Capítulo 17

De inmediato, Duncan intentó liberar la mano con la que utilizaba la espada, pero sólo consiguió enmarañarse aún más con la red. Amber gritó el nombre de Duncan, sacó su daga y se inclinó hacia él.

Antes de que pudiera cortar la red, apareció un hombre junto a ella y la agarró por la muñeca. El odio que la invadió procedente del atacante resultó más doloroso que nada que hubiera sentido antes. Amber gritó horrorizada y cayó al suelo inconsciente. No se movió ni siquiera cuando su esposo gritó su nombre.

Duncan, que parecía haber enloquecido de rabia cuando vio a la joven caída, agarró la red y la rasgó con sus manos como si fuese paja.

- ¡Ahora! -gritó el hombre que había agarrado a Amber.

Al instante, surgieron del bosque otros dos hombres. Uno de ellos agarró a Duncan del pie y empujó hacia arriba hasta hacerlo caer del caballo. Sin darle tiempo a reaccionar, los tres asaltantes se abalanzaron sobre su presa intentando someterle. Pero, aunque eran tan altos y fuertes como Duncan, apenas podían mantenerlo quieto.

- ¡Simon! ¡Agárralo del otro hombro! -indicó Dominic furioso.

- ¡Eso intento! -replicó Simon entre dientes.

- ¡Maldito sea! -exclamó Sven-. Es fuerte como un toro.

- ¡Duncan! -lo llamó entonces Meg-. ¡Duncan! ¡Estás a salvo! ¿Acaso no nos recuerdas?

Duncan dudó un instante, atrapado entre su pasado y su presente por una voz remotamente familiar, dándole a Dominic el tiempo necesario para hundir sus pulgares salvajemente a ambos lados de su cuello. Duncan intentó golpearle y, finalmente, dejó de luchar.

Cuando Dominic retiró sus manos, Duncan estaba tan inconsciente como Amber. Simon no perdió el tiempo y retiró la red mientras Sven le ataba las manos.

- Ya está -dijo el caballero-. Nadie podría librarse de estas cuerdas.

- Átale los pies -le ordenó Dominic a Simon-. Y recuerda que nosotros hacemos las preguntas pero ofrecemos respuestas sólo relacionadas con nuestra amistad y su hechizo.

- Sigo pensando -masculló Simon mientras llevaba a cabo la orden de su hermano- que lo mejor sería decirle la verdad y dejarnos de rodeos.

- Según Meg, eso no sería bueno para él.

Simon gruñó a modo de respuesta.

Entre los dos colocaron a Duncan boca abajo sobre su caballo y después se perdieron en el bosque a buen ritmo. Sven se inclinó, recogió a Amber y los siguió al trote.

Meg tomó las riendas del otro caballo y lo guió hasta el oculto campamento improvisado en el que Dominic había esperado el mejor momento para atrapar a Duncan. Con cada movimiento que hacía la joven, las cadenas de oro de las que colgaban diminutos cascabeles y que adornaban sus muñecas y su cintura tintineaban suavemente.

Una vez ató a los caballos, Meg se acercó a Duncan, que yacía inconsciente en el suelo, y se arrodilló junto a él. De inmediato, Dominic se acercó.

Sólo Simon se dio cuenta de que la mano de su hermano reposaba sobre su espada.

Meg colocó la palma de su mano en el torso de Duncan, comprobando que el corazón latía rítmicamente. Su piel tenía buen color y su respiración era tranquila. La joven emitió un suspiro de alivio, retiró la mano y levantó la cabeza para mirar a Dominic.

- Eso ha sido un sucio truco sarraceno, esposo.

- Hubiera sido peor golpearlo con el mango de un hacha -respondió Dominic seco-. Duncan está aturdido, nada más.

- Se le va a amoratar el cuello.

- Tiene suerte de conservarlo -replicó Dominic tajante.

Meg no respondió, consciente de que su esposo decía la verdad.

- Dominic es el único señor que conozco -señaló Simon- que no habría colgado a Duncan de inmediato por traidor.

