Al final de cada hebra, colgantes de ámbar emitían reflejos dorados. Una funda de cuero dorado colgaba firmemente sujeta al cinto. En ella descansaba una daga de plata, cuya empuñadura mostraba una piedra de ámbar color rojo sangre.
Tomó un peine de madera de serbal y ámbar naranja, y acudió junto a la cama del desconocido. Un leve roce le indicó que todavía seguía luchando por despertar. Amber lo sacudió ligeramente y, por respuesta, tan sólo recibió un murmullo carente de sentido.
- Con cada latido te acercas más a la consciencia -susurró esperanzada, observándolo con preocupación mientras peinaba su largo y dorado cabello-. Despierta, despierta y dime tu nombre.
El poderoso guerrero pareció oírla y movió nerviosamente la cabeza y también una mano. De inmediato, Amber le tocó sin obtener ninguna respuesta nueva.
La muchacha se sentía tan inquieta como el sueño del desconocido. No dejó de peinar su cabello hasta que por fin entornó los postigos cercanos al lecho y miró fuera. Nadie se aventuraba por el camino que llegaba hasta su escondida cabaña desde el castillo del Círculo de Piedra.
Apartó los postigos un poco más y comenzó a trenzarse el cabello, ignorando la fuerte ráfaga de viento que se colaba en el cuarto. Se sentía torpe a causa de la impaciencia y la ansiedad, y se le resbaló el peine, que cayó al suelo, cerca de la cama.
- Tengo el pelo demasiado largo -musitó cerrando el postigo de un golpe.
Al inclinarse para recoger el peine, los largos mechones de su cabello acariciaron la mano derecha del desconocido. Y de pronto, unos fuertes dedos se cerraron sobre un mechón, inmovilizándola.
Amber alzó entonces la cabeza y se encontró con un par de penetrantes ojos color avellana, separados de los suyos apenas unos centímetros.
No son grises. Oh, Dios mío, gracias. No son grises como los de Dominic le Sabre. No he entregado mi corazón a un hombre casado.
- ¿Quién eres? -preguntó una voz profundamente masculina.
- ¡Te has recuperado! Has estado durmiendo durante dos días y temía que…
- ¿Dos días? -le interrumpió el desconocido.
- ¿No lo recuerdas? -inquirió Amber expectante, acariciando con suavidad la mano cuyos dedos seguían manteniéndola prisionera-. Hubo una tormenta.
- No recuerdo nada -dijo el hombre.
Amber le creyó pues la piel del guerrero no le transmitía más que la profundidad de su confusión.
- ¡No… recuerdo… nada! -estalló él violentamente-. ¡Maldita sea! ¿Qué me ha sucedido?
Su voz estaba teñida de angustia. Lleno de confusión, intentó incorporarse y se percató de que estaba atado de pies y manos. Podía mover los dedos y la cabeza, pero eso era todo. Estaba tan sorprendido que soltó el cabello de Amber y comenzó a forcejear con las cuerdas que le aprisionaban el brazo derecho.
El brazo que utilizaba para blandir la espada.
- No te inquietes -le pidió Amber, agarrando su mano.
- ¡Estoy atado! ¿Soy, acaso, un prisionero?
- No, sólo que…
- Dime qué está sucediendo -le exigió.
Al tocarlo, Amber percibió su furia por estar atado, confusión por no recordar nada, desconcierto por su indefensión; sin embargo, no percibió deseo alguno de herirla.
- No es mi intención hacerte daño -le explicó ella con suavidad-. Has estado enfermo e inconsciente.
Fue como hablarle al viento. Los gruesos músculos del desconocido se tensaron al tirar de las ataduras. Las patas de madera de la cama crujieron y las cuerdas se clavaron en su piel, pero no cedieron.
Emitió un gruñido feroz. Su cuerpo se sacudió y las mantas que lo cubrían cayeron al suelo mientras seguía debatiéndose con las ataduras. Las sogas rozaron su piel hasta hacerle sangre, pero no cejó en su intento.
- ¡No! -rogó la joven, arrojándose sobre el guerrero e intentando detenerlo como si se tratase de un caballo salvaje-. ¡Detente!
La sorpresa de verse rodeado por aquel cuerpo femenino, suave y perfumado, y una despeinada cabellera dorada, fue tan grande que el desconocido se detuvo durante un instante.
A ella le bastó. Rozó su abdomen desnudo con un rápido beso, desconcertándolo de tal forma que permaneció inmóvil. Entonces, Amber llevó sus dedos a los labios del desconocido, como si quisiese detener también sus gritos.
- Descansa tranquilo, mi oscuro guerrero. Te voy a soltar.
El hombre dio una sacudida, consciente de cada despiadado latido que martilleaba sus sienes. Muy lentamente, en un acto supremo de autocontrol, se obligó a no forcejear.
Sentir las manos de Amber en su piel desnuda le provocó un estremecimiento; el mismo efecto que había conseguido su sedoso cabello cuando le rozó el vientre.
- ¡No! -rugió con voz áspera al ver la antigua daga de plata que la muchacha había sacado de su cinturón.
Sólo cuando se percató de que la daga era para sus ataduras, dejó de debatirse con un bufido. Y, al serenarse, remitió el punzante dolor de cabeza.
- Siento que hayas estado atado -se lamentó ella, mirándolo con una sonrisa alentadora-. Nadie se podía imaginar qué pasaría cuando despertases.
El guerrero emitió un prolongado suspiro al recuperar su mano derecha. En pocos segundos, la daga se encargó del resto de las ataduras y, mucho antes de que se hubiese secado el sudor del forcejeo, era un hombre libre.
- Lo siento -repitió la joven-. Erik insistió en que se te atase para mi propia seguridad. Pero sé que no me harás daño.
El hombre agitó la cabeza por toda respuesta y se quedó tumbado, observando a Amber e intentando comprender qué le había sucedido. Lo único que tenía claro era que cuanto menos se moviese, menos le dolería la cabeza.
- ¿Por qué? -preguntó al poco tiempo-. ¿He estado enfermo?
Amber asintió.
- ¿Qué clase de enfermedad deja a un hombre sin recuerdos? -estalló-. ¡Ni siquiera sé cuál es mi propio nombre!
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven, que envainó la daga con manos temblorosas.
La profecía de Cassandra no puede haberse cumplido. No, no puede ser.
- ¿No recuerdas tu nombre? -Su voz se quebró.
- No, no me acuerdo de nada excepto…
- ¿Sí? -le instó ávida.
- Oscuridad. Sombras acechándome.
- ¿Eso es todo?
Sus espesas pestañas parpadearon mientras el desconocido se frotaba las muñecas doloridas y miraba al techo, en busca de algo que sólo él podía ver.
- Una luz dorada -dijo, lentamente-; la voz más dulce que jamás he oído llamándome, seduciéndome para que saliera de aquella terrible oscuridad, embriagándome con su aliento.
Los ojos color avellana salpicados de gris, verde y azul del guerrero se clavaron en Amber, y, al instante, alargó la mano con un rápido movimiento, haciendo a la joven su cautiva antes de que ella pudiera ser consciente de lo que había sucedido. Sus dedos se deslizaron por su cabello hasta alcanzar la raíz, sujetándola con delicadeza pero firmemente, sin darle la más mínima oportunidad de escapar.
Pero escapar estaba lejos de los deseos de Amber. Un extraño e inquietante placer la atravesaba. Había tocado al desconocido muchas veces, pero nunca había sido tocada por él. La diferencia era demoledora, a pesar de que sabía que sus emociones eran un volcán que podía entrar en erupción en cualquier momento.
Lentamente el hombre obligó a Amber a recostarse en la cama junto a él. Hundió el rostro en su cabello y aspiró profundamente, bebiendo su esencia. La joven recorrió con los labios su mejilla y su amplio pecho, tal y como se había acostumbrado a hacer durante las largas horas en las que había cuidado de él.
- Eras tú -musitó el guerrero con voz ronca.
- Sí.
- ¿Te conozco?
- Sólo tú puedes decirlo. ¿Me conoces? -preguntó ella a su vez.
- Creo que nunca he visto una mujer tan bella. Ni siquiera…
La voz del hombre se apagó y frunció el ceño con severidad.
- ¿Qué ocurre?
- No puedo recordar su nombre.
- ¿El nombre de quién?
- El de la mujer más hermosa que había visto… hasta hoy.
Mientras el desconocido hablaba, Amber posó deliberadamente sus manos sobre la desnuda piel de los hombros masculinos. Le llegó la vaga imagen de una joven con el pelo color rojo fuego y sagaces ojos verde esmeralda. Pero la imagen se desvaneció dejándola sin un nombre que poner a aquel delicado rostro.
Él agitó su cabeza y, frustrado, lanzó una maldición.
- Concédete tiempo para sanar -sugirió ella-. Tu memoria volverá.
Unas poderosas manos se cerraron sobre los hombros de la joven y unos dedos férreos se clavaron en su carne.
- ¡No hay tiempo! Tengo que… tengo que… ¡Dios! ¡No consigo recordar nada!
Las lágrimas surgieron de los ojos de Amber al sentir cómo la angustia del desconocido la invadía. Era un hombre cuya posesión más preciada era su honor. Había hecho votos que debía mantener y no podía recordar a quién había hecho esos votos ni en qué consistían.
Un grito surgió de la garganta de la joven, pues el miedo de aquel guerrero, su dolor y su rabia también eran los suyos mientras la tocaba.
La presión sobre sus hombros se alivió al instante. Aquellas manos endurecidas en la batalla, en vez de clavarse en su suave carne, empezaron a acariciarla.
- Perdóname -se disculpó con voz ronca-. No quería lastimarte.
Unos dedos inesperadamente delicados se posaron sobre las pestañas de Amber, recogiendo sus lágrimas. Asombrada, abrió los ojos y se encontró con el rostro del desconocido a pocos centímetros del suyo. Era evidente que, a pesar de su propia intranquilidad, no podía evitar preocuparse por ella.
- No… me has lastimado -le explicó Amber-. No como tú crees.
- Estás llorando.
- Es tu angustia. La siento como si fuera mía.
Las cejas masculinas se elevaron en señal de asombro.
- No llores, pequeña y dulce hada -susurró él, rozando con suavidad la húmeda mejilla de Amber con el dorso de los dedos.
- No soy un hada -repuso ella sonriendo a pesar de sus lágrimas.
- No te creo. Sólo una criatura mágica podría haberme rescatado de la oscuridad en que me hallaba.
- Sólo soy una pupila de Cassandra la Sabia.
- Ah, eso lo explica todo -se mofó él con suavidad-. Eres una bruja.
- ¡En absoluto! Sólo soy una Iniciada. Eso es todo.
- No quería insultarte. Tengo aprecio por las brujas que pueden sanar.
- ¿Ah, sí? -se extrañó Amber-. ¿Has conocido muchas?
- Una. -El hombre frunció el ceño, sintiendo que su autocontrol estaba a punto de romperse al enfrentarse de nuevo a su falta de recuerdos-. ¿O son dos?
- No luches contra ello -musitó Amber-. Sólo empeora las cosas.
- Es difícil no luchar -siseó él con los dientes apretados-. Luchar es lo que hago mejor.
- ¿Cómo lo sabes?
El guerrero se quedó paralizado.
- No lo sé -confesó finalmente-. Pero sé que es cierto.
- También es cierto que un hombre que lucha consigo mismo no puede ganar.
En silencio, el desconocido asumió esa incómoda verdad.
- Si es tu destino que recuerdes -le aseguró Amber-, lo harás.
- ¿Y si no lo es? -inquirió él rápidamente-. ¿Pasaré el resto de mi vida como alguien sin nombre?
Aquellas palabras se parecían demasiado a la funesta profecía que había perseguido a Amber durante toda su vida.
- ¡No! -exclamó sobresaltada-. Yo te daré un nombre. Te llamaré… Duncan.
Los ecos de aquel nombre golpearon a la joven, asustándola. No había sido su intención escoger aquel nombre.
No puede ser Duncan de Maxwell. Me niego a creerlo. Hubiera sido mejor que siguiese careciendo de nombre.
Pero ya era demasiado tarde. Le había dado un nombre. Duncan. Sin atreverse a respirar, tomó la fuerte mano de aquel hombre entre las suyas y aguardó su reacción.
Sintió un lejano sentimiento de lucha, de inquietud, de concentración, de… Pero de pronto aquella sensación se fue, evaporándose como el eco de una palabra que resuena por tercera vez.
- ¿Duncan? -preguntó-. ¿Es así como me llamo?
- No lo sé -le respondió Amber con tristeza-. Pero ese nombre parece encajar contigo. Significa «oscuro guerrero».
Los ojos del hombre se entrecerraron.
- Tu cuerpo muestra signos de haber combatido -le explicó ella, tocando las cicatrices de su musculoso pecho-, y tu cabello posee una bella tonalidad negra.
El delicado roce de los suaves dedos femeninos cautivó a Duncan, conminándole a aceptar su extraño despertar en un entorno familiar y desconocido a la vez. Además, estaba demasiado exhausto para luchar. La larga batalla contra la oscuridad había absorbido toda su energía.
- Prométeme que no me atarás si me vuelvo a dormir.
- Lo prometo.
Duncan miró a aquella bella mujer, resuelta y decidida, que le observaba con preocupación. Miles de preguntas poblaban sus pensamientos; demasiadas como para ponerlas en orden; demasiadas, también, sin respuesta. Quizá no recordase los pormenores de su vida anterior, pero no lo había olvidado todo. En algún momento del pasado había aprendido que no siempre un ataque directo es la mejor estrategia para conquistar una posición fortificada.
En cualquier caso, no tenía fuerzas para luchar contra nada y el dolor de cabeza casi lo cegaba.
- Descansa un poco -le instó Amber-. Prepararé té para aliviar tu dolor.
- ¿Cómo sabes lo que me ocurre?
Sin responder, la joven se agachó para recoger las mantas. Su cabello suelto se posó entonces sobre Duncan y quedó atrapado bajo las mantas. Con un suspiro impaciente, se echó la larga cabellera sobre los hombros, pero un travieso mechón se volvió a escapar.
- Tu cabello es como el ámbar -susurró Duncan, acariciándole el rebelde mechón-. Precioso.
- Así es como me llamo.
- ¿Preciosa? -se burló él, sonriendo.
La joven se quedó sin habla. La sonrisa masculina podría derretir el hielo.
- No -respondió con una risa leve, agitando la cabeza-. Mi nombre es Amber.
- Amber…
Él dejó de mirar su cabello para detenerse en los luminosos ojos dorados.
- Sí -musitó. Soltó el sedoso mechón y, tras acariciarle la muñeca, posó la mano sobre la gruesa manta-. Preciosa Amber.
Cuando Duncan dejó de tocarla, Amber sintió como si se hubiese apagado el tierno fuego que ardía en su interior y tuvo que controlarse para no emitir un sonido de protesta.
- Entonces, yo soy Duncan, y tú, Amber -dijo tras unos instantes-. De momento…
- Sí -susurró ella, deseando con todas sus fuerzas haberle dado otro nombre.
Y al mismo tiempo sabía que no podía haberle dado otro, ya que había sido ese nombre el que había surgido de algún recóndito rincón de la mente del guerrero. Ella misma, llamada simplemente Amber, conocía demasiado bien el enorme vacío que implicaba el no tener nombre ni ancestros.
Quizás todo sea producto de mi imaginación. ¿Temo que sea Duncan de Maxwell sólo porque deseo con todas mis fuerzas que sea otro hombre?
Cualquier otro.
- ¿Dónde estoy? -preguntó Duncan.
- En mi cabaña.
Él miró a su alrededor, estudiando la espaciosa estancia. El fuego del hogar ardía con fuerza y el humo escapaba por la chimenea que estaba en lo alto del tejado de paja. Algo que olía muy bien se estaba cocinando en el pequeño caldero suspendido sobre el fuego. Las paredes estaban encaladas y el suelo cubierto por alfombras limpias. Había ventanas con postigos en tres paredes y en la cuarta había una puerta.
Pensativo, Duncan acarició la ropa de cama. Era de lino, suave lana y lujosas pieles, y el lecho contaba además con un dosel del que colgaban espléndidos cortinajes que se recogían durante el día. Cerca de la cama había una mesita con una lámpara de aceite y, sorprendentemente, unos cuantos manuscritos que parecían muy antiguos.
De nuevo miró a la muchacha que le había cuidado durante su enfermedad y que le resultaba desconocida y cercana a la vez.
El atuendo de Amber era como la ropa de cama: elegante, sedoso, cálido y de vivos colores. Gemas de ámbar adornaban sus muñecas y su cuello, emitiendo suntuosos reflejos de cálidos tonos amarillos y dorados.
- Vives mucho mejor que la mayoría de los campesinos -señaló Duncan.
- He sido afortunada. Erik, el heredero de lord Robert, se preocupa por mi bienestar.
El afecto que sentía la joven por el hijo del señor de aquellas tierras estaba impreso en su voz y en su sonrisa. Al percatarse de ello, la expresión de Duncan se ensombreció, acentuando sus duras facciones.
Durante apenas un instante, Amber se preguntó si no se habría precipitado al desatarlo.
- ¿Eres su amante? -inquirió él con voz dura.
Durante un instante, la joven no comprendió aquella pregunta tan directa. Cuando lo hizo, enrojeció.
- ¡No! Lord Robert es un…
- No de Robert -la interrumpió cortante-. De Erik. Su sola mención te hace sonreír.
- ¿La amante de Erik? -repitió sonriendo abiertamente-. Se reiría si te oyera. Nos conocemos desde que éramos niños.
- ¿Y a todos sus amigos de la infancia les hace lujosos regalos? -preguntó él con frialdad.
- Los dos fuimos pupilos de Cassandra.
- ¿Y?
- Así fue como la familia de Erik y yo estrechamos lazos.
- Una amistad muy costosa para ellos -remarcó Duncan.
- Aunque sus regalos son, sin duda, generosos, no hacen peligrar la riqueza de lord Robert -le contestó Amber tajante.
Cuando estaba a punto de continuar con aquel interrogatorio, Duncan se percató de que se estaba mostrando extremadamente celoso hacia una doncella que acababa de conocer.
¿No era así?
Yacía semidesnudo en su cama. Las manos de la muchacha no dudaban en tocarlo, ni se había sentido avergonzada o apartado la mirada cuando las mantas cayeron al suelo descubriendo su desnudez. Y, desde luego, tampoco se había apresurado en volver a taparlo.
Pero, ¿cómo preguntarle con delicadeza si era su prometida, su esposa o su amante?
O, Dios no lo quisiera, su hermana.
Duncan hizo una extraña mueca. La sola idea de que Amber y él pudieran ser familia le resultaba perturbadora.
- Duncan, ¿te duele algo aparte de la cabeza?
- No.
- ¿Estás seguro?
- Dime… -La voz de Duncan se rompió ante la cálida sensación que le hacía hervir la sangre.
- ¿Sí? -le animó.
- Tú y yo… ¿somos de la misma familia?
- No -respondió Amber de inmediato.
- Dios, gracias.
Ella parecía sorprendida.
- ¿Es Cassandra una de esas personas a las que llamas Iniciadas? -inquirió Duncan, cambiando de tema para que la joven no le preguntase a su vez.
- Sí.
- ¿Sois parte de una tribu, un clan, una religión?
Amber se preguntó si Duncan se estaba burlando. Cualquier hombre encontrado en el interior del Círculo de Piedra, al pie del sagrado serbal, era sin duda uno de los Iniciados.
Aquella idea la tranquilizó. Había oído muchas cosas sobre Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés, pero jamás nada que sugiriera la posibilidad de que fuese un Iniciado. Con el ceño fruncido por la concentración, intentó dar con las palabras adecuadas para describir la relación que la unía a Cassandra y a Erik, así como al resto de los Iniciados que había conocido. No quería que tachase la Iniciación de magia negra, como hacía la mayoría de la gente.
- Muchos Iniciados están unidos por lazos de sangre, pero no todos -dijo lentamente-. Somos los encargados de guardar un saber milenario que empieza a desaparecer. Se trata de una especie de disciplina, aunque no todos los que intentan aprenderla tienen la capacidad para ello.
- ¿Como los perros de caza, los caballos, o los caballeros? -preguntó Duncan pasado un instante.
Amber lo miró perpleja.
- Sólo unos pocos son mucho mejor que los demás en lo suyo -le explicó él.
- Sí -respondió la joven, aliviada al ver que Duncan lo entendía-. Los que no pueden aprender dicen que los que sí pueden han sufrido una maldición o una bendición. Normalmente afirman que es una maldición.
Duncan mostró una irónica sonrisa.
- Pero no es cierto -añadió ella-. Simplemente somos diferentes.
- Sí. He conocido a unas cuantas personas así. Diferentes.
Con expresión ausente, Duncan flexionó la mano derecha como si fuese a blandir una espada. Fue un movimiento involuntario que formaba parte de su ser, aunque ni siquiera fue consciente de ello.
Sin embargo, Amber sí se percató.
Recordó lo que había oído sobre el Martillo Escocés, un guerrero abatido durante la batalla sólo en una ocasión por el odiado usurpador normando, Dominic le Sabre. A raíz de aquel combate, a Duncan se le había otorgado la guarda y custodia del castillo del Círculo de Piedra.
Se decía que Dominic había derrotado a Duncan con la ayuda de su esposa, una hechicera del clan de los glendruid.
Amber recordó de pronto el rostro que había visto fugazmente a través del grueso velo del olvido que envolvía a su oscuro guerrero: cabellos rojos como el fuego y unos ojos de una intensa y poco común tonalidad verde.
El verde que distinguía a los pertenecientes a la mítica tribu celta de los glendruid.
Cielo santo, ¿y si aquel hombre fuera Dominic le Sabre, el mayor enemigo de Erik?
Amber observó con atención los ojos de Duncan, intentando descubrir en ellos inútilmente el color gris que caracterizaba a Dominic. Verdes, quizás, o marrones. Pero no grises. La joven emitió un largo suspiro y deseó con todas sus fuerzas no estar engañándose.
- ¿Dónde has conocido a esos hombres diferentes a los demás? ¿O eran, acaso, mujeres?
Duncan hizo ademán de hablar y recibió con una mueca, de nuevo, la realidad de su falta de memoria.
- No lo sé -contestó cansado-. Pero sé que les he conocido.
Amber se acercó y puso sus dedos sobre la mano derecha de Duncan, que no dejaba de mover.
- ¿Y sus nombres? -insistió en voz baja.
Por respuesta recibió tan sólo silencio, seguido por un exabrupto.
Sintió la salvaje frustración de Duncan y su creciente rabia, pero no había caras, ni nombres; nada que se pareciese a un recuerdo.
- ¿Eran amigos o enemigos? -inquirió Amber de nuevo con suavidad.
- Los dos -fue su ronca respuesta-. Yo… no…
La poderosa mano masculina se contrajo en un puño. Amber intentó relajar aquellos dedos poco a poco, pero él apartó la mano y se golpeó el muslo exasperado.
- ¡Maldita sea! -gruñó-. ¿Qué clase de persona no es capaz de recordar quiénes son sus amigos o sus enemigos, o si ha hecho algún juramento sagrado?
Amber sintió la punzada de dolor que era, extrañamente, el dolor de Duncan y el suyo propio unidos.
- ¿Has hecho algún juramento de ese tipo? -susurró.
- ¡No… lo… sé! -le respondió casi gritando.
- Tranquilo… tranquilo… mi oscuro guerrero -musitó Amber.
Mientras hablaba, acarició el cabello y el rostro de Duncan como había hecho durante las largas horas en las que había estado perdido en la sombras. Él se estremeció, luego miró los dorados y preocupados ojos de la joven y gruñó, aflojando la tensión de los puños y dejando que sus caricias le calmasen.
- Duerme, Duncan. Puedo sentir tu cansancio.
- No -se negó.
- Debes dejar que tu cuerpo se cure.
- No quiero caer de nuevo en aquella oscuridad.
- No caerás.
- ¿Y si lo hago?
- Te volveré a llamar.
- ¿Por qué? -exigió saber-. ¿Qué soy para ti?
Amber no supo qué responder. Luego, con una extraña sonrisa agridulce, recordó la profecía de Cassandra resonando como un trueno lejano.
Llegará a ti de entre las sombras.
Y así había sido. Había tocado a un guerrero sin nombre que había reclamado su corazón.
Amber no sabía lo que ocurriría en el futuro, pero sí sabía que pertenecía a Duncan.
- Suceda lo que suceda -afirmó la joven en voz baja-, te protegeré con mi propia vida. Estamos… unidos.
Duncan entrecerró los ojos, pensativo, al percatarse de que aquel voto resultaba tan vinculante para la joven como cualquiera de las promesas pronunciadas entre caballeros. La ferocidad con la que estaba dispuesta a defenderlo de las sombras que se habían apropiado de su memoria lo tranquilizó y le hizo esbozar una sonrisa.
Aquella muchacha parecía tan frágil… Apenas un rayo de brillante luz y suavidad, una brisa perfumada, cálida y delicada.
- ¿Eres, acaso, una implacable guerrera? -se burló Duncan con suavidad.
Los labios de Amber se distendieron en una breve sonrisa mientras negaba con la cabeza.
- Nunca he blandido una espada.
- Se supone que las hadas no empuñan espadas. Disponen de otras armas.
- Pero yo no soy un hada.
- Lo dudo. -Sonriendo, deslizó la mano por los largos mechones del cabello de Amber-. Resulta extraño pensar que tú seas mía, y que yo sea tuyo -susurró.
La joven no le corrigió, pues había un sutil matiz sensual en sus caricias que enviaban a todo su ser un torrente de secreto y tierno fuego.
- Sólo si así lo quieres -susurró a su vez.
- No creo que haya podido olvidar a una criatura tan hermosa y enigmática como tú.
- Es comprensible, ya que no soy hermosa -replicó.
- Te equivocas. Ninguna mujer puede ser más bella que tú.
La voz y los ojos de Duncan transmitían una certidumbre subrayada por el roce de sus manos. No se trataba de meros halagos. Había expresado lo que para él era sencillamente la verdad.
Amber se estremeció cuando el pulgar de Duncan recorrió sus labios entreabiertos. Él sintió aquella reacción y sonrió a pesar del renovado dolor que atenazaba sus sienes por al acelerado latido de su corazón. Su sonrisa era abiertamente feroz y triunfante, como si hubiese recibido respuesta a una pregunta que había querido formular en voz alta.
Hundió la otra mano entre los cabellos de Amber, acariciándola y aprisionándola al mismo tiempo, y aquello hizo que el estómago de la joven se encogiese. Antes de que Amber pudiese descifrar aquella extraña sensación, se descubrió tendida sobre el poderoso pecho masculino, saboreando los labios y la lengua de Duncan.
La sorpresa la aturdió y luchó por desasirse.
Durante un instante, Duncan la abrazó aún con más fuerza. Luego, poco a poco, a regañadientes, aflojó su férreo abrazo, pero sólo lo suficiente para poder hablar.
- Dijiste que eres mía.
- Dije que estábamos unidos.
- Estaba pensando justo en esa unión.
- Lo que quise decir es que…
- ¿Sí?
Antes de que pudiese responder, los nerviosos ladridos de una partida de perros de caza llegaron al claro que rodeaba la cabaña, anunciando la llegada de Erik.
Al joven lord no le iba a gustar que Amber le hubiese desobedecido liberando al desconocido.