Capítulo 7
- Un hombre con tu capacidad para luchar no debería estar desarmado -comentó Simon-. Seguramente lord Erik podría prestarte algún arma de su generosa armería.
- En estos momentos no me siento muy capaz -ironizó Duncan, frotándose el lugar donde le había golpeado su oponente.
Simon se rió y, tras unos instantes, también lo hizo Duncan. Sentía cierta afinidad, tan extraña como estrecha, con aquel caballero.
- Yo jugaba con ventaja -confesó Simon-. He dedicado mucho tiempo a entrenarme con hombres de tu fortaleza. Sin embargo, tú careces de práctica contra hombres de mi agilidad. A no ser, quizás, por lord Erik.
- Que yo recuerde, nunca le he visto pelear.
- Si no le has visto luchar desde que recobraste la conciencia, es que no lo has visto -siseó Simon entre dientes.
- ¿Qué has dicho?
- Nada importante -respondió el caballero al tiempo que echaba un vistazo a la armería, catalogando las armas con reacia admiración por la previsión que mostraba Erik.
El joven lord sería un enemigo formidable, llegado el caso.
Y Simon sospechaba que llegaría.
De pronto, a través de los muros de piedra a medio construir, se oyeron pasos acercándose a la armería. Primero se distinguió la voz profunda de un hombre y luego la risa cantarina de una mujer. Se trataba sin duda de Erik y Amber.
Duncan se volvió hacia la puerta con una sonrisa que provocó la furia de Simon.
Maldita bruja. Duncan está completamente hechizado por ella.
- Estaba buscándote -dijo Erik dirigiéndose a Simon-. Alfred me dijo que te encontraría aquí, preocupándote por la reparación de tus armas.
- Estoy apreciando la habilidad del armero -repuso Simon, observando a Amber correr hacia Duncan-. No había visto nada parecido desde que luché en Tierra Santa…
- De eso quería hablarte -le cortó Erik.
- ¿De las reparaciones de mi cota de malla?
- No, de las armas de los infieles. Dijiste algo ayer sobre sus arqueros que me intrigó.
Con una enorme fuerza de voluntad, Simon se obligó a concentrarse en Erik y no en aquella muchacha que, a pesar de parecer tan inocente, podía robarle la memoria a un hombre por medio de magia negra.
- ¿Qué queréis saber? -se obligó a preguntar.
- ¿Es cierto que los guerreros disparaban sus arcos al galope?
- Sí.
- ¿Y eran certeros? ¿A distancia?
- Sí -respondió Simon-. Y tan rápidos como las mismas flechas.
Erik escrutó la negrura de los ojos del caballero y no le cupo duda de que la escalofriante y sombría capacidad para la lucha de aquel hombre había sido forjada en incontables batallas.
- ¿Cómo lo hacían? -quiso saber-. Un hombre necesita estar quieto y a pie para manejar un arco.
- Los arcos de los sarracenos son mucho más pequeños que los de los ingleses, y sin embargo disparan flechas con la velocidad de la ballesta.
- ¿Cómo es posible?
- Es posible si… -Simon se detuvo antes de cometer el error de hablar demasiado. Se aclaró la garganta y siguió con su explicación-. Mi hermano y yo hemos discutido sobre ello en numerosas ocasiones.
- ¿Y a qué conclusiones habéis llegado?
- Los sarracenos combaban sus arcos una y otra vez para triplicar su fuerza, obteniendo así el mismo resultado que disparando con una ballesta.
- ¿Cómo? -insistió Erik.
- No lo sabemos. Nunca conseguimos hacer un arco como los suyos, pues la madera siempre se rompía.
- ¡Maldición! ¡Cómo me gustaría contar con arcos como esos! -exclamó Erik.
- También necesitaríais arqueros infieles -señaló Simon-. Son extremadamente astutos. Pero al final, prevalecieron las espadas cristianas y las picas.
- A pesar de todo, piensa en la ventaja que nos darían esos arcos.
- Funciona mejor la traición.
Erik y Duncan se quedaron mirando al caballero asombrados.
- Mi hermano -les explicó Simon- solía decirme que no hay mejor estrategia para tomar una fortaleza que la traición.