Con un apagado tintinear de sus joyas, Meg se puso en pie y posó su mano con ternura sobre la mejilla de su esposo.

- Lo sé -afirmó orgullosa-. Por eso eres el poseedor del mayor signo de poder de mi pueblo. Porque eres lo suficientemente fuerte como para no matar.

Dominic sonrió y cubrió la mano de su esposa con la suya.

- Será mejor que os ocupéis de la bruja, milady -dijo Sven dirigiéndose a Meg, mientras cubría a Amber con una manta-. Está muy pálida y fría como el hielo.

Meg se apresuró a arrodillarse junto a la joven y la tocó. La piel de Amber estaba realmente fría. Su respiración era errática y entrecortada, y el corazón le latía desbocado.

Con el ceño fruncido, la joven se giró hacia Simon.

- ¿Qué le has hecho? -preguntó.

- La agarré por la muñeca.

- ¿Tan fuerte como para romperle los huesos?

- No, aunque tampoco lamentaría haberlo hecho -reconoció Simon-. Esa maldita bruja merece algo peor que unos pocos huesos rotos por lo que le ha hecho a Duncan.

- Yo lo vi, milady -intervino Sven-. Apenas la tocó, pero ella se puso a gritar como si la quemaran con un hierro al rojo.

Meg inclinó la cabeza como si estuviese reflexionando.

- Tiene sentido -dijo finalmente. Levantó una esquina de la manta que cubría a Amber y vio que tenía las manos atadas al frente.

- Se dice que le resulta doloroso el contacto con cualquier persona -añadió Sven.

- No creí que su dolor llegara a este extremo -susurró Meg preocupada.

Sus dedos se detuvieron muy cerca de las muñecas atadas de la joven. No había marcas de golpes o signos de inflamación, ni rastro visible de cualquier otra lesión en su cuerpo.

Y sin embargo Amber yacía sin sentido, con la piel fría al tacto, el corazón latiéndole frenéticamente y con la respiración demasiado superficial.

Meg se quitó la capa que la cubría y arropó con ella a Amber. Después se incorporó y fue otra vez a comprobar cómo estaba Duncan. Cuando estaba a punto de arrodillarse junto a él, la mano de su esposo la detuvo, interponiéndose entre ella y el herido.

- No debes acercarte a él -le advirtió Dominic-. Ahora es como un extraño. No nos reconoce.

- A mí sí me reconoció -protestó Meg.

- ¿De veras? -dijo Simon-. ¿O era mera sorpresa al escuchar una voz femenina?

- Pregúntaselo tú mismo -le espetó su hermano-. Ahora sólo finge estar dormido.

Tras decir aquello, observó con detenimiento al caballero que le había jurado lealtad… el caballero que ahora le miraba con ojos llenos de odio.

- ¿Qué le habéis hecho a Amber? -exigió saber Duncan lleno de ira.

- Sólo la tiramos de su caballo.

- ¿La habéis tocado?

- Sí -respondió Dominic con gesto indiferente-. Pero dadas las circunstancias es lo menos que se merece.

- ¡Dejadme verla!

- No. Creo que ya has visto a tu amante lo suficiente.

- ¡Es mi esposa!

Dominic se quedó paralizado.

- ¿Desde cuándo?

- Desde hace doce días -contestó Duncan mientras sus músculos se tensaban visiblemente al intentar librarse de sus ataduras.

Aparentando calma, Dominic esperó a que el guerrero asimilara que no podría liberarse.

- He de estar a su lado -intentó explicarles Duncan con voz ronca-. Miradla. ¿Acaso no veis que necesita ayuda? ¡Dejadme ir con ella!

El señor de Blackthorne avanzó ligeramente y se despojó de su yelmo, provocando que la clara y brillante luz del sol intensificara el contraste entre el color negro de su cabello y el gris de sus ojos. Cerrando su manto negro, el milenario broche de los glendruid destellaba como si tuviera vida.

- ¿Me reconoces? -inquirió Dominic.

La única respuesta de Duncan fue un gruñido salvaje.

- Te han hechizado. Somos tus amigos pero no nos recuerdas.

- No es cierto. He estado enfermo, eso es todo -respondió Duncan, sintiendo un escalofrío.

- ¿Recuerdas algo de tu vida antes de llegar a estas tierras?

- No.

- ¿Reconoces a ese hombre? -insistió Dominic, señalando a Sven.

Duncan lo miró, esforzándose por rasgar el velo de oscuridad que ocultaba su pasado.

- Yo… -Su voz se disipó en un ronco susurro-. No recuerdo nada.

- ¿Conoces a esta mujer?

Dominic se hizo a un lado, permitiendo que viera a Meg. El cabello de la joven, agitado por el viento, brilló como el fuego al igual que sus ojos, que poseían el color verde intenso de las mujeres glendruid.

Duncan gruñó de modo extraño.

- ¿No sabes quién soy? -le preguntó Meg en voz baja-. Hubo un tiempo en que éramos inseparables.

Una expresión de agonía cruzó el rostro de Duncan.

- Tú me enseñaste a cabalgar -continuó Meg con voz suave, insistente-, a cazar y a llamar a los halcones. Nos prometieron en matrimonio cuando yo sólo tenía nueve años.

Los recuerdos llegaron de forma abrupta… un rostro, un nombre, una adolescencia hilvanada con la risa de una niña.

- ¿Meggie? -susurró Duncan.

- Sí, soy yo, Meggie -asintió sonriendo-. La única persona en todo el castillo de Blackthorne que me llamaba así eras tú.

La mención del castillo de Blackthorne hizo que Duncan se volviera hacia Simon con rapidez.

- Tú hablaste de Blackthorne cuando luchamos.

- Sí. Así es como te vencí -reconoció Simon.

- Blackthorne…

El poderoso cuerpo de Duncan se estremeció con un escalofrío, mientras retazos de recuerdos se unían formando la compleja realidad de su pasado.

- Lord John… -Duncan miró a Meg fijamente-. ¿Mi… padre?

- Sí, tu padre -confirmó ella-. Aunque no era libre para casarse con tu madre.

- De algún modo eso sí lo recordaba -admitió confuso.

- ¿A John?

- No. El hecho de ser un hijo bastardo. -Duncan cerró los ojos-. Meggie, por Dios, déjame ir junto a Amber.

La descarnada petición del amigo que tanto quería, provocó un nudo en la garganta de Meg.

- Pon un puñal en el cuello de Duncan si así lo deseas -le dijo a su esposo-, pero déjame mirarle a los ojos.

En silencio, Dominic sacó su puñal, hincó una rodilla en el suelo, y puso el filo en la garganta de Duncan.

- Quédate muy quieto -le advirtió con calma-. Te aprecio, pero quiero a mi esposa más que a mi vida.

Duncan ignoró el puñal y prestó atención únicamente a la mujer que se arrodilló a su lado Los verdes ojos de Meg se clavaron en los ojos de su amigo, utilizando el don que le había sido concedido para ver la verdad que habitaba en las almas de los hombres.

Durante un instante eterno se hizo el silencio, roto tan sólo por las amarillas hojas de otoño que el viento arrancaba de los árboles.

- Deja que Duncan se acerque a ella -dijo finalmente Meg.

- ¡No! -se opuso Simon, con una voz tan fiera como sus ojos-. ¡Duncan era mi amigo y esa maldita bruja se ha apoderado de su alma!

Con un grácil movimiento, Meg se incorporó y se acercó a su cuñado. La gruesa mata de pelo del caballero resplandecía como oro bañado por el sol, pero sus ojos parecían fragmentos de una noche sin luna.

- Duncan no está hechizado -le aseguró la joven.

Simon miró fijamente a los ojos de su cuñada y luego observó a la muchacha que yacía inmóvil bajo una manta.

- ¿Cómo puedes decir eso? Le han robado su pasado.

- La magia negra marca para siempre el alma de un hombre -afirmó rotunda-. Y Duncan no tiene marca alguna.

Simon le dirigió a su cuñada una mirada escéptica.

- ¿Acaso crees -preguntó Meg con suavidad- que permitiría a sabiendas que un enemigo se instalase entre nosotros? ¿O que pondría la vida de Dominic en peligro de alguna manera?

- No -dijo Simon tajante-. Jamás.

Meg le había probado en más de una ocasión que el amor que sentía por Dominic era total, absoluto, sin fisuras.

- Entonces cree en mi palabra cuando afirmo que Duncan no está hechizado -le pidió ella.

- ¡Maldita sea! Está bien -cedió Simon, pasándose una mano por el pelo con gesto resignado-. Yo mismo llevaré la bruja hasta él.

- ¡No! -rugió Duncan-. ¿No lo entiendes? Tu odio la hiere.

Al oír aquellas palabras, Simon miró a su cuñada desconcertado.

- Duncan -le preguntó Meg-, ¿si te desatamos, prometes no atacarnos?

- Mientras no hiráis de nuevo a Amber, sí.

- Espera. -Dominic detuvo el brazo de su esposa cuando se disponía a sacar la daga para liberar a su amigo-. Hemos comprobado que las promesas de Duncan no tienen ningún valor.

Al escuchar aquello, el rostro de Duncan adquirió un violento tono rojo.

Luego palideció.

- ¿He traicionado mi propia palabra? -preguntó con aspereza-. ¿Conoces alguna promesa que yo haya roto?

Dominic percibió la sinceridad de Duncan y supo con total seguridad que no era consciente de haber traicionado su palabra.

- ¿No recuerdas haber hecho ningún juramento de fidelidad? -le preguntó casi con amabilidad.

Duncan observó con atención a Dominic, intentando unir los esquivos fragmentos del pasado.

- Yo… No. -El esfuerzo de recordar enronquecía su voz.

- Entonces no has traicionado tu palabra -tuvo que reconocer Dominic-. Corta sus ataduras, Meg.

Tan pronto como la joven lo liberó, Duncan se levantó y se dirigió con rapidez hacia Amber.

La frialdad de su piel le hizo maldecir.

Apresuradamente, se tumbó junto a ella, abrazó su cuerpo desmadejado y se arropó también con las ropas que la cubrían, tratando así de transmitirle su calor.

- Pequeña -susurró-. ¿Qué te ha sucedido?

No hubo respuesta alguna.

Lleno de angustia, Duncan hundió su rostro en la cabellera dorada de Amber.

- Sólo la saqué de su montura -exclamó Simon, asombrado-. Lo juro.

- No es culpa tuya -le tranquilizó Meg-. Su don también es una maldición.

- Sospecho que en el caso de Amber es más una maldición que un don -dijo Dominic en voz baja.

- ¿Acaso estás sugiriendo que está así sólo porque la he tocado? -preguntó Simon, horrorizado.

- Tu roce le transmitió tu odio -le explicó su cuñada-. No confías mucho en las mujeres, en especial en las que tienen algún don.

Simon no lo negó.

- No es así contigo, Meg.

- Lo sé.

- ¿No estarás sonriéndole a mi hermano? -le preguntó Dominic a su esposa con tono ambiguo.

- De todos los hombres que hay en el mundo -dijo ella riendo con suavidad-, tú eres el que menos motivos tiene para estar celoso.

- Sí, pero todos conocemos el efecto que Simon causa en las mujeres.

- También Duncan -replicó su hermano.

- Míralo con su bruja -gruñó Dominic-. No creo que le interese ninguna otra mujer.

- Sí -murmuró Simon, observando cómo Duncan mecía a Amber con una ternura devastadora-. ¿Y ahora qué hacemos?

- Lo que debamos -repuso Dominic con calma.

- ¿A qué te refieres?

- Hay que interrogarle antes de que la bruja se despierte.

- Dejad que lo haga yo -les interrumpió Meg.

Tras un momento de duda, su esposo asintió.

- Puede que sea lo mejor. Te recuerda con… afecto. -Sonrió con ironía-. Pero sus recuerdos sobre mí podrían ser de otro tipo.

- Vuestra rivalidad llegó a ser legendaria -comentó Simon.

Meg se alejó de los dos hermanos y se arrodilló junto a la pareja que yacía abrazada.

- Duncan. -Aunque el tono que Meg utilizó estaba teñido de amabilidad, su voz era firme. Era la señora de una gran fortaleza, una sanadora del clan glendruid, y requería la atención de Duncan.

Éste elevó hacia ella unos ojos furiosos, llenos de sombras.

- ¿Está mejor? -se preocupó Meg.

- Su piel no está tan fría -siseó Duncan entre dientes.

- ¿Cómo es el latido de su corazón?

- Fuerte.

- Excelente. Parece encontrarse en un sueño reparador y no en un letargo. Llegado el momento se despertará sin ninguna secuela.

Meg se incorporó y observó la mano de Duncan retirar el cabello que cubría el rostro de Amber. A pesar de estar dormida, la joven giró la cabeza siguiendo el movimiento de la fuerte mano masculina.

- Tu contacto no le hace daño -murmuró Meg.

- Así es.

- Qué extraño.

- También les resultaba extraño a los habitantes del castillo del Círculo de Piedra.

La joven sintió el repentino e intenso interés de Dominic ante la mención del disputado castillo.

- ¿Vive Amber en el castillo del Círculo de Piedra? -siguió preguntando Meg.

- Sí.

- ¿Y es su señor Erik, al que llaman el Invicto?

Duncan esbozó una extraña sonrisa.

- Sí. Se conocen desde hace años, como tú y yo. Él y una hechicera Iniciada llamada Cassandra son la única familia que Amber conoce.

Una ráfaga de viento recorrió el bosque agitando las ropas de Meg y haciendo tintinear los diminutos cascabeles de las cadenas que adornaban su cuerpo. El sonido atrajo la atención de Duncan.

- No solías utilizar ese tipo de joyas, ¿verdad?

- No. Son regalo de mi esposo.

Duncan miró el rostro de Amber y acarició su mejilla con extrema suavidad. La calidez había vuelto a su piel.

Sintiendo que la fría garra que atenazaba su corazón aflojaba su presa levemente, Duncan estrechó a Amber aún más entre sus brazos para darle su calor.

- ¿Qué recuerdas de tu vida antes de llegar a estas tierras? -siguió indagando Meg.

- Nada. Ni siquiera mi verdadero nombre.

- Duncan es tu verdadero nombre.

- No. Duncan es el nombre que me dio mi esposa cuando desperté sin pasado. -Se inclinó y rozó con sus labios los párpados de Amber.

Dominic enarcó una ceja enfatizando su escepticismo, pero una rápida mirada de advertencia de su esposa lo mantuvo en silencio.

- ¿Cómo encontraste a Amber? -prosiguió Meg.

- No la encontré. Fue Erik quien dio conmigo en el Círculo de Piedra, a los pies del sagrado serbal.

Meg no movió ni un músculo.

- Estaba desnudo -agregó él-, inconsciente, y lo único que tenía encima era un talismán de ámbar.

De pronto, se sobresaltó.

- Tú me lo diste -le dijo a Meg.

- Sí.

- A veces recordaba tus ojos, el color de tu cabello… Pero no tu nombre o dónde estabas o por qué me darías algo tan valioso.

- ¿Estás seguro de que te encontraron dentro del Círculo de Piedra? -inquirió la joven, ignorando la pregunta implícita en las palabras de Duncan.

- Sí. Eso, junto con el talismán, fueron los motivos que impulsaron a Erik a llevarme hasta Amber.

- ¿Es Amber la famosa hechicera que nadie puede tocar?

- Sí -respondió él con voz ronca-. Hasta que yo la conocí.

- ¿Y qué sucedió entonces?

- Ella siente lo que yo siento. Estamos unidos de una manera que no puedo explicar.

Duncan miró a Meg tratando de hacerle comprender que él mismo todavía no había encontrado respuesta para todas sus preguntas.

- Nunca hubo otra mujer como Amber para mí -dijo lentamente-. Y nunca la habrá. Es como hubiese sido creada para mí, al igual que yo fui creado para ella.

Simon y Dominic se miraron pero ninguno habló. Nada de lo que hubieran podido decir habría rebatido las palabras de Duncan.

- ¿Qué sucedió cuando Erik te llevó hasta Amber? -continuó Meg, escogiendo con cuidado sus palabras.

- Estuve inconsciente en su cabaña durante dos días.

- Dios mío.

- De alguna forma, Amber me sacó de entre las sombras que se habían apoderado de mí. Sin ella, jamás habría despertado.

- Entonces, te casaste con ella como agradecimiento -intervino Dominic.

Duncan negó con la cabeza.

- Juré que si la tomaba, me casaría con ella.

- Y ella te sedujo.

- No. Era virgen cuando yacimos bajo el sagrado serbal, en el Círculo de Piedra.

Pequeños escalofríos recorrieron la espalda de Meg. También ella había yacido, aún virgen, con su esposo en un lugar sagrado. También ella había sido parte de un destino cuyos designios no fueron siempre obvios.

Ni estuvo siempre a su alcance decidir.

- ¿No has notado mejoría alguna en tu memoria desde que recobraste la consciencia? -preguntó Meg.

Duncan soltó un suspiro que no era consciente de haber estado conteniendo.

- Sólo veo fogonazos de recuerdos, nada más. Lo suficiente como para atormentarme.

- ¿Y esos recuerdos surgen en algún momento o lugar especiales?

- Cuando vi a Simon por primera vez en Sea Home -explicó Duncan-, recordé velas encendidas, cánticos y una fría hoja de cuchillo entre mis muslos.

- ¿Sucedió en realidad? -inquirió Duncan mirando a Simon-. ¿Estuve en algún momento en una iglesia con un zapato plateado de mujer en mi mano y un cuchillo entre mis muslos?

- Sí -respondió Simon, después de mirar a Meg y que ella asintiera-. Era mi puñal.

Los recuerdos se agitaron y pequeños fragmentos de su memoria se hilvanaron, revelándole a Duncan más sobre su pasado.

- Era tu zapato -le dijo a Meg.

- Sí.

- Lord John estaba demasiado enfermo para participar en el ritual y yo ocupé su lugar -prosiguió Duncan despacio.

- Sí.

- Y yo… y yo…

Las sombras se abalanzaron sobre él frustrando sus esfuerzos por recuperar el pasado perdido.

- ¡Estoy tan cerca de recordarlo todo! -exclamó ansioso-. ¡Estoy seguro! Pero algo me lo impide. Dios, ¡déjame recordar!

La angustia de Duncan terminó de despertar a Amber. Abrió los ojos y no le hizo falta preguntar qué había sucedido. Sintió que las sombras que atormentaban al hombre que amaba estaban a punto de desvanecerse y que la memoria regresaba a él con rapidez.

También percibió el miedo de Duncan a recuperar su pasado. Era un miedo que ella también sentía, pero era algo que debía hacer frente. No podía dejar por más tiempo a Duncan atrapado entre el pasado y el presente, desgarrándose por dentro.

Como me temía, lo está destruyendo. Y como me temía, me destruirá.

Es demasiado pronto, mi oscuro guerrero, mi amor, mi vida… demasiado pronto.

Y también es demasiado tarde.

Lentamente, Amber dirigió su mirada hacia los tres guerreros que observaban la escena en silencio, contenidos por la simple mano levantada de una hechicera glendruid. Cuando vio el milenario broche en forma de lobo en el manto de uno de aquellos hombres, supo que había perdido. El pasado había alcanzado a Duncan.

Y aquel pasado tenía un nombre: Dominic le Sabre.

- Suéltame -susurró Amber.

Duncan tardó un instante en darse cuenta de que la joven le había hablado. Abrió la boca para responder pero ella selló sus labios con su mano.

- Si vas a recordar tu pasado -le advirtió Amber agitada-, debes dejarme ir antes.

¿Por qué?

Amber percibió aquella pregunta, aunque no había sido pronunciada.

- Porque no puedes tener ambas cosas -respondió con voz suave pero tajante.

¿Por qué?

Amber cerró los ojos, sintiendo que su corazón iba a estallar de angustia. Había sospechado la verdad incluso antes de entregarse a Duncan bajo el sagrado serbal.

Sospechado, no sabido.

Ahora tenía la certeza.

Demasiado tarde.

- Porque no puedes amarme de verdad hasta que desaparezcan las sombras -musitó Amber- y una vez se hayan desvanecido, no querrás amarme.

La joven retiró su mano. Sabía que no debía hacerlo, pero no pudo evitar levantar la cabeza y rozar su boca con la de su oscuro guerrero.

- No sabes lo que dices -dijo Duncan en voz baja, buscando los sombríos ojos de Amber-. El golpe te ha aturdido.

- No. Me ha hecho comprender cuánto daño te he hecho intentando protegerte.

- ¿Hacerme daño? ¿Cómo puedes decir eso? Me sacaste de una terrible oscuridad.

Agitando la cabeza lentamente e ignorando las lágrimas que se derramaban por sus mejillas, Amber se obligó a darle a Duncan lo que ya no podía negarle por más tiempo.

- Déjame ir, por favor. Tu pasado está a tu alrededor.

- ¿Qué quieres decir?

- Déjame -susurró.

Asombrado, Duncan abrió sus brazos, liberando a Amber. Ella se sentó, y se hubiera levantado de no ser porque sabía que sus piernas se habrían negado a soportar su peso.

Al igual que el hombre que amaba, ella libraba una batalla interior, conocedora de la realidad y rechazándola al mismo tiempo.

- Ahora que no nos tocamos, ¿lo ves? -preguntó Amber.

- Sólo veo tus lágrimas.

- Entonces escúchame. Conoces a la hechicera glendruid desde que tú eras un adolescente y ella una niña.

- Lo sé. Meggie.

- El caballero de cabello claro y ojos negros que me desprecia… ¿lo conoces?

Duncan miró a Simon.

- Sí. Es Simon, al que llaman… el ¡Leal! -exclamó, con tono triunfante-. Sí. ¡Le conozco!

- ¿Y a quién debe su lealtad? -continuó Amber lentamente.

- A su hermano.

- ¿Y quién es el hermano de Simon el Leal?

Súbitamente, Duncan se levantó de un salto y miró al poderoso caballero que lo observaba con su espada a medio desenvainar y unos ojos que asemejaban la lluvia del invierno.

- Dominic le Sabre -murmuró Duncan.

El caballero asintió.

- ¿Y tú quién eres, mi oscuro guerrero? -susurró Amber desgarrada-. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Duncan cerró los ojos e intentó hablar. Las sombras se estremecieron en su cruenta batalla contra los vivos recuerdos que iban fluyendo, reconstruyendo su pasado, hasta que la oscuridad no pudo ocultar por más tiempo la verdad.

Cuando Duncan abrió los ojos, Amber se alegró de que no se estuvieran tocando.

- Soy Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés -afirmo con ferocidad.

Dominic asintió de nuevo.

- Soy Duncan de Maxwell, senescal de lord Erik en el castillo que tú, el hombre al que juré lealtad, me encomendaste guardar.

Dominic querría haber intervenido pero no pudo. Las palabras de Duncan seguían arreciando como una amarga tormenta. Se podía paladear el orgullo herido, la humillación y la furia que destilaba el Martillo Escocés.

- Soy Duncan de Maxwell, un hombre que ha arruinado su honor por una hechicera de ojos dorados. -Hizo una dolorosa pausa-. Soy Duncan de Maxwell, el Traidor.

* * *