- Muy astuto ese hermano tuyo -reconoció Erik-. ¿Sobrevivió a la Guerra Santa?
- Sí.
- ¿Es a él a quien buscas en mis dominios?
La expresión de Simon cambió por completo.
- Perdonadme, milord -se excusó con gran amabilidad-. Pero lo que busco en estas tierras es un asunto entre Dios y yo.
Erik contuvo la respiración una milésima de segundo antes de esbozar una leve sonrisa y concentrarse en la armadura que el rubio caballero había dejado en la armería.
- Buena cota de malla -comentó.
- El armero la ha reparado con semejante habilidad que es mejor ahora que cuando estaba nueva -reconoció Simon.
- Mi armero es famoso por su habilidad -admitió Erik.
- Con toda justicia. ¿Le hará a Duncan una cota de malla y un yelmo?
- Tendrá que hacerlo -dijo el joven lord en tono seco-. No hay una cota de malla en toda Inglaterra que se ajuste a la anchura de sus hombros.
- Sí la hay -apuntó Duncan de pronto.
- ¿Ah sí?
- La de Dominic le Sabre -respondió.
Amber se quedó mirando a Duncan en silencio, temiendo las consecuencias de que recuperara la memoria.
Simon también lo observó con intensidad, pero se abstuvo de preguntar por la misma razón.
Sin embargo, Erik no temía que Duncan recuperase sus recuerdos.
- Entonces, ¿has visto a ese bastardo normando? -le preguntó.
- Sí.
- ¿Cuándo?
Duncan fue a contestar, pero se dio cuenta de que no conocía la respuesta.
- No lo sé -admitió con pesar-. Sólo sé que lo he visto.
El joven lord lanzó una rápida mirada a Amber, que le miró a su vez en silencio.
- ¿Estás recuperando tu memoria? -quiso saber Erik.
Simon y Amber contuvieron la respiración.
- Trozos dispersos. Nada más.
- ¿Qué quieres decir?
Duncan se encogió de hombros, hizo un gesto de dolor y se palpó con dedos impacientes el lugar donde Simon le había golpeado horas antes.
Es una pena que ella no esté aquí para aliviar el dolor con sus bálsamos y pociones, pensó, y, al hacerlo, se quedó inmóvil, preguntándose quién sería «ella».
Ojos verdes.
El aroma de las hierbas glendruid.
Agua tibia para el baño.
El perfume de su jabón.
- ¿Duncan? -insistió Erik-. ¿Estás recuperando la memoria?
- ¿Alguna vez has visto el reflejo de la luna en un estanque? -preguntó el aludido con ferocidad contenida.
- Sí.
- Arroja piedras al estanque y mira de nuevo el reflejo de la luna. Así son mis recuerdos.
La amargura que traslucían sus palabras hizo que Amber desease acariciarlo, tranquilizarlo, ofrecerle el sensual desahogo que conseguiría equilibrar el dolor de la pérdida.
- Recuerdo haber visto al lobo de los glendruid -aclaró Duncan-, pero no sé ni cuándo, ni dónde, ni cómo, ni por qué; ni siquiera recuerdo qué aspecto tiene.
- El lobo de los glendruid -murmuró Erik-. Entonces es cierto que así llaman a Dominic le Sabre. Había oído rumores…
- ¿Qué rumores? -le interrumpió Amber, deseosa de cambiar de tema.
- Que el caballero más peligroso con el que cuenta el rey inglés se ha hecho merecedor de portar el sagrado broche del clan de los glendruid, convirtiéndose así en su protector, en el lobo de los glendruid. -Hizo una pausa significativa y luego siguió hablando-. Se ha cumplido de nuevo una de las profecías de Cassandra.
- ¿Cuál? -Amber parecía desconcertada.
- Dos lobos que se observan en círculo, uno viejo y el otro no -explicó Erik-. Dos lobos poniéndose a prueba mientras la tierra se estremece y espera…
- ¿Espera qué? -intervino Simon.
- La muerte. O la vida.
- No me lo habías dicho -le recriminó Amber.
- Ya tenías bastantes problemas con tu propia profecía -le espetó cortante.
- ¿Qué lobo ganó? -preguntó Simon.
- Las profecías de Cassandra no funcionan así -dijo Erik-. Puede ver las encrucijadas del futuro, pero no el camino que se tomará.
Con gesto indiferente, Amber se dio la vuelta. No quería oír más sobre las profecías de la anciana.
- ¿Duncan?
Él le respondió con un murmullo interrogante, atento sólo a medias. Una de las armas había atraído toda su atención.
- ¿Vienes al pantano de los susurros conmigo? -le pidió ella-. Cassandra me ha pedido que compruebe si han llegado los gansos.
Entonces, Amber vio el arma que había conseguido distraer a Duncan y le dio un vuelco el corazón. Se acercó a él con rapidez, le puso la mano en la mejilla y sintió un súbito arrebato de placer. Los sombríos recuerdos del hombre al que había entregado su corazón luchaban por prevalecer sobre las sombras.
- Duncan -murmuró la joven.
Él pareció volver en sí centrando toda su atención en Amber, y no en el arma cuya larga cadena y pesada bola de metal casi había conseguido que sus recuerdos aflorasen.
- ¿Sí?
Los labios femeninos temblaron de placer y dolor a un tiempo.
- Acompáñame al pantano de los susurros -le pidió de nuevo con suavidad-. Ya has tenido suficientes batallas por hoy.
Duncan volvió a mirar hacia la gris cadena de metal suspendida en la pared.
- Sí, pero, ¿y las batallas? ¿Se habrán cansado de mí? -Alargó el brazo y tomó el arma con una facilidad que no dejaba traslucir su peso real-. Me llevo esto -anunció.
Amber se mordió el labio al ver lo que tenía Duncan en sus manos.
Simon también lo vio. En silencio, comenzó a prepararse para la lucha que habría de seguir si su amigo por fin recuperaba la memoria.
- La maza -dijo Erik en tono neutro, observando a Duncan fijamente. No era consciente de que había desenvainado su propia espada hasta que no sintió su gélido tacto en la mano-. ¿Por qué la has escogido, de entre todas las armas de la armería?
Sorprendido, Duncan miró el arma que tan bien se adaptaba a sus manos.
- No tengo espada -se limitó a decir-. Y no hay mejor arma defensiva que la maza para un hombre sin espada.
Tanto Simon como Erik asintieron lentamente.
- ¿Puedo tomarla prestada? -preguntó Duncan-. ¿O es el arma favorita de alguno de tus caballeros?
- No -masculló Erik-. Puedes quedártela.
- Gracias, milord. Los puñales son buenos para las peleas o para cortar carne asada, pero un hombre necesita un arma de alcance para librar una batalla.
- ¿Estás pensando en luchar pronto? -inquirió Erik.
- Si me encuentro con algún malhechor rondando cerca de alguna tumba reciente, no me gustaría decepcionarlo por falta de un arma. -Con una gran sonrisa, Duncan dejó que la cadena se deslizase entre los dedos, probando su peso y longitud.
Simon soltó una carcajada y Erik sonrió de forma inquietante.
Los tres hombres se dirigieron una mirada de reconocimiento y aprecio de la salvaje sangre guerrera que recorría las venas de todos ellos, y, sin ceremonias, Erik les dio una palmada en el hombro, como si además de aquella afinidad compartida fuesen hermanos de sangre.
- Con hombres como vosotros a mi lado, no temería enfrentarme al propio lobo de los glendruid -afirmó el joven lord.
La sonrisa de Simon se desdibujó de su cara, y dijo:
- Duncan de Maxwell, al que todos llaman el Martillo Escocés, lo intentó sin conseguirlo.
Duncan se quedó paralizado, como si su corazón hubiese dejado de latir. El de Amber sí lo había hecho, para luego acelerar el ritmo y desbocarse.
- ¿Duncan? -suplicó-. ¿Vendrás conmigo al pantano?
Él permaneció en silencio durante unos segundos que parecieron siglos. Luego, con un leve sonido, sus dedos se cerraron con fuerza sobre el mango de la maza.
- Sí, pequeña -asintió Duncan bajando la voz-. Iré contigo.
- Podría caer una buena tormenta antes de la puesta del sol -les advirtió Erik.
Con una gentil sonrisa, Duncan apartó un rebelde mechón del bello rostro femenino.
- No me importan las fuerzas de la naturaleza con Amber a mi lado.
Ella sonrió, a pesar de que le temblaban los labios por el intenso miedo que sentía por él.
- ¿No la dejas aquí? -preguntó Amber, señalando la maza.
- No. Con ella te puedo defender.
- No hace falta. No hay malhechores tan cerca de Sea Home.
Sin importarle que no estuvieran solos en la armería, Duncan se inclinó hasta que sus labios casi rozaron el cabello de Amber. Inhaló su dulce aroma y miró sus dorados y preocupados ojos.
- No me voy a arriesgar contigo, pequeña -susurró-. Si alguien te hiciera daño, creo que me desangraría.
Aunque el tono de aquellas palabras había sido bajo, Simon las oyó y miró a la joven con una furia difícil de esconder.
Maldita bruja. ¡Le ha robado la mente!
- Duncan -musitó Amber.
Aquella palabra era tanto un suspiro como su nombre.
- Apresurémonos, mi oscuro guerrero. He preparado algo de comida y habrá dos caballos esperando. -Tomó una de sus manos entre las suyas, sin importarle el tacto y el peso de la fría cadena.
- Tres -la corrigió Erik.
- ¿Tú también vienes? -preguntó la joven sorprendida.
- No. Pero Egbert sí.
- Ah, sí. Egbert. Claro. Bueno, tendremos que ignorarlo.
Duncan se movió con cuidado y echó un vistazo sobre su hombro, pues no quería asustar al nervioso caballo. Se habían alejado sigilosamente del lugar de la merienda, dejando a Egbert dormido con su propio caballo y el de Duncan pastando cerca. Amber había insistido en llevar sólo su montura cuando se dirigieron hacia el pantano.
El camino que se alejaba de los hermosos campos de Sea Home se había vuelto escarpado y dificultaba la marcha, sobre todo ahora que
Whitefoot cargaba con dos jinetes. Algunos tramos del sendero habían hecho dudar a Duncan pues, a primera vista, no parecían transitables. Pero a unos pocos pasos de la ruta siempre aparecía un camino fácil de seguir.
Aquello bastaba para inquietar a un hombre. Y parecía que el caballo tampoco las tenía todas consigo, aunque quizás su incomodidad se debiera al doble peso que soportaba.
- No hay rastro del escudero -comentó Duncan, mirando de nuevo hacia adelante.
- Pobre Egbert -se lamentó Amber, con un tono que desmentía su preocupación-. A Erik no le va a hacer ninguna gracia.
- El pobre Egbert está dormido al otro lado de ese cerro. ¿Es ése tan mal destino?
- Sólo si Erik se entera.
- Si el escudero fuese el doble de listo que perezoso, no le contará a su señor que se quedó dormido.
- Si Egbert fuese tan listo, no sería tan perezoso.
Duncan soltó una carcajada y estrechó su abrazo sobre la frágil cintura femenina. Llevaba las riendas con la mano izquierda y Amber apoyaba las manos en sus poderosos brazos, como si disfrutase de la tibieza de su cuerpo.
- En cualquier caso, le hemos dejado tu caballo -señaló la joven-, y una nota con órdenes de esperarnos.
- ¿Estás segura de que el muchacho sabe leer?
- Mejor de lo escribe, según Cassandra.
- ¿Sabe escribir? -preguntó Duncan sorprendido.
- Bastante mal. Erik se desespera cada vez que intenta enseñarle a llevar las cuentas de un castillo, de los animales y los impuestos.
- Entonces, ¿por qué no se lo envía de nuevo a su padre?
- Egbert es huérfano. Erik lo encontró en la vera de un camino. A su padre lo habían matado en el bosque.
- ¿Es que tu amigo tiene la costumbre de recoger y cuidar a la gente extraviada?
- Alguien debe ocuparse de ellos.
- ¿Por eso me has cuidado? -quiso saber Duncan-. ¿Por deber y compasión?
- No.
Amber recordó la sensación de tocar a su oscuro guerrero por primera vez; aquel sobrecogedor placer, tan intenso, que había apartado la mano sólo para volver a tocarlo otra vez, v así perder el corazón.
- Contigo fue distinto -consiguió susurrar-. Tocarte me produjo un placer que nunca antes había conocido.
- ¿Aún lo sientes?
Las mejillas de Amber se tiñeron de un revelador tono rojizo, contestando así la pregunta de Duncan.
- Ni siquiera imaginas lo que tus palabras provocan en mi interior.
Tras susurrar aquellas palabras en su oído, Duncan la acercó aún más hacia sí con un levísimo movimiento de sus brazos. El deseo jamás se alejaba demasiado de sus pensamientos y ahora todo su cuerpo vibraba de pasión, aunque su conciencia se lo recriminase.
Pero no la seduciría hasta que no tuviese más respuestas a las inquietantes preguntas del pasado. Le obsesionaba haber contraído algún juramento que le impidiese estar con ella. Y a pesar de ello… a pesar de ello… resultaba tan abrumadoramente placentero cabalgar en un día de otoño con un hada ámbar entre sus brazos…
- Ha salido el sol -murmuró Amber-. Qué inesperado regalo.
Levantó los brazos y se bajó la capucha. La tela índigo cayó en pliegues sobre su nuca y hombros, permitiendo que la dorada tibieza del sol la bañase.
- Sí -convino Duncan-. Un verdadero regalo.
Pero pensaba en Amber y no en los rayos de sol.
- Tu cabello… -musitó-. Está formado por miles de sombras de luz dorada. Jamás había visto nada tan bello.
La joven dejó de respirar por un instante y un escalofrío recorrió su cuerpo. El deseo de Duncan ejercía una poderosa llamada sobre ella, y Amber no deseaba otra cosa que sentirse arropada por su fuerza, olvidarse del mundo, entregarse a él en un silencio secreto que nadie más podría penetrar.
Pero no debía entregarse a él.
Corazón, cuerpo y alma.
Su corazón ya le pertenecía, pero su cuerpo y su alma todavía estaban a salvo.
- Amber -susurró Duncan.
- ¿Sí? -respondió ella, aplacando un leve temblor.
- Nada. Es sólo que me gusta susurrar tu nombre sobre tu cabello.
Un inesperado estremecimiento invadió a la joven al escuchar aquello. Sin apenas pensar, elevó la mano para tocar la mejilla de Duncan. El tacto ligeramente áspero de su piel la llenó de placer, al igual que la fuerza de su brazo rodeándola por la cintura y la calidez y amplitud de su pecho.
- Para mí no hay nadie como tú, nadie. -Amber no se dio cuenta de que había dicho aquellas palabras en alto hasta que no sintió el leve temblor del poderoso cuerpo masculino.
- Tampoco para mí hay nadie como tú -susurró él mientras le besaba la palma de la mano.
Cuando Duncan se inclinó para acercar su mejilla al cabello de Amber, lo embargó la delicada fragancia de la luz del sol y las siemprevivas. La joven olía a verano y a calor, a pino escocés y a viento limpio. Nunca se cansaría de aquel olor.
Amber pudo sentir la agitación en la respiración de Duncan así como el lacerante placer que le causaba su simple presencia, y deseó estar libre de la profecía.
Pero no lo estaba.
- Es una pena que estemos en otoño -comentó Amber con pesar.
Duncan emitió un sonido de interrogación mientras acariciaba un mechón de cabello que caía sobre el cuello de la joven.
- Erik tenía razón -se apresuró a decir ella, casi asustada-. Se acerca una tormenta. Pero eso sólo hace que estos momentos sean aún más valiosos.
Reticente, Duncan elevó la cabeza y miró hacia el norte. Una gruesa línea de nubes se agolpaba en aquella dirección, tan sólo contenida por el viento del sur. Por encima de sus cabezas, el cielo era una cúpula de zafiro que se extendía sobre los páramos cuyos rocosos promontorios estaban coronados por las nubes.
- Todavía hay tiempo -la tranquilizó-. Quizá llueva cuando salga la luna, aunque no lo creo.
Amber guardó silencio y Duncan miró sobre su hombro una vez más. A sus espaldas, un estrecho riachuelo recorría las abruptas tierras altas que se elevaban entre Sea Home y el castillo del Círculo de Piedra.
El riachuelo marcaba el inicio del Desfiladero Espectral, llamado así por los árboles de pálida corteza que se aferraban a sus escarpadas laderas, y por el aullido amenazante del viento al pasar entre las ramas.
Nadie los seguía por el sendero montañoso que acababan de descender. Y tampoco se veía ningún jinete por delante, donde la tierra y el mar se entremezclaban para crear el pantano de los susurros. El camino que estaban a punto de tomar para ir al pantano no estaba marcado; tan sólo era conocido por los Iniciados.
No habían descubierto signo alguno de presencia humana en aquel lado de la montaña. Ningún camino de carros, ni espiral de humo elevándose en el claro, ni campos arados, ni muros de piedra, ni corrales de venados, ni marcas de hachas en los árboles. El Desfiladero Espectral, pequeño, escarpado y atravesado por el lento discurrir de un arroyo, no contaba con aldeas ni senderos. Aquél era sin duda un lugar mágico lleno de luces y sombras, y parecía no haber sido pisado jamás por el hombre. Si Duncan no hubiese visto grupos de menhires en los solitarios claros, habría jurado que ningún otro ser humano había atravesado aquellas tierras.
Pero sí lo hicieron. Algunos llamaron druidas a sus habitantes. Otros, hechiceros. Y aún hubo otros que no les llamaron nada más que demonios o dioses.
Sin embargo, los pocos que tal vez sabían la verdad llamaron a aquella gente desaparecida los Iniciados.
- Egbert no nos seguirá -comentó Amber cuando sintió que Duncan se giraba para mirar a su espalda una vez más.
- ¿Cómo puedes estar tan segura? Es perezoso pero no ciego. Hemos dejado un rastro muy claro.
Ella dudó, preguntándose cómo explicarle en qué se basaba el hecho de que estuviera tan segura de que en aquel lugar estaban a salvo de cualquier intrusión.
- Egbert no puedo seguirnos -le aseguró-. Incluso si no sintiera temor, no sería capaz de ver a dónde hemos ido.
- ¿Por qué no?
- Él no es un Iniciado -se limitó a responder Amber.
- ¿Qué quieres decir?
- Egbert vería los obstáculos y se daría la vuelta, convencido de que nadie podría pasar por donde nosotros lo hicimos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Duncan al recordar lo impracticables que parecían algunos tramos del camino… a primera vista.
- Por eso te hice dejar tu montura -añadió Amber.
- ¿Mi caballo no es un Iniciado? -se burló Duncan con suavidad.
Ella rió y meneó la cabeza, provocando que su cabello brillase bajo la dorada luz del sol.
- Mi yegua, Whitefoot, está acostumbrada a mí -se explicó Amber-. Se deja guiar.
- Tú ves el camino.
No era, ni mucho menos, una pregunta, pero la joven contestó encogiéndose de hombros.
- Soy una Iniciada -afirmó, para después añadir con un suspiro-: Pero según Cassandra, todavía me queda mucho por aprender.
Duncan observó la delicada curva de la mejilla femenina y se preguntó cómo él, que nunca había sido instruido en la sabiduría de los Iniciados, había conseguido ver tanto los obstáculos como el camino alternativo. Antes de que pudiera preguntar, Amber estaba hablando de nuevo.
- A pesar de mis fracasos en el aprendizaje, sé lo suficiente para llegar hasta aquí. El Desfiladero Espectral es un lugar muy especial para mí. Nunca lo había compartido con nadie… hasta hoy.
Sus tranquilas palabras resonaron en Duncan como un trueno lejano, tanto sentido como escuchado.
- ¿Amber?
La intensa voz masculina era baja, casi ronca, y la joven sintió una punzada de deseo, al igual que la salvaje urgencia que dominaba a Duncan.
- ¿Sí? -susurró, girándose hacia él.
- ¿Por qué me has traído aquí?
- Para ver los gansos de Cassandra.
- ¿Gansos? -preguntó Duncan escrutando el rostro femenino.
- Sí. Vienen aquí desde el norte en el otoño, trayendo el invierno tras de sí.
- Es pronto para que lleguen los gansos, ¿no es cierto?
- Sí.
- Entonces, ¿por qué los buscas?
- Cassandra me lo pidió. Las runas vaticinaron un invierno duro y temprano. Si los gansos están aquí, sabremos que Cassandra interpretó las piedras correctamente.
- ¿Y qué dicen los siervos? -inquirió Duncan.
- Afirman que los signos son confusos.
- ¿Por qué?
- Las ovejas están desarrollando un pelaje muy grueso y, sin embargo, los pájaros aún cantan en los árboles. El sol todavía es cálido pero se resienten las articulaciones y las viejas heridas. Los sacerdotes rezan y sueñan, aunque no consiguen ponerse de acuerdo sobre cuál es la respuesta divina.
- Signos. Profecías. Sacerdotes. Sueños… -enumeró él casi despectivamente mientras sus labios dibujaban una mueca-. Dame una espada y un escudo y abriré mi propio camino, sin importar lo que ocurra después.
Amber perfiló los labios masculinos con la yema de su dedo, pero no fue capaz de traspasar el dolor y la ira de Duncan.
Pesarosa, se giró para mirar el agreste desfiladero verde una vez más. A ambos lados del camino, los serbales se aferraban a los riscos como ángeles caídos. Las escasas bayas que los pájaros habían perdonado brillaban en las ramas como rubíes. Siniestros abedules se apiñaban en los arroyos y sus ramas desnudas se elevaban hacia el cielo del otoño en un sordo lamento sobre el verano perdido y el invierno venidero.
Hacia la derecha, un círculo de pequeñas piedras marcaba un antiguo lugar. Y más allá, otro círculo mayor y más irregular, conformado por moles de piedra, se levantaba ominoso sobre una zona extrañamente allanada.
El graznido agudo e indómito de un águila rasgó el silencio. La llamada se repitió una, dos, tres veces.
Duncan elevó la barbilla y devolvió el salvaje graznido con una precisión asombrosa.
El águila voló a su alrededor como si reconociese el derecho de Duncan y Amber a permanecer en el mágico desfiladero. Luego, se internó en una nube que la llevó al extremo más alejado de las montañas y desapareció.
- ¿Quién te enseñó a contestar a las águilas? -preguntó Amber suavemente.
- La madre de mi madre.
- Debía ser una Iniciada.
- Lo dudo -repuso Duncan-. En el lugar en el que nací no había nadie a quien llamásemos Iniciado.
- En ocasiones, los Iniciados deben ocultar sus dones para pasar desapercibidos.
Ambos guardaron silencio mientras dejaban atrás el Desfiladero Espectral y seguían el plateado arroyo en su camino hacia un pequeño valle y, después, hacia el agitado mar. La vegetación del pantano estaba llena de vida, agitada por un viento implacable que parecía susurrar al silbar entre las ramas.
- Ahora entiendo por qué este lugar se llama el pantano de los susurros -dijo Duncan.
- Hasta que los gansos del invierno lleguen, sí. Entonces el aire resuena con sus graznidos y aleteos, y el pantano sólo susurra en las más profundas horas de la noche.
- Me alegro de haberlo conocido de este modo, con el sol tornando las puntas de las plantas del pantano en velas encendidas. Es como una iglesia justo antes de una ceremonia.
- Sí -susurró Amber-. Es un lugar sagrado.
Por unos breves instantes, Duncan y Amber disfrutaron de la paz que se respiraba en el pantano. Entonces, Whitefoot estiró su cuello y tironeó de las riendas, reclamando su derecho a pastar.
- ¿Se marchará si desmontamos? -preguntó Duncan.
- No. Whitefoot es casi tan perezosa como Egbert.
- Entonces dejaremos que descanse un poco antes de volver.
Duncan desmontó y ayudó a Amber a bajar. Cuando estuvo frente a él, los dedos de la joven le acariciaron la mejilla y la áspera mandíbula. Él giró la cabeza y le besó la mano con una calidez tierna y persistente que le quitó el aliento.
Cuando Amber miró a los ojos de Duncan, supo que debía apartarse. No necesitaba tocarlo para estar segura de que él la deseaba con una fuerza arrolladora.
- Debemos volver enseguida -le advirtió ella.
- Sí, pero primero…
- ¿Primero?
- Primero te enseñaré a no temer mi deseo